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El hogar de Winnithar el Mata Bisontes se encontraba en un acantilado sobre el río Vístula. Era un asentamiento: media docena de casas acumuladas alrededor de un patio, con granero, cobertizo, cocina, herrería, fábrica de cerveza y otros lugares cercanos de trabajo; porque su familia llevaba mucho tiempo viviendo allí y habían prosperado entre los tervingos. Al oeste había praderas y tierras de cultivo. Al este, sobre el agua, páramos, aunque los asentamientos los ocupaban continuamente a medida que la tribu crecía.

Podían haber talado por completo el bosque, de no haber sido porque un número cada vez mayor se iba. Era una época agitada. No sólo había bandas guerreras; muchos sacaban sus lanzas y se peleaban allí donde estaban. De lejos llegaban noticias de que los romanos a menudo se mataban entre sí mientras se desmoronaba el reino que habían creado sus antepasados. Y, sin embargo, pocos habitantes del norte habían hecho algo más atrevido que atacar las fronteras imperiales. Pero las tierras del sur, justo fuera de esas fronteras, cálidas, ricas, apenas defendidas por sus ocupantes, atraían a muchos godos que deseaban crearse un hogar propio.

Winnithar se quedó donde estaba. Sin embargo, eso lo obligaba a pasar tanto tiempo luchando —especialmente contra los vándalos, pero en ocasiones contra tribus godas, greutungos y taifales— como en el campo. A medida que sus hijos se acercaban a la madurez, empezaban a desear otro lugar.

Así estaban las cosas cuando llegó Carl.

Apareció en invierno, cuando apenas nadie viajaba. Por esa razón, los extraños eran doblemente bienvenidos, porque rompían la monotonía de sus vidas. Al principio, espiándolo a una milla de distancia, lo tomaron por un simple vagabundo, porque viajaba solo y a pie. Sin embargo, sabía que su jefe querría conocerlo.

Se acercaba, caminando con facilidad sobre el camino helado, usando la lanza como bastón. La capa azul era la única nota de color en los campos cubiertos de nieve, con árboles desolados y cielos apagados. Los perros le aullaban y ladraban; no demostraba miedo, y después los hombres comprendieron que hubiese podido matar a aquellos que le hubiesen atacado. Hoy llamaron a las bestias y se encontraron con el extraño con todo respeto… porque estaba claro que su ropa era de la mejor calidad y no estaba manchada, mientras que su persona era imponente. Era más alto que el más alto entre ellos, delgado pero fibroso, un hombre de barba gris tan ágil como un joven. ¿Qué contemplaban esos ojos pálidos?

Un guerrero se acercó para saludarlo.

—Me llamo Carl —dijo cuando le preguntaron, nada más—. Deseoso estaría de permanecer con vosotros. —Las palabras godas le salían con facilidad, pero el sonido, y en ocasiones el orden, no pertenecían a ningún dialecto que conociesen los tervingos.

Winnithar se había quedado en el salón. Hubiese sido impropio de él mirar boquiabierto como un hombre común. Cuando entró Carl, Winnithar le dijo desde su silla alta:

—Bienvenido si vienes en paz y honradez. Que el Padre Tiwaz te proteja y que la Madre Frija te bendiga. —Como era la antigua costumbre de la casa.

—Muchas gracias —contestó Carl—. Habéis sido muy amable diciendo eso a una persona que bien podríais considerar un mendigo. No lo soy, y espero que este regalo os agrade. —Metió la mano en la bolsa colgada al cinto y sacó un anillo de brazo que le pasó a Winnithar. Aquellos que se acercaron para mirar no pudieron sino jadear, porque el anillo era pesado, de oro puro y estaba hábilmente engarzado con gemas.

El anfitrión apenas pudo conservar la calma.

—Es un regalo que podría haber hecho un rey. Comparte mi asiento, Carl. —Se trataba del sitio de honor—. Quédate todo el tiempo que quieras. —Batió palmas—. ¡Eh! —gritó—, traed hidromiel para nuestro invitado, ¡y para mí para poder beber a su salud! —A los zagales, mozas y niños que se arremolinaban en el salón—: Volved al trabajo. Después de la cena oiremos todo lo que tenga que decirnos. Sin duda ahora está cansado.

Obedecieron rezongando.

—¿Por qué lo decís? —le preguntó Carl.

—La villa más cercana donde puedes haber pasado la noche se encuentra a una buena distancia de aquí —contestó Winnithar.

—No estuve allí —dijo Carl.

—¿Qué?

—Acabaríais descubriéndolo. No quiero que creáis que os miento.

—Pero… —Winnithar lo miró, se tiró del bigote y dijo lentamente—: No eres de por aquí; debes de haber viajado desde lejos. Pero tu ropa está limpia, aunque no llevas otras prendas para cambiarte, ni comida o cualquier otra cosa que requiera un viajero. ¿Quién eres, de dónde vienes, y… cómo?

El tono de Carl era amable, pero los que lo escucharon supieron que en el fondo había acero.

—Hay cosas de las que no puedo hablar. Te doy mi palabra, que el trueno de Donar me golpee si es falsa, de que no soy un bandido, ni un enemigo de tu gente, ni alguien que te avergonzaría bajo tu techo.

—Si el honor te exige mantener ciertas cosas en secreto, nadie te forzará a revelarlas —dijo Winnithar—. Pero debes comprender que no puedo evitar sentir curiosidad… —Agradable de ver fue el alivio con el que dejó de hablar y exclamó: Ah, aquí viene el hidromiel. Ésa que te entrega el cuerno es mi esposa Salvalindis, como corresponde a un invitado de tu rango.

Carl la saludó con cortesía, aunque su miraba se desviada a la doncella que estaba a su lado, que le había traído a Winnithar la bebida. Tenía dulces formas y se movía como un cervatillo; el pelo suelto relucía dorado más allá de una cara con huesos delicados, labios que sonreían con timidez, y ojos grandes con el color del cielo de verano.

Salvalindis se dio cuenta.

—Has conocido a nuestra hija mayor —le dijo a Carl—, Jorith.

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