CAPITULO 46

Cuando Vickers y Sally llegaron la reunión recién comenzaba.

—¿Estará George allí?—preguntó el escritor.

Sally soltó una risita.

—¡George!

—Sí, supongo que no es de ese tipo —reconoció Vickers.

—George es un exaltado —dijo Sally—, un revolucionario. Nació para organizador. No me explico como se salvó de ser comunista.

—¿Y usted? ¿La gente como usted?

—Somos los propagandistas —explicó ella—. Vamos a las reuniones, hablamos con la gente y tratamos de interesarla. Hacemos el trabajo de misioneros y conseguimos conversos que salgan a predicar. Después los ponemos en manos de personas como George.

La solterona que ocupaba la cabecera golpeó la mesa con el cortapapeles que utilizaba como martillo.

—Por favor —pidió con voz resentida—, por favor, señores. Que haya orden en la reunión.

Vickers acercó una silla para Sally y tomó asiento a su vez. Los otros asistentes se iban aquietando. Aquella habitación, según pudo observar, era en realidad dos ambientes: el comedor y la sala; al abrir por completo la puerta cristalera que las separaba se convertían en un solo cuarto.

Todo revelaba a la clase media superior: detalles lo bastante ostentosos como para no entrar en la vulgaridad, pero sin la grandiosidad y el buen gusto de los verdaderos ricos. En las paredes se veían cuadros auténticos y había un hogar provenzal; el moblaje era de estilo, sin lugar a dudas, aunque Vickers no pudo determinar de cuál.

Paseó la mirada por entre quienes lo rodeaban, en un intento de identificarlos. Allá, un ejecutivo, probablemente de alguna fábrica importante. Ese otro de pelo largo podía ser pintor o escritor, aunque fracasado. Y la mujer de pelo gris acerado y piel tostada por el sol podía ser miembro de algún club de equitación.

Pero todo eso no importaba. Allí se trataba de un departamento perteneciente a la clase media superior, con portero uniformado; en la otra punta de la ciudad habría un reunión similar en un inquilinato que jamás sabría de porteros. En las aldehuelas y en las ciudades menores las habría también, en casas de familia, tal vez la del banquero o la de peluquero. En cada uno de los casos alguien golpearía sobre la mesa y pediría orden, por favor. Y en casi todas las reuniones habría alguien como Sally, aguardando la oportunidad de hablar con los otros miembros para lograr conversos.

La solterona decía;

—La señorita Stanhope será hoy la primera en habla.

Y volvió a sentarse, satisfecha; al fin los había puesto en orden y la reunión estaba en marcha. Se levantó entonces la señorita Stanhope. Vickers reconoció en ella la personificación de la mujer frustrada en cuerpo y alma. Tendría unos cuarenta años; debía carecer de pareja y tendría un trabajo por medio del cual lograría, dentro de unos quince años, la independencia económica. Pero huía de algún espectro, buscando un santuario bajo el manto de otra personalidad obtenida del pasado.

Hablaba con voz clara y potente, pero tenía cierta tendencia a sonreír con afectación y leía con la barbilla alzada, como los estudiantes de oratoria; eso daba a su cuello un aspecto más descarnado aún.

—Cómo ustedes recordarán —comenzó—, mi periodo es el de la Guerra Civil Norteamericana, con sede en el sur.

Y leyó:

—Trece de octubre de 1862. —La señora Hampton envió hoy su carruaje a buscarme, conducido por el viejo Ned; es uno de los pocos sirvientes que aún le quedan pues casi todos han huido, dejándola prácticamente sin servicio; ésta es una situación en la que muchos de nosotros nos encontramos…

“Huir”, pensó Vickers, “huir hacia una época de crinolinas y caballería, a una guerra ya depurada por el tiempo de su mugre, su sangre y sus desesperación, para que sus pobres participantes, hombres o mujeres, quedaran convertidos en figuras de nostalgia puramente romántica”.

La señorita Stanhope seguía leyendo.

—…Isabella estaba allí. Me alegró verla, pues han pasado años desde que nos encontramos aquella vez en Alabama…

Huir, por supuesto. Sin embargo, esa fuga se tornaba ahora en un instrumento adecuado para predicar el evangelio del otro mundo, aquel pacífico segundo planeta que seguía a la Tierra agotada y sangrienta. Tres semanas, habían bastado tres semanas para que se organizaran; estaban los George que gritaban, corrían y a veces encontraban la muerte, y las Sally que realizaban el trabajo subterráneo.

Y sin embargo, a pesar de la promesa ofrecida por el otro mundo, seguían aferrados al aroma de magnolias que venía desde la antigüedad. Era la señal de la desesperación y de las dudas, que les impedían renunciar al sueño por mero temor a que la actualidad, si alargaban la mano para cogerla, se les disolviera entre sus dedos.

La señorita Stanhope decía:

—…Permanecí durante una hora junto a la cama de la anciana señora Hampton, leyéndole “Feria de Vanidades”, libro que despierta sus preferencias; lo ha leído por sí misma y se lo ha hecho leer desde que está invalida más veces de las que puede recordar.

Pero aunque algunos siguieran aferrados al viejo sueño perfumado, había otros, George entre ellos: los “activistas” que luchaban por la promesa presentida en la segunda Tierra. Cada día eran más y mas los que reconocían la promesa y salían a trabajar por ella. Predicarían la noticia, huirían ante la policía al sonar las sirenas, se ocultarían en sótanos oscuros para volver a la calle cuando todo estuviera tranquilo.

“El mundo está a salvo”, pensó Vickers. Estaba en manos que lo cuidarían con cariño, que no podían sino cuidarlo con cariño.

La señorita Stanhope seguía leyendo, mientras la solterona sentada a la cabecera asentía con la cabeza, tal vez algo soñolienta, pero con el cortapapeles firmemente sujeto entre los dedos. Los otros escuchaban también, algunos por mera cortesía, pero otros con verdadero interés. Terminada la lectura harían preguntas sobre aspectos de la investigación, presentarían sugerencias para mejorar el diario e indicarían puntos a aclarar; después felicitarían a la señorita Stanhope por la excelencia de su trabajo, y finalmente alguien se pondría de pie para leer sus notas sobre la vida en otro tiempo y en otro lugar, y todo se repetiría.

Vickers percibió entonces la futilidad de aquella comedia triste y desolada. El cuarto parecía llenarse con el aroma de las magnolias y las rosas, el perfume destilado por muchos años polvorientos.

Cuando la señorita Stanhope hubo terminado, mientras el cuarto hervía de preguntas y respuestas, se levantó silenciosamente y salió a la calle. Brillaban las estrellas. Y eso le trajo algo a la memoria.

Al día siguiente visitaría a Ann Carter.

Y eso era incorrecto, lo sabía. No estaba bien visitar a Ann Carter.

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