CAPITULO 22

Llamó a Ann desde su cuarto de hotel, indicando que cargaran la llamada en su cuenta, puesto que después de pagar la cena sólo le quedaban noventa centavos.

—Jay, ¿dónde estás?—preguntó ella, preocupada—. En el nombre de Dios, ¿dónde te has metido?

El le explicó dónde estaba.

—Pero ¿qué haces ahí? ¿qué te pasa?

—A mí, nada. Es decir, por el momento nada. Soy un fugitivo, eso es todo. Tuve que huir de Cliffwood.

—¿Qué?

—Estaban preparándose para lincharme. No sé cómo se les metió en la cabeza que yo había matado a un hombre.

—Oye, estás loco. No eres capaz de matar a una mosca.

—Por supuesto. Pero no podía explicar eso a la gente. Ni siquiera tuve la oportunidad.

—¡Pero si hablé con Eb…!

—¿Con quién hablaste?—preguntó Vickers.

—Con ese hombre, el dueño del taller. Te había oído hablar de él, y ya no sabía dónde buscarte. Llevaba dos días revolviendo cielo y tierra. Entonces recordé que a veces hablabas de Eb, el tallerista, y pedí al operador que me comunicara con él.

—¿Qué te dijo?

—Nada —respondió Ann—. Dijo que no te había visto por allí y que no sabía dónde estabas. Me aconsejó que no me preocupara.

—Eb es precisamente el que me ayudó a escapar —dijo Vickers—. Me avisó que estaban por lincharme y me facilitó un coche y dinero para salir de la ciudad.

—Es lo más tonto que he oído en mi vida. ¿Y a quién creen que asesinaste?

—A Horton Flanders, el anciano que se perdió.

—Pero tú no serías capaz de matarlo. Dijiste que era un anciano agradable. Tú mismo me lo dijiste.

—Oye, Ann, yo no maté a nadie. Alguien soliviantó a los muchachos, eso es todo.

—Y no puedes volver a Cliffwood.

—No —dijo Vickers—, no puedo volver a Cliffwood.

—¿Qué vas a hacer, Jay?

—No lo sé. Seguir escondiéndome, supongo.

—¿Por qué no me llamaste en seguida? ¿Qué haces tan lejos de Nueva York?. Debiste venir directamente aquí. No hay mejor lugar que Nueva York para esconderse. Al menos pudiste haberme llamado.

—¡Eh, un momento! —dijo Vickers—. Te he llamado ¿no?

—Claro, me has llamado porque no tienes un centavo y quieres que te gire dinero y…

—Todavía no te he pedido nada.

—Pero lo harás.

—Sí—dijo él—. Temo que sí.

—¿No te interesa saber por qué traté de ponerme en contacto contigo?

—Más o menos; no quieres perderme de vista, ¿no es eso?. Ningún agente quiere perder de vista a su mejor escritor.

—Jay Vickers, uno de estos días voy a crucificarte y te dejaré colgado a la vera de la carretera como advertencia.

—Pues yo quedaría muy patético en el papel de Cristo. No podrías elegir mejor.

Ann cambió de tema.

—Te llamaba porque Crawford está prácticamente enloquecido. No tiene limites. Le sugerí una cifra impresionante y ni siquiera parpadeó.

—Creía que ya nos habíamos liberado del señor Crawford.

—Nadie puede liberarse de él —dijo Ann.

Hizo una pausa; el silencio zumbó en los cables.

—Ann —exclamó Vickers—, Ann, ¿qué pasa?

La voz de ella respondió calma, pero tensa:

—Crawford está muy asustado. Nunca vi a nadie tan asustado. Vino a verme. ¿Te das cuenta?. No fue yo quien hizo el contacto: él en persona vino a mi oficina. Bufaba y jadeaba; yo no sabía de dónde sacar una silla lo bastante fuerte como para sostenerlo. ¿Recuerdas aquella antigua silla de roble que tengo en el rincón?. Fue el primer mueble que compré para mi oficina y la conservo como recuerdo. Bueno, ésa sirvió.

—¿Para qué?

—Para aguantarlo —respondió Ann, triunfante—. Cualquiera de las otras se habría hecho pedazos. Ya sabes lo grandote que es.

—Gordísimo, eso es lo que quieres decir.

—Me preguntó: “¿Dónde está Vickers?” y yo respondí: “¿Por qué me lo pregunta a mi? ¿Cree que lo tengo atado con traílla?”. Y él dijo: “Usted es su agente, ¿verdad?”, Y yo: “Así era la última vez que hablamos, pero Vickers es un hombre muy inconstante; nadie sabe qué va a hacer dentro de un momento”. Y él me dice: “Tengo que hablar con Vickers”, “Bueno”, le digo, “vaya a buscarlo”. Y entonces él me dijo: “No hay limites: ponga el precio que quiera y las condiciones que se le ocurran”.

—Ese hombre es un chiflado —comentó Vickers.

—Pero su dinero es muy cuerdo.

—¿Cómo sabes que lo tiene?

—Bueno, no lo sé de seguro, pero debe tener.

—Hablando de dinero —dijo Vickers—, ¿tienes algún billete de cien que te sobre? ¿o siquiera de cincuenta?

—Puedo conseguirlo.

—Envíamelo directamente aquí. Te lo devolveré.

—De acuerdo; lo haré en seguida —respondió ella—. No es la primera vez que te saco del aprieto, y no será tampoco la última. ¿Al menos me dirás algo?

—¿Qué?

—¿Qué estás por hacer?

—Voy a realizar un experimento —fue la respuesta.

—¿Un experimento?

—Un ejercicio de ocultismo.

—¿De qué estás hablando?. Tú no sabes una palabra de ocultismo. Eres tan místico como un ladrillo.

—Lo sé.

—Por favor —insistió Ann—, dime que estás por hacer.

—En cuanto termine de hablar contigo voy a dar una mano de pintura.

—¿A alguna casa?

—No, a un trompo.

—¿Un qué?

—Un trompo. Ese juguete que usan los niños, el que se hace girar en el suelo.

—Oye, Jay, deja de jugar por allí y ven a casa con mamita.

—Después del experimento —dijo Vickers.

—Explícame, Jay.

—Trataré de entrar al país de las hadas.

—Deja de decir tonterías.

—Una vez lo hice. Es decir, dos veces.

—Escucha, Jay, esto es muy serio. Crawford está asustado y yo también. Además está ese asunto del linchamiento.

—Envíame el dinero —dijo Vickers.

—En seguida.

—Te veré dentro de un día o dos.

—Llámame —dijo ella—. Llámame mañana.

—Lo haré.

—Y por favor, Jay… cuídate. No sé en qué andas, pero cuídate.

—También lo haré.

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