La casa estaba oscura y soñolienta bajo la luz de la luna; los árboles arrojaban sobre ella sus sombras altas. Vickers se detuvo bajo la sombra, frente al portón frontal mientras contemplaba el edificio recordó su antiguo aspecto, en aquellos tiempos en que una ruta pasaba junto a la cerca. Ya no había tal ruta. Recordó el efecto del resplandor lunar sobre los pilares blancos, aquella fantasmal belleza, las palabras intercambiadas entre los dos mientras contemplaban aquel espectáculo.
Todo estaba muerto y enterrado; sólo quedaba la amargura de saber que no era hombre, sino la imitación de un ser humano.
Abrió el portón y recorrió el sendero que llevaba al porche. Al cruzar la galería, sus pasos retumbaron en el silencio del plenilunio como para despertar a todos los habitantes de la casa.
Buscó el timbre y lo oprimió con el pulgar. Aguardó como lo había hecho antes. Pero en esa oportunidad no habría Kathleen que saliera a saludarlo.
Una luz se encendió en el vestíbulo central; a través del vidrio pudo ver la silueta de un hombre que se inclinaba hacia la cerradura. La puerta se abrió; el robot reluciente se inclinó con cierta rigidez, diciendo:
—Buenas noches, señor.
—¿Ezequiel?
—Ezequiel, señor —confirmó el robot—. Nos conocimos esta mañana.
—Salí a dar un paseo —explicó Vickers.
—¿Me permite el señor conducirlo ahora a su habitación?
El robot se volvió hacia las escaleras. Vickers siguió tras él.
—Hermosa noche, señor —comentó el robot.
—Lindísima.
—¿Ha cenado usted?
—Sí, gracias.
—De lo contrario podría traerle un bocadillo —ofreció Ezequiel—. Creo que ha quedado un poco de pollo.
—No —rechazó Vickers—. Gracias de todos modos.
Ezequiel abrió una puerta y encendió una luz. Después se hizo a un lado para permitir el paso a su huésped.
—¿Quisiera usted una copa antes de acostarse?
—Buena idea, Ezequiel. Whisky, si es posible.
—En seguida, señor. En el tercer cajón, contando desde arriba, encontrará algunos piyamas. Tal vez sean un poco grandes, pero han de servirle.
Los pijamas eran nuevos y bastante vistosos. Le quedaban un poco grandes, pero eran mejor que nada. El cuarto tenía un aspecto agradable; la enorme cama estaba cubierta por una colcha blanca bordada; las cortinas blancas flameaban al impulso de la brisa nocturna.
Vickers tomó asiento para esperar a que Ezequiel trajera la copa. Por primera vez en muchos días se sintió terriblemente cansado. Tomaría el whisky y después se echaría en la cama. A la mañana siguiente bajaría las escaleras para exigir la verdad definitiva.
Se abrió la puerta.
No era Ezequiel, sino Horton Flanders, vestido con una bata de color carmesí bien ajustada al cuello, azotando el suelo con las pantuflas. Cruzó el cuarto y tomó asiento en otra silla.
—Conque ha vuelto —dijo, mirando a Vickers con una semisonrisa.
—Vine para enterarme de todo —respondió el escritor—. Puede comenzar a explicarme todo ahora mismo.
—Claro que sí. Para eso me he levantado. En cuanto Ezequiel me dijo que usted estaba aquí supuse que desearía hablar.
—No, no quiero hablar, sino escuchar.
—Oh, sí, soy yo quien debe hablar.
—Y no sobre las reservas de conocimiento, tema que trata usted muy bien, sino sobre ciertas cosas bastante prácticas y mundanas.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, por qué soy androide, por qué lo es Ann Carter. Si existió realmente una persona llamada Kathleen Preston o si es sólo un cuento condicionado en mi mente. Y si existió esa persona, dónde está ahora. Y finalmente, cuál es mi papel en todo esto y qué piensan ustedes hacer.
Flanders asintió.
—Admirable conjunto de preguntas. Ha escogido precisamente las que no puedo responder muy a fondo.
—Vine a decirles que los mutantes son objeto de persecución en el otro mundo, que la gente está incendiando los negocios de chismes, que los seres humanos normales se defienden al fin. Vine a prevenirles de todo eso porque me creía también mutante…
—Puedo asegurarle, Vickers, que usted es mutante, un mutante muy especial.
—Un mutante androide.
—Usted se muestra difícil —observó Flanders—. Deja que la amargura…
—Claro que siento amargura —le interrumpió Vickers—. ¿Quién no la sentiría? Durante cuarenta años me he creído hombre y ahora descubro que no lo soy.
—¡Qué tonto!—exclamó Horton Flanders, con voz triste—. Usted no sabe lo que es.
Ezequiel llamó a la puerta y entró con una bandeja que depositó sobre la mesa. Vickers vio que en ella había dos vasos, una bebida mezclada, un recipiente con hielo y un poco de licor. Flanders dijo con más alegría:
—Ahora podremos hablar con mayor cordura. No sé qué tiene el alcohol, pero cuando uno pone un vaso en la mano de un hombre se ha hecho mucho por civilizarlo.
Introdujo la mano en el bolsillo de su bata y sacó un paquete de cigarrillos que ofreció a Vickers. Este lo tomó notando que la mano le temblaba un poco. Hasta entonces no había percibido lo tenso que estaba.
Flanders hizo funcionar el encendedor y le ofreció la llama. Vickers encendió un cigarrillo.
—¡Qué bueno!—dijo—. Me quedé sin cigarrillos al cuarto día.
Se relajó en la silla, disfrutando el sabor del tabaco mientras dejaba que la satisfacción le corriera por los nervios. Ezequiel sirvió las bebidas.
—Esta mañana oí algo sin querer —dijo Vickers—. Llegué esta mañana y Ezequiel me hizo pasar. Mientras aguardaba escuché lo que usted y los otros hablaban en la habitación contigua.
—Lo sé—confirmó Flanders.
—¿Estaba todo preparado?
—Así es, por completo. Cada palabra de las que oyó.
—Ustedes querían enterarme de mi condición de androide.
—En efecto.
—¿Fueron ustedes quienes instalaron el ratón?
—Necesitábamos arrancarlo de su plácida vida —repuso Flanders—. Ese ratón cumplió un propósito definido.
—Me calentó la oreja.
—A las mil maravillas. Se comportó como un excelente chismoso.
—Lo que realmente me indigna —comentó Vickers— es eso de hacer creer a todo Cliffwood que yo lo había matado.
—Queríamos lograr que usted saliera de allí y regresara a los parajes de su niñez.
—Y cómo sabían ustedes que volvería allí?
—Amigo mío, ¿nunca pensó en las posibilidades del presentimiento? No me refiero a esa débil sensación que nos indica el ganador de una carrera, la posibilidad de una lluvia o algo por el estilo, sino al concepto en todo su valor. Se podría decir que es la capacidad instintiva de apreciar el resultado de cierto número de factores sin meditar sobre el tema. Es casi como fisgonear en el futuro.
—Sí —respondió Vickers—, lo he pensado. Para serle sincero he pensado mucho en eso últimamente.
—¿Lo ha estudiado a fondo?
—Hasta cierto punto. Pero ¿qué tiene…?
—Tal vez usted se ha dicho que es una capacidad humana nunca desarrollada hasta el momento, pues apenas sabíamos de su existencia y no nos interesábamos por ella. O quizá pensó que es uno de esos talentos difíciles de cultivar, que permanece a nuestro alcance, pero oculto, hasta que estemos preparados para utilizarlo o hasta que lo necesitemos.
—En efecto, así lo pensé, al menos en parte, pero…
Flanders volvió a interrumpir.
—Este es el momento en que nos hace falta. Y eso responde a su pregunta. Presentimos que usted volvería.
—Al principio creí que el culpable era Crawford, pero él lo negó.
—Crawford no sería capaz de eso —respondió Flanders meneando la cabeza—. Usted le es demasiado necesario. El no es capaz de asustarlo para que huya. Ese presentimiento no fue muy acertado.
—No, creo que no.
—Sus presentimientos no son correctos porque usted no les da oportunidad. Aún lucha contra el mundo lógico. Sigue confiando en la vieja máquina de razonar, que el hombre ha utilizado desde la época de las cavernas. Trata de calcular todos los aspectos, de equilibrarlos con otros, suma resta, como si estuviera resolviendo un problema matemático. No da una sola oportunidad a sus presentimientos. En eso radica su problema.
En efecto, así era. El presentimiento le había indicado que hiciera girar el trompo en la casa de los Preston; de haberlo hecho así se habría ahorrado muchos días de caminata por los páramos del segundo planeta. El presentimiento le había indicado que prestara atención a la nota de Crawford y no condujera el automóvil Eterno, obedeciéndolo se habría visto libre de muchos problemas. Existió también el presentimiento, finalmente obedecido, de que debía recuperar el trompo… y ése dio resultado.
—¿Cuánto sabe usted de todo esto? —preguntó Flanders.
Vickers meneó la cabeza al responder:
—No mucho, en realidad. Sé que hay una organización de mutantes que debió comenzar hace mucho tiempo; tiene algo que ver con el impulso recibido por la raza humana, tal como usted dijo aquella noche en Cliffwood. Y la organización se ha volcado a la clandestinidad, aquí, en los otros mundos, porque sus operaciones se están tornando demasiado importantes como para no llamar la atención. Tienen fábricas en funcionamiento, donde fabrican los artículos mutantes con los que arruinan la industria del viejo mundo. He visto una, manejada por robots. Dígame, ¿son los robots quienes las manejan o…?
Flanders rió entre dientes.
—Son ellos. Nosotros no hacemos sino decirles lo que deseamos.
—Además está eso de escuchar a las estrellas.
—Hemos descubierto muchas ideas por ese método —dijo Flanders—. Pocos de nosotros son capaces de hacerlo: son los telépatas naturales. Tal como le dije aquella noche, no todas las ideas que escuchamos son aprovechables. A veces sólo obtenemos una pista, y de allí debemos partir.
—¿Qué pretenden? ¿Qué piensan hacer?
—Esa es una de las preguntas a las que no puedo responder. A cada instante se agregan muchas posibilidades y nuevos campos de acción. Estamos próximos a muchos descubrimientos grandiosos. La inmortalidad es uno de ellos. Hay un escucha que…
—¿Se refiere usted a la vida eterna?
—¿Por qué no?
“Claro”, pensó Vickers, “¿por que no?”. Si uno cuenta con hojas de afeitar interminables y bombillas eléctricas que no se queman, ¿por qué no la vida eterna? ¿por qué no llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias?
—Y los androides —dijo—. ¿Qué tienen que ver en esto los androides como yo? Sin duda no tenemos tanta importancia.
—Tenemos un trabajo reservado para usted —dijo Flanders—. Debe hacerse cargo de Crawford.
—¿Qué tengo que ver con Crawford?
—Debe detenerlo.
Vickers se echó a reír.
—¿Yo? ¿Sabe qué hay detrás de Crawford?
—Sé qué hay detrás de usted.
—Pues dígamelo.
—El presentimiento. La precognición mejor desarrollada que se ha dado nunca en un ser humano. La más perfecta y más ignorada de que hayamos sabido.
—Un momento. Olvida usted que no soy un ser humano.
—En otros tiempos lo fue —observó Flanders—. Y volverá a serlo. Antes tomamos su vida.
—¡Qué tomaron mi vida!
—La esencia vital —dijo Flanders—, la mente, los pensamientos, impresiones y reacciones que formaban a Jay Vickers, el verdadero Jay Vickers, a la edad de dieciocho años. Fue como volcar el agua de un recipiente a otro. Vertimos la vida de su cuerpo al de un androide y conservamos su cuerpo bien custodiado para el día en que pudiéramos devolvérselo.
Vickers pareció a punto de dar un salto, pero Flanders agitó una mano ante él.
—Siéntese. Iba a preguntarme por qué.
—Y usted va a contestarme.
—Sin duda. Cuando usted tenía dieciocho años no tenía conciencia de su habilidad. No había modo de hacérsela notar. No habría sentido de nada decírselo ni tratar de adiestrarlo, pues hacía falta cierta maduración. Calculamos que tardaría quince años, pero demoró más de veinte. Ni siquiera es aún tan consciente como debería.
—Pero yo podría…
—Sí —dijo Flanders—, podría haber llegado a la conciencia con su propio cuerpo, pero hay otro factor: la memoria inherente. Sus genes portan el factor de la memoria inherente, otra mutación que se produce con tan poca frecuencia como el de los escuchas telepáticos. Preferimos que Jay Vickers fuera plenamente consciente de su capacidad antes de que comenzara a engendrar hijos.
Vickers recordó entonces sus cavilaciones sobre la posibilidad de la memoria inherente, allá en la casa de Andrews. Memoria inherente, memoria transmitida de padre a hijo. Su padre sabía acerca de la memoria inherente, y por lo tanto él había adivinado. Al menos lo había recordado al llegar el momento, al llegar (buscó el término adecuado) a la conciencia.
—Así son las cosas, entonces —dijo—. Ustedes quieren que aplique mis premoniciones a Crawford, y quieren también a mis hijos porque estarán dotados del mismo poder.
—Creo que ahora nos comprendemos.
—Sí —repitió Vickers—, creo que si. En primer lugar ustedes quieren que detenga a Crawford. Eso es casi una orden. ¿Y si yo le pusiera precio?
—Se lo hemos puesto nosotros —repuso Flanders—. Una recompensa muy tentadora. Creo que le interesará.
—Veamos.
—Usted preguntó por Kathleen Preston. Preguntó si existía esa persona. Puedo asegurarle que así es. ¿Cuántos años tenía usted cuando la conoció?
—Dieciocho.
—Una hermosa edad —observó Flanders, con un ademán perezoso—. ¿No le parece?
—Así me parecía en esa época.
—Usted estaba enamorado de ella.
—En efecto.
—Y ella, de usted.
—Así lo creo —dijo Vickers—. No estoy seguro. Ahora que lo pienso no estoy seguro, claro está. Pero creo que sí.
—Puede estar seguro de que ella lo quería.
—¿Me dirá usted dónde está?
—No —dijo Flanders—, no se lo diré.
—Pero ustedes…
—Cuando su misión esté cumplida volverá a tener dieciocho años.
—Y ése es el precio. Ese ha de ser mi pago. Se me devolverá el cuerpo que fue mío y volveré a tener dieciocho años.
—¿Le parece tentador?
—Sí, creo que sí—dijo Vickers—. Pero usted no entiende, Flanders. Los sueños de entonces han desaparecido. Han muerto en el cuerpo de un androide de cuarenta años. No se trata sólo de la edad física, sino de algo más. De los años por venir, de la promesa que ofrecían esos años, de los sueños locos e imposibles de entonces, del amor que caminaba al lado de uno en la primavera de la vida.
—Dieciocho años —repitió Flanders—, dieciocho. Y una buena oportunidad para conseguir la inmortalidad. Y también Kathleen Preston en sus diecisiete años.
—¿Kathleen?
Flanders asintió.
—Tal como antes —dijo Vickers—. Pero no será igual, Flanders. Hay algo que no marcha, algo que se escapa.
—Tal como antes —insistió Flanders—, como si todos estos años no hubiesen transcurrido.