CAPITULO 49

Mientras bajaba en el ascensor Vickers trataba de estudiar aceleradamente el problema. Crawford demoraría una o dos horas en divulgar la noticia de que le había retirado su protección y era licito disparar contra él. Si se hubiera tratado sólo de él las cosas habrían sido sencillas, pero estaba Ann de por medio. Ann quedaría también sin protección, a no dudarlo. Pues ahora la suerte estaba echada, y Crawford no era hombre de andarse con miramientos una vez lanzado a la batalla.

Tenía que ponerse en contacto con Ann y explicarle todo en seguida. Evitar que hiciera preguntas, pero hacerle comprender cómo eran las cosas.

Ya en la planta baja salió del ascensor con los otros pasajeros; al alejarse notó que el ascensorista salía a la carrera en busca de una cabina telefónica.

“Va a denunciarme”, pensó Vickers. En el ascensor había un analizador, sin duda, y lo había individualizado con alguna señal inadvertida para todos, salvo para el operador. Había analizadores por doquier, según había dicho Crawford: en las estaciones de ferrocarril, en las terminales de ómnibus, en los restaurantes.

Una vez que los analizadores detectaban a un mutante habían de enviar mensaje a cierto sitio (tal vez a una patrulla de exterminación), para que se cazara al individuo. Tal vez lo individualizaran con analizadores portátiles o por otros medios. Una vez detectado ya no tenía posibilidades. Sobre todo porque no estaba enterado del peligro. Si dispusiera de un segundo de preaviso, de un instante para concentrarse, podría desaparecer, tal como desaparecían anteriormente, cuando Crawford trataba de conseguir entrevistas con ellos.

“Uno toca el timbre y aguarda. Hace antesala y aguarda”. Pero ya nadie tocaba el timbre. Se manejaban por emboscadas, atacaban en la oscuridad. Ellos sabían dónde estaba cada mutante y decretaban la muerte. Y nadie tenía oportunidad, porque no había aviso.

Así habían muerto Eb y los otros, atacados sin defensa porque los hombres de Crawford no podían permitirse el lujo de un segundo perdido ante quienes debían morir. Pero hasta ese momento Jay Vickers figuraba entre los pocos que no podían ser molestados: él, Ann y tal vez uno o dos más. A partir de ese momento todo sería distinto; pasaban a ser simples mutantes, ratas perseguidas, como los demás.

Llegó a la acera y se detuvo para mirar a ambos lados. Lo conveniente sería tomar un taxi, pero los transportes públicos estarían provistos de analizadores. De cualquier modo los habría en todas partes. Debía haber uno en el edificio donde vivía Ann, de lo contrario Crawford no habría podido enterarse de su llegada. No había modo de esquivar a esos artefactos, no había modo de ocultarse ni de evitar que averiguaran el sitio al cual se dirigía.

Vickers se acercó a la calzada para llamar a un taxi. En cuanto lo hubo ocupado indicó al conductor la dirección. El hombre le echó una mirada sorprendida.

—Tranquilo —ordenó Vickers—. A usted no le pasará nada mientras no me juegue sucio.

El conductor no respondió. Vickers, con los músculos en tensión, seguía sentado en el borde del asiento.

—Está bien, compinche —dijo el hombre al fin—. Me quedaré tranquilo.

—Magnifico. ¡Ahora en marcha!

El coche avanzó. Vickers no aflojaba su vigilancia, observando todos los movimientos del conductor para detectar cualquier señal sospechosa, pero no observó ninguna. De pronto se le ocurrió una idea alarmante: ¿y si lo estaban esperando en el departamento de Ann? ¿y si se habían dirigido directamente allá para atraparlos a los dos?. Era un riesgo y se veía forzado a correrlo.

El coche se detuvo frente al edificio. Vickers abrió la portezuela y bajó de un brinco, mientras el conductor partía nuevamente a toda velocidad sin reclamar el pago. Corrió hacia la entrada y trepó las escaleras para evitar el uso del ascensor. Al llegar al departamento de Ann trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Tocó repetidas veces el timbre. No hubo respuesta. Al fin retrocedió hasta la pared opuesta y se lanzó por el corredor contra la puerta. La sintió ceder un poco. Repitió el golpe. Al tercer intento la cerradura se quebró, permitiéndole la entrada.

—¡Ann! —gritó, mientras recuperaba el equilibrio.

No hubo respuesta.

Recorrió todos los cuartos sin encontrar a nadie. Por un momento permaneció inmóvil, cubierto de sudor. ¡Ann se había marchado! Disponían de muy poco tiempo y Ann no estaba allí. Salió nuevamente a la carrera y bajó las escaleras como una tromba.

Cuando llegó a la acera había tres coches estacionados en fila. Otros tres aguardaban enfrente. Estaban atestados de hombres armados de revólveres.

Trató de volver al edificio, pero al girar sobre los talones chocó contra alguien. Era Ann, cargada con bolsas de compras; por una de ellas asomaba una planta de apio.

—Jay —dijo—, Jay, ¿qué pasa? ¿qué hacen aquí todos esos hombres?

—Pronto —exclamó él—, entra en mi mente. Como hacías con los otros. Trata de saber lo que pienso.

—Pero…

—¡Pronto!

La sintió entrar en su mente, buscando sus pensamientos y aferrándose a ellos. Algo dio contra la pared de piedra, precisamente sobre sus cabezas, y salió disparado hacia el cielo con un gemido de metal torturado.

—No aflojes —dijo él—. Vamos a salir de aquí.

Cerró los ojos y deseó estar en la otra tierra, con toda la urgencia y la voluntad que logró concentrar. Sintió el estremecimiento mental de Ann. Resbaló y cayó. La cabeza dio contra algo duro, encendiendo en su cerebro una multitud de estrellas. Algo le tironeó de la mano. Algo cayó sobre él.


Oyó el sonido del viento soplando entre los árboles. Abrió los ojos.

No había edificios. Estaba tumbado de espaldas al pie de una mole de granito gris. Sobre el estómago tenía una bolsa con verduras, de la cual asomaba una planta de apio. Se sentó.

—Ann…

—Aquí estoy —respondió ella.

—¿Estás bien?

—Físicamente si, pero no puedo decir lo mismo de mi mente. ¿Qué pasó?

—Caímos de ese canto rodado —explicó Vickers, señalando la mole de granito.

Se puso de pie y la ayudó a levantarse.

—Pero de ese canto rodado, Jay…¿Dónde estamos?

—En la otra tierra.

Juntos contemplaron la pradera salvaje, desolada, cubierta por bosques, con algunos cantos rodados y crestas graníticas en las laderas de las montañas.

—La segunda tierra —repitió Ann—. ¿Esas locuras que han estado apareciendo en los periódicos?

Vickers asintió con gravedad.

—No es ninguna locura, Ann. Es verdad.

—Bien, no me importa dónde estemos —dijo Ann—. Hemos traído la cena. Ayúdame a recoger estas verduras.

Vickers se agachó a recoger las patatas que habían caído del saco, roto en la caída.

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