CAPITULO 43

El cuarto estaba polvoriento y lleno de telarañas; la falta de muebles lo hacía parecer mucho más grande de lo que en realidad era. El papel se estaba desprendiendo de las paredes; entre las molduras del cielorraso corrían las grietas del yeso como quebradas cadenas de relámpagos, descendiendo hasta el zócalo.

Pero era evidente que en otros tiempos ese papel había sido alegre y colorido; mil florecillas circundaban la imagen de una pastora de Dresden rodeada por sus ovejas lanudas. Y bajo la película de polvo que cubría la madera tallada quedaría algo de la cera antigua, lista para volver a brillar cuando la rescataran del olvido.

Vickers se volvió lentamente en el centro de la habitación; puertas y ventanas ocupaban el mismo sitio que en el otro cuarto, aquél donde acababa de terminar su desayuno. Pero en éste la puerta de la cocina permanecía abierta y las ventanas tenían los postigos cerrados.

Dio uno o dos pasos; sus pies dejaban huellas en el polvo. Y las huellas comenzaban precisamente en el centro del cuarto; no había otras que llevaran hasta allí.

Echó una mirada a su alrededor y trató de reconstruir la antigua imagen de esa habitación, no como era treinta segundos antes, sino como la había conocido veinte años atrás. Pero tal vez todo eso no era más que una fantasía condicionada. ¿Había estado alguna vez en ese cuarto? ¿Era real la existencia de Kathleen Preston?

Algo era seguro: cierta familia Vickers, una pobre familia de granjeros, había vivido a poca distancia de allí. Una mujer valiente que llevaba vestidos raídos y un jersey gastado; un hombre de pantalones desteñidos y camisa demasiado grande, que solía sentarse a leer bajo la luz escasa y amarillenta de la lámpara de petróleo, los pocos libros que atesoraba en un estante de su dormitorio; un niño atropellado, con demasiada imaginación, que cierta vez había ido al país de las hadas. Una mascarada, una dolorosa mascarada dispuesta para espiar a los enemigos. Pero tal era el trabajo asignado y lo habían cumplido bien, mientras veían crecer al niño, adivinando que no era un retroceso en la escala de la humanidad, sino uno de ellos.

En esos momentos aguardaban los dos (tras haber representado el papel de granjeros solitarios durante los años febriles, reducidos a un puesto vulgar e inadecuado para ellos) el día en que podrían tomar el puesto que les era debido en la sociedad a la que renunciaran, para cumplir tareas de avanzada en nombre de la gran casa de ladrillos que se erguía altivamente en la colina.

No podía volverles la espalda; tampoco había necesidad de hacerlo… pues no tenía alternativas.

Cruzó el comedor y el vestíbulo que conducía a la puerta de entrada, dejando tras de si un rastro de huellas sobre el polvo. Más allá de la puerta no había nada, y él lo sabía bien: ni Ann, ni Kathleen, ni hogar para él. Sólo el filo helado del deber en una existencia que él no había escogido.

En tanto avanzaba a través del país en su automóvil tuvo sus momentos de vacilación. Allí estaban todas las cosas buenas, ofreciéndose a la vista, al oído y al olfato: las pequeñas aldeas soñolientas en lo hondo del verano, de avenidas sombreadas por árboles; el primer rojizo de las manzanas estivales tempraneras que asomaban en los huertos; el bamboleo amistoso de los grandes camiones a lo largo de la ruta; la sonrisa de la camarera cuando uno se detenía en un comedor, al acostado del camino, para tomar un café.

No, en todo aquello no había error alguno: ni en las aldeas, ni en los camiones, ni en las muchachas sonrientes. El mundo del hombre era un sitio fructífero y grato, un buen lugar para vivir. En esos momentos el plan de los mutantes se le presentaba como una pesadilla arrebatada a los suplementos dominicales espeluznantes. Vickers se planteaba entonces la posibilidad de abandonar el coche a un costado del camino para perderse en la buena vida que se ofrecía por todas partes. Sin duda habría un puesto para él entre los trigales, entre las pequeñas aldeas prendidas a las rutas laterales, un sitio donde hallar paz y seguridad.

Pero de inmediato comprendía, a desgana, que no ansiaba esas cosas por si mismas, sino como refugio contra aquello que se percibía en el aire. Abandonar el coche y ocultarse habría sido una reacción similar a la de los fingidores que huían emocionalmente hacia otra época, otro lugar. Era la necesidad de escapar lo que le inducía a desear la calma de aquellos maizales.

Pero ni siquiera allí, en el corazón agrícola del continente, se podía contar con una verdadera paz. Había bienestar material y, a veces, un poco de seguridad irreflexiva… siempre que uno dejara de leer los diarios, de escuchar la radio y de hablar con los demás, pues las señales del peligro se esparcían por doquier sobre la tierra soleada, en cada umbral, en cada hogar, en cada esquina.

Pero él leía los periódicos y las noticias eran malas; escuchaba la radio y los comentaristas hablaban de una nueva crisis, más grave que las anteriores. Y la gente, en el vestíbulo de los hoteles en donde se hospedaba por las noches, meneaba la cabeza con honda preocupación.

—Lo que no entiendo —decían— es que las cosas puedan cambiar tan de prisa. Hace una o dos semanas parecía que Oriente y Occidente se unirían contra el problema de los mutantes. Al menos tenían algo contra qué luchar lado a lado en vez de pelear entre sí. Pero ahora han vuelto a las andadas y peor que antes.

—¿Quiere saber mi opinión? —decían—. Para mí son los comunistas los que inventaron todo eso de los mutantes. Recuerde lo que le digo: ellos están detrás de todo esto.

—¡Pero si parece imposible!—decían—. Ahora estamos aquí, bien lejos de la guerra y en paz, y mañana…

Y mañana, mañana, mañana.

—Si por mí fuera —decían—, me pondría al habla con esos mutantes. Ellos tienen algo escondido en la manga y son capaces de mandar al infierno a los comunistas.

—Es como dije hace cuarenta años —decían—: hicimos mal en desmovilizarnos cuando acabó la Segunda Guerra Mundial. Tendríamos que haber atacado entonces; en uno o dos meses los habríamos borrado del mapa.

—Yo no los aguantaría un minuto. Me haría de unas cuantas bombas y buenas noches.

El escuchaba aquellas conversaciones, sin hallar señales de avenencia ni de comprensión. Nadie confiaba en que la guerra pudiera ser evitada. “Si no es ahora”, decían, “será dentro de cinco años, o de diez; es mejor acabar ahora mismo. Hay que ser el primero en atacar. En una guerra como ésta no hay más que una oportunidad: ellos o nosotros.

Fue entonces cuando comprendió definitivamente que aun allí, en el centro del país, en las granjas y las pequeñas aldeas, en los comedores de la carretera, aún allí hervía el odio. Y eso constituía una muestra de la cultura edificada sobre la tierra: una cultura basada en el odio, en un orgullo terrible, en la desconfianza hacia todos los que hablaban otro idioma, usaban otra ropa o comían platos distintos.

Era una civilización mecánica desviada, de máquinas ruidosas; un mundo tecnológico capaz de proporcionar comodidades materiales, pero no justicia humana ni seguridad. Era una civilización que trabajaba los metales y ahondaba en el átomo, que dominaba los elementos químicos y construía artefactos peligrosos y complicados. Se había concentrado sobre el aspecto más técnico, ignorando la parte sociológica, para que cualquiera pudiese oprimir un botón a fin de destruir una ciudad lejana, sin saber, sin siquiera pensar en la vida, las costumbres, los hábitos, los pensamientos y las creencias de sus víctimas.

Bajo aquella pulcra superficie se oía el estruendo de las máquinas en advertencia: las palancas, las ruedas dentadas las cintas de transmisión y los generadores, al obrar sin el estímulo de la comprensión humana, eran otros tantos postes indicadores que marcaban el camino hacia el desastre.

Vickers conducía, se detenía a comer y seguía conduciendo el coche. Comía, descansaba y reanudaba el viaje. Mientras tanto observaba los campos de maíz y las manzanas de los huertos, escuchaba el canto de las trilladoras, olía el trébol, levantaba los ojos hacia el cielo. Sabía entonces que Flanders estaba en lo cierto: para sobrevivir el hombre debía cambiar, y la mutación sobreviviente debía ganar la batalla antes de que estallara la tormenta del odio.

Pero las columnas de los periódicos no se llenaban sólo con las noticias de la guerra inminente; tampoco los frenéticos microprogramas de los comentaristas. Aún estaba presente la amenaza de los mutantes, el odio hacia ellos, las constantes exhortaciones al pueblo para que los vigilara.

Abundaban los linchamientos y los incendios de negocios de chismes.

Y algo más: un rumor se extendía por todo el país. Se hablaba de eso en los puestos de diarios, en las rutas polvorientas y en los sombríos rincones nocturnos de las grandes ciudades. Ese rumor afirmaba la existencia de otro mundo, un mundo nuevo donde se podía recomenzar la existencia, donde era posible escapar a las fallas acumuladas durante milenios en la tierra.

Al principio la prensa lo comentó con reseñas; después publicó artículos muy cautelosos con discretos encabezamientos. Los comentaristas de noticias mostraron idénticas reservas. Pero aquello no tardó en desatarse. En pocos días las noticias del otro mundo competían con la guerra inminente y el odio hacia los mutantes; hablaban de personas extrañas e idealistas que decían saber de alguien (siempre otro alguien) proveniente de allá.

El mundo estaba en la punta de un alfiler, tenso como el súbito y estridente campanilleo del teléfono en el silencio de la noche.

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