300–302

Llegó el invierno y luego, poco a poco, con arrebatos de viento, nieve y lluvia helada, se retiró. Para aquellos que vivían en el caserío junto al río, ese año los rigores de la estación fueron menores. Carl se alojó entre ellos.

Al principio muchos sintieron temor por el misterio que lo rodeaba; pero llegaron a comprender que no traía malas intenciones ni mala suerte. Pero el sobrecogimiento que les producía no menguó. Es más, fue en aumento. Desde el principio Winnithar declaró que no era adecuado que un invitado de su categoría durmiese sobre un banco como si se tratase de un vulgar propietario, y le ofreció una cama. Le ofreció a Carl que eligiese a una esclava para que se la calentase, pero el extraño rechazó la oferta con amabilidad y juicio. Aceptó comida y bebida, y tomó un baño y salió al retrete. Sin embargo, corrió el rumor de que esas actividades no le eran necesarias, excepto para demostrar que era mortal.

Carl hablaba con suavidad y con amabilidad, de forma algo digna. Podía reír, contar un chiste o relatar una historia divertida. Salía a pie o a caballo, en compañía, a cazar o a visitar al terrateniente más cercano o a hacer ofrendas a los Anses y participar en el festín posterior. Participó en pruebas de tiro y lucha, hasta que quedó claro que ningún hombre podía derrotarle. Cuando jugaba a tabas o juegos de tablero, no siempre ganaba, aunque se extendió la idea de que era para evitar que los demás temiesen brujería. Hablaba con cualquiera, desde Winnithar hasta el sirviente más bajo o el más pequeño de los niños, y escuchaba con atención; ciertamente, les resultaba agradable, y era igualmente amable con subalternos y animales.

Pero en lo que se refería a su propio yo, permanecía oculto.

Eso no significa que permaneciese sentado con seriedad. No, hacía fluir las palabras y la música como nadie. Deseoso de oír historias, poemas y canciones, dichos, todo lo que pudiese, él lo devolvía con creces. Porque parecía conocer todo el mundo, como si lo hubiese recorrido en persona durante más de una vida.

Habló de Roma, la poderosa e inquieta, de su señor Diocleciano, sus guerras y leyes severas. Contestaba preguntas sobre el nuevo dios, el de la Cruz, del que los godos habían oído hablar a comerciantes y esclavos venidos tan al norte. Les habló de los grandes enemigos de Roma, de los persas, y de las maravillas que habían creado. Sus palabras avanzaban, noche tras noche… hacia el sur, hasta tierras donde siempre hacía calor y la gente tenía la piel negra, y donde moraban bestias parecidas a los linces pero del tamaño de osos. Les mostró otras bestias, dibujándolas con carbón sobre trozos de madera, y ellos gritaron de asombro; ¡comparados con un elefante, un toro e incluso un trol no eran nada! Cerca del final del oriente, les dijo, había un reino más ancho, antiguo y maravilloso que Roma o Persia. Sus habitantes tenían la piel del tono del ámbar pálido y ojos que parecían líneas. Puesto que estaba plagado de tribus salvajes al norte, habían construido una muralla tan larga como una cordillera montañosa, y desde entonces atacaban desde ese reducto. Por eso los hunos habían ido al oeste. Ellos, que habían derrotado a los Aslan y atacaban a los godos, sólo eran escoria bajo la mirada rasgada de Khitai. Y toda esa inmensidad no era todo lo que había. Si viajabas al oeste atravesando el dominio romano conocido como Galia, llegarías al Mundo Mar del que habías oído historias fabulosas, y si tomabas un barco —pero las embarcaciones que navegaban por los ríos no eran lo suficientemente grandes— y navegabas durante mucho tiempo, encontrarías el hogar de los sabios y ricos mayas…

Carl también tenía historias de hombres, mujeres y sus hechos: Sansón el fuerte, Deirdre la hermosa y desdichada, Crockett el cazador…

Jorith, hija de Winnithar, olvidaba que tenía edad de casarse. Se sentaba en el suelo entre los niños, a los pies de Carl, y escuchaba con atención mientras sus ojos reflejaban la luz del fuego y se convertían en soles.

No siempre estaba disponible. A menudo decía que debía estar solo y se alejaba. En una ocasión, un muchacho, temerario pero hábil en el arte de seguir el rastro, lo siguió sin ser visto, a menos que Carl se dignase a no prestarle atención. El muchacho regresó blanco y anonadado, para contar a trompicones que el barba gris había ido al bosquecillo de Tiwaz. Nadie penetraba entre esos oscuros pinos más que la víspera del solsticio de invierno, cuando se ofrecían tres sacrificios de sangre —caballo, perro y esclavo— para que el Controlador del Lobo ordenase a la oscuridad y al frío que se alejasen. El padre del muchacho lo azotó, y después nadie habló abiertamente de ello. Si los dioses permitían que sucediese, mejor era no preguntar las razones.

Carl regresaba al cabo de unos días, con ropa limpia y regalos. Eran cosas pequeñas, pero no tenían precio, ya fuese un cuchillo de hoja desusadamente larga, un pañuelo de lujosa tela extranjera, un espejo que superaba el cobre pulido o un estanque en calma —los tesoros llegaban y llegaban, hasta que cada uno sin importar su posición, hombre o mujer, tuvo al menos uno. Sobre ellos se limitaba a decir:

—Conozco a los fabricantes.

La primavera llegó al norte, la nieve se fundió, las yemas se transformaron en hojas y flores, el río fluía crecido. Los pájaros llenaron el cielo de alas y gritos. Corderos, becerros y potros trotaban por los potreros. La gente salía, parpadeando por el súbito brillo; aireaban sus casas, ropas y almas. La Reina de la Primavera llevó la imagen de Frija de granja en granja para bendecir la siembra y la cosecha, "entras jóvenes y doncellas adornados bailaban alrededor de su carruaje. Los anhelos despertaban.

Carl seguía yéndose, pero ahora volvía la misma noche. Jorith y él pasaban más tiempo juntos. Incluso se internaban en el bosque, por caminos en flor, sobre los prados, más allá de la vista de todos. Ella caminaba como en sueños. Salvalindis, su madre, la reprendió por indecorosa —¿no le importaba nada su buen nombre?— hasta que Winnithar hizo callar a su mujer. El jefe era un astuto calculador. Y los hermanos de Jorith se alegraban.

Finalmente Salvalindis habló aparte con su hija. Buscaron un edificio en el que las mujeres se reunían para tejer y coser cuando no tenían otra cosa que hacer. Ahora sí había trabajo, por lo que estaban a solas en la oscuridad. Salvalindis puso a Jorith entre ella y el ancho y pesado telar, como si quisiese atraparla, y preguntó directamente:

—¿Has estado menos ociosa con el hombre Carl de lo que has estado en casa? ¿Te ha poseído?

La doncella enrojeció, entrecruzó los dedos y bajó la vista.

—No —dijo—. Puede hacerlo, cuando quiera. Cómo me gustaría que lo hiciese. Pero sólo nos hemos cogido de la mano, besado un poco, y …

—¿Y qué?

—Hemos hablado. Cantado canciones. Reído. Hemos estado serios. Oh, madre, no es distante. Conmigo es más amable y dulce que… de lo que sé que podría serlo un hombre. Me habla como hablaría a alguien que puede pensar, no como a una esposa.

Salvalindis apretó los labios.

—Yo nunca dejé de pensar cuando me casé. Tu padre puede que vea un poderoso aliado en Carl. Pero yo lo veo como un hombre sin tierra ni familia, más como un hechicero, pero sin raíces, sin raíces.

¿Qué podría ganar nuestra casa uniéndose a él? Bueno, sí; conocimiento; pero ¿de qué vale cuando ataca el enemigo? ¿Qué le dejaría a sus hijos? ¿Qué le uniría a ti pasada la novedad? Muchacha, estás siendo una tonta.

Jorith apretó los puños, pateó el suelo y gritó por entre lágrimas que eran más de furia que de pesar:

—¡Contén la lengua, vieja! —Inmediatamente se calló, tan asombrada como Salvalindis.

—¿Así le hablas a tu madre? —dijo—. Sí, hechicero es si te ha encantado. Tira al río el broche que te dio, ¿me oyes? —Se dio la vuelta y abandonó la habitación. Sus faldas se arrastraron furiosas sobre el suelo.

Jorith lloró, pero no obedeció.

Y pronto todo cambió.

Un día, cuando la lluvia caía como lanzas, mientras el carro de Donar corría en el cielo y el resplandor de su hacha cegaba, un jinete llegó galopando al asentamiento. Estaba apoyado en la silla y el caballo casi se caía del cansancio. Sin embargo, agitó una flecha en alto y les gritó a quienes habían desafiado al barro para acercarse:

—¡Guerra! ¡Los vándalos se acercan!

Llevado al salón, dijo frente a Winnithar:

—Mis palabras son de mi padre, Aefli de Staghorn Dale. Las recibió de un hombre de Dagalaif Nevittasson, que huyó de la masacre en Elkford para llevar el aviso. Pero ya Aefli ha visto una línea en el cielo, donde las granjas deben arder.

—Entonces son dos bandas —murmuró Winnithar—. Al menos. Puede que más. Este año vienen pronto, y con fuerza.

—¿Cómo pueden abandonar sus terrenos durante la siembra? —preguntó uno de sus hijos.

Winnithar suspiró.

—Tienen más hijos de los que necesitan para trabajar. Además, he oído hablar de un rey, Hildarico, que ha traído a varios clanes bajo el suyo. Así disponen de más efectivos, que se mueven con mayor rapidez y siguiendo un plan mejor que el nuestro. Sí, podría ser la forma de Hildarico de apropiarse de nuestras tierras, por el bien de su propio reino en expansión.

—¿Qué haremos? —quiso saber un viejo guerrero, firme como el hierro.

—Reunir a los hombres vecinos e ir por otros mientras tengamos tiempo, como ha hecho Aefli, si no han sido ya destruidos. En la Roca de los jinetes Gemelos como antaño, ¿eh? Puede que juntos no nos encontremos con una banda vándala demasiado grande para nosotros.

Carl se agitó allí donde estaba sentado.

—Pero ¿qué hay de vuestros hogares? —preguntó—. Los saqueadores podría venir por el flanco, ocultos, y caer sobre granjas como las vuestras. —No dijo nada más: saqueo, fuego, mujeres en sus mejores años violadas, todos los demás muertos.

—Debemos arriesgarnos. En caso contrario nos destruirán poco a poco. —Winnithar guardó silencio. El fuego saltaba y se agitaba. Fuera, el viento aullaba y la lluvia golpeaba los muros. Buscó a Carl con la mirada—. No tenemos ni casco ni malla de tu medida. Quizá puedas conseguirlas allí de donde sacas las cosas.

El extranjero se sentó envarado. En su rostro las arrugas se profundizaron.

Winnithar dejó caer los hombros.

—Bien, ésta no es tu batalla, ¿no? —Suspiró—. No eres un tervingo.

—¡Carl, oh, Carl! —Jorith salió de entre las mujeres.

Durante un largo momento, ella y el hombre gris se miraron. Luego él se agitó, se volvió hacia Winnithar y dijo:

—No temas. Ayudaré a mis amigos. Pero debe ser a mi modo, y debes seguir mis consejos, los entiendas o no. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

Nadie vitoreó. Un sonido como el viento recorrió la tenebrosa longitud del salón.

Winnithar hizo acopio de valor.

—Sí —dijo—. Ahora enviaremos a los jinetes para llevar flechas de guerra. El resto comeremos.

Lo que sucedió en las siguientes semanas nunca se supo en realidad. Los hombres partieron, plantaron su campamento, lucharon, y después volvieron a casa o no volvieron. Hablaron de un lancero de manto azul que recorría el cielo en una montura que no era un caballo. Hablaron de monstruos terribles que atacaban las filas vándalas, y de extrañas luces en la oscuridad, y del temor ciego que atenazaba al enemigo hasta que él liberaba sus armas y ellos huían corriendo. Se dijo que, de alguna forma, siempre encontraban una banda vándala antes de que hubiese llegado a un asentamiento godo y hacían que huyese, debido a la falta de botín, clan tras clan se retiraba y alejaba. Hablaron de victoria.

Sus jefes apenas podían contar nada más. Era el Errante el que les indicaba adónde ir, qué esperar, cómo disponerse mejor para la batalla.

Era él quien iba más rápido que el vendaval mientras traía avisos y ordenes, él quien obtuvo la ayuda de greutungos, taifales y amalingos, él quien asombró a los poderosos hasta que trabajaron lado a lado como había ordenado.

Esas historias se desvanecieron en un par de generaciones. Eran demasiado extrañas. En lugar de eso, volvieron a las historias de su pueblo. Anses, Wanes, trols, magos, fantasmas, ¿no se habían unido una y otra vez a las disputas de los hombres? Lo que importaba es que durante una década, los godos en el Vístula superior conocieron la paz. Sigamos con la cosecha, dijeron: o lo que quisiesen hacer con sus vidas.

Pero Carl regresó a Jorith como un rescatador.

Realmente no podía casarse con ella. No tenía parientes conocidos. Pero los hombres que podían permitírselo siempre habían tomado una compañera; los godos no lo consideraban una vergüenza, si el hombre cuidaba bien de la mujer y los niños. Además, Carl no era un simple mozo, terrateniente o rey. La mismísima Salvalindis le llevó a Jorith a la habitación alta cubierta de flores donde él la esperaba después de un festín en el que se intercambiaron espléndidos regalos.

Winnithar hizo que cortaran madera y la trajesen de más allá del río, y levantó una buena casa para los dos. Carl quería algunas cosas extrañas en el edificio, como un dormitorio independiente. Había además otra habitación, siempre cerrada menos cuando él entraba solo. Nunca estaba allí demasiado tiempo, y ya no fue más al bosquecillo de Tiwaz.

Los hombres decían que él tenía en demasiada consideración a Jorith. Habitualmente intercambiaban miradas, o se alejaban de los otros, como un muchacho y una muchacha esclava. Sin embargo… ella administraba bien la casa y, en todo caso, ¿quién iba a atreverse a reírse de él?

Él mismo dejaba la mayor parte de las tareas del marido a un ayudante. Traía las cosas que la casa necesitaba, o los medios para comprarlas. Y se convirtió en un gran comerciante. Aquellos años de paz no fueron años aburridos. No, llegaban más vendedores ambulantes que antes, que traían ámbar, pieles, miel, sebo del norte, vino, vidrio, metales, telas, cerámica fina del sur y el oeste. Siempre dispuesto a conocer a gente nueva, Carl recibía con esplendor a las personas de paso, e iba a las ferias y a las asambleas populares.

En esas asambleas él, que no pertenecía a la tribu, sólo observaba; pero después de las charlas del día, las cosas se animaban alrededor de su puesto.

Sin embargo, los hombres se hacían preguntas, y las mujeres también. Llegaban noticias de que un hombre, gris pero sano, que nadie conocía formalmente de antes, aparecía a menudo entre otras tribus godas …

Podía ser que sus ausencias fuesen la razón de que Jorith no se quedase inmediatamente encinta; o podría ser que ella era joven, apenas dieciséis inviernos, cuando fue a su cama. Pasó un año antes de que las señales fuesen inconfundibles.

Aunque sus náuseas iban en aumento, rebosaba de alegría. Nuevamente el comportamiento de Carl era extraño, porque parecía preocuparse menos de] niño que ella esperaba que de la salud de Jorith. Incluso vigilaba lo que comía, dándole frutas de tierras lejanas sin que importase la estación, aunque le prohibía tomar tanta sal como ella deseaba. Jorith obedecía con alegría, diciendo que eso demostraba que él la amaba.

Mientras tanto, la vida seguía en el vecindario, y la muerte. En los entierros y funerales nadie se atrevía a hablar con Carl; estaba demasiado cerca de lo desconocido. Por otra parte, los jefes de las casas que le habían elegido se sorprendieron cuando rechazó el honor de ser el hombre que mantendría relaciones con la próxima Reina de la Primavera.

Recordando lo que había hecho y lo que tenía de su parte, lo dejaron en paz.

Calor; cosecha; desolación; renacimiento; de nuevo verano, y Jorith llegó a su lecho de parturienta.

Sufrió durante mucho tiempo. Soportó con valor los dolores, pero las mujeres que la asistían se ponían más serias con el paso del tiempo. A los elfos no les hubiese gustado que un hombre estuviese presente en ese momento. Ya era bastante malo que Carl hubiese exigido una limpieza exagerada. Esperaban que supiese lo que hacía.

Carl esperaba en la sala principal de su casa. Cuando llegaron las visitas, tenía hidromiel y bebida dispuestos como debía ser, pero habló poco. Cuando se fueron a medianoche, no durmió sino que permaneció sentado a solas hasta el amanecer. De vez en cuando una comadrona o una asistenta venía a decirle cómo iba el parto. A la luz de la lámpara veían la mirada de Carl centrada en la puerta que siempre mantenía cerrada.

A finales del segundo día, la comadrona lo encontró con amigos. Entre ellos se hizo el silencio. Entonces, lo que llevaba entre los brazos dejó escapar un quejido… y Winnithar un grito. Carl se puso en pie, con el rostro pálido.

La mujer se arrodilló frente a él, abrió la manta y sobre el suelo, a los pies de su padre, se encontraba un niño hombre, todavía cubierto de sangre pero agitando los brazos y llorando. Si Carl no ponía al niño sobre su rodillas, ella lo llevaría al bosque y lo abandonaría a los lobos. Él ni se molestó en ver si tenía algún defecto. Cogió la forma lloriqueante mientras decía:

—¿Jorith, cómo está Jorith ?

—Débil —dijo la comadrona—. Ve ahora con ella si así lo deseas.

Carl le devolvió a su hijo y se apresuró al dormitorio. Las mujeres que allí se encontraban se hicieron a un lado. Se inclinó sobre Jorith. Ella estaba pálida, cubierta de sudor, vacía. Pero cuando vio a su hombre alargó la mano e intentó sonreír.

—Dagoberto —susurró. Ése era el nombre, antiguo en su familia, que había deseado, si era niño.

—Dagoberto, sí —dijo Carl en voz baja. Aunque era indecoroso hacerlo frente a otros, se inclinó para besarla.

Ella cerró los párpados y se hundió sobre la paja.

—Gracias —salió de su garganta, apenas audible—. El hijo de un dios.

—No …

De pronto Jorith se estremeció. Por un momento se agarró la frente. Volvió a abrir los ojos. Tenía las pupilas dilatadas y fijas. Perdió las fuerzas. Respiraba con dificultad.

Carl se enderezó, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación. Frente a la puerta cerrada, sacó las llaves y entró. Cerró de un portazo tras él.

Salvalindis se acercó a su hija.

—Se muere —dijo con calma—. ¿Podrán salvarla sus brujerías? ¿Deberían?

La puerta prohibida volvió a abrirse. Carl salió, con otra persona. Se olvidó de cerrarla.

Los hombres miraron una cosa de metal. A algunos les recordaba lo que había volado sobre los campos de batalla. Se apiñaron más, agarraron amuletos o dibujaron signos en el aire.

El acompañante de Carl era una mujer, aunque vestida con pantalones de muchos colores y una túnica. Su rostro no era como ninguno que hubiesen visto: —ancho y de mejillas altas como las de los hunos, pero de nariz corta, de tono cobrizo dorado, bajo un pelo negro recto. Llevaba una caja.

Los dos corrieron al dormitorio.

—¡Fuera, fuera! —rugió Carl, y expulsó a las mujeres godas como hojas en una tormenta.

Él las siguió, y entonces recordó cerrar la puerta de su montura. Al darse la vuelta vio que todos lo miraban y retrocedían.

—No temáis —dijo con rapidez—. No hay peligro. He traído una mujer sabia para ayudar a Jorith.

Durante un rato todos permanecieron en silencio en la oscuridad.

La extraña salió y llamó a Carl. Algo en ella le arrancó un gemido. Se tambaleó hasta ella y ella lo agarró por el hombro y lo condujo a la habitación. De allí sólo salía silencio.

Después de un rato la gente oyó voces, la de él llena de furia y angustia, la de ella calmada y precisa. Nadie entendía la lengua.

Volvieron. Carl parecía haber envejecido.

—Está muerta —le dijo a los otros—. He cerrado sus ojos. Prepara el entierro y el banquete, Winnithar. Estaré de vuelta para entonces.

Él y la mujer sabia entraron en la habitación secreta. Dagoberto lloró en brazos de la comadrona.

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