La mañana trajo la lluvia. Conducida por el viento ululante, lo ocultaba todo excepto el asentamiento que se acurrucaba debajo, corno si el resto del mundo hubiese desaparecido. El rugido del tejado resonaba por toda Heorot.
La oscuridad del interior parecía mayor por el vacío. Ardían los fuegos, las lámparas alumbraban bien alto para nadie entre las sombras. El aire era pesado.
Había tres personas de pie cerca del centro. De lo que hablaban les impedía sentarse. De sus labios salía el aliento en hálitos blancos.
—¿Muertos? —murmuró Alawin aturdido—. ¿Todos ellos?
El Errante asintió.
—Sí —le volvió a decir—, aunque habrá tanta pena entre greutungos como entre tervingos. Ermanarico vive, pero mutilado y lisiado, y con dos hijos menos.
Ulrica le dirigió una mirada afilada.
—Si eso sucedió la pasada noche —dijo—, no habéis venido en ningún caballo terrestre para contárnoslo.
—Sabes quién soy —contestó él.
—¿Lo sé? —Levantó hacia él unos dedos doblados como espolones. La voz se hizo más aguda—. Si sois en verdad Wodan, se trata de un dios maldito, que no estaba dispuesto o no podía ayudar a mis dos hijos en un momento de necesidad.
—Calma, calma —le rogó Alawin, mientras miraba avergonzado al Errante.
Este último dijo con suavidad:
—Lloro contigo. Pero la voluntad de Weard no debe ser alterada. Y a medida que la historia de lo sucedido llegue al oeste, descubriréis que yo estaba allí, e incluso que salvé a Ermanarico. Sabed que frente al tiempo los propios dioses están indefensos. Hice lo que estaba destinado a hacer. Recordad que al enfrentarse al final que estaba decidido para ellos, Hathawulf y Solbern redimieron el honor de su casa, y ganaron para ellos mismos un nombre que vivirá mientras lo haga su raza.
—Pero Ermanarico permanece sobre la tierra —soltó Ulrica—. Alawin, el deber de la venganza ha pasado a ti.
—¡No! —dijo el Errante—. Su tarea es mayor que eso. Es salvar la sangre de la familia, la vida del clan. Por eso he venido.
Se volvió hacia el joven, que lo miraba con los ojos abiertos de par en par.
—Alawin —dijo—, conozco el futuro y es una pesada carga. Pero en ocasiones puedo usar ese conocimiento para evitar el mal. Escúchame bien, porque es la última vez que me oirás.
—¡Errante, no! —gritó Alawin. El aliento surgió de entre los labios de Ulrica.
El Gris levantó la mano que no sostenía la lanza.
—El invierno pronto estará sobre vosotros —dijo—, pero seguirán la primavera y el verano. El árbol de tu familia carece de hojas, pero sus raíces son fuertes, y volverá a ser verde… si no lo tala un hacha.
»Date prisa. Aunque está herido, Ermanarico buscará dar final, de una vez, a tu molesta estirpe. No puedes reunir un ejército tan grande corno el suyo.
»Si te quedas aquí, morirás.
»Piénsalo. Lo tienes todo listo para viajar al oeste, y entre los visigodos te espera una bienvenida. Será más cálida por la derrota que Atanarico sufrió este año a manos de los hunos en el río Dniéster; necesitan nuevas almas llenas de esperanza. En unos días, podrías estar a la cabeza de la caravana. Los hombres de Ermanarico, cuando lleguen aquí, no encontrarán más que las cenizas del salón comunal, que tú incendiaste para evitar que lo tomasen y como pira en honor de tus hermanos.
»No estarás huyendo. No, te irás para forjar un mañana mejor. Alawin, ahora eres el único con la sangre de tu padre. Defiéndela bien.
La furia torció el rostro de Ulrica.
—Sí, siempre habéis hablado con suaves palabras —dijo estremeciéndose—. No escuches esas insidias, Alawin. Resiste. Venga a mis hijos… a los hijos de Tharasmund.
El joven tragó saliva.
—Realmente me harás… ir… mientras el asesino de Swanhild, Randwar, Hathawulf, Solbern… ¿mientras viva? —dijo entrecortadamente.
—No debes quedarte —insistió el Errante con seriedad—. Si lo haces, entregarás la última vida que le queda a tu padre… al rey, junto con los hijos de Hathawulf, su esposa y tu propia madre. No hay deshonor en la retirada cuando te superan en número.
—Sí… podría reunir una hueste visigoda…
—No tendrás poder para hacerlo. Aguanta. Dentro de tres años oirás noticias sobre Ermanarico que te alegrarán. La justicia de los dioses caerá sobre él. Eso te lo prometo.
—¿Qué vale esa promesa? —rugió Ulrica.
Alawin llenó sus pulmones, enderezó los hombros, permaneció en silencio un momento y luego dijo:
—Madrastra, calma. Soy el hombre de la casa. Seguiremos el consejo del Errante.
El muchacho que había en él se manifestó por un momento:
—Oh, pero señor, antepasado… ¿realmente no volveremos a veros? ¡No nos abandonéis!
—Debo hacerlo —contestó el Gris—. Es necesario para ti. —De pronto añadió—: Sí, es mejor que me vaya inmediatamente. Adiós. Buen viaje.
Caminó por entre las sombras, salió por la puerta y se perdió entre la lluvia y el viento.