CAPITULO 47

Tocó el timbre y aguardó. Al oír el ruido de sus pasos que se acercaban a la puerta comprendió que debía volverse y escapar. No tenía derecho a estar allí; debió hacer en primer término lo más importante; no había motivos para ir a verla, pues el sueño de Ann estaba tan muerto como el sueño de Kathleen.

Pero se había visto obligado, literalmente obligado a visitarla. Por dos veces se había alejado ante la puerta del edificio; por dos veces tuvo que volver; por dos veces volvió a marcharse. Esta vez se quedaría; no podía retroceder. Y allí estaba, ante su puerta, escuchando el rumor de sus pasos que se acercaban a él.

¿Y qué podía decirle cuando la puerta se abriera? ¿Qué haría en ese momento? ¿Entrar como si nada hubiera ocurrido, como si ambos fueran los mismos que eran en ocasión del último encuentro? ¿Decirle que ella era mutante? Peor aún ¿revelarle su condición de humanoide, de mujer fabricada?

La puerta se abrió. Allí estaba Ann, y era una mujer, una mujer tan adorable como la de sus recuerdos. Ella extendió una mano para atraerlo hacia adentro, cerró la puerta y se apoyó de espaldas contra ella.

—Jay —dijo—, Jay Vickers.

El trató de hablar, pero le fue imposible. Se limitó a mirarla intensamente mientras pensaba: “No es cierto. Es mentira. No puede ser cierto”.

—¿Qué ha pasado, Jay? Dijiste que me llamarías.

Vickers extendió los brazos, aunque luchaba por no hacerlo. En un movimiento veloz y casi desesperado Ann se refugió en ellos. Fue como si los dos hallaran finalmente consuelo a una angustia que los dos habían sufrido creyendo que el otro la ignoraba.

—Al principio me pareció que estabas un poco chiflado —dijo ella—. Al pensar en las cosas que dijiste por teléfono desde esa ciudad de Wisconsin me sentía segura de que te pasaba algo raro, que estabas mal de la azotea. Después empecé a pensar en ciertas cosas, cosas extrañas que a veces hacías, decías o escribías y…

—Tranquilízate, Ann. No hace falta que me digas nada.

—Jay, ¿nunca te preguntaste si eras del todo humano? ¿Si no había algo en ti que no fuera normal, no humano?

—Si —respondió él—, a veces me lo he preguntado.

—Estoy segura de que no lo eres. Y me parece bien. Porque yo tampoco soy humana.

El la estrechó con más fuerza. Al sentirla entre sus brazos comprendía finalmente que eran dos, dos almas perdidas y desamparadas en un mar de humanidad, dos seres iguales que se aferraban el uno a la otra. Aunque no existiera el amor entre ellos debían seguir siendo un solo ser contra el mundo.

El teléfono empezó a zumbar desde el extremo de la mesa. Ellos parecieron no oírlo.

—Te amo, Ann.

Y una parte de su cerebro, que no era parte de él, sino un observador frío e impersonal, le recordó que era imposible, inmoral, absurdo amar a quien podía ser más intima que una hermana, cuya vida había sido en otros tiempos parte de la suya y que volvería a volcarse en una sola personalidad. Ann repuso, con voz vaga y distante:

—Recordé…Aún no lo sé del todo. Tal vez puedas ayudarme.

—¿Qué recordaste, Ann? —preguntó él, con ansiedad.

—Cierto paseo que hice en compañía de alguien. He tratado de recordar su nombre, pero no puedo, aunque a pesar de los años transcurridos lo reconocería si lo viera. Salimos de una casa grande situada sobre una colina y bajamos a un valle; era primavera, puesto que los manzanos silvestres estaban en flor y los pájaros cantaban. Y lo más extraño es que estoy segura de no haber estado nunca allí, y sin embargo recuerdo ese paseo. ¿Cómo se puede recordar algo que no se ha vivido, Jay?

—No lo sé —dijo Vickers—. Puede ser la imaginación. Algo que leíste.

Pero aquello representaba la confirmación de sus sospechas. Según Flanders eran tres los androides que compartían una misma vida. Los tres debían ser él, Flanders y Ann Carter. Ella también recordaba aquel paseo por el valle encantado, pero mientras Vickers, siendo hombre, creía haber sido acompañado por una mujer llamada Kathleen Preston, Ann, como mujer, recordaba la compañía de un hombre cuyo nombre había olvidado. En el caso de que lo recordara no sería el correcto, tal como a él mismo le ocurría: si había dado ese paseo con una mujer, ésta no se llamaba Kathleen Preston.

—Y eso no es todo —dijo Ann—. Adivino lo que piensa la gente; yo…

—Ann, por favor.

—Trato de no adivinarlo, ahora que me he dado cuenta. Pero ahora comprendo que lo he hecho de manera más o menos inconsciente durante muchos años. Siempre he anticipado lo que los demás iban a decir, adelantándome, previendo sus objeciones antes de que abrieran la boca; siempre sabía lo que les llamaría la atención. Tal vez a eso deba mi éxito en los negocios, Jay. Puedo penetrar en los pensamientos ajenos. El otro día lo comprobé. En cuanto sospeché que podía hacerlo hice una prueba, para ver si no era pura imaginación. No fue fácil; todavía me cuesta un poco, pero puedo hacerlo. ¡Puedo, Jay!

El la estrechó contra si, pensando: “Ann es telépata, uno de los que pueden viajar a las estrellas”.

—Jay, ¿qué somos?. Dime qué somos.

El teléfono seguía aturdiéndolos.

—Más tarde —respondió él—. No es nada terrible. En cierto sentido es maravilloso. He vuelto porque te amo, Ann. Traté de mantenerme apartado de ti, pero no pude. Porque no es conveniente…

—Sí que los es —le interrumpió ella— Oh, Jay, es lo más conveniente que pudo ocurrir. Yo rogaba que volvieras. Cuando supe que algo andaba mal temí que no…que no pudieras, que te hubiese ocurrido algo malo. Y rezaba, pero las plegarías estaban mal, porque no estoy acostumbrada a eso y me sentía hipócrita…

El teléfono era un aullido persistente.

El la soltó. Ann se sentó sobre el sofá-cama y tomó el receptor. Mientras tanto Vickers contemplaba el cuarto tratando de centrar la vista, la imagen de la muchacha, con sus propios recuerdos.

—Es para ti —dijo ella.

—¿Para mí?

—Sí, el teléfono. ¿Sabía alguien que estarías aquí?

Negó con la cabeza. Mientras se acercaba al teléfono y tomaba el receptor, se preguntó quién sería el que llamaba y por qué motivos lo hacia. De pronto se sintió asustado: sólo podía tratarse de una persona.

—Es el hombre de Neanderthal, Vickers —dijo una voz.

—¿Con garrote y todo?

—Con garrote y todo. Tenemos un asunto que discutir.

—¿En su oficina?

—Encontrará usted un taxi en la puerta. Lo está esperando.

Vickers soltó una risa más rencorosa de lo que pretendía.

—¿Cuánto hace que me viene siguiendo?

—Desde que salió de Chicago —respondió el otro, riendo entre dientes—. Tenemos el país atestado de analizadores.

—¿Averiguan muchas cosas?

—Un poco por aquí, otro por allá.

—¿Sigue teniendo confianza en esa arma secreta?

—Por supuesto, pero…

—Hable. Estamos entre amigos.

—Tendré que dejar esto en sus manos, Vickers. De veras. Pero dése prisa.

Y cortó la comunicación. Vickers bajó el receptor y lo miró fijamente por un momento antes de ponerlo sobre la horquilla.

—Era Crawford —dijo, dirigiéndose a Ann—. Quiere hablar conmigo.

—¿No hay problemas, Jay?

—No hay problemas.

—¿Volverás?

—Volveré.

—¿Sabes bien lo que estás haciendo?

—Ahora sí—respondió Vickers—. Ahora sé lo que hago.

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