Según pensaba Aldous Huxley la evolución había formado nuestros cerebros de tal modo que sirvieran como filtros que tamizaban una gran cantidad de material que no nos resulta de auténtica utilidad en nuestra diaria lucha por el pan. Visiones, experiencias místicas, fenómenos psíquicos tales como mensajes telepáticos de otros cerebros y todo tipo de cosas por el estilo fluirían eternamente dentro de nosotros de no ser por la acción de lo que Huxley llamó, en un libro breve titulado Cielo e infierno, la “válvula de reducción cerebral”. ¡Demos gracias a Dios por la válvula de reducción cerebral! De no haberla desarrollado, constantemente nos distraerían escenas de increíble belleza, penetraciones espirituales de una grandeza abrumadora y contactos mentales abrasadores y absolutamente sinceros con los demás seres humanos. Afortunadamente, el funcionamiento de la válvula nos protege —a la mayoría de nosotros— de tales cosas, y somos libres para vivir nuestras vidas cotidianas como mejor nos convenga.
Por lo que parece, algunos de nosotros nacemos con válvulas defectuosas. Me refiero a artistas como Bosch o El Greco, cuyos ojos no veían el mundo tal y como se presenta ante nosotros. Me refiero a los filósofos visionarios, los extáticos y los que alcanzan el nirvana; me refiero a los miserables y extraños parásitos que pueden leer los pensamientos de otros. Mutantes, todos nosotros. Mutaciones genéticas.
Sin embargo, Huxley creía que utilizando diversos medios artificiales, se podía efectuar el buen funcionamiento de la válvula de reducción cerebral, con lo cual los mortales comunes podían tener acceso a los datos extrasensoriales habitualmente sólo vistos por los pocos elegidos. Pensaba que las drogas psicodélicas producen este efecto. Sugirió que la mescalina interfiere en el sistema enzimático que regula el funcionamiento del cerebro y, al hacerlo, “reduce la eficiencia del cerebro como instrumento para concentrar la mente en los problemas de la vida en la superficie de nuestro planeta. Esto… según parece, permite que entren en la conciencia ciertos tipos de sucesos mentales normalmente excluidos dado que no poseen valor de supervivencia. La enfermedad o la fatiga pueden originar intrusiones análogas de material inútil desde el punto de vista biológico, pero con valor estético y a veces espiritual. También puede llegarse a lo mismo mediante el ayuno o mediante un período de confinamiento en un lugar oscuro y de silencio absoluto”.
A partir de su propia experiencia, David Selig puede decir muy poco acerca de las drogas psicodélicas. Tan sólo tuvo una experiencia con ellas, y no fue feliz. Eso ocurrió en el verano de 1968, cuando vivía con Toni.
Aunque Huxley tenía en alto concepto las drogas psicodélicas, no las consideraba el único medio de acceso a la experiencia visionaria. El ayuno y la mortificación física también conducían a esa experiencia. Escribió sobre misticos que “utilizaban con regularidad el látigo de cuero anudado o incluso de alambres de hierro. Estas flagelaciones eran el equivalente de importantes intervenciones quirúrgicas sin anestesias, cuyos efectos en la química orgánica del penitente eran considerables. Durante la flagelación misma, se liberaban grandes cantidades de histamina y adrenalina; y cuando las heridas resultantes comenzaban a supurar (como sucedía prácticamente con todas las heridas antes de la era del jabón), diversas sustancias tóxicas, producidas por la descomposición de las proteínas, se introducían en la corriente sanguínea. Pero la histamina produce un choque que afecta tan profundamente a la mente como al cuerpo. Además, en grandes cantidades, la adrenalina puede causar alucinaciones, y se sabe que algunos productos de su descomposición producen síntomas semejantes a los de la esquizofrenia. Con respecto a las toxinas de las heridas, producen trastornos en los sistemas enzimáticos que regulan el cerebro y reducen su eficiencia como un instrumento para salir adelante en un mundo donde, desde el punto de vista biológico sobreviven los más aptos. Esto explicaría los motivos por los que el Cura de Ars solía decir que, en los días en que tenía plena libertad para flagelarse sin misericordia, Dios no le negaba nada. En otras palabras, cuando el remordimiento, el odio a uno mismo y el miedo al infierno liberan adrenalina e histamina, y cuando las heridas infectadas liberan proteínas descompuestas en la sangre, la eficiencia de la válvula de reducción cerebral disminuye y entran en la conciencia del asceta aspectos desconocidos de la “Mente Libre”, incluidos fenómenos psíquicos, visiones y, si se está filosófica y éticamente preparado para ello, experiencias misticas”.
Remordimiento, odio a uno mismo y miedo al infierno. Ayuno y oración. Látigos y cadenas. Heridas supurantes. Cada uno con su propio viaje, supongo, y buen provecho les haga. A medida que el poder se va debilitando en mi, a medida que muere el don sagrado, acaricio la idea de tratar de revivirlo a través de medios artificiales. ¿Acido, mescalina, psilocibina?
Creo que no me gustaría volver a eso de nuevo. ¿Mortificación de la came? Eso me parece obsoleto, como revivir las Cruzadas o usar polainas: algo que simplemente es inadecuado para 1976. De todos modos, dudo que pudiera llegar muy lejos con la flagelación. ¿Qué me queda entonces? ¿Ayuno y oración? Supongo que podría hacer ayuno. ¿Oración? ¿A quién? ¿A qué? Me sentiría realmente tonto. Querido Dios, devuélveme mi poder. Querido Moisés, por favor, ayúdame. Nada más que tonterías. Los judíos no rezan para pedir favores, porque saben que nadie responderá. Entonces, ¿qué me queda? ¿Remordimiento, odio hacia mí mismo y miedo al infierno? Esas tres cosas ya las tengo y no me sirven de nada. Es preciso probar otra forma de estimular el poder para que reviva. Inventemos algo nuevo. ¿Flagelación de la mente, quizá? Sí. Lo probaré. Sacaré los garrotes metafóricos y me castigaré. Flagelación de la mente dolorida, debilitada, palpitante, que se va desintegrando. La mente traicionera y detestable.