344–347

El mismo año que Tharasmund regresó a Heorot y ocupó la jefatura de los tervingos, murió Geberico en el salón de sus padres, en el pico del Alto Tatra. Su hijo Ermanarico se convirtió en rey de los ostrogodos.

Posteriormente, ese mismo año, Ulrica, hija del visigodo Atanarico, vino a su prometido Tharasmund, a la cabeza de un gran y rico séquito. Su matrimonio fue una fiesta recordada durante mucho tiempo, una semana durante la que la comida, la bebida, los regalos, los juegos, la alegría y la fanfarria no se escatimaron para cientos de invitados. Como su propio nieto se lo había pedido, el Errante bendijo a la pareja, y bajo la luz de las antorchas guió a la novia hasta la habitación donde la aguardaba el novio.

Hubo algunos, no de la tribu tervinga, que murmuraron que Tharasmund parecía demasiado arrogante, como si se creyese mejor que los hombres de su rey.


Poco después de la boda tuvo que apresurarse. Los hérulos habían salido y las llamas estaban encendidas. Derrotarlos y destruir parte de su región se convirtió en labor de invierno. Apenas había terminado cuando Ermanarico envió el mensaje de que quería que todas las cabezas de tribu se reuniesen con él en la tierra materna.

Resultó provechoso. Se trazaron planes para conquistas y otras cosas que era preciso hacer. Ermanarico desplazó su corte al sur, donde se encontraba la mayoría de su gente. Además de muchos greutungos, también acudieron los jefes tribales y muchos guerreros. Fue un viaje espléndido, sobre el que los bardos tejieron palabras que el Errante pronto oyó cantar.

Por tanto, Ulrica tardó en dar a luz. Sin embargo, después de que Tharasmund se encontrase nuevamente con ella, pronto llenó su vientre, y muy bien. Ella dijo a sus mujeres que claro que sería un niño, y que viviría para ser tan recordado como sus antepasados.

Dio a luz una noche de invierno; algunos dijeron que sin problemas, otros dijeron que despreciando cualquier dolor. Toda Heorot se alegró. El padre envió la noticia de quedaría una fiesta para conceder el nombre.

Aquélla era una agradable pausa en el trabajo de la estación, añadido al encuentro de invierno. La gente llegó en torrentes. Entre ellos se encontraban hombres que lo tomaban como una oportunidad para intercambiar unas palabras en privado con Tharasmund. Sentían rencor por el rey Ermanarico.

El salón estaba adornado con ramas de hojas perenne, tejidos, metal pulido, vidrio romano. Aunque el día reinaba sobre el manto de nieve, las lámparas iluminaban la larga estancia. Vestidos con sus mejores ropas, los terratenientes más importantes de los tervingos y sus esposas rodeaban el alto asiento donde se encontraban la cuna y el bebé. Gente inferior, niños, perros, se congregaron alrededor de los muros. La dulzura del pino y del prado llenaba el aire y las cabezas.

Tharasmund dio un paso al frente. En su mano llevaba el hacha sagrada, para sostenerla sobre su hijo mientras recitaba la bendición de Donar. A su lado Ulrica sacó agua del pozo de Frija. Nadie allí había visto algo similar, más que para el primogénito de una casa real.

—Nos hemos reunido… —Tharasmund se detuvo. Todos los ojos se dirigieron hacia la puerta, y la respiración se detuvo—. ¡Oh, tenía esperanzas! ¡Bienvenido!

Con la lanza golpeando ligeramente el suelo, el Errante se acercó. Inclinó su figura gris sobre el niño.

—¿Le concederéis, señor, su nombre? —preguntó Tharasmund.

—¿Cuál ha de ser?

—De la gente de su madre, para unirnos más a los godos del oeste, Hathawulf.

El Errante permaneció inmóvil un momento que se hizo eterno. Finalmente levantó la cabeza. El ala del sombrero le ensombrecía la cara.

—Hathawulf —dijo en voz baja, como para sí—. Oh, sí, ahora lo entiendo. —Un poco más alto añadió—: Weard así lo desea. Bien, que así sea. Le daré su nombre.

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