Flanders esperaba ya en el comedor cuando Vickers bajó las escaleras.
—Los otros se han ido —dijo el anciano—. Tenían cosas que hacer. Además, usted y yo debemos conspirar.
Vickers no respondió. Tomó una silla y se sentó frente a Flanders. El sol de las ventanas caía sobre los hombros de su compañero; la blancura de su pelo se recortaba contra el vidrio de la ventana como un halo revuelto. Vickers notó que sus ropas seguían siendo ligeramente raídas, la corbata tenía también una larga batalla, pero todo su aspecto parecía limpio hasta lo reluciente.
—Veo que Ezequiel le ha proporcionado algunas ropas —dijo Flanders—. No sé qué haríamos sin él. Se encarga de todo.
—También me dio dinero —dijo Vickers— Encontré un fajo de billetes en el tocador, junto con la camisa y la corbata. No tuve tiempo de contarlo, pero parece haber allí varios miles de dólares.
—Por supuesto. Ezequiel piensa en todo.
—Pero no necesito tantos miles de dólares.
—Lléveselos —indicó Flanders—. Los tenemos por montones.
—¡Por montones!
—Claro está. Los fabricamos sin cesar.
—¿Acaso los falsifican?
—¡No, por Dios! Aunque a veces lo hemos pensado. Sería tener otra cuerda en el arco.
—¿Se refiere a que inundarían el mundo normal con dinero falsificado?
—No sería falsificado. Podemos duplicar el dinero con toda exactitud. Bastaría con poner en circulación cien billones de dólares nuevos para crear el desastre.
—Comprendo —dijo Vickers—. Me sorprende que no lo hayan hecho.
Flanders le dirigió una mirada seca, diciendo:
—Me parece que usted no aprueba nuestros métodos.
—En ciertos aspectos, no.
Ezequiel trajo una bandeja con vasos de jugo de naranja frío, platos de tocino y huevos revueltos, tostadas con manteca, un frasco de mermelada y una cafetera llena.
—Buenos días, señor —dijo a Vickers.
—Buenos días, Ezequiel.
—¿Ha visto usted qué hermosa mañana tenemos?
—Lo he visto.
—Aquí el tiempo es maravilloso —observó el robot—. Mucho mejor que el de la Tierra original, según dicen.
Sirvió la comida y se marchó por la puerta de vaivén que daba a la cocina; los dos hombres le oyeron trajinar en sus tareas matutinas.
—Hemos sido humanos —dijo Flanders—, tanto como nos fue posible. Pero teníamos una tarea que cumplir, y de vez en cuando nos hemos visto obligados a pasar por sobre alguien. Probablemente nos veremos forzados a ser más rudos desde ahora en adelante, pues nos están hostigando. Si Crawford y su banda se lo hubieran tomado con más calma todo habría funcionado bien y nadie se habría perjudicado. En diez años más todo sería fácil. En veinte años habría sido cosa segura. Pero ahora no será fácil ni seguro. Llegaremos casi a una revolución. En veinte años el proceso se habría dado como evolución. Con tiempo disponible habríamos dominado, no sólo la industria y las finanzas de todo el mundo, sino también el gobierno internacional, pero no nos dieron tiempo. La crisis se produjo demasiado pronto.
—Lo que ahora necesitamos —dijo Vickers— es una contracrisis.
Flanders prosiguió como si no le hubiera oído:
—Establecimos falsas compañías. Nos habrían hecho falta más, pero nos faltaba gente para manejar hasta las pocas que instalamos. Si contáramos con suficientes personas podríamos haber intensificado la fabricación de ciertos artículos básicos. Pero necesitábamos de los pocos mutantes disponibles para enviarlos a otros tantos lugares, ya fuera para frenar ciertas crisis o para enrolar nuevos mutantes a nuestro grupo.
—Deben ser muchos —sugirió Vickers.
—Hay muchos, sí—concordó Flanders—, pero un gran porcentaje de ellos está demasiado comprometido en los asuntos de los humanos normales como para apartarlos del mundo. Considere el caso de un mutante casado con una mujer normal. Siquiera por consideración no es posible deshacer un matrimonio feliz. Supongamos que algunos de los hijos sean mutantes; ¿qué se puede hacer con ellos? Nada sólo observar y esperar. Cuando han crecido y se independizan uno puede ponerse en contacto con ellos, pero no hasta entonces.
»Pongamos el caso de un banquero o un industrial sobre cuyos hombros descansa todo un imperio económico. Si uno le dice que es mutante sólo consigue una carcajada por respuesta. Se ha hecho un sitio en la vida; está satisfecho, si alguna vez cobijó cierto idealismo éste ha desaparecido bajo la apariencia de un individualismo muy acentuado. Es leal al tipo de vida que ha hecho y no podemos ofrecerle nada que le interese.
—¿Por qué no probar con la inmortalidad?
—Aún no disponemos de ella.
—Debieron atacar en el seno del gobierno.
Flanders meneó la cabeza.
—No pudimos. Hicimos algunos intentos, pero moderados. Si hubiéramos logrado detentar un millar de puestos oficiales importantes, todo habría sido fácil y rápido. Pero no disponíamos ni de mil mutantes para adiestrarlos a ese fin.
»Por diversos métodos logramos conjurar crisis tras crisis. Los carbohidratos aliviaron una situación que habría conducido a la guerra. También ayudamos a Occidente para que consiguiera la bomba de hidrógeno varios años antes de que el Este atacara. Pero no éramos lo bastante poderosos ni teníamos el tiempo suficiente como para llevar a cabo un programa bien definido y de largo alcance. Tuvimos que improvisar. Introdujimos la venta de chismes como la única forma rápida de debilitar el sistema socioeconómico de la Tierra. Por supuesto, eso involucraba obligar a la industria, tarde o temprano, a aliarse contra nosotros.
—¿Y qué esperaban ustedes?—preguntó Vickers—. Si se interfiere…
—Supongo que lo hacemos. Digamos, Vickers, que usted es un cirujano y tiene un paciente enfermo de cáncer. Para curarlo no vacilará en operar, y sería muy cuidadoso al interferir en el organismo del paciente.
—Presumo que sí.
—La raza humana es nuestro paciente. Tiene un tumor maligno y nosotros somos cirujanos. Será doloroso para nuestro paciente y habrá un período de convalecencia, pero al menos el enfermo sobrevivirá. Por mi parte, pongo muy en duda que la especie humana sobreviva a otra guerra.
—¡Pero ustedes emplean métodos muy duros!
—¡Un momento!—protesto Flanders—. Si usted piensa que hay otros métodos, estoy de acuerdo, pero todos serían igualmente objetables a los ojos de la humanidad, tal como los viejos métodos del hombre están desacreditados hace tiempo. Los hombres claman por la paz y predican la hermandad del hombre, pero la paz no existe y la hermandad es sólo jarabe de pico. ¿Querría que diéramos conferencias? Le pregunto, amigo mío: qué se consiguió con ellas?
»Tal vez deberíamos presentarnos ante el pueblo, o al menos ante sus gobernantes, para decirles que somos los mutantes de la especie, que nuestra sabiduría y nuestra capacidad son mucho mayores, para que lo dejen todo en nuestras manos y podamos poner paz en el mundo. ¿Sabe qué ocurriría entonces? Nos odiarían, nos echarían con cajas destempladas. No, no tenemos alternativa: debemos trabajar subrepticiamente y atacar los puntos clave. De otro modo no obtendremos resultados.
—Lo que usted dice —observó Vickers— puede ser cierto en lo que se refiere al pueblo, pero ¿qué pasaría con las personas, los individuos? ¿qué pasaría con esos pobres tipos que reciben la bofetada?
—Esta mañana estuvo aquí Asa Andrews —le dijo Flanders—. Dijo que usted había estado en su casa y estaba preocupado por su desaparición. Pero eso no viene al caso. Lo que quería preguntarle es si usted lo considera feliz.
—Nunca he visto a nadie tan feliz como él.
—Sin embargo hemos interferido en su vida. Le hicimos dejar su trabajo, el trabajo con el que alimentaba a su familia, le daba techo y abrigo. Buscó otro y no pudo conseguirlo. Cuando al fin nos pidió ayuda sabíamos que éramos los culpables de que lo hubiesen despedido y echado de su casa, de que no supiera dónde dormirían los suyos esa noche. Hicimos todo eso, pero al fin de cuentas es feliz. En esta tierra hay miles como él, en cuyas vidas hemos interferido, pero que ahora son felices. Y debo recalcarlo: felices gracias a nuestra interferencia.
Vickers replicó:
—Usted no puede afirmar que esa felicidad no tiene cierto costo. No me refiero a la pérdida del empleo ni al pan de la caridad, sino a lo que viene después. Ustedes los instalan en esta tierra para lo que han dado en llamar “la etapa feudo-pastoral”, pero ese lindo nombre no quita que al instalarse aquí pierdan las ventajas materiales de la civilización humana.
—Lo que les hemos quitado es poco más que un puñal con el cual podían cortarse la garganta o degollar al vecino Lo que les hemos quitado de más les será devuelto por entero y con creces a su debido tiempo. Tenemos la esperanza, señor Vickers, de que en tiempos venideros todos sean como nosotros; entonces todos tendrán cuanto nosotros disfrutamos ahora.
»No somos monstruos, entiéndalo, sino seres humanos, la etapa siguiente en la evolución. Llevamos un adelanto de uno o dos días, uno o dos pasos con respecto a los demás. Para sobrevivir el hombre tuvo que cambiar, sufrir mutaciones, convertirse en algo mejor. Somos sólo la avanzada de una mutación para la supervivencia. Y como somos los primeros debemos luchar contra cierta resistencia. Debemos luchar por el tiempo que demorará el resto en alcanzarnos. En nosotros reside, no sólo un pequeño grupo de personas privilegiadas, sino toda la humanidad.
—La humanidad —dijo Vickers, ceñudo— parece no ver con buenos ojos los esfuerzos que hacen por salvarla. Allá en aquel mundo están destrozando los negocios de chismes y cazando a los mutantes para colgarlos de los postes.
—Allí es donde entra usted en juego —indicó Flanders.
Vickers asintió.
—Ustedes pretenden que yo detenga a Crawford.
—Y usted me dijo que podría.
—Tuve un presentimiento.
—Sus presentimientos, amigo mío, suelen ser más acertados que un largo razonamiento.
—Pero me hará falta ayuda.
—Lo que pida.
—Necesito que alguno de sus pioneros, hombres como Asa Andrews, vuelvan a la tierra para hacer el papel de misioneros.
—Pero eso es imposible —protestó Flanders.
—Esta lucha es también de ellos. No pueden quedarse en la casa sin mover un dedo.
—¿El papel de misioneros? ¿Quiere que vuelvan para hablar de estos otros mundos?
—Eso es precisamente lo que quiero.
—Pero nadie les creerá. Tal como están las cosas en la tierra es seguro que acabarán linchados.
Vickers meneó la cabeza.
—Hay un grupo que creerá en ellos: los fingidores. ¿No se da cuenta? Los fingidores huyen de la realidad. Fingen vivir en el Londres de Pepys o en muchas otras épocas del pasado, pero aun así encuentran ciertas influencias, ciertos abusos sobre la libertad y la seguridad. Pero aquí la libertad y la seguridad son completas. Pueden regresar a la vida simple que ansían. Por muy fantástico que parezca los fingidores se afiliarán.
—¿Está seguro?—preguntó Flanders.
—Absolutamente seguro.
—Pero eso no es todo. ¿Hay algo más?
—Hay algo más —dijo Vickers—. Si se produjera una súbita demanda de carbohidratos, ¿podrían ustedes satisfacerla?
—Creo que sí. Podríamos adaptar nuestras fábricas. La industria de chismes se ha venido abajo y también la de carbohidratos. Para repartirlos tendremos que formar una especie de mercado negro. Si lo hacemos a la luz del día Crawford y los suyos nos harán pedazos.
—Puede ser que sí, al principio —concordó Vickers—. Pero no será por mucho tiempo. Cuando haya miles de personas dispuestas a luchar por sus carbohidratos no podrán hacer nada.
—Bien, habrá carbohidratos cuando hagan falta.
—Los fingidores prestarán oídos —afirmó Vickers—. Están maduros para creer, para creer cualquier cosa fantástica. Para ellos será una cruzada de la imaginación. Dada una población normal no tendríamos ninguna posibilidad, pero hay un gran sector de escapistas que han sido llevados al punto de huir ante la descomposición del mundo. Sólo necesitan una chispa, una palabra, alguna promesa de que existe la posibilidad de escapar en la realidad tal como lo han estado haciendo con la imaginación. Muchos de ellos estarán dispuestos a venir a esta segunda tierra. ¿Con qué ritmo pueden absorberlos?
—Absorberemos a cuantos vengan.
—¿Puedo contar con eso?
—Puede —afirmó Flanders, meneando la cabeza—. No sé qué está planeando usted, pero confío en que su presentimiento sea acertado.
—Usted dijo que lo era.
—¿Sabe a qué se enfrenta? ¿Conoce los planes de Crawford?
—Creo que planea una guerra. Dijo que era un arma secreta, pero estoy convencido de que se trata de la guerra.
—Pero…
—Le sugiero que analicemos la guerra desde un punto de vista algo diferente del acostumbrado por los historiadores. Veámosla como negocio. Porque la guerra, en ciertos aspectos, es sólo eso. Cuando un país se declara en guerra, sus trabajadores, su industria y sus fuentes de recursos quedan bajo la férula del estado. El comerciante juega en esto una parte tan capital como la de los militares. El banquero y el industrial cabalgan también en la silla del general.
»Ahora permítame avanzar un paso más e imaginar una guerra librada estrictamente por cuestiones de negocio, para lograr y retener el dominio de las mismas facetas en que se ven amenazados. La guerra significaría en ese caso una interrupción en el sistema de oferta y demanda; algunos artículos para los civiles se dejarían de fabricar y el gobierno podría arruinar a quien tratara de venderlos.
—Automóviles, por ejemplo —dijo Flanders, encendedores y hasta hojas de afeitar.
—Exactamente —dijo Vickers—. De ese modo podrían ganar tiempo, pues lo necesitan tanto como nosotros. Con pretextos militares tomarían un dominio completo de la economía mundial.
—Usted sugiere que iniciarían una guerra por acuerdo mutuo.
—Estoy convencido de ello. La reducirían a un mínimo. Tal vez una bomba en Nueva York como respuesta a otra caía en Moscú; una en Chicago a cambio de otra en Leningrado. Ya me comprende: una guerra restringida, un pacto de caballeros. Sólo algunas batallas para convencer a todo el mundo de que es auténtica.
»Pero por muy sucia que pueda ser, mucha gente morirá; además, siempre existe el peligro de que alguien se resienta; en ese caso podría haber dos bombas en Moscú en vez de una sola, o viceversa. Quizás algún almirante se entusiasme un poco y hunda un barco que no estaba en el trato, o algún general…
—Es descabellado.
—Olvida que esos hombres están desesperados. Olvida usted que cada uno de ellos pelea por el tipo de vida establecido por el hombre. Todo: rusos, norteamericanos, franceses, polacos y checos. Para ellos debemos ser el enemigo más detestable nunca enfrentado por la humanidad. Somos el ogro y el duende que aparecían en los cuentos de las niñeras. Están alelados de miedo.
—¿Y usted? —preguntó Flanders.
—Yo también volvería a la vieja Tierra, pero he perdido el trompo. No sé dónde lo perdí, pero…
—No lo necesita. Eso era sólo para novicios. Sólo es preciso el deseo de pasar al otro mundo. Una vez que se ha hecho la prueba es muy fácil.
—¿Y si necesito ponerme en contacto con ustedes?
—Busque a Eb —dijo Flanders—. Eb es la persona indicada.
—¿Enviarán ustedes a Asa y a los otros?
—Lo haremos.
Vickers se levantó y le tendió la mano. El anciano observó:
—No hace falta que se vaya enseguida. Siéntese y tome otra taza de café.
Vickers meneó la cabeza:
—Me siento impaciente por poner manos a la obra.
—Los robots pueden alinearlo con Nueva York sin intervalos de tiempo —sugirió Flanders—. Desde allí podría regresar a la tierra.
—Necesito tiempo para pensar —repuso Vickers—. Tengo que planear algunas cosas…o presentirlas, si lo prefiere. Prefiero partir de aquí mismo antes de ir a Nueva York.
—Compre un automóvil —le aconsejó Flanders—. Ezequiel le ha dado efectivo suficiente como para que lo compre y le quede dinero. Si necesita más Eb se lo proporcionará. No sería prudente viajar de otro modo. Han instalado trampas para los mutantes. Lo observan todo.
—Seré prudente —prometió Vickers.