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Ermanarico estaba sentado a solas bajo las estrellas. El viento soplaba. En la lejanía oyó el aullido de un lobo.

Después de que los mensajeros hubiesen traído sus noticias, pronto no pudo soportar más el terror y el charloteo posterior. A su orden, dos guerreros le habían ayudado a subir los escalones hasta el tejado de su casa. Lo sentaron sobre un banco, cerca del parapeto y le pusieron la capa de piel sobre los hombros caídos.

—¡Idos! —ladró, y ellos se fueron, aterrorizados.

Había visto la puesta de sol disolverse en el oeste mientras las nubes tormentosas se acumulaban azules al este. Esas nubes ocupaban ahora una cuarta parte del cielo. Los rayos corrían por entre ellas. Antes del amanecer, la tormenta estaría allí. Y sin embargo, sólo había llegado el primer viento, frío como el invierno en medio del verano. En otras partes las estrellas todavía relucían en multitud.

Eran pequeñas, extrañas y no tenían piedad. Los ojos de Ermanarico intentaron evitar mirar el Carro de Wodan, que giraba alrededor del ojo de Tiwaz que siempre vigilaba desde el norte. Pero siempre regresaban a la señal del Errante.

—No os obedecí, dioses —murmuró—. Confié en mi propia fuerza. Sois más astutos y crueles de lo que pensaba.

Allí estaba sentado, él, el poderoso, el tullido de pie y mano, incapaz de hacer nada más que escuchar cómo el enemigo había cruzado el río y destrozado el ejército que esperaba detenerlo. Debería estar pensando en qué intentar a continuación, dando órdenes, animando a su pueblo. No estaban acabados si tenían el líder adecuado. Pero la cabeza de¡ rey estaba hueca.

Hueca, vacía. Hombres muertos llenaban ese salón de huesos, los hombres que habían caído con Hathawulf y Solbern, la flor de los godos del este, Si hubiesen estado vivos en aquellos últimos días, juntos hubiesen podido rechazar a los hunos, con Ermanarico al frente. Pero Ermanarico también había muerto, en la misma matanza. No quedaba más que un tullido, cuyos dolores permanentes le producían agujeros en la mente.

Nada podía hacer por su reino más que dejarlo ir, con la esperanza de que su hijo mayor fuese más digno, saliese victorioso. Ermanarico enseñó los dientes a las estrellas. Demasiado bien sabía que esa esperanza era una mentira. Frente a los ostrogodos había derrota, rapiña, carnicería, sometimiento. Si alguna vez volvían a ser libres, sería mucho después de que él hubiese vuelto a la tierra.

¿Él —qué agradable sería eso— o sólo su carne? ¿Qué te esperaba más allá de la oscuridad?

Sacó el cuchillo. La luz de las estrellas y los rayos se reflejó en el metal. Durante un momento le tembló en la mano. El viento soplaba.

—¡Está hecho! —gritó. Se apartó la barba y colocó la punta bajo la mandíbula. Los ojos volvieron a levantarse, como por voluntad propia, hacia el Carro. Algo blanco brillaba allí: ¿un fragmento de nube o Swanhild cabalgando tras el Errante? Ermanarico hizo acopio de todo el coraje que le quedaba. Clavó el cuchillo y lo movió de un lado a otro.

La sangre manó de la garganta abierta. Se derrumbó y cayó sobre el terrado. Lo último que oyó fue el trueno. Sonaba como los cascos de los caballos que traían al oeste la medianoche de los hunos.

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