CAPITULO 33

Había algo en ese hombre que no concordaba bien: el brillo de su piel bajo el sol matinal, su forma de hablar y de moverse. Para empezar no tenía pelos, ni en la cabeza ni en el pecho. También los ojos eran extraños: brillaban como el resto del cuerpo. Además parecía carecer de labios.

—Soy robot, señor —dijo el hombre brillante, al ver su confusión.

—¡Oh!

—Me llamo Ezequiel.

—¿Cómo estás, Ezequiel? —preguntó estúpidamente Vickers, sin saber qué decir.

—Muy bien. Siempre estoy bien. Nunca me ocurre nada. Gracias por su interés, señor.

—Esperaba encontrar a alguien en la casa —dijo Vickers—. Una señorita llamada Kathleen Preston. ¿Está aquí por casualidad?

Los ojos del robot permanecieron inexpresivos.

—¿Quiere pasar, señor?—invitó—. Puede aguardar dentro.

Abrió el portón para que entrara. Vickers avanzó por la granza desteñida, notando que también los ladrillos de la casa revelaban el tono añejo dado por el sol, el viento y la lluvia. La vivienda estaba bien conservada. Los vidrios chispeaban como recién lavados, las persianas abiertas no mostraban señales de debilidad, los marcos estaban pintados y el césped, más que cortado, parecía haber recibido una rasurada. En los canteros no se veía una sola hierba entre las flores; los postes de la cerca montaban su eterna guardia en torno a la casa como erguidos soldados de blanco.

Tomaron por el costado de la casa. El robot subió los peldaños que conducían al pequeño porche lateral y abrió la puerta para dar paso a Vickers.

—A su derecha, señor —dijo—. Tome asiento y aguarde, por favor. Si necesita algo encontrará una campanilla sobre la mesa.

—Gracias, Ezequiel —dijo Vickers.

El cuarto era muy amplio para ser antesala. Sus paredes estaban cubiertas con un papel muy alegre; tenía un pequeño hogar de mármol con espejo sobre la repisa. En la habitación reinaba el silencio, cierto silencio oficial, como si fuera la antecámara de algún suceso importante.

Vickers ocupó una silla y aguardó.

¿Qué pretendía? Que Kathleen saliera de la casa corriendo para ir a su encuentro, después de veinte años sin saber de él. Meneó la cabeza: se había permitido pensamientos viciados por los deseos. Eso no resultaba. No era lógico.

Pero muchas otras cosas carecían igualmente de lógica y resultaban bien, de todos modos. No era lógico hallar la casa en otro mundo, pero la había hallado y allí estaba, bajo su techo, aguardando. No era lógico haber encontrado el trompo olvidado ni saber para qué emplearlo. Pero lo había encontrado y lo empleó en la forma debida.

Permaneció inmóvil, atento a los ruidos de la casa.

En el cuarto contiguo hubo un murmullo de voces. La puerta que comunicaba ambas habitaciones no estaba cerrada del todo. Las voces se acallaron y la casa volvió a sumirse en el silencio matinal.

Vickers se levantó de la silla y dio en pasearse entre la ventana y el hogar. ¿Quién estaría en el cuarto contiguo? ¿Por qué seguía esperando? ¿A quien vería si franqueaba esa puerta, y qué podría decirle?

Dio una vuelta por la habitación, caminando con mucha suavidad, y se detuvo junto a la puerta, de espaldas a la pared, conteniendo el aliento para escuchar.

Allí estaba el murmullo de voces, pero pudo distinguir las palabras.

—…será una verdadera conmoción.

Una voz profunda y gruñona dijo:

—Siempre causa conmoción. No se puede hacer nada por remediarlo. De cualquier modo que se lo mire es siempre degradante.

Otra voz, lenta y pesada, agregó:

—Es una lástima que nos veamos obligados a actuar así. ¡Cuánto mejor sería dejarlos ocupar sus propios cuerpos!

El primero que había hablado indicó en tono preciso, medido y comercial:

—Casi todos los androides lo aceptan bastante bien, aún sabiendo lo que significa. Logramos que comprendan. Además, por supuesto, de cada tres hay siempre un afortunado que puede volver al cuerpo real.

—Tengo el presentimiento de que con Vickers nos hemos apresurado —dijo la voz áspera.

—Flanders dijo que era necesario. Piensa que Vickers es el único que puede manejar a Crawford.

Fue la voz de Flanders la que respondió:

—Estoy seguro de que así es. Comenzó tarde, pero estaba avanzando con celeridad. Le dimos una verdadera paliza. En primer lugar, el ojo-espía se descuidó y se dejó atrapar; eso le dio en qué pensar. Después combinamos lo del linchamiento. Más tarde encontró el trompo que dejamos y asoció las ideas. Con uno o dos impulsos más…

—¿Y la chica, Flanders? ¿Esa tal…cómo se llama?

—Ann Carter —respondió Flanders—. Hemos estado impulsándola un poco, pero no tanto como a Vickers.

—¿Cómo reaccionarán cuando descubran que son humanoides?—preguntó la voz lenta.

Vickers se apartó de la puerta moviéndose con mucha cautela, con las manos extendidas hacia adelante, como si avanzara en la oscuridad por un cuarto lleno de obstáculos. Alcanzó la puerta que conducía al vestíbulo y se aferró a ella.

“Usado”, pensó. “Ni siquiera humano”. Y agregó a medía voz:

—Maldito sea, Flanders.

No sólo él, sino también Ann … No eran mutantes, seres superiores, ni siquiera humanos. ¡Androides, humanoides!

Tenía que escapar. Tenía que ocultarse, buscar un refugio donde echarse a lamer sus heridas mientras se calmaba y elaboraba sus planes.

Porque debía hacer algo. Las cosas no podían quedar así. Tomaría cartas en el asunto e intervendría en el juego.

Cruzó el vestíbulo, llegó hasta la puerta y la abrió apenas para ver si había alguien a la vista. El prado estaba desierto.

Cerró suavemente la puerta tras de sí. Bajó al prado de un salto y echó a correr. Saltó el cerco y siguió corriendo del otro lado, sin detenerse.

Sólo al verse entre los árboles se atrevió a mirar hacia atrás. Allí estaba la casa, majestuosa y serena, sobre la cumbre de la colina que cerraba el valle.

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