CAPITULO 24

Al abrir la puerta de su cuarto Vickers descubrió que el trompo había desaparecido. No estaba ya donde lo había dejado, sobre la silla, luminoso con su pintura nueva; no estaba tampoco en el suelo. Se echó de bruces en el suelo para mirar debajo de la cama. No estaba, ni allí ni en el ropero ni en el pasillo de entrada.

Volvió al cuarto y se sentó en el borde de la cama. Después de tanto trabajo, de tantos planes, el trompo había desaparecido. ¿Quién podía haberlo robado? ¿Para qué podía alguien querer un trompo viejo?

¿Y para qué lo quería él mismo?

Parecía vagamente ridículo sentarse en la cama de un hotel desconocido a formularse tales preguntas. Había creído que por medio del trompo lograría el pasaje al país de las hadas, pero allí, bajo el resplandor blanquecino de la luz del techo, empezaba a notar lo descabellado de sus bufonadas.

La puerta se abrió a sus espaldas. Vickers giró sobre sus talones.

Allí estaba Crawford.

Era aún más corpulento de lo que Vickers recordaba. Parecía llenar todo el vano de la puerta. Permaneció inmóvil, sin un gesto, con excepción de un lento parpadeo.

—Buenas noches, señor Vickers —dijo Crawford—.

¿Puedo pasar?

—Por cierto —dijo Vickers—. Esperaba una llamada suya, pero nunca pensé que se tomaría el trabajo de venir hasta aquí.

Eso era una mentira: no se le había pasado siquiera por la mente la idea de recibir una llamada de ese hombre. Crawford avanzó con toda su corpulencia.

—Esta silla no parece lo bastante fuerte como para resistir mi peso —dijo—. ¿Le molesta si la ocupo?

—No es mía. Rómpala si quiere.

No se rompió. Con gruñidos y rezongos aguantó su carga. Crawford aflojó el cuerpo y suspiró.

—Suelo sentirme mucho mejor con una silla bien maciza.

—Interfirió el teléfono de Ann, ¿no? —dijo Vickers.

—Claro, sin duda. ¿Cómo, si no, hubiera podido encontrarlo?. Sabía que tarde o temprano se pondría usted en comunicación con ella.

—Vi llegar el avión. De haber sabido que era usted habría ido a buscarlo con el coche. Tengo que arreglar cierta cuenta con usted.

—No lo pongo en duda —observó Crawford.

—¿Por qué quiso hacerme linchar?

—No tengo el menor interés en hacerlo linchar —replicó Crawford—. Lo necesito demasiado.

—¿Para qué me necesita?

—No lo sé. Esperaba que usted me lo dijera.

—Yo no sé nada —dijo Vickers—. Dígame, Crawford, ¿qué significa todo esto?. El día en que fui a hablar con usted, lo que me dijo no era toda la verdad.

—Le dije la verdad, al menos en parte, pero no todo lo que sabemos.

—¿Por qué?

—No sabía quién era usted.

—¿Y ahora lo sabe?

—Si, ahora lo sé —afirmó el visitante—. Usted es uno de ellos.

—¿Uno de quiénes?

—De los fabricantes de chismes.

—¿Cómo diablos se le ha metido esa idea en la cabeza?

—Por los analizadores. Así les llaman los muchachos de Psicología: analizadores. Son algo incomprensible; no voy a fingir que los entiendo.

—¿Y esos analizadores indicaron que había algo extraño en mi?

—Si —respondió Crawford—. Así son las cosas.

—Si soy uno de ellos, ¿por qué me busca?—preguntó Vickers—. Si soy uno de ellos, ustedes están luchando contra mi, ¿no es cierto?. Usted habló de un mundo que estaba entre la espada y la pared, como recordará.

—No diga “si soy”, porque lo es sin lugar a dudas. Pero deje de comportarse como si yo fuera su enemigo.

—¿Y no lo es, acaso?. Si yo soy lo que usted dice, usted es mi enemigo.

—Usted no comprende. Le voy a proponer una comparación. Retrocedamos a los días en que los hombres de Cro-Magnon invadieron el territorio de los neanderthalenses…

—No me venga con comparaciones —protestó Vickers—. Dígame directamente qué se trae entre manos.

—No me gusta esta situación. No me gusta la forma que están tomando las cosas.

—Olvida usted que yo no conozco la situación.

—Por eso trato de explicársela con una analogía. Usted es el hombre de Cro-Magnon; domina el arco y la flecha y la espada. Yo soy el hombre de Neanderthal; no tengo sino un garrote. Usted posee un cuchillo de piedra pulida; yo, un trozo de pedernal mellado que recogí en el lecho de un arroyo. Usted viste cueros y pieles de animales; yo no tengo más abrigo que mi propio pelo.

—No estoy muy seguro —dijo Vickers.

—Tampoco yo. No soy muy experto en el tema. Tal vez di al Cro-Magnon demasiadas ventajas y puse al de Neanderthal peor de lo que estaba. Pero eso no viene al caso.

—Lo tendré en cuenta. ¿Adónde nos lleva todo eso?

—El hombre de Neanderthal se defendió —dijo Crawford-. ¿Y qué pasó con él?

—Se extinguió.

—Tal vez no hayan perecido a causa del arco y la flecha, sino por otras razones. Tal vez no podían conseguir bastantes alimentos al competir con una raza más avanzada. Quizá los echaron de sus terrenos de caza y murieron de inanición. O quizá murieron de vergüenza ante la horrible certidumbre de que los habrían sobrepasado, de que, en comparación con aquella otra raza, eran poco más que las bestias.

Vickers observó secamente:

—Dudo que los hombres de Neanderthal pudieran desarrollar un complejo de inferioridad muy grave.

—Tal vez la posibilidad no sea aplicable al hombre de Neanderthal, pero sí a nosotros.

—Usted trata de hacerme apreciar toda la profundidad de la escisión.

—Exacto —respondió Crawford—. Usted no comprende la profundidad del odio, el margen de inteligencia y de destreza; tampoco visualiza la desesperación a la que vamos llegando. ¿Quiénes son los desesperados?. Se lo diré: son los hombres de éxito, los industriales poderosos, los banqueros los hombres de negocios, los profesionales que gozan de seguridad y de puestos importantes, los que se mueven en círculos sociales que indican la marea alta de nuestra cultura. Si los hombres como usted invaden el mundo, todos ellos perderán sus puestos. Serán neanderthalenses contra los de Cro-Magnon. Serán como los griegos de Homero atrapados en nuestra tecnología. Naturalmente han de sobrevivir, pero sólo como aborígenes. Su sistema de valores desaparecerá; y ese sistema de valores, tan penosamente construido, es todo lo que tienen para vivir.

Vickers meneó la cabeza.

—Dejémonos de juegos, Crawford. Tratemos de ser honrados por un rato. Usted me ha de creer mucho más informado de lo que estoy. Supongo que me convendría dejarlo en su engaño y fingirme al tanto en todo. Andarme con evasivas. Conseguir que usted descubra su juego. Pero no tengo coraje para hacerlo.

—Ya sé que usted no sabe gran cosa. Por eso quería encontrarlo tan pronto como fuera posible. Por lo que veo usted aún no es del todo mutante; no ha roto la crisálida del hombre común. Una gran parte de su ser pertenece todavía al hombre normal. Se tiende hacia la mutación: hoy más que ayer, mañana más que hoy. Pero esta noche, en este cuarto, usted y yo todavía podemos hablar de hombre a hombre.

—Eso sería siempre posible.

—No —replicó Crawford—. Si usted fuera un verdadero mutante yo percibiría la diferencia entre los dos. Sin igualdad toda discusión es imposible. Yo pondría en duda la solidez de mi lógica y usted me miraría con cierto desprecio.

—Precisamente antes de verlo entrar —dijo Vickers— acababa de convencerme de que todo esto no era más que un juego de mi imaginación.

—No lo es, Vickers. Usted tenía un trompo, ¿recuerda?

—Sí; ha desaparecido.

—No, no ha desaparecido —repuso Crawford.

—¿Lo tiene usted?

—No, yo no lo tengo. No sé dónde está, pero permanece en algún sitio de este cuarto. Verá usted: llegué aquí antes que usted y violé la cerradura. Una cerradura muy poco eficaz, ya que estamos en el tema.

—Ya que estamos en el tema —comentó Vickers—, una treta muy sucia, la suya.

—Aceptado. Antes de que esto acabe jugaré varías otras, igualmente sucias. Pero volvamos a lo nuestro. Violé la cerradura y entré. Entonces vi el trompo y me pregunté… Bueno, yo…

—Siga.

—Vea, Vickers, cuando yo era niño tenía un trompo como ese. Hace muchísimo tiempo. Hacia años que no veía ninguno parecido. Y bien, lo hice girar. Porque si, sin motivo especial. O tal vez hubo un motivo. Tal vez trataba de recuperar algún momento perdido de mi niñez. Y el trompo…

Se interrumpió, mirando fijamente a Vickers como si tratara de captar cualquier posible señal de risa. Cuando siguió hablando su voz era casi indiferente.

—El trompo desapareció—dijo.

Vickers no respondió.

—¿Qué era?—preguntó Crawford—¿Qué clase de trompo era ése?

—No lo sé. ¿Estaba usted observándolo cuando desapareció?

—No. Me pareció oír ruidos en el vestíbulo y aparté la vista por un instante. Cuando volví a mirar había desaparecido.

—No debería ser así—dijo Vickers—. No debió desaparecer si usted no lo miraba.

—Ese trompo tenía algo que ver —dijo Crawford—. Usted lo había pintado. La pintura todavía estaba algo húmeda y allí están las latas de esmalte, sobre la mesa. No se habría tomado tanto trabajo sin un motivo. ¿Para qué pensaba usarlo, Vickers?

—Quería ir al país de las hadas —explicó el escritor.

—¿Qué es eso, una adivinanza?

Vickers meneó la cabeza, diciendo:

—Fui una vez… físicamente…, cuando era niño.

—Hace diez días yo habría dicho que los dos estábamos locos; usted, por decir eso; yo, por creerlo. Hoy es todo diferente.

—A lo mejor lo estamos. O somos un par de tontos.

—No somos locos ni tontos. Somos dos hombres, bastante diferentes, pero hombres al fin. Es una base común para el entendimiento.

—¿A qué vino usted, Crawford?. No me diga que vino sólo para conversar: lo veo demasiado ansioso. Interfirió la llamada de Ann para descubrir mi paradero, violó mi cuarto e hizo girar el trompo. También usted tenía motivos para todo eso. ¿Cuál era?

—Vine a prevenirlo —dijo Crawford—. A advertirle que los hombres están desesperados, que no se detendrán ante nada. No se dejarán invadir.

—¿Y si no tienen alternativa?

—La tienen. Lucharán con lo que poseen.

—Los hombres de Neanderthal lucharon con garrotes.

—Lo mismo hará el Homo Sapiens. Garrotes contra las flechas de ustedes. Por eso quería hablarle. ¿Por qué no nos sentamos a buscar una solución?. Debe haber algunos puntos de entendimiento.

—Hace diez días —replicó Vickers— nos sentamos a charlar en su oficina. Usted describió la situación y dijo que estaba atónito, perplejo. A juzgar por sus palabras, no tenía la más remota idea de lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué me mintió?

Crawford permaneció inmóvil e inexpresivo.

—Teníamos la máquina observándolo a usted, ¿recuerda?. Los analizadores. Queríamos saber hasta dónde estaba enterado.

—Y bien, ¿cuánto?

—Nada —respondió Crawford—. Sólo pudimos averiguar que era mutante en estado de latencia.

—¿Por qué me eligieron a mi, en ese caso?—preguntó Vickers—. Con excepción de ese carácter extraño que usted dice notar en mi, no hay razones para creer que soy mutante. No conozco a ninguno y no sé cómo son. Si quiere llegar a un trato búsquese un mutante hecho y derecho.

—Lo escogimos a usted por una simple razón: es el único mutante que tenemos a mano. Usted y uno más…, pero el otro es todavía menos consciente del hecho que usted.

—Pero debe haber otros.

—Los hay, claro, pero no podemos atraparlos.

—Habla como si fuera un trampero, Crawford.

—Tal vez lo soy. En cuanto a estos otros… Uno los encuentra sólo cuando ellos quieren dejarse ver. De lo contrario están siempre fuera.

—¿Fuera?

—Desaparecen —explicó apresuradamente Crawford—.Les seguimos los pasos y aguardamos. Les dejamos mensajes y aguardamos. Tocamos timbres y aguardamos. Nunca están. Pasan por una puerta y no están en el cuarto al que entraron. Esperamos durante horas para verlos y al fin descubrimos que no estaban donde creíamos, sino en otro sitio, a muchas millas de allí.

—Pero a mí…A mí pueden seguirme. No desaparezco.

—Todavía no.

—Quizá soy un mutante imbécil.

—Usted es un mutante sin desarrollar.

—Ustedes me identificaron —dijo Vickers—. Tenían razones para sospechar antes de que yo mismo lo descubriera.

Crawford rió entre dientes.

—Sí, sus libros. En ellos hay algo extraño y nuestro departamento de psicología lo detectó. De ese modo descubrimos a algunos otros. Un par de actores, un arquitecto, un escultor y uno o dos escritores. No me pregunten cómo lo hacen los muchachos de psicología. Es como si lo olfatearan. No, no ponga esa cara de asombro, Vickers. Cuando uno organiza la industria mundial dispone de un equipo especializado capaz de investigaciones asombrosas; en términos de efectivo y mano de obra se puede hacer cualquier cosa. Se sorprendería si supiera cuántas cosas hemos hecho, las áreas de investigación que hemos descubierto. Pero aún no es bastante. No me avergüenza confesarle que nos han burlado en todas las oportunidades.

—Y ahora quieren negociar.

—Yo sí, pero de los demás no puedo decir lo mismo. Jamás querrán llegar a un trato. Usted no puede comprender: luchan por conservar el mundo que les llevó años construir, años largos y sangrientos.

“Así fue en verdad”, pensó Vickers; “años largos y sangrientos”.

Recordó a Horton Flanders, sentado en el porche y hamacándose, mientras la luciérnaga de su cigarrillo encendido iba y venía en la oscuridad; Horton Flanders hablaba de la guerra, de la Tercera Guerra Mundial a la que, por algún motivo, no se había llegado; y decía que tal vez algo o alguien había intervenido de tanto en tanto para evitarla. “Una intervención”, decía, sin dejar de mecerse.

—Pues el mundo que construyeron no ha resultado muy aceptable —comentó Vickers—. Lo construyeron con demasiada sangre y angustia, mezclaron demasiados huesos en el cemento. A lo largo de toda su historia no hay prácticamente un año en el que no se haya producido la violencia, la violencia organizada y oficial, en algún punto de la tierra.

—Comprendo —dijo Crawford—. Usted piensa que debería hacerse una reorganización.

—Algo así.

—Tratemos de imaginarlo, en ese caso —propuso Crawford—. Me cree renegado. Piensa que considero la derrota como cosa hecha y que he venido corriendo con la bandera blanca en alto para probar a los nuevos amos que soy inofensivo. Que trato de conseguir la paz para mi mientras todos los otros se van al demonio. Quizá los mutantes me conserven como mascota.

—Si lo que usted dice es cierto, tanto usted como los otros tendrán su castigo, hagan lo que hicieren.

—Tal vez no sea irremediable —respondió Crawford—. Podemos defendernos y provocar un embrollo tremendo.

—¿Con qué, Crawford? ¿Olvida que sólo disponen de garrotes?

—Disponemos de nuestra desesperación.

—¿Y eso es todo? ¿Garrotes y desesperación?

—Tenemos un arma secreta.

—Y los otros quieren utilizarla.

Crawford asintió, aclarando:

—Pero no es lo bastante buena. Por eso estoy aquí.

—Me pondré en contacto con usted —dijo Vickers—. Se lo prometo. Es lo más que puedo hacer. Si descubro que usted estaba en lo cierto me pondré en contacto con usted.

Crawford se levantó con gran trabajo.

—Trate de que sea pronto —dijo—. No hay mucho tiempo. No podré contenerlos indefinidamente.

—Usted está asustado —observó Vickers—. Nunca vi a nadie tan asustado. Lo estaba el día en que lo conocí y sigue igual.

—Estoy asustado desde el día en que esto comenzó: Empeora de día en día.

—Dos hombres con miedo. Dos niñitos corriendo en la oscuridad.

—¿Usted también?

—Por supuesto. ¿No ve que estoy temblando?

—No, no veo. En algunos aspectos, Vickers, usted es dueño de una sangre fría tal como no la he visto en mi vida.

—Hay algo que quiero preguntarle. Usted dijo que había otro mutante al alcance de su mano.

—Si, eso dije.

—¿Podría decirme quién es?

—No.

—Ya lo esperaba.

En ese momento la alfombra pareció borronearse en cierto punto. De pronto estuvo allí, girando lentamente, a tumbos, el silbido ahogado y los colores confusos en el girar errático. El trompo acababa de reaparecer.

Ambos lo observaron inmóviles, hasta que se detuvo.

—Se había ido —dijo Crawford.

—Y acaba de regresar —susurró Vickers.

El visitante cerró la puerta tras de sí. Vickers permaneció de pie en aquel cuarto frío y luminoso, ante el trompo inmóvil, mientras los pasos de Crawford se alejaban por el vestíbulo.

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