CAPITULO 32

Llegó al río con el caer de la tarde. Era un río lleno de islas arboladas y cubiertas de viñas, cerrado por bancos de arena y poblado de borboteos y susurros de pedregullo en movimiento. No podía ser otro que el río Wisconsin en sus tramos inferiores, antes de unirse al Mississippi. Y si estaba en lo cierto no había perdido el rumbo. Desde allí podía llegar al lugar que buscaba.

Empezó entonces el temor de no hallar ese lugar; tal vez en esa tierra no existía la casa de los Preston. Quizá había caído en un mundo extraño donde no había hombres sino robots, donde sólo existía una compleja civilización robótica sin lugar para el hombre. Era evidente que la fábrica funcionaba sin la intervención del ser humano, pues todo allí revelaba demasiada seguridad e independencia como para necesitar el brazo o el cerebro de los hombres.

Con la última luz del sol acampó sobre la costa del río. Antes de conciliar el sueño permaneció largo rato contemplando el espejo plateado de las aguas iluminadas por la luna, mientras la soledad hacia presa en él, más profunda y amarga que nunca.

Cuando llegara la mañana proseguiría la marcha; recorrería el sendero hasta su polvoriento final. Hallaría el sitio que correspondía a la casa de los Preston. Y si no había tal casa, ¿qué?

No lo pensó. No quería pensarlo. Y al cabo se quedó dormido.

Por la mañana bajó por la costa y observó la escarpada ribera meridional. Tuvo entonces la certeza, por las características de los peñascos, de conocer aquella zona. Caminó río abajo hasta divisar el neblinoso azul del enorme peñasco que se erguía en la confluencia de los ríos. Entonces trepó a la roca más cercana y contempló desde allí el valle que tanto había buscado.

Esa noche acampó en el valle. A la mañana siguiente prosiguió la marcha a través de él hasta encontrar el otro valle, el que le llevaría hasta la casa de los Preston. Hubo de recorrerlo hasta la mitad antes de llegar a la zona que le era familiar; sin embargo ya había visto, aquí y allá, algunas formaciones rocosas y ciertos grupos de árboles similares a los que conocía bien. En él fueron creciendo la impresión y la esperanza de hollar tierras familiares, hasta que el fin llegó a la certeza.

¡Allí estaba, una vez más, el valle encantado que había recorrido veinte años atrás!

“Y ahora”, pensó, “ahora, si la casa está allí…”

De pronto sintió la horrible certeza de que no estaría allí, de que al llegar al fin del valle no habría nada en el sitio que debía ocupar la casa. Y se sintió mal. Porque entonces perdería la última esperanza, para convertirse en un exiliado de la Tierra familiar.

Buscó el sendero y prosiguió por él su marcha. El viento soplaba sobre las hierbas de la pradera, convirtiendo el pasto en agua y en espuma la blancura de los tallos agitados. Allí estaban los manzanos silvestres; a esa altura de la estación ya habían perdido las flores, pero eran los mismos.

El sendero tomó la curva de una colina. Vickers se detuvo.

La casa estaba en la cima.

Sintió que las rodillas le vacilaban. Apartó la vista hacia un lado y volvió a centrarla lentamente, para asegurarse de que no era un truco de su imaginación.

La casa estaba allí, sin lugar a dudas.

Retomó entonces el sendero. Descubrió que iba corriendo y se obligó a aminorar la marcha hasta reducirla a un paso rápido. Pero un momento después corría nuevamente. Esa vez no trató de dominarse.

Al llegar a la cuesta que conducía a la casa empezó a caminar con mayor lentitud, tratando de recobrar el aliento. Recién entonces pensó en su lamentable aspecto: una barba de varías semanas, las ropas reducidas a harapos y endurecidas por la suciedad y el polvo, los zapatos hechos pedazos y atados a los pies con tiras de género arrancadas a las perneras de los pantalones, y los pantalones deshilachados flameando al viento, y las rodillas huesudas y sucias de polvo.

Se detuvo junto al portón del cerco blanco que rodeaba la casa. Allí se apoyó, contemplando el edificio. Era exactamente como lo recordaba: limpio, bien conservado, con el césped recortado y los canteros llenos de flores coloridas, la madera siempre recién pintada y la granza añejada por los años de exposición al sol, al viento y a la lluvia.

—Kathleen —murmuró.

No pudo pronunciar bien el nombre: sus labios estaban curtidos y agrietados.

—Kathleen, he regresado.

Se preguntó cómo sería ella después de tantos años. Era imposible que siguiera siendo aquella muchacha de diecisiete o dieciocho años. Tendría ya aproximadamente la misma edad que él. Lo vería allí, de pie ante el portón, y sabría reconocerlo a pesar de la barba, de los harapos y la suciedad. Abriría la puerta para bajar a saludarlo.

La puerta se abrió. Como el sol le daba en los ojos no pudo verla hasta que salió al porche.

—Kathleen —repitió.

Pero no era ella, sino alguien a quien nunca había visto, un hombre casi desnudo que brillaba a la luz del sol. Ese hombre bajó por el sendero y dijo a Vickers:

—¿En qué puedo servirle, señor?

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