Tbarasmund llevó a sus hombres de vuelta a Beorot. Se separaron y cada uno buscó su propia casa. El Errante se despidió.
—No te apresures a actuar —fue su consejo—. Tórnate tu tiempo. ¿Quién sabe lo que podría suceder?
—Creo que vos lo sabéis —dijo Tharasmund.
—No soy un dios.
—Me lo habéis dicho muchas veces, pero nada más. Entonces, ¿qué sois?
—No puedo revelarlo. Pero si esta casa me debe algo por lo que h e hecho a lo largo de los años, reclamo ahora mi deuda, y te conmino a que actúes despacio y con precaución.
Tharasmund asintió:
—Lo haría en cualquier caso. Llevará tiempo y habilidad reunir a suficientes hombres en una hermandad a la que Ermanarico no pueda enfrentarse. Después de todo, la mayoría preferiría quedarse sentado en su casa esperando a que los problemas pasen de largo, aunque golpeen a otros. Mientras tanto, es probable que el rey no se atreva a una violación abierta antes de creerse preparado. Debo mantenerme por delante de él, pero sé muy bien que un hombre puede recorrer más distancia caminando que corriendo.
El Errante le cogió la mano, iba a hablar, pero parpadeó, se dio la vuelta y se alejó. Lo último que Tharasmund vio de él fue su sombrero, la capa y la lanza, alejándose por el camino del invierno.
Randwar se estableció en Heorot, un recuerdo vivo del agravio. Pero era demasiado joven y estaba demasiado lleno de vida para esperar mucho. Pronto él, Hathawulf y Solbern se hicieron amigos, cazaban juntos, hacían deporte, participaban en juegos y todo tipo de diversiones. A su vez se acercó mucho a su hermana Swanhild.
El equinoccio trajo hielo fundido, brotes, flores y hojas, Durante la estación fría Tharasniund había viajado mucho por entre los tervingos y más allá, para hablar en privado con hombres importantes. Durante la primavera permaneció en casa y se ocupó de trabajar sus tierras; y, cada noche, él y Erelieva disfrutaban juntos.
Llegó el día en que gritó con alegría:
—Hemos plantado y recogido, limpiado y reconstruido, ayudado a parir al ganado y lo hemos enviado a los pastos. ¡Tengamos libertad por un tiempo! Mañana nos vamos de caza.
Esa mañana besó a Erelieva frente a todos los hombres que iban a ir con él, antes de saltar a la silla y alejarse. Los perros ladraban, los caballos relinchaban, los cascos golpeaban y los cuernos gemían. Allí donde la carretera bordeaba un bosquecillo y se perdía de vista, se dio la vuelta para saludarla con la mano.
Lo volvió a ver esa tarde, pero era un cuerpo enrojecido.
Los hombres que lo trajeron a la casa, sobre una litera improvisada con una capa atada entre dos lanzas, contaron con voz apagada lo sucedido. Al entrar al bosque que comenzaba a unas millas, encontraron el rastro de un jabalí salvaje y lo siguieron. Larga fue la persecución antes de llegar hasta la bestia. Era grande, de cerdas brillantes y dientes como las hojas de una daga. Tharasmund gritó de alegría. Pero el corazón del jabalí era tan grande corno su cuerpo. No permaneció quieto mientras algunos cazadores descendían y otros lo incitaban a cargar. Atacó inmediatamente. El caballo de Tharasmund gritó, derribado y con el vientre abierto. El jefe cayó con fuerza. El jabalí lo vio y saltó sobre él. Los colmillos rasgaron el cuerpo entre monstruosos gruñidos. La sangre saltaba por todas partes.
Aunque los hombres se apresuraron a matar a la bestia, murmuraron algo de que bien podría haber sido un demonio, o estar poseído… ¿un enviado de Ermanarico o su intrigante consejero Sibicho? Fuese como fuese, las heridas de Tharasrnund eran demasiado profundas para restañar. Apenas tuvo tiempo de levantar la mano para agarrar las de sus hijos.
Las mujeres lloraron en el salón y las casas menores… excepto Ulrica, que permaneció pétrea, y Erelieva, que fue a llorar sola.
Mientras la primera lavaba y preparaba el cadáver, como era su derecho de esposa, los amigos de la segunda se la llevaron a otra parte. No mucho después la casaron con un terrateniente, un viudo cuyos hijos necesitaban una madrastra y que vivía bien lejos de Heorot. Aunque sólo tenía diez años, su hijo Alawin hizo lo que debía hacer un hombre y se quedó. Hathawulf, Solbern y Swanhild le defendieron de la mayor parte del desprecio de su madre, ganándose así el amor eterno de Alawin.
Mientras tanto, la noticia de la muerte de su padre se extendió por todas partes. La gente llenó el salón, donde Ulrica se honró y honró a su hombre. El cuerpo fue traído desde una casa de hielo, donde había descansado ricamente vestido. Liuderis guiaba a los guerreros que lo depositaron en una tumba de troncos a la que llevaron espada, lanza, yelmo, cota, tesoros de oro, plata, ámbar y vidrio y monedas romanas. Hathawulf, hijo de la casa, mató el caballo y el perro que seguirían a Tharasmund por el camino hacia el otro mundo. Un fuego rugía en el santuario de Wodan mientras los hombres acumulaban tierra sobre la tumba hasta que la depresión quedó cubierta y formó una elevación. Después cabalgaron alrededor una y otra vez, golpeando los escudos con las hojas y aullando como el lobo.
Siguió una celebración que duró tres días. El último día apareció el Errante.
Hathawulf le ofreció la silla alta. Ulrica le sirvió vino. En el silencio que había caído sobre toda la reluciente oscuridad, bebió en honor de] fantasma, la Madre Frija y el bienestar de la casa. Después dijo poco. Al cabo de un rato le indicó a Ulrica que se acercase y hablaron en susurros. Los dos abandonaron el salón y buscaron la casa de las mujeres.
La noche caía, de un gris azulado a través de las ventanas abiertas, oscura en la habitación. El frío traía el aroma de las hojas y la tierra, el trino de los ruiseñores, pero a Ulrica le parecían distantes, no de¡ todo reales. La mujer miro durante un rato la tela a medio terminar en el telar.
—¿Qué tejerá Weard a continuación? —preguntó en voz baja.
—Una mortaja —dijo el Errante—, a menos que desvíes la lanzadera por un nuevo camino.
Ella se volvió para mirarlo y contestó, casi en torno de burla:
—¿Yo? Sólo soy una mujer. Es mi hijo Hathawulf el que ahora dirige a los tervingos.
—Tu hijo. Es joven, y ha visto menos mundo que su padre a su edad. Tú, Ulrica, hija de Atanarico, esposa de Tharasmund, tienes conocimiento y fuerza, así como la paciencia que deben adquirir las mujeres. Si lo decides, puedes dar a Hathawulf sabios consejos. Y… está acostumbrado a escucharte.
—¿Y si me caso de nuevo? Su orgullo levantará un muro entre nosotros.
—De alguna forma tengo la sensación de que no lo harás.
Ulrica miró el crepúsculo.
—No, no es mi deseo. Ya he tenido suficiente. —Se volvió hacia el rostro ensombrecido—. Me pedís que permanezca aquí y conserve el poder que pueda tener sobre él y su hermano. Bien, ¿qué debo decirles, Errante?
—Habla con sabiduría. Te será duro tragarte tu orgullo y no buscar vengarte de Ermanarico. Más duro aún será para Hathawulf. Pero seguro que comprendes, Ulrica, que sin el liderazgo de Tharasmund, la enemistad sólo puede terminar de una forma. Haz que tus hijos comprendan que a menos que lleguen a un acuerdo con el rey, esta familia está condenada.
Ulrica guardó silencio mucho tiempo. Al final dijo:
—Tenéis razón y lo haré. —Una vez más sus ojos buscaron los de Carl entre la oscuridad—. Pero será por necesidad, no por deseo. Porque si alguna vez tenemos la oportunidad de hacer daño a Ermanarico, seré la primera en exigirlo. Y nunca nos inclinaremos ante ese trol, ni sufriremos con mansedumbre nuevas desgracias de su mano. —Sus palabras le golpearon como un halcón—. Lo sabéis bien. Vuestra sangre está en mis hijos.
—He dicho lo que debía decir. —Suspiró el Errante. Ahora haz lo que puedas.
Volvieron a la fiesta. Por la mañana se fue.
Ulrica siguió bien el consejo, aunque con amargura. No era fácil la tarea, hacer que Hathawulf y Solbern lo aceptasen. Ellos gritaron palabras referidas al honor y al buen nombre. Ella les dijo que el valor no era lo mismo que la estupidez. Jóvenes, sin preparar, sin las habilidades del liderazgo, simplemente no tenían ninguna esperanza de convencer a suficientes godos para que se rebelasen. Liuderis, al que ella había llamado, la apoyó a disgusto. Ulrica les dijo a sus hijos que no tenían derecho a causar la destrucción de la casa de su padre.
Mejor sería que negociasen, que llevaran el caso ante la Gran Asamblea y aceptaran la decisión si el rey también lo hacía. Los que habían sufrido el daño no eran familiares muy cercanos; sus herederos podrían mejor aprovechar la compensación que les habían ofrecido que la venganza de otros; muchos jefes y terratenientes se alegrarían de que los hijos de Tharasmund hubiesen evitado la división del reino, y en los años posteriores los tratarían con respeto.
—Pero recuerda lo que temía padre —dijo Hathawulf—. Si cedemos ante Ermanarico, hará más presión.
Ulrica apretó los labios.
—No he dicho que debáis permitir tal cosa—contestó—. No, si lo intenta, ¡entonces por el Lobo de Tiwaz, sabrá lo que es pelear! Pero mi esperanza es que sea demasiado sagaz. Se contendrá.
—Hasta tener el poder para destruirnos.
—Oh, eso llevará tiempo, y mientras tanto, claro está, nosotros buscaremos con calma nuestra propia fuerza. Recordad, sois jóvenes. Si no sucede nada más, le sobreviviréis. Pero podría ser que no necesitaseis esperar tanto tiempo. A medida que envejezca.
De esa forma, día a día, semana a semana, Ulrica calmó a sus hijos hasta que se sometieron a sus deseos.
Randwar los llamó cuervos traicioneros. Casi hubo golpes. Swanhild se arrojó entre 61 y sus hermanos.
—¡Sois amigos! —gritó.
No podían hacer más que recorrer el camino hacia una especie de calma.
Más tarde Swanhild consoló a Randwar. Ella y él paseaban juntos por un camino en el que crecían moras, los árboles buscaban y atrapaban la luz del sol y los pájaros cantaban. Ella tenía el pelo largo y dorado, sus ojos eran grandes y azules como el cielo engarzados sobre un rostro delicado y se movía como un cervatillo.
—¿Siempre tienes que estar triste? —preguntó—. Este día es demasiado hermoso para eso.
—Pero ellos, los que me criaron —dijo Randwar con voz entrecortada—, yacen sin ser vengados.
—Estoy segura de que saben que te encargarás de eso en cuanto puedas, y serán pacientes. Tienen hasta el fin del mundo, ¿no? Vas a ganarte un nombre que hará que ellos también sean recordados; espera y verás… ¡Mira, mira! ¡Mariposas! ¡La puesta de sol está viva!
Aunque Randwar ya nunca más reveló a Hathawulf y Solbern lo que le pasaba por el corazón, volvió a llevarse bien con ellos. Después de todo, eran los hermanos de Swanhild.
Hombres que sabían hablar diplomáticamente recorrieron el camino entre Heorot y el rey. Ermanarico los sorprendió aceptando más que antes. Era como si sintiese, después de que su oponente Tharasmund hubiese desaparecido, que podía permitirse algo más de generosidad. No estaba dispuesto a pagar doble compensación, porque sería admitir que había hecho algo mal. Sin embargo, dijo, si aquellos que sabían dónde estaba escondido el tesoro lo llevaban a la siguiente Gran Asamblea, él dejaría que los representantes decidiesen quién era su dueño.
Ése fue el acuerdo. Pero mientras se realizaba el regateo, Hathawulf, guiado por Ulrica, hizo que otros hombres hiciesen una ronda, y el mismo habló con muchos propietarios, Así fue hasta la reunión posterior al equinoccio de otoño.
En ella el rey defendió su derecho al tesoro. Era una costumbre antigua, dijo, que cualquier cosa de valor que un hombre fiel pudiese ganar mientras luchaba al servicio de su señor fuese para ese señor, que repartiría el botín entre aquellos que se lo mereciesen o cuyo favor necesitase. En caso contrario, la guerra se convertiría en una lucha de cada soldado para sí mismo; la fuerza del grupo se reduciría, ya que la avaricia podía más que la gloria; las tropas se dedicarían a luchar por el botín. Embrica y Fritla lo sabían bien, pero prefirieron no obedecer la ley.
Después, tomaron la palabra representantes que Ulrica había escogido, para asombro del rey. No había esperado que fuesen tantos.
En formas diferentes, defendieron la misma idea. Sí, los hunos y sus vasallos alanos eran enemigos de los godos. Pero ese año Ermanarico no había luchado contra ellos. El ataque fue un acto que Embrica y Fritla habían realizado por sí solos, como si de una empresa comercial se tratara. Habían ganado con justicia el tesoro y era suyo.
La discusión fue larga y acalorada, tanto en la sala del consejo como en las casetas levantadas fuera, en el campo. Aquello era más que una cuestión de ley; se trataba de decidir qué voluntad debía prevalecer. Las palabras de Ulrica, en boca de sus hijos y sus mensajeros, habían convencido a muchos hombres de que, aunque Tharasmvlnd se hubiese ido —sí, porque Tharasinund se había ido—, sería mejor reprender al rey.
No todos estaban de acuerdo o no se atrevían a decir que lo estaban. Por tanto, al final los godos votaron por dividir el tesoro en tres partes iguales, una para Ermanarico, y una para cada hijo de Embrica y Fritla. Como los hombres del rey habían matado a esos hijos, los dos tercios serían para Randwar el adoptado. De la noche a la mañana, se hizo rico.
Ermanarico se fue lívido y mudo de la reunión. Pasó mucho tiempo antes de que alguien reuniese el coraje para hablar con él. Sibicho fue el primero. Se lo llevó a un lado y hablaron durante horas. Lo que dijeron nadie lo oyó; pero después Ermanarico se manifestó de mejor humor.
Cuando llegaron las noticias a Heorot, Randwar murmuró que si la comadreja se sentía feliz eso era malo para los pájaros. Pero el resto del año transcurrió en paz.
Al verano siguiente, que también había sido tranquilo, sucedió algo extraño. El Errante apareció en el camino del oeste, corno hacía siempre. Liuderis guió a los hombres para recibirlo y escoltarlo.
—¿Cómo está Tharasmund y su pueblo? —dijo el recién llegado.
—¿Qué? —contestó Liuderis asombrado—. Tharasmund está muerto, señor. ¿Lo habéis olvidado? Vos mismo estuvisteis en su funeral.
El Gris se detuvo apoyándose en su lanza como un hombre aturdido. De pronto, para los otros, el día parecía menos cálido y soleado.
—Cierto —dijo al fin, casi demasiado bajo—. Me he confundido. —Agitó los hombros, miró a los jinetes y dijo con voz más alta—. He tenido muchas cosas en la cabeza. Disculpadme, pero me parece que en esta ocasión no podré estar con vosotros. Dadles mis saludos. Os veré más tarde. —Se dio la vuelta y se alejó por el mismo camino por el que había venido.
Los hombres lo miraron fijamente, asombrados, e hicieron gestos para alejar los malos augurios. Un poco después, un vaquero vino a la casa y contó que el Errante se había encontrado con él en un prado y le había interrogado durante mucho tiempo sobre la muerte de Tharasmund. Nadie sabía lo que aquello podía indicar, pero una sirviente cristiana dijo que el hecho demostraba que los antiguos dioses tenían cada vez menos fuerza y se desvanecían.
En cualquier caso, los hijos de Tharasmund recibieron al Errante con deferencia cuando regresó en otoño. No se atrevieron a preguntar cual había sido el problema en la ocasión anterior. Por su parte, se manifestaba más abierto que antes y, en lugar de un día o dos, se quedó un par de semanas. La gente comentó la atención que prestaba a los jóvenes hermanos, Swanhild y Alawin.
Claro está, era con Hathawulf y Solbern con los que hablaba en serio. Los animó a que uno de ellos o los dos fuesen al oeste al año siguiente, como su padre había hecho en su juventud.
—Os servirá bien conocer los países romanos y cultivar la amistad de los visigodos —dijo—. Yo mismo puedo acompañaros para guiaros, daros consejo y hacer de intérprete.
—Me temo que no podemos —contestó Hathawulf—. Todavía no. Los hunos son cada vez más fuertes y atrevidos. Han empezado a atacar otra vez nuestras granjas. Por poco que nos guste, debemos admitir que el rey Ermanarico tiene razón cuando anuncia guerra para la llegada del verano; y Solbern y yo no nos quedaremos atrás.
—No —dijo su hermano—, y no sólo por el honor. Hasta ahora el rey ha contenido su ruano, pero no es ningún secreto que no nos tiene aprecio. Si nos ganamos fama de cobardes y reticentes, y luego se produce una amenaza, ¿quien se atrevería o querría luchar de nuestro lado?
El Errante pareció más triste por eso que por lo que aparentemente esperaba. Al fin dijo:
—Bien, Alawin cumplirá doce años… demasiado joven para ir con vosotros, pero lo suficientemente mayor para venir conmigo. Dejadle.
Eso lo consintieron, y Alawin enloqueció de alegría. Viéndole dar volteretas por el suelo, el Errante agitó la cabeza y murmuró:
—Cómo se parece a Jorith. Pero claro, desciende de ella por ambas partes. —Con brusquedad, le dijo a Hathawulf—: ¿Cómo os lleváis, él, Solbern y tú?
—Muy bien —dijo el jefe guerrero, tomado por sorpresa—. Es un buen chico.
—¿Nunca os peleáis con él?
—Oh, no más de lo que de vez en cuando obliga su imprudencia. —Hathawulf se acarició su joven barba sedosa—. Sí, nuestra madre no le aprecia. Siempre ha sido muy rencorosa. Pero a pesar de lo que digan algunos tontos, no domina a sus hijos. Si su consejo nos parece sabio, lo seguirnos. Si no, pues no.
—Aferraos al amor que sentís entre vosotros —pareció pedir el Errante, más que aconsejar u ordenar—. Algo muy raro en este mundo.
Cumpliendo su promesa, volvió en primavera. Hathawulf le había preparado vestimenta adecuada a Alawin, caballos, un séquito y oro y pieles para comerciar. El Errante mostró los preciosos regalos que llevaba, que les ayudarían a ganar una buena posesión durante el viaje. Recogiéndose las mangas, abrazó a los dos hermanos y a la hermana.
Durante mucho tiempo miraron cómo se alejaba la caravana. Alawin parecía tan pequeño y su pelo agitado tan brillante, en comparación con la silueta gris y azul que cabalgaba a su lado. No manifestaron lo que pensaban. cómo una visión tan lejana recordaba que Wodan era el dios que guiaba las almas de los muertos.
Pero al cabo de un año todos volvieron con buena salud. Los miembros de Alawin se habían alargado, su voz era más profunda y estaba lleno de lo que había visto, oído y hecho.
Hathawulf y Solbern tenían noticias menos agradables. La guerra contra los hunos del verano anterior no había ido muy bien. Unos jinetes siempre terribles por su destreza y estribos, los hunos habían aprendido a moverse bajo el estricto control de un líder astuto. No habían derrotado a los godos en ninguna de la batallas que libraros, pero habían ocasionado grandes pérdidas, y no podía decirse que hubiesen sido derrotados. Reducidas por los ataques sorpresa, el hambre y la falta de botín, las tropas de Ermanarico al final tuvieron que retirarse por los interminables prados. No lo intentaría de nuevo este año; no podía.
Por tanto, era un alivio escuchar a Alawin noche tras noche mientras la gente se reunía para beber. Las fabulosas regiones de Roma despertaban los sueños. Sin embargo, parte de lo que contó hizo que Hathawulf y Solbern fruncieran el ceño, causó perplejidad en Randwar y Swanhild y despertó las miradas furiosas de Ulrica. ¿Por qué el Errante había viajado como lo había hecho?
No había llevado primero al grupo a Constantinopla por mar, como hiciera con Tharasmund. En lugar de eso, habían viajado por tierra hasta territorio visigodo, donde se quedaron durante meses. Habían presentado sus respetos al pagano Atanarico, pero permanecieron mas tiempo en la corte de] cristiano Fritigerno. Cierto, no sólo este último era mas joven sino que tenía mayor número de hombres bajo su mando, aunque Atanarico seguía hostigando a los cristianos que vivían en las zonas que él controlaba.
Cuando al final el Errante consiguió permiso para pasar al Imperio y cruzó el Danubio para entrar en Mesia, una vez más pasó el tiempo entre los godos cristianos, en el asentamiento de Ulfilas, y animó a Alawin a hacer amigos también allí. Más tarde el grupo visitó Constantinopla, pero no durante mucho tiempo. El Errante pasó gran parte de ese periodo explicando al joven las costumbres romanas. A finales del otoño volvieron al norte y pasaron el invierno en la corte de Fritigerno. El vísigodo pretendía que se bautizara, y Alawin lo hubiese hecho después de ver las iglesias y otros edificios majestuosos en el viaje. Al final se negó, pero con amabilidad, explicando que no podía enfrentarse a sus hermanos. Fritigerno lo aceptó bien, y se limitó a decir:
—Que pronto llegue el día en que las cosas cambien para ti.
Llegada la primavera, habiéndose secado el lodo en los caminos, el Errante llevó a casa al joven y a los hombres. No se quedó allí.
Ese verano Hathawulf se casó con Anslaug, hija del jefe Taifal. Ermanarico había intentado evitar esa unión.
Poco después, Randwar buscó a Hathawulf y le preguntó si podían hablar a solas. Ensillaron un par de caballos y cabalgaron hasta los pastos. Era un día de viento y floración a lo largo de millas de hierba leonada. Las nubes se apresuraban blancas por la inmensidad; sus sombras corrían por el mundo. El ganado pastaba en grupos dispersos. Los pájaros saltaban del suelo y en lo alto se agitaba un halcón. La frialdad del aire estaba veteada de tierra cocida por el sol y aroma de flores.
—Creo saber lo que quieres —dijo Hathawulf con sagacidad.
Randwar se pasó una mano por el pelo rojo.
—Sí. A Swanhild como esposa.
—Humm. Parece gustarle tenerte cerca.
—¡Nos tendremos mutuamente! —gritó Randwar. Recuperó la compostura—. Te iría bien a ti. Soy rico; y anchos campos en barbecho me esperan, en la tierra de los greutungos.
Hathawulf frunció el ceño.
—Eso está muy lejos, Aquí podemos defendernos juntos.
—Allí me recibirán con alegría muchos terratenientes. No perderás un compañero, ganarás un aliado.
Aun así Hathawulf se resistió, hasta que Randwar dijo:
—Sucederá de todas formas. Nuestros corazones lo han decidido. Mejor que sigas los deseos de Weard.
—Siempre has sido imprudente —dijo el jefe guerrero, no sin amabilidad, aunque la inquietud se distinguía en su tono—. Tu creencia de que los meros sentimientos entre un hombre y una mujer son suficientes para construir un buen matrimonio no dice mucho de tu juicio. Dejado a tu propia voluntad, ¿qué cosas poco sabias podrías hacer?
Randwar abrió la boca. Antes de que tuviera tiempo de enfadarse, Hathawulf le puso una mano en el hombro y siguió hablando, mientras sonreía con algo de tristeza:
—No pretendía insultarte. Sólo quiero que lo pienses dos veces. No está en tu naturaleza, lo sé, pero te pido que lo intentes. Por Swanhild.
Randwar demostró que podía contener su lengua.
Cuando regresaron, Swanhild corrió al patio. Agarró la rodilla de su hermano. Soltó en torrente su impaciencia:
—Oh, Hathawulf, está bien, ¿no? Dijiste que sí, sé que lo hiciste. Nunca me has hecho tan feliz.
El resultado fue una gran fiesta de bodas que agitó y estremeció Heorot aquel otoño. Para Swanhild sólo había una sombra, que el Errante se encontrase en otro lugar. Ella había dado por hecho que él la bendeciría a ella y a su hombre. ¿No era él el Guardián de su familia?
Mientras tanto, Randwar envió hombres al este a sus posesiones. Levantaron una nueva casa donde había estado la de Embrica y la acondicionaron bien. La joven pareja viajó hasta allí en espléndida compañía. Swanhild atravesó el umbral con aquellas ramas de hoja perenne que traían la bendición de Frija; Randwar dio una fiesta para los vecinos, y allí se establecieron.
Pero pronto, a pesar de lo mucho que amaba a su esposa, partía a menudo durante días. Recorría el país de los greutungos para conocer a sus habitantes. Cuando un hombre le parecía del temperamento adecuado, Randwar se lo llevaba aparte y hablaban de otras cosas además del ganado, el comercio y los hunos.
En un día oscuro antes del solsticio, cuando unos pocos copos de nieve caían sobre la tierra congelada, los perros ladraron fuera del salón. Randwar cogió una lanza de la puerta y salió a ver qué sucedía. Dos fuertes granjeros lo siguieron, igualmente armados. Pero cuando reconoció la alta silueta que caminaba por su patio, Randwar clavó el arma y gritó:
—Hail! ¡Bienvenido!
Al oír que no había peligro, Swanhild salió corriendo. Sus ojos y pelo, bajo un pañuelo de esposa, y el vestido blanco que acariciaba su agilidad eran lo único brillante alrededor. Habló con alegría:
—¡Oh, Errante, querido Errante, bienvenido!
Él se acercó hasta que ella pudo ver bajo el sombrero y se llevó la mano a los labios.
—Pero estáis lleno de congoja —dijo alterada—. ¿No es así? ¿Qué pasa?
—Lo siento —contestó con palabras pesadas como piedras—. Algunas cosas deben permanecer en secreto. Me mantuve apartado de vuestra boda porque no podía llevar la tristeza. Ahora… Bien, Randwar, he recorrido un camino agitado. Déjame tornar algo caliente y recordar viejos tiempos.
Algo de su viejo interés se manifestó esa noche cuando un hombre cantó un poema sobre la última campaña en tierra de los hunos. A cambio él contó nuevas historias, aunque con menos ánimo que antaño, como si tuviese que obligarse a hacerlo. Swanhild suspiraba de felicidad.
—No puedo esperar a que mis hijos puedan oíros —dijo, aunque todavía no esperaba a ninguno. Se asustó un poco al ver que él se estremecía.
Al día siguiente se alejó con Randwar. Pasaron horas a solas. Más tarde el greutungo le dijo a su mujer:
—Me advirtió una y otra vez de¡ odio que Ermanarico siente por nosotros. Aquí estamos, en medio de la región tribal del rey sin fuerza firme mientras nuestra fortuna siga atrayéndolo con su brillo. Quería que retirásemos las empalizadas y nos trasladásemos pronto, muy lejos, hasta el oeste de la tierra de los godos. Claro está, no puedo. Ya he estado sondeando a los hombres sobre la posibilidad de unirnos contra el rey para resistir su autoritarismo y, si es necesario, luchar. El Errante dijo que no podía esperar mantenerlo en secreto y que era una locura.
—¿Qué contestaste a eso? —preguntó ella un tanto asustada.
—Dije que los godos libres tienen el derecho a abrir sus mentes unos a otros. Y dije que mis padres adoptivos nunca habían sido vengados. Si los dioses no hacen justicia, deben hacerla los hombres.
—Deberías escucharlo. Sabe más de lo que llegaremos a saber nosotros.
—Bien, no voy a ser imprudente. Esperaré mi oportunidad. Puede que no se necesite más. Los hombres a menudo mueren antes de su tiempo; si lo hacen hombres buenos como Tharasmund, ¿por qué no los malvados como Ermanarico? No, querida, nunca huiremos de éstas nuestras tierras, que pertenecen a nuestros hijos por nacer. Por tanto, debemos prepararnos para defenderlas, ¿no? —Randwar se abrazó a Swanhild—. Vamos —rió—, empecemos por encargarnos de esos hijos.
El Errante no podía cambiar su decisión y, al cabo de unos días, dijo adiós.
—Creo… —vaciló—. No puedo… ¡Oh, niña, te pareces tanto a Jorith! —La abrazó, la besó, la soltó y se alejó. Con asombro, la gente lo oyó llorar.
Pero entre los tervingos se presentó férreo. Mucho tiempo pasó allí en los meses siguientes, tanto en Heorot como entre los terratenientes, hombres libres o campesinos, trabajadores y marineros.
Incluso viniendo de él, lo que les conminaba a hacer era algo que no podían aceptar con rapidez. Quería que tuviesen lazos más estrechos con el oeste. No sólo iban a ganar por el incremento del comercio. Si les atacaba algún enemigo —digamos, por ejemplo, los hunos entonces tendrían un lugar al que ir. Al verano siguiente, debían enviar hombres y bienes a Fritigerno, que los protegería; y que conservasen barcos, carruajes, herramientas y comida a la espera; y que muchos de ellos aprendiesen sobre las tierras intermedias y cómo atravesarlas con seguridad.
Los ostrogodos estaban sorprendidos y murmuraban entre sí. Dudaban de un crecimiento rápido del comercio con tales distancias, y por tanto no tenían demasiados deseos de arriesgar trabajo y dinero. Y en cuanto a abandonar sus hogares, eso era impensable. ¿Decía la verdad el Errante? Y de todas formas, ¿quién era? En ocasiones lo trataban como un dios, y parecía llevar allí mucho tiempo; pero él mismo no se definía como tal. Podía ser un trol, un hechicero, o —decían los cristianos— un demonio enviado para tentar a los hombres. O simplemente la edad podría estar volviéndolo tonto.
El Errante siguió con su plan. Algunos de los que lo escucharon encontraron sus palabras dignas de mayor consideración; y a algunos jóvenes los enardeció. Entre estos últimos se encontraba Alawin de Heorot… aunque Hathawulf se volvió pensativo y Solbern se apartó.
El Errante recorrió de un lado a otro la tierra, hablando, planeando, ordenando. Para el equinoccio de otoño ya tenía una base de lo que quería. Oro, bienes y hombres para cuidarlos se encontraban ya en el trono de Fritigerno al oeste; Alawin iría allí al año siguiente, para conseguir mas comercio, sin que importase su juventud; en Heorot y otras muchas casas los ocupantes partirían inmediatamente en caso necesario.
—Os habéis agotado por nosotros —le dijo Hathawulf al final de su último día en el salón—. Si sois uno de los Anses, entonces no son infatigables.
—No —susurró el Errante—. Ellos también perecerán en la destrucción del mundo.
—Pero seguro que eso queda muy lejos en el tiempo.
—Un mundo tras otro han caído en ruinas desde siempre, hijo milo, y lo seguirán haciendo en los años y miles de años por venir. He hecho por ti lo que he podido.
Anslaug, la mujer de Hathawulf, entró para despedirse. De su pecho mamaba su primer nacido. La mirada del Errante se dirigió al pequeño.
—Aquí está el mañana —susurró.
Nadie comprendió lo quería decir. Pronto se alejaba, él y su lanza bastón, por un camino en el que las últimas hojas caídas volaban empujadas por un viento frío.
Y poco después de eso llegó la terrible noticia a Heorot.
Ermanarico el rey había dicho que tenía la intención de hacer una incursión en tierras de los hunos. No sería una guerra formal, como las que habían fracasado hasta entonces. Por tanto no pidió tropas, sino sólo su guardia, varios cientos de guerreros que conocía bien y sabía fieles. Con un golpe rápido y ágil podrían matar gran parte de su ganado. Con suerte, podrían pillar por sorpresa dos o tres de sus campamentos. Los godos asintieron cuando la noticia llegó a sus casas. Con cuervos más gordos en el este y la sucia escoria de la estepa reducida quizá podrían retirarse al lugar donde habían nacido.
Pero cuando hubo reunido a sus tropas, Ermanarico no partió inmediatamente. De pronto, allí estaba, en el salón de Randwar, mientras que los hogares de los amigos de Randwar ardían en llamas de horizonte a horizonte.
La lucha fue breve, tal era la fuerza que el rey había hecho caer sin avisar sobre un joven. Empujado, con las manos atadas a la espalda, Randwar salió a su patio. La sangre le corría por el cráneo. Había matado a tres de los que habían venido por él, pero las órdenes eran capturarlo con vida, y ellos le dieron con palos y mangos hasta que cayó.
Era una tarde triste, en la que el viento gemía. El humo se mezclaba con el sonido de la destrucción. La puesta de sol se consumía. Unos pocos defensores muertos yacían sobre las piedras. Swanhild se encontraba entumecida en manos de dos guerreros, cerca de Ermanarico que no había desmontado. Era como si ella no entendiese lo sucedido, como si nada fuese real excepto el niño que llevaba en el vientre.
Los hombres del rey llevaron a Randwar a su presencia. Miró al prisionero.
—Bien —dijo—, ¿qué tienes que decir en tu defensa?
Randwar habló con dificultad, aunque mantenía la cabeza erguida.
—Que no ataqué por sorpresa a alguien que no me había hecho nada.
—Bien, veamos. —Los dedos de Ermanarico peinaron una barba que se estaba volviendo blanca—. Bien, veamos. ¿Está bien conspirar contra tu señor? ¿Está bien moverse con sigilo para atacar?
—Yo… no he hecho nada de eso… no haría sino preservar el honor y la libertad… de los godos… —La garganta seca de Randwar no podía sacar más.
—¡Traidor! —gritó Ermanarico, y lanzó una larga invectiva. Randwar permaneció caído, como si no oyese nada.
Cuando Ermanarico se dio cuenta, se detuvo.
—Basta —dijo—. Colgadlo del cuello y abandonadlo a los cuervos, como a un ladrón.
Swanhild gimió y se resistió. Randwar le dirigió una mirada empañada antes de enfrentarse al rey y decir:
—Si me cuelgas, tengo a Wodan por antepasado. Él… me vengará…
Ermanarico lanzó una patada y golpeó a Randwar en la boca.
—¡Colgadlo!
De un cobertizo salía una viga en voladizo. Los hombres ya habían pasado una cuerda por ella.
Pusieron el lazo alrededor del cuello de Randwar, lo colgaron en lo alto y ataron la cuerda con rapidez. Se resistió mucho en el aire antes de colgar libre al viento.
—¡Sí, el Errante te matará, Ermanarico! —rugió Swanhilcl—. ¡Te maldigo como viuda, asesino, y lanzo a Wodan contra ti! ¡Errante, llevadlo a la caverna más oscura del infierno!
Los greutungos se estremecieron, hicieron gestos y sacaron talismanes. El propio Ermanarico mostró inquietud. Sibicho, subido a un caballo a su lado, dijo:
—¿Llama a sus antepasados brujos? ¡No permitáis que viva! ¡Que la tierra se purifique de la sangre que lleva!
—Sí —dijo Ermanarico recuperando la voluntad. Dictó sus órdenes.
El miedo más que otra cosa hizo correr a los hombres. Los que sostenían a Swanhild la abofetearon hasta que se tambaleó y la patearon en medio de¡ patio. Ella yacía aturdida sobre las piedras. Los jinetes se reunieron a su alrededor, forzando a los caballos, que relinchaban y se resistían.
Cuando se retiraron, no quedaba más que una masa roja y trozos blancos.
Cayó la noche. Ermanarico festejó con sus tropas la victoria en el salón de Randwar. Por la mañana encontraron el tesoro y se lo llevaron. La cuerda gemía allí donde Randwar colgaba sobre lo que había sido Swarihild.
Ésas fueron las noticias que los hombres llevaron a Heorot. Se habían apresurado a enterrar a los muertos. La mayoría no se atrevió a hacer más, pero unos cuantos greutungos sentían deseos de venganza, como todos los tervingos.
La furia y la pena dominaron a los hermanos de Swanhild. Ulrica se portaba con mayor frialdad, encerrada en sí misma. Pero cuando preguntaron qué podían hacer, incluso aunque otras tribus habían llegado desde lejos… ella se los llevó a un lado y hablaron hasta que cayó la impaciente noche.
Los tres entraron en el salón. Dijeron lo que habían decidido. Mejor atacar inmediatamente. Cierto, el rey lo esperaría, y mantendría la guardia cerca durante un tiempo. Sin embargo, por lo que habían dicho los testigos que la habían visto pasar, no era mucho mayor que la que ahora ocupaba el salón. Un ataque sorpresa de hombres valientes podría derrotarla. Esperar daría a Ermanarico tiempo y sin duda, contaba con el tiempo necesario para aplastar a todos los godos del este que eran libres.
Los hombres rugieron su disposición. El joven Alawin se unió a ellos. Pero de pronto la puerta se abrió, y allí estaba el Errante. Severamente ordenó al último hijo de Tharasmund que esperase allí, antes de volver a la noche y al viento.
Firmes, Hathawulf, Solbern y sus hombres cabalgaron al amanecer.