CAPITULO 39

Había tomado una decisión, pero ya no servía de nada; el recuerdo de dos rostros la tornaba inútil. Cerró los ojos y recordó a su madre, recordó cada uno de sus rasgos, tal vez algo idealizados, pero con bastante exactitud. Recordó su horror al saber de su aventura en el país de las hadas. Después papá había hablado con él y el trompo ya no volvió a aparecer.

No podía volver a aparecer, naturalmente; no podían dejar de reprocharle los excesos de su imaginación. Después de todo ya tenían bastantes dificultades para vigilarlo y saber dónde estaba con un solo mundo; cuidar a un niño de ocho años capaz de vagabundear por cien era ya imposible.

El rostro de su madre, la mano del padre sobre el hombro, con los dedos apretándole la carne, con masculina ternura: eran recuerdos a los que nadie podía volver la espalda.

Y los dos aguardaban con una fe absoluta, sabiendo que cuando la oscuridad cayera sobre ellos no traería consigo el fin, sino el comienzo de una aventura aún mayor de la que esperaban al unirse al grupo de mutantes, hacía ya tantos años. Si ellos habían depositado tanta fe en el plan de los mutantes, ¿podía el hijo hacer menos? ¿podía rehusarse a cumplir con su parte en la tarea de crear un mundo mejor, cuando ellos habían hecho tanto?

Ellos dieron cuanto estaba a su alcance; la labor encarada, la fe que brindaran, debían ser llevadas a su completa realización por quienes quedaban atrás. Y él era uno de ellos. No podía fallarles.

Se preguntó cómo sería el mundo a crear. ¿Qué clase de mundo podía surgir cuando los mutantes lograran la inmortalidad, cuando el hombre no se viera obligado a morir, cuando pudiera vivir por siempre? No sería igual. Sería un mundo de diferentes valores e incentivos.

¿Qué factores harían falta para mantener en marcha un mundo inmortal? ¿Qué incentivos y condiciones, para evitar que decayera? ¿Qué oportunidades e intereses en constante expansión, para salvarlo del callejón sin salida que constituía el aburrimiento?

¿Cuáles serían las necesidades en un mundo inmortal?

Espacio vital infinito, para empezar; lo habría, puesto que todos los mundos precedentes estarían abiertos. Y si con eso no bastaba se podía disponer del universo entero, con todos sus soles y sus sistemas planetarios; si la Tierra tenía infinitos mundos precedentes y subsiguientes, lo mismo debía suceder con cada estrella y cada planeta del universo.

Tómese el universo y multiplíqueselo por un número indefinido; tómense todos los mundos del universo y multiplíquenselos hasta el infinito; así se obtendrá la respuesta. Habría lugar de sobra para siempre. Habría infinitas oportunidades, infinitos desafíos en esos mundos, que ni siquiera un hombre eterno podía agotar.

Pero eso no sería todo: habría también un tiempo infinito, y en ese tiempo surgirían nuevas técnicas y nuevas ciencias, filosofías nuevas también, de modo tal que el hombre eterno jamás carecería de tareas a cumplir ni de problemas por resolver.

Y una vez que se contara con la inmortalidad, ¿para qué se la emplearía?

Se la emplearía para mantener la fuerza. Aunque se viviera en una comunidad pequeña, con una baja tasa de natalidad, a la cual se unieran pocos miembros, al aumento estaría asegurado por la falta de mortandad.

Se la emplearía para conservar la habilidad y el conocimiento. Si nadie moría se podía contar con toda la energía, el conocimiento y la destreza de cada miembro de la tribu. Cuando un hombre muere, su destreza muere con él, también su conocimiento, hasta cierto punto. Pero la pérdida no se limita a eso: también se pierde todo su conocimiento futuro. ¿De cuánto saber se ve privada la Tierra, sólo porque un hombre ha muerto diez años antes de lo debido? Parte de ese conocimiento será recobrado gracias a la obra de hombres posteriores, pero habrá cosas que no se recuperen jamás, ideas que no volverán a ser imaginadas, conceptos que habrán sido borrados para siempre por la muerte de un hombre en cuyo cerebro comenzaba a surgir el primer fermento de la creación. En una sociedad inmortal, en cambio, eso no ocurriría jamás. Una sociedad inmortal contaría con la total habilidad y el conocimiento absoluto de sus miembros.

Tómense la capacidad de captar el conocimiento atesorado en las estrellas, la memoria inherente, el conocimiento técnico capaz de conseguir productos eternos, y agréguese la inmortalidad. ¿Adonde conduciría esa fórmula? ¿A lo definitivo? ¿Al pináculo intelectual? ¿A la divinidad en sí?

Retrocedamos cien mil años para analizar a la criatura hombre. Démosle el fuego, la rueda, el arco y la flecha, plantas y animales domésticos y una organización comunitaria, sumados al primer concepto, en vaga aurora, del Hombre en su condición de rey de la Creación. Tomemos esa fórmula. ¿Cual es el resultado?

El comienzo de la civilización, la fundación de una cultura humana.

Y a su modo la fórmula del fuego, la rueda y los animales domésticos era tan grandiosa como la fórmula de la inmortalidad, el sentido del tiempo y la memoria inherente. La fórmula de los mutantes era sólo un paso hacia adelante, tal como lo había sido en su momento la conjunción fuego-rueda-perro. La fórmula de los mutantes no era el resultado final del esfuerzo humano, ni de su intelecto, ni de su conocimiento: era sólo un paso más. Y quedaba otro paso por dar. La mente del hombre aún cobijaba la posibilidad de pasos más importantes, aunque a él, Jay Vickers, le fuera imposible concebir su dirección, tal como habrían sido inconcebibles para el descubridor del fuego los conceptos de la estructura cronológica y de los mundos contiguos.

“Todavía somos salvajes”, pensó. “Seguimos acurrucados en nuestra cueva, con la vista fija en la hoguera humeante que custodia la entrada contra la ilimitada oscuridad del mundo. Algún día perforaremos esa oscuridad, pero no será ahora”.

La inmortalidad sería una herramienta favorable, nada más; una simple herramienta. ¿Qué era la oscuridad, más allá de la cueva? Era la ignorancia del hombre con respecto a su sentido, su finalidad, sus orígenes. La vieja, eterna pregunta.

Quizá con la herramienta de la inmortalidad el hombre podría apresar esas preguntas y comprender el ordenado progreso, la terrible lógica que impulsaba el universo de la materia y de la energía.

El paso siguiente sería de orden espiritual: el descubrimiento y la comprensión de un sistema divino que fuera ley para todo el universo. Tal vez el hombre pudiera al fin, en toda su humildad, hallar un Dios universal, la deidad que los hombres adoraban ya con la debilidad de sus conocimientos actuales y la fuerza de la fe. Tal vez el hombre encontrara a; fin el concepto de divinidad que pudiera llenar, sin dudas ni vacilaciones, su tremenda necesidad de fe, tan clara e inconfundible que estuviera más allá de toda duda; un concepto de la bondad y del amor que pudiera identificar consigo hasta reemplazar con él la fe en una eterna seguridad.

Y si el hombre burlaba a la muerte, si las puertas de las tinieblas se cerraban sobre la revelación final y la resurrección, entonces el hombre debería hallar tal concepto o vagar para siempre entre las galaxias como un niño perdido y lloroso.

Vickers hizo un esfuerzo por volver al presente.

—¿Estás seguro, Ezequiel?

—¿De qué, señor?

—De que no hay ningún Preston.

—Completamente seguro —respondió Ezequiel.

—Pero existió una Kathleen Preston, estoy seguro.

¿En verdad podía estar tan seguro? La recordaba. Flanders decía que ella existía. Pero ese recuerdo podía estar condicionado y también la memoria de Flanders. Tal vez Kathleen Preston no fuera sino un factor emociona; introducido en su cerebro para mantenerlo atado a esa casa, como una respuesta automática que no le permitiría olvidar, fuera donde fuese, bajo cualquier circunstancia, esa casa y los lazos que a ella lo ligaban.

—Ezequiel —preguntó—, ¿quién es Horton Flanders?

—Horton Flanders es un androide como usted.

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