CAPITULO 31

Mucho antes del atardecer escogió un lugar para acampar en un bosquecillo cruzado por un arroyo. Se quitó la camisa y la ató a un palo para formar una tosca jábega, con la cual bajó hasta una pequeña hondonada. Tras algunos intentos descubrió el modo de usar su red con buenos resultados. Al cabo de una hora había atrapado cinco peces de buen tamaño.

Limpió el pescado con su navaja y encendió el fuego con un solo fósforo, felicitándose por su habilidad como bosquimano. Después asó uno de los pescados. No era muy sabroso pues no tenía sal y la cocción distaba de ser experta: las llamas habías chamuscado parte de la carne y otros pedazos estaban crudos. Sin embargo los primeros bocados no le supieron muy mal, pues estaba realmente hambriento. Ya calmados los retortijones del estómago vacío se le hizo difícil consumir el resto del pescado, pero se obligó a hacerlo: les esperaban días arduos y debía estar bien alimentado para hacerles frente.

Al caer la noche había terminado ya su cena. Se acomodó junto al fuego y trató de pensar, pero estaba demasiado exhausto y acabó durmiéndose sentado. Cuando despertó la noche era cerrada todavía y la hoguera se había consumido. Agregó leña al fuego, cubierto de sudor frío. Necesitaba esas llamas, no sólo para calentarse y cocinar sino también como protección; durante la jornada había visto no sólo varios lobos, sino también algunos osos; en cierto momento una silueta bronceada se cruzó en su camino, al recorrer un bosquecillo, a tanta velocidad que le fue imposible reconocerla.

Cuando volvió a despertar rompía ya el alba. Avivó el fuego y asó el resto de los pescados. Comió uno entero y parte de otro; después guardó el resto en un bolsillo, pringoso como estaba. Sabía que le haría falta alimentarse durante el día, y no quería perder tiempo en hacer fuego.

Recorrió el bosquecillo en busca de un palo recto y sólido; al fin halló uno que soportaba bien su peso. Le serviría como bastón para apoyarse, y quizá pudiera emplearlo a modo de garrote si llegaba el momento de defenderse. Antes de ponerse en marcha verificó el contenido de sus bolsillos para asegurarse de no haber perdido nada; tenía la navaja y los fósforos: eso era lo más importante. Envolvió cuidadosamente los fósforos en su pañuelo; después se quitó la camiseta y la agregó al envoltorio. En el caso de que lo atrapara la lluvia o cayera en algún arroyo, toda esa tela protegería los fósforos de la humedad. Le hacían mucha falta. No se sentía capaz de hacer fuego frotando pedernales ni por el método del arco y la flecha, como los exploradores.

Partió antes de que saliera el sol, avanzando penosamente hacia el noroeste, aunque con más lentitud que durante el día anterior: había descubierto que no era la celeridad lo que contaba, sino el esfuerzo mantenido. De nada serviría desgastarse en los primeros días de la caminata.

Por la tarde perdió algún tiempo en hacer un amplio rodeo, a fin de esquivar una gran manada de búfalos. Esa noche acampó en otro bosquecillo, tras haberse detenido una hora antes junto a un arroyo para renovar su provisión de pescado, siempre con la jábega armada con su camisa. En la arboleda halló algunas moreras en las que quedaban unas cuantas frutas; así pudo disfrutar de un postre.

Al salir el sol reinició la marcha. Se hizo la noche.

Comenzó un nuevo día y él siguió andando. Otro día, otro más.

Atrapaba peces, buscaba moras silvestres. Una vez encontró un venado que algún carnívoro acababa de matar, antes de huir asustado por su presencia; lo carneó con su navaja y llevó consigo cuantas lonjas de venado pudo cargar. Aun sin sal, esa carne representaba una variante bien acogida a su dieta de pescado. Llegó a comerla cruda, masticando metódicamente cada bocado mientras caminaba. Al cabo tomó tan mal olor que hubo de tirar cuanto le quedaba.

Perdió la noción del tiempo. No tenía idea de la distancia que llevaba recorrida ni cuánto faltaba aún para llegar al sitio que buscaba. Ni siquiera sabía si podría hallarlo.

Los zapatos se le partieron. Tuvo que llenarlos con pasto seco y atarlos con tiras cortadas de sus pantalones.

Un día, al inclinarse sobre un charco para beber, se encontró ante un rostro extraño. Fue una verdadera sorpresa comprender que se trataba de su propia cara: se había convertido en un hombre barbado, sucio y harapiento, mareado por la fatiga.

Los días pasaron, uno tras otro. El seguía avanzando hacia el noroeste, adelantando los pies con movimientos casi automáticos. El sol le quemó la piel; las quemaduras acabaron por curtirse. Cruzó un río ancho y profundo valiéndose de un tronco; le llevó mucho tiempo llegar a la otra orilla y en cierto momento estuvo a punto de caer al agua, pero logró atravesarlo.

Y seguía andando. No había otra cosa que hacer.

Marchaba a través de una tierra vacía, sin rastros de haber sido habitada alguna vez, aunque presentaba todas las ventajas para la colonización: el suelo era fértil, el pasto brotaba alto y espeso; los árboles, agrupados en bosquecillos a la orilla de los riachos, se erguían en línea recta hacia el cielo.

Al fin un día, precisamente antes del crepúsculo, llegó a la parte más alta de una elevación y pudo ver la tierra a sus pies; descendía hacia la lejana cinta de un río que creyó reconocer. Pero no fue el río lo que atrajo su atención, sino el fulgor del sol poniente sobre una vasta zona cubierta de metal, a lo lejos.

Puso la mano sobre los ojos a modo de visera y trató de mirar mejor, pero estaba demasiado lejana y brillaba con mucha intensidad como para distinguir detalles. Bajó entonces la cuesta, indeciso entre la alegría y el temor, sin perder de vista aquel distante resplandor metálico. En las depresiones del terreno solía quedar oculto, pero siempre volvía a verlo cuando el suelo se nivelaba; así pudo saber que era real.

Al fin estuvo seguro de que se trataba de edificios, edificios metálicos que centelleaban bajo el sol, y vio extrañas formas que iban y venían por encima de ellos, surcando el aire, y detectó un palpitar de vida en los alrededores.

Pero no se trataba de una ciudad. Era demasiado metálico; además no había rutas que llevaran a ella. A medida que se acercaba fue descubriendo nuevos detalles; al cabo, cuando sólo faltaban tres o cuatro kilómetros para llegar, se detuvo a observar y comprendió lo que era.

No se trataba de una ciudad, sino de una fábrica, una gigantesca fábrica. Hacia ella se dirigían constantemente aquellos extraños objetos voladores, que no parecían aeroplanos, sino vagonetas voladoras. La mayor parte de ellas provenían del norte o del oeste y volaban a baja altura, sin gran velocidad, hasta aterrizar en una zona cerrada a la vista por varios edificios.

Las criaturas que circulaban entre las edificaciones no eran hombres; al menos no lo parecían. Eran cosas metálicas que lanzaban destellos bajo los rayos del sol poniente. Alrededor de los edificios había discos de forma cóncava montados sobre grandes torres, cuyas amplias superficies estaban dirigidas hacia el sol y brillaban, como si hubiera llamas en el interior de los cuencos.

Vickers caminó lentamente hacia los edificios. Al acercarse pudo apreciar su enorme vastedad. Cubrían hectáreas enteras y se elevaban a muchos metros del suelo, los objetos que circulaban entre ellos no eran hombres ni nada que se les pareciera, sino máquinas autopropulsadas.

Aunque logró identificar a algunas de aquellas máquinas, la mayor parte le resultó desconocida. Vio pasar un artefacto transportador cargado de tablones, lanzado a toda velocidad; una gran pala mecánica cruzó más allá a cuarenta kilómetros por hora, balanceando sus mandíbulas de acero. Pero otras parecían pesadillas mecánicas. Y todas pasaban rápidamente, como impulsadas por una prisa increíble.

Encontró una calle, o al menos un espacio abierto entre dos edificios, y tomó por él, manteniéndose próximo a las paredes por temor a ser arrollado por alguna de esas máquinas.

Así llegó a una abertura desde la cual descendía una rampa hacia la calle. La trepó cautelosamente y miró hacia el interior del edificio. Estaba iluminado, aunque era imposible individualizar la fuente de luz, y había allí largas filas de maquinarías en funcionamiento. Sin embargo no había ruido alguno. Comprendió entonces que era eso lo que más le había llamado la atención. Estaba en una fábrica y no percibía ruidos. Sobre todo aquello reinaba un silencio absoluto, con excepción del sonido del metal contra el suelo, en tanto las máquinas autopropulsadas pasaban velozmente por la calle.

Bajó por la rampa y volvió al corredor. Al circundar el edificio se encontró en el borde del aeropuerto donde aterrizaban y despegaban las vagonetas voladoras. Observó cómo descargaban sus mercaderías: grandes montones de madera pulida, recién aserrada, que las máquinas transportadoras recogían de inmediato para llevarla en distintas direcciones; enormes montículos de metal en bruto, con apariencia de hierro, desaparecían en las fauces de otras transportadoras que Vickers comparó con pelícanos.

Cuando las vagonetas habían descargado los materiales volvían a despegar sin el menor ruido, como si el viento las elevara en el aire. Y las máquinas voladoras llegaban en sucesión interminable, descargando incontables materiales que desaparecían de inmediato. Nada quedaba amontonado sobre la pista. Al levantar vuelo la vagoneta, su carga ya había sido retirada.

“Son como hombres”, pensó Vickers. “Esas máquinas actúan como si fueran hombres”. No operaban automáticamente; de lo contrario cada operación debía cumplirse en cierto lugar y en un momento determinado, y era evidente que los vehículos no aterrizaban nunca en el mismo sitio ni regularmente. Sin embargo, cada vez que aterrizaba una vagoneta había en la zona una máquina adecuada para encargarse del material descargado.

“Son como seres inteligentes”, se dijo Vickers. Y comprendió enseguida que eso eran, sin lugar a dudas. Eran robots, cada uno diseñado para ocuparse de una tarea determinada. No se trataba de los robots humanoides creados por la imaginación, sino de máquinas prácticas dotadas de inteligencia y de finalidad.

El sol ya se había puesto. Al levantar la vista hacia las torres, el escritor notó que los discos giraban lentamente hacia el este, de modo tal que cuando el sol volviera a salir, a la mañana siguiente, estarían ya enfrentándolo.

“Energía solar”, se dijo Vickers. ¿Dónde había oído hablar de energía solar? ¡Claro, en las casas fabricadas por los mutantes! Aquel pequeño vendedor les había explicado, a él y a Ann, que cuando se dispone de tal energía uno puede prescindir de los servicios públicos. Y allí estaba la energía solar. También allí había máquinas exentas de fricción que funcionaban sin hacer ruido. Al igual que los coches Eterno, no se desgastarían jamás y durarían por muchas generaciones.

Las máquinas no le prestaron la menor atención. Era como si no lo vieran ni sospecharan su presencia allí. Ninguna vaciló al pasar junto a él, ninguna se apartó de su camino para abrirle paso. Tampoco hubo movimientos amenazadores en su dirección.

Al morir el día la zona quedó iluminada, aunque una vez mas Vickers no pudo hallar la fuente de esa iluminación. El trabajo no se interrumpió. Las vagonetas voladoras (grandes artefactos angulosos, similares a cajas) seguían aterrizando para volver a partir tras haber descargado sus materiales. Las transportadoras no dejaban de pasar a toda carrera. Las interminables filas de máquinas, en el interior de los edificios, proseguían con su silenciosa labor.

¿Acaso las vagonetas eran también robóticas? Probablemente lo eran.

Vickers siguió recorriendo la fábrica, siempre ceñido al edificio para no estorbar el paso. Encontró una gran plataforma de carga, llena de cajones apilados que las máquinas llevaban hasta allí para cargarlas en las vagonetas voladoras; y éstas marchaban incesantemente hacia su destino, cualquiera que fuese. Desvió su rumbo para salir a la plataforma, a fin de examinar con más detenimiento algunos de los cajones; sólo vio en ellos unos letreros escritos en código. Se le ocurrió abrir alguno de ellos, pero no tenía herramientas y le asustaba un poco la posible reacción de las máquinas si él interfería en su trabajo.

Horas después llegó al otro extremo de la extensa fábrica y se alejó de ella. Al cabo se volvió para observarla la vio brillar con su luz extraña, percibió el ajetreo que cobijaba, y se preguntó qué productos se elaboraban en ella. Hojas de afeitar, quizás, o encendedores, bombillas eléctricas, casas prefabricadas o automóviles. Tal vez todo eso al mismo tiempo.

Pues ésa, sin duda alguna, era al menos una de las fábricas que Crawford y los de Investigación Norteamericana buscaban sin éxito. No era de extrañar que no la hubiesen encontrado.

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