CAPITULO 36

Acostado en el desván, por sobre la cocina, escuchaba los pasos del viento, que andaba descalzo entre las ripias. Se volvió en la cama y ocultó la cabeza en la almohada de plumas de ganso; el colchón de cáscaras de trigo crujió bajo su cuerpo en la oscuridad.

Se sentía limpio. Se había bañado en la batea que había en la parte posterior de la casa, con agua calentada al aire libre en una cacerola. Mientras se enjabonaba, Andrews conversaba con él, sentado en un tocón cercano; los niños jugaban en el patio y los galgos dormían al sol, sacudiendo el pellejo para alejar las moscas.

Había consumido dos comidas completas, tales como no recordaba ya tras muchos días de masticar pescado semicrudo y venado medio podrido. Había comido pan de maíz y sorgo, conejos tiernos fritos en una sartén humeante, patatas con crema, verduras recién cortadas por los niños y una ensalada de berros recogidos en el arroyo que pasaba junto a la casa. La cena consistió en huevos frescos, recién sacados del nido.

Se rasuró ante un público infantil reunido en su torno. Previamente Andrews lo había sentado en un tocón para cortarle la barba con unas tijeras.

Después los dos se sentaron en los peldaños a charlar, mientras el sol se ponía. Andrews dijo que conocía un sitio ideal para levantar una casa; un sitio cobijado, del otro lado de la colina, con un arroyo a dos pasos y un terreno alto apto para sembrar. Había madera en abundancia para la casa: árboles altos, enormes, rectos. Andrews dijo que le ayudaría a cortarlos, y cuando los troncos estuvieran listos vendrían los vecinos para colaborar en la construcción. Al terminar la casa Jake traería maíz, Ben su violín, y bailarían al aire libre. Y si no bastaba con la ayuda de los vecinos se podía enviar mensaje a la Casa Grande, para que los mutantes proporcionaran algunos robots. Pero en opinión de Andrews eso no sería necesario. Los vecinos eran muy solidarios y voluntariosos; además todos se alegraban de tener una familia nueva en el vecindario.

Una vez que la casa estuviera construida, Vickers debía echar un vistazo a las hijas de Simmons; se podía elegir con los ojos cerrados, porque eran muy parecidas y magníficas muchachas, según dijo Andrews, asestándole un codazo en las costillas con una estentórea carcajada. Jean, su mujer, que los acompañaba por un rato, sonrió con timidez y se volvió para contemplar el juego de los niños.

Después de cenar Andrews le mostró con cierto orgullo los libros que tenían en el estante de la sala. Estaba leyendo, cosa que nunca había hecho antes por falta de tiempo y ganas. Vickers revisó los títulos: Homero y Shakespeare, Montaigne, Jane Austen, Thoreau y Steinbeck.

—¿Está usted leyendo todo esto?—preguntó.

—Leyéndolos y disfrutándolos —respondió el hombre—. A veces me cuesta un poco avanzar por ellos, pero sigo leyendo. A Jean le gusta sobre todo Austen.

Dijo también que era muy bueno vivir allí, que nunca habían conocido una existencia mejor. Y Jean sonrió a modo de asentimiento. Después los niños quisieron hacer entrar a los perros para que durmieran con ellos, pero perdieron la discusión.

Vickers, en silencio, admitió que la vida era buena allí. Se repetía la historia de la vieja frontera americana, idealizada y literaria, con todas las ventajas de aquella etapa, pero sin su terror y su dureza. Vivían en una especie de paternalismo feudal, con la Casa Grande a manera de castillo; y la Casa Grande, erguida sobre la colina, vigilaba los campos habitados por gente feliz, que conseguía sus alimentos del suelo mismo. Había tiempo para descansar y para reunir fuerzas. Había paz. No se hablaba de guerra, no se pagaban impuestos para costearla ni para evitarla al demostrar deseos de luchar.

¿Cómo lo había titulado Andrews? La etapa feudo-pastoral. ¿Qué etapa vendría después? La etapa feudo-pastoral para descansar y meditar, para ordenar los pensamientos, para restablecer el contacto entre el hombre y el suelo; la etapa en que se preparaba el camino para el desarrollo de una cultura mejor que la abandonada.

Aquélla era una tierra entre muchas. ¿Cuántas otras habría a poca distancia? ¿Cientos, miles? Tierra detrás de Tierra. Y todas abiertas. Trató de imaginarlo. Creyó adivinar el plan de los mutantes. Era simple y brutal, pero factible.

Una de esas Tierras había resultado un fracaso. En algún punto, por el largo sendero recorrido por la humanidad desde el primate, había tomado el rumbo equivocado. Desde ese momento la historia era una larga ruta de angustias. El pueblo era inteligente, diestro y bueno…, pero la inteligencia y la destreza se habían volcado hacia canales de odio y arrogancia; en cuanto a la bondad, ésa estaba ya sepultada por el egoísmo.

Era buena gente, digna de ser salvada, tal como un ebrio o un criminal merece la rehabilitación. Pero para salvarla era necesario apartarla de su vecindario, de los abismos formados por el método y el pensamiento humanos. No había otro modo de darles la oportunidad; sólo así podían arrancarse los viejos hábitos, los hábitos adquiridos, generación tras generación, en el odio, la codicia y el asesinato.

Para eso era preciso derruir el mundo en que vivían; tener listo un proyecto, un programa que los llevara hacia un mundo mejor. Pero ante todo debía existir un plan de acción.

En primer lugar se destrozaba el sistema económico sobre el cual estaba construida la vieja Tierra. Se lo destrozaba con coches Eterno, hojas de afeitar interminables y carbohidratos sintéticos para alimentar a los hambrientos. Se destruiría a la industria fabricando, de una vez por todas, artículos que ella no pudiera copiar y que tornaban en obsoletos los productos similares existentes. Cuando la industria estuviera parcialmente destruida, la guerra sería imposible, con lo cual se había cumplido la mitad de la misión. Pero en el proceso habría quedado mucha gente sin trabajo. Entonces se la alimentaba con carbohidratos. Y mientras tanto se trataba de convencer a esas personas para que se instalaran en las tierras nuevas que estaban esperando. Si no había lugar suficiente en la Tierra Número Dos, se las podía enviar a la Número Tres y hasta la Número Cuatro, a fin de que no hubiera aglomeraciones; cada uno debía contar con espacio en abundancia. En esos nuevos mundos había un nuevo comienzo; se podían evitar los errores y esquivar los peligros que habían inundado de sangre la Tierra antigua durante incontables siglos.

Y en esas tierras nuevas se podían construir tantos tipos de cultura como se deseara. Se podían intentar algunas pruebas: apuntar a cierto tipo de civilización en la Segunda Tierra y a otra algo diferente en la Número Tres. La cuarta daría lugar para otra cosa. Al cabo de unos mil años se podían comparar esas culturas para ver cuál era la mejor, y consultar los innumerables datos que se habrían recogido, señalando las distintas faltas de cada tipo. Así se podría llegar a una fórmula para conseguir lo mejor.

En esa tierra la etapa feudo-pastoral era el primer paso. Era el tiempo del descanso, la educación, la colonización. Las cosas cambiarían o serían cambiadas. El hijo de Andrews construiría tal vez una casa mejor y contaría con robots que trabajaran sus tierras, mientras él disfrutaba de una vida fácil, canalizando sus energías bajo una buena dirección. Con esos elementos se podía edificar el paraíso sobre la tierra…o sobre muchas tierras.

Aquel artículo que había aparecido en el periódico, esa mañana (¿o hacía ya muchos días?), hablaba de la preocupación de las autoridades por las desapariciones en masa. Familias enteras se evaporaban, sin más motivos ni más rasgo común que una abyecta pobreza. Naturalmente, debían ser precisamente los más pobres quienes se fueran primero, los que carecían de hogar, de trabajo, de salud; ellos serían los primeros en instalarse en las nuevas tierras, las que seguían en la oscuridad tras la Tierra oscura y sangrienta habitada por el hombre.

Pronto quedaría tan sólo un puñado de personas en esa Tierra oscura y sangrienta. Pronto, en menos de mil años, proseguiría a tumbos su camino, desierta, depurado su pellejo de la tribu hambrienta que la había asolado durante tantos años. Y esa misma tribu estaría establecida en otros planetas, bajo mejor guía, para crear una vida mejor.

“Hermoso”, pensó. Hermoso, pero allí estaba ese asunto de los androides.

“Comencemos por el principio. Comencemos con los primeros hechos; tratemos de encontrarle la parte lógica y de dilucidar el curso de las mutaciones”.

Siempre hubo mutantes. De lo contrario el hombre sería aún esa pequeña criatura asustadiza, oculta en la selva dispuesta a refugiarse entre los árboles ante cualquier amenaza. Se produjo la mutación de los pulgares, que convirtió la mano en un miembro prensil. Hubo mutaciones en el pequeño cerebro, y el animalillo se tornó astuto. Alguna mutación no registrada logró capturar el fuego y domesticarlo. Otra inventó la rueda. Una más creó el arco y la flecha. Y el proceso continuó por muchos siglos. Mutación tras mutación, la humanidad fue trepando por la escala.

Pero la criatura que domesticó el fuego no se reconocía como mutante. Tampoco lo sabía el troglodita que inventó la rueda, ni el primer arquero. En todas las edades hubo mutantes, sin que nadie, ni ellos mismos, lo sospecharan. Eran hombres cuyo éxito sobrepasaba al de los demás, grandes hombres de negocios o estadistas sobresalientes, excelentes escritores o artistas, individuos que semejaban gigantes en comparación con el rebaño.

Tal vez no todos fueran mutantes, aunque la mayoría debía serlo. Pero sus mutaciones permanecían inválidas y limitadas: no podían desarrollarse libremente; estaban forzadas a ajustarse al sistema socioeconómico impuesto por la sociedad no mutante. Y eso era una medida más de su capacidad: el que hubieran podido ajustarse, disimular su estatura intelectual y concordar con quienes eran inferiores, sin dejar por eso de destacarse por su destreza.

Aunque el éxito alcanzado fuera grande según la medida de los hombres normales la mutación había sido un fracaso, pues nunca alcanzó su total realización. Esto se debió a que esos hombres ignoraron siempre su condición, creyéndose sólo un poco más inteligentes, más hábiles o más rápidos que el resto de la humanidad.

Pero supongamos que un hombre comprendiera su condición de mutante. Supongamos que supiera, sin lugar a dudas, qué clase de persona era. ¿Qué ocurriría entonces?

Supongamos, por ejemplo, que un hombre se descubriera capaz de llegar hasta las estrellas para captar los pensamientos y los planes de las criaturas pensantes que habitaban los planetas de aquellos soles distantes. Eso sería prueba suficiente de su condición de mutante. Y si por medio de su investigación entre las estrellas pudiera obtener alguna información específica de valor económico (el principio de las máquinas sin fricción, por ejemplo), sabría sin más que estaba dotado de una mutación. Una vez consciente de eso no podría ajustarse con tanta comodidad y satisfacción al nicho contemporáneo, como lo hicieron sus antecesores. Al saberlo conocería el escozor de la grandeza, conocería la necesidad de seguir su propio camino y no el de todos.

Tal vez le aterrorizaran las cosas que aprendía en las estrellas; quizá se sintiera espantosamente solo y necesitara la colaboración de otros humanos en la misma tarea. Entonces buscaría otros mutantes; lo haría con cautela; le llevaría mucho tiempo encontrar uno solo. Tendría que ganarse su confianza poco a poco antes de revelarle sus intenciones. Después los dos mutantes, trabajando hombro a hombro, buscarían a otros de su especie. Con el correr de los años reunirían un grupo. No todos serían capaces de proyectar la mente hacia las estrellas, pero poseerían otras habilidades. Algunos dominarían la electrónica como por instinto, más a fondo que cualquier otro ser humano, aún intensamente adiestrado. Otro podría percibir la extraña alineación de tiempo y espacio que permitía la existencia de mundos múltiples, uno detrás del otro, en un anillo eterno y magnífico.

Entre ellos habría mujeres. Además de los mutantes descubiertos nacerían individuos nuevos. En un plazo de veinte años, poco más o menos, el grupo se convertiría en una organización, que quizá llegara a varios cientos de personas. Y todos unirían sus talentos.

Gracias a la información recogida en las estrellas, más los descubrimientos hechos por ellos mismos, inventarían y fabricarían ciertos artefactos con los que ganar dinero para proseguir la obra. Tal vez muchos de los artículos de uso común eran inventos de aquella raza mutante.

Pero llegaría el momento en que la organización mutante y la obra realizada fueran demasiado prominentes como para pasar desapercibida. Entonces buscarían un sitio donde esconderse. ¿Y dónde estarían más seguros que en una de las otras Tierras?

Vickers, acostado en el colchón de cáscaras de trigo, abrió los ojos en la oscuridad, maravillado por la grandilocuencia de su imaginación. Sin embargo, algo le decía que no era imaginación, sino algo sabido. Pero ¿cómo podía saberlo?

Tal vez se debía al condicionamiento de su mente androide. O era un verdadero conocimiento, obtenido en cierto período de su vida bloqueado después, como el episodio de su viaje al país de las hadas. Un conocimiento que iba recuperando, tal como había recuperado la memoria de aquel paseo.

También podía deberse a recuerdos ancestrales, a una memoria específica que pasaba de padres a hijos, al igual que el instinto. El misterio consistía en que él, en su condición de androide, no tenía padres.

No tenía padres ni raza. Era una caricatura del ser humano, creada para un fin que ignoraba. ¿Para qué lo habían creado los mutantes? ¿Poseía acaso algún talento que les hiciera falta? ¿Qué utilidad pensaban darle?

Eso era lo que más dolía: ser utilizado y no saberlo. Que Ann tuviera un fin a cumplir y no lo sospechara.

La obra de los mutantes no se limitaba a aquellos pocos artículos fabricados y en circulación; superaba el asunto de los coches Eterno, las hojas de afeitar interminables y los carbohidratos sintéticos. Su obra era el rescate y la reeducación de una raza, el nuevo comienzo de una especie demasiado aturdida. Era el desarrollo de uno o muchos mundos donde la guerra no fuera sólo dominada, sino imposible; donde el miedo no asomara sus garras, donde el progreso tuviera un valor distinto al que le daba actualmente la humanidad.

¿Y cuál era el papel de Jay Vickers en un programa de esa especie?

En la casa que lo cobijaba se estaba dando un nuevo comienzo, duro, pero sólido. En una o dos generaciones más, las personas de esa familia estarían listas para recibir los adelantos mecánicos y el progreso que les era debido; cuando estuvieran preparados el progreso los estaría esperando.

Los mutantes quitarían a la raza humana los juguetes peligrosos y los mantendrían ocultos hasta que el hijo del hombre estuviera lo bastante crecido como para usarlo sin herirse ni herir al vecino. Era como quitar al niño de tres años el juguete para criaturas de doce, con el que podía dañarse, para devolvérselo a la edad debida, y tal vez perfeccionado.

La cultura del futuro, bajo la guía de los mutantes, no sería una mera cultura mecánica, sino una cultura social, económica, artística y espiritual. Los mutantes habían tomado a un hombre desviado para equilibrarlo; los años perdidos en ese proceso rendirían sus frutos a la humanidad en los años venideros.

Pero todo eso era mera especulación, ensoñaciones que no llevaban a ninguna parte. Lo único importante era que él, Jay Vickers, androide, tenía que tomar una decisión al respecto.

Antes de actuar debía averiguar qué ocurría y armarse de informaciones más sólidas. Allí, acostado en aquel colchón de trigo, no podría conseguirlas. Sólo había un lugar donde buscarlas.

Se deslizó silenciosamente de su lecho y manoteó en la oscuridad, tratando de encontrar sus harapos.

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