1858

Al contrario que muchos agentes de la Patrulla que no pertenecían al rango más bajo, Herbert Ganz no había abandonado su entorno natal. Cuando lo reclutaron era ya un hombre de mediana edad, y un soltero empedernido. Le gustaba ser Herr Professor en la Universidad Friedrich Wilhelm de Berlín. Por norma, regresaba de sus viajes en el tiempo a los cinco minutos de su partida, para recuperar una existencia académica ordenada y ligeramente pomposa. Y en ese aspecto, sus saltos rara vez eran a algún otro destino aparte de una oficina maravillosamente equipada a siglos en el futuro, y casi encima a los primeros entornos germánicos que constituían su campo de investigación.

—No son adecuados para un estudioso pacífico —me había dicho cuando se lo pregunté—. Y al contrario. Me avergonzaría delante de ellos, me ganaría su desprecio, provocaría sospechas, e incluso podría morir. No, soy útil para el estudio, la organización, el análisis y las hipótesis. Déjame disfrutar de mi vida en las décadas que me son adecuadas. Pronto terminarán. Sí claro, antes de que la civilización occidental comience con dedicación su proceso de autodestrucción tendré que tener un aspecto más viejo, hasta que simule mi muerte… ¿Después qué? ¿Quién sabe? Preguntaré. Quizá simplemente comience de nuevo en algún otro sitio: exempli gratia, el Bonn o la Heidelberg posnapoleónicos.

Se sentía obligado a ser hospitalario con los agentes de campo que lo informaban en persona. Por quinta vez en mi línea vital hasta entonces, él y yo tomamos un pantagruélico almuerzo al que siguieron una siesta y un paseo por Unter den Linden. Regresamos a su casa en el crepúsculo del estío. De los árboles emanaban fragancias, los vehículos tirados por caballos traqueteaban al pasar, los caballeros se levantaban el sombrero al cruzarse con damas conocidas, un ruiseñor cantaba en un jardín de rosas. Ocasionalmente pasaba un oficial prusiano de uniforme, pero era evidente que sus hombros no soportaban la carga del futuro.

La casa era espaciosa, aunque los libros y los cachivaches tendían a ocultar ese hecho. Ganz me llevó hasta la biblioteca y llamó a una doncella, que entró rápidamente con un vestido negro y una cofia y un delantal blancos.

—Tomaremos café y pastel —indicó—. Y, sí, pon en la bandeja una botella de coñac, con vasos. Después no queremos ser molestados.

Cuando se fue, él dejó caer su rechoncha figura sobre el sofá.

—Emma es una buena chica —comentó mientras se limpiaba los anteojos. Los médicos de la Patrulla podrían haberle arreglado con facilidad la vista, pero hubiese tenido problemas para explicar por qué ya no necesitaba gafas, y decía que tampoco importaba mucho—. De una pobre familia campesina … ach, crían con rapidez, pero la naturaleza de la vida es que se desborda, ¿no es cierto? Estoy interesado en ella. De forma exclusivamente paternal, se lo aseguro. Dentro de tres años dejará el servicio porque se casa con un agradable joven. Yo entregaré una modesta dote con regalo de bodas, y seré el padrino de su primogénito. —La inquietud atravesó el rostro sonrosado y feliz—. Emma muere de tuberculosis a los cuarenta y uno. —Se pasó una mano por la cabeza calva—. No se me permitió hacer nada más que darle algunas medicinas para que le fuese más cómodo. En la Patrulla no nos atrevemos a llorar: ciertamente no por adelantado. Debería guardarme la pena, la culpabilidad, para mis pobres amigos y colegas inconscientes, los hermanos Grimm. La vida de Emma es mejor que la que conocerá la mayoría de la humanidad.

No contesté. Asegurada la intimidad, me concentré más de lo necesario en montar el aparato que había traído en el equipaje. (Allí pasaba por un estudioso británico de visita. Había practicado el acento. Un americano hubiese sufrido demasiadas molestias con preguntas sobre los pieles rojas y la esclavitud.) Mientras Tharasmund y yo nos encontrábamos entre los visigodos, conocimos a Ulfilas. Había grabado el suceso, como hacía con todo lo que tuviese un interés especial. Seguro que Ganz querría ver al misionero jefe de Constantinopla, el Apóstol de los Godos, cuya traducción de la Biblia era virtualmente la única fuente de información sobre su lengua que habría sobrevivido hasta la aparición del viaje en el tiempo.

El holograma se formó. De pronto la habitación —candelabros, estanterías, mobiliario a la moda que sabía que era estilo imperio, bustos, pinturas y grabados enmarcados, loza, papel pintado con dibujos chinos, cortinas marrones— se convirtió en oscuridad alrededor de un fuego de campamento. Pero yo no estaba allí, en mi propio cráneo: porque era a mí a quien miraba, y él era el Errante.

(Las grabadoras son diminutas, operan a nivel molecular, autodirigidas, mientras recogen todas las entradas sensoriales. La mía, una de la muchas que llevaba, estaba oculta en la lanza que había apoyado en un árbol. Deseoso de conocer informalmente a Ulfilas, establecí la ruta de rni grupo de forma que interceptase la suya mientras ambos viajábamos por la región que los romanos, antes de retirarse, había conocido como Dacia y que en mis días era Rumania. Después de asegurarnos mutuamente de nuestras pacíficas intenciones, mis ostrogodos y sus bizantinos montaron las tiendas y compartieron la comida.)

Los árboles formaban en la oscuridad una muralla alrededor del claro. El humo iluminado por las llamas se elevaba para ocultar las estrellas. Ululaba un búho, una y otra vez. La noche todavía era agradable, pero el rocío ya había empezado a enfriar la hierba. Los hombres estaban sentados con los pies cruzados cerca del fuego, excepto Ulfilas y yo. Él se había puesto en pie en su celo, y yo no podía permitirme ser dominado en presencia de los otros. Ellos miraban, escuchaban y furtivamente trazaban el gesto del hacha o la cruz.

A pesar de su nombre —originalmente había sido Wulfila— era bajo, recio y de nariz ancha, porque provenía de abuelos de Capadocia, que habían huido de los ataques godos en el 264. De acuerdo con el tratado del 332, había ido a Constantinopla como embajador y rehén. Con el tiempo volvió con los visigodos como misionero. El credo que predicaba no era el del Concilio de Nicea, sino la austera doctrina de Arrio, que había sido rechazada como herética. Sin embargo, se movía en la vanguardia de la cristiandad, en el mañana.

—No, no deberíamos limitarnos a intercambiar historias de nuestros viajes —dijo—. ¿Como podrían separarse de nuestras creencias? —Su tono era tranquilo y razonable, pero la mirada era aguda—. No sois un hombre normal, Carl. Eso lo veo claramente en vos y en los ojos de vuestros seguidores. Que nadie se ofenda si me pregunto si sois por completo humano.

—No soy un demonio malvado —dije.

¿Realmente le sacaba tanta altura, era yo gris, cubierto por una capa, conocedor ya del destino, una figura surgida de la oscuridad y el viento? Hasta hoy, mil quinientos años después de esa noche, me sentía como si fuese otra persona, el mismo Wodan, el siempre errante.

En Ulfilas ardía el fervor:

—Entonces no temeréis el debate.

—¿Qué sentido tendría, sacerdote? Sabéis bien que los godos no son gente de¡ Libro. En sus tierras harían ofrendas a Cristo, a menudo lo hacen. Pero en las de ellos, vos nunca hacéis ofrendas a Tiwaz.

—No, porque Dios nos ha prohibido que nos inclinemos ante ningún otro. Sólo se puede adorar a Dios Padre. Al Hijo, que los hombres presten debida reverencia, sí, pero la naturaleza de Cristo… —Y Ulfilas se lanzó a un sermón.

No era una diatriba. Sabía que no era lo mejor. Habló con calma y razón, incluso con buen humor. No vaciló en emplear imágenes paganas, ni intentó más que sentar las bases de las ideas antes de permitir que la conversación se desviase por otros derroteros. Vi que algunos de mis hombres asentían pensativos. El arrianismo encajaba mejor con sus tradiciones y temperamento que el catolicismo, del que, de todos modos, no sabían nada. Sería la forma de cristiandad que finalmente adoptarían todos los godos; y de ahí surgirían siglos de problemas.

La verdad es que no estuve especialmente bien. Pero claro, ¿cómo podría sinceramente haber defendido un paganismo en el que realmente no creía y que sabía que iba a desaparecer? Igualmente, ¿cómo podría sinceramente haber defendido a Cristo?

Mi ojos, en 1858, buscaron a Tharasmund. Mucho quedaba en su joven rostro de los adorables rasgos de Jorith …

—¿Y cómo va la investigación literaria? —preguntó Ganz al terminar la escena.

—Bastante bien. —Huí hacia los hechos—. Nuevos poemas; con versos que definitivamente parecen anteriores a los versos de Widsith y Walthere. Específicamente, desde la batalla junto al Dniéper… —Eso dolía, pero saqué las notas y grabaciones, y seguí hablando.

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