21

Estos días son los de la pasión de David, en los que se retuerce de dolor en su cama de clavos. Vayamos poco a poco, de ese modo duele menos.

Martes. Día de elecciones. El clamor de la campaña ha ensuciado el aire durante meses. El mundo libre está eligiendo a su nuevo y supremo líder. Los coches y camionetas con altavoces avanzan con gran estruendo por Broadway, vomitando consignas. ¡Nuestro nuevo presidente! ¡El hombre para todos los Estados Unidos! ¡Voten! ¡Voten! ¡Voten!¡Voten por X! ¡Voten por Y! Palabras vacías que se fusionan y confunden, que fluyen. Republócrata. Demicano. Bum.

¿Por qué tengo que votar? No votaré. Yo no voto. Con toda esa propaganda a mí no me convencen, no formo parte del montaje. Votar es asunto de ellos. Creo que fue en 1968, a finales de aquel otoño, cuando parado frente al Carnegie Hall, pensando en cruzar la calle y entrar en una librería que había allí, de repente, se detuvo todo el tránsito en la Cincuenta y Siete. Un enjambre de policías surgió de la acera como los guerreros de dientes de dragón plantados por Cadmo y, desde el este, una caravana de automóviles se acercó rugiendo y, ¡oh! en una limusina negra venía Richard M. Nixon, presidente electo de los Estados Unidos de América, saludando jovialmente a las masas congregadas. Por fin mi gran oportunidad, pensé. Miraré dentro de su mente y me enteraré de grandes secretos de Estado; descubriré qué es lo que hace que nuestros líderes sean distintos de los mortales comunes. Aunque miré dentro de su mente no les diré lo que encontré allí, sólo les diré que fue más o menos lo que debí haber supuesto que encontraría. A partir de ese día no he tenido nada que ver con la política o los políticos. Hoy me quedo en casa, no voy a votar. Que elijan al próximo presidente sin mi ayuda.

Miércoles. Anoto algunas ideas en el trabajo de Yahya Lumumba que aún no he terminado y en otros proyectos similares, unas cuantas líneas sin el menor significado en cada uno. A este paso no voy a ir a ninguna parte. Judith llama.

—Una fiesta —dice—. Estás invitado. Irá todo el mundo.

—¿Una fiesta? ¿Quién la organiza? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Cuándo?

—El sábado por la noche, cerca de Columbia. El dueño de la casa es Claude Guermantes. ¿Lo conoces? Profesor de literatura francesa.—El verdadero apellido no es Guermantes, lo he cambiado para proteger al culpable—. Es uno de esos nuevos profesores carismáticos. Joven, dinámico, apuesto, amigo de Simone de Beauvoir, de Genet. Karl y yo vamos a ir. Y muchos otros. Siempre invita a la gente más interesante.

—¿Estarán allí Genet y Simone de Beauvoir?

—No, tonto, ellos no. Pero vale la pena ir. Las fiestas que organiza Claude son las mejores a las que he asistido. Hace brillantes combinaciones de gente.

—A mí me suena a vampiro.

—No sólo toma, Duv. También da. Me pidió expresamente que te invitara.

—¿Cómo es que me conoce?

—Por mí —dice—. Le he hablado de ti. Se muere de ganas por conocerte.

—No me gustan las fiestas.

—Duv…

Conozco perfectamente ese tono de voz de amonestación. No tengo la menor intención de iniciar una discusión en este momento.

—De acuerdo —digo suspirando—. El sábado por la noche. Dame la dirección.

¿Por qué soy tan dócil? ¿Por qué dejo que Judith me maneje? ¿Así es como construyo mi amor por ella, a través de estas rendiciones?

Jueves. Por la mañana, escribo dos párrafos para el trabajo de Lumumba. Temo pensando en cuál será su reacción ante lo que estoy escribiendo para él. Si consigo terminarlo, es posible que le parezca un desastre. Debo terminarlo. Jamás entregué un trabajo fuera de plazo. No me atrevo a hacerlo. Continuaré esta tarde. Voy hacia la librería de la calle Doscientos Treinta; necesito aire fresco y, como de costumbre, quiero ver si desde mi última visita, hace tres días, ha llegado algo interesante. Por obligación compro algunos libros: una antología de poetas metafísicos menores, Rabbit Redux de Updike, y un aburrido estudio antropológico levi-straussiano, las costumbres de alguna tribu del Amazonas, que sé que jamás llegaré a leer. Una nueva empleada de la caja: una chica de diecinueve o veinte años, pálida, rubia, blusa blanca de seda, falda escocesa corta, sonrisa impersonal. Atractiva aunque de aspecto inexpresivo. Ni sexualmente ni desde ningún otro punto de vista me parece nada interesante. Mientras me estoy riñendo a mí mismo por no prestarle atención (que nada humano me sea ajeno), se me antoja invadir su mente mientras le pago los libros, para no juzgarla solamente por su aspecto externo. Entro en su mente con facilidad, bien hondo, a través de capas y capas de trivialidades, socavándola sin encontrar obstáculos, acercándome al material verdadero. ¡Ah! ¡Qué comunión repentina y deslumbrante, alma con alma! La chica resplandece. Derrama fuego. Llega a mí con una intensidad y una integridad que me aturden; este tipo de experiencias se ha convertido en algo tan poco frecuente para mí… Deja de ser un pálido y mudo maniquí. La veo en su totalidad, sus sueños, sus fantasías, sus ambiciones, sus amores, sus desmesurados éxtasis (la copulación jadeante de la noche anterior y la vergüenza y la culpa posteriores), toda un alma humana agitada, humeante, hirviente. Durante los últimos seis meses sólo una vez he experimentado este contacto total, sólo una vez. Y fue aquel espantoso día con Yahya Lumumba en los escalones de la biblioteca baja. Y al recordar esa experiencia quemante y entumecedora, algo se desata dentro de mí y ocurre lo mismo. Cae una oscura cortina. Quedo desconectado. Mi asimiento a su conciencia se rompe. El silencio mental, me envuelve en seguida. Me quedo ahí parado, boquiabierto, atónito, otra vez solo y asustado, comienzo a temblar y le pago, sin darme cuenta de lo que hago, y ella me dice, preocupada:

—¿Señor? ¿Señor? —con esa voz dulce y aflautada de niña.

Viernes. Cuando me despierto me encuentro mal, tengo dolores y la fiebre es alta. Sin duda un ataque de fiebre psicosomática intermitente. La mente furiosa y amargada que flagela sin piedad al cuerpo indefenso. Escalofríos seguidos de calor y transpiración, de nuevo escalofríos. Vómitos con el estómago vacío. Me siento hueco. Un casco lleno de paja. ¡Qué pena! No puedo trabajar. Garabateo algunas líneas pseudolumumbescas y dejo la hoja a un lado. Enfermo como un perro. Bueno, es una buena excusa para no ir a esa estúpida fiesta. Leo a mis metafísicos menores. Algunos de ellos no tan menores. Traherne, Crashaw, William Cartwright. Como por ejemplo Traherne:

Poderes nativos puros que la Corrupción odiaron,

como el Espejo más brillante,

o el Bronce pulido y reluciente,

Con la Imagen de su Objeto pronto se vistieron:

Impresiones Divinas, cuando llegaron,

penetraron con rapidez y mi Alma inflamaron.

No es el Objeto, sino la Luz,

lo que hace al Cielo: Es una visión más clara.

La Felicidad

sólo se presenta a quienes ven con ojos puros.

Después de leer eso volví a vomitar. No debe interpretarse como una expresión de crítica. Me sentí mejor por un rato. Debería llamar a Judith y pedirle que me prepare algo caliente. Oy, veh. Veh is mir.

Sábado. Sin la ayuda de Judith me recupero y decido ir a la fiesta. Veh is mir, realmente. Recuerden, recuerden el seis de noviembre. ¿Por qué David ha permitido que Judith le arrastre fuera de su cueva? Un interminable viaje en metro hasta el centro; la alegría del fin de semana le da un toque especial a la insulsa aventura del viajecito hacia Manhattan. Por fin, la tan familiar estación de Columbia. Temblando, sin ir adecuadamente vestido para el tiempo invernal que hace, debo andar algunas manzanas hasta llegar al antiguo apartamento en Riverside Drive y la calle Ciento Doce donde se supone que vive Claude Guermantes. Al llegar ante el edificio me detengo, indeciso. Una brisa fría y áspera que viene del Hudson me golpea con malevolencia; trae consigo los detritos de Nueva Jersey. Las hojas muertas se arremolinan en el parque. En el interior del edificio, un portero de color caoba me mira con recelo.

—¿El profesor Guermantes? —digo. Mueve un pulgar—. Séptimo piso, 7-G.—añade, indicándome el ascensor.

Llego con retraso; son casi las diez. Subo en el cansado Otis, crac crac crac crac, las puertas del ascensor se abren, una serigrafía en el pasillo señala el camino hacia la guarida de Guermantes. No es preciso que haya indicaciones para llegar, un estruendo que proviene de la izquierda me dice dónde está la acción. Toco el timbre. Espero. Nada. Insisto. Ahí dentro hay demasiado ruido como para que me puedan oír. ¡Ah, poder transmitir pensamientos en lugar de recibirlos únicamente! Me anunciaría como un trueno. Insisto de nuevo, esta vez con más agresividad. ¡Ah! ¡Sí! Me abre la puerta, una chica de pelo oscuro y corto, con aspecto de estudiante, con una especie de sari anaranjado que le deja su pequeño seno derecho al descubierto. El desnudo de moda. Muestra los dientes al sonreír alegremente.

—¡Pasa, pasa, pasa!

La escena de una turba. Ochenta, noventa, cien personas, todas ellas extravagantemente vestidas, reunidas en grupos de ocho o diez, gritándose cosas las unas a las otras. Los que no tienen un vaso de whisky en la mano se están pasando y apurando al máximo cigarrillos de marihuana, inhalación sibilante ritualista, mucha tos, exhalación apasionada. Antes de que pueda sacarme la chaqueta, alguien me mete en la boca una pipa con cazoleta de marfil muy trabajada.

—Super hachís —me explica—. Acaba de llegar de Damasco. ¡Vamos, viejo, aspira!

De mala gana, aspiro el humo e inmediatamente siento el efecto. Parpadeo.

—Sí—grita mi benefactor—. Tiene el poder de nublar la mente de los hombres, ¿no crees?

Sin necesidad de hachís, en medio de esta multitud, mi mente ya está bastante nublada sólo con la sobrecarga de recepción. Parece que esta noche mi poder está funcionando con una intensidad bastante alta, aunque sin diferenciar mucho a las personas. Involuntariamente estoy recibiendo una niebla espesa de transmisiones superpuestas, un caos de pensamientos que se confunden. Un material oscuro. La pipa y su dueño desaparecen. Estantes repletos de libros cubren las paredes desde el suelo hasta el techo. La habitación está atestada de gente y yo me tambaleo como un borracho. Veo a Judith en el mismo momento en que ella me mira; y me llega el flujo de sus pensamientos en una línea directa de contacto, brutalmente claro al principio y que se va apagando por momentos debido a la interferencia: hermano, dolor, amor, miedo, recuerdos compartidos, perdón, olvido, odio, hostilidad, murmp, frumz, zzzhhh, mmm. Hermano. Amor. Odio. Zzzhhh.

—¡Duv!—exclama—. ¡Estoy aquí, Duvid!

Esta noche Judith tiene un aspecto sensual. Su largo y ágil cuerpo está enfundado en un vestido de satén púrpura, pegado al cuerpo, de cuello alto, que revela con toda claridad sus senos, los pequeños bultos de los pezones y la hendidura entre las nalgas. Sobre su pecho cuelga un trozo reluciente de jade engarzado en oro, muy tallado; su pelo, suelto, cae con todo su esplendor. Me siento orgulloso de su belleza. Junto a ella hay dos hombres de aspecto importante. A un lado está el doctor Karl F. Silvestri, autor de Estudios de la psicología de la termorregulación. Su imagen corresponde bastante a la que había extraído de la mente de Judith en su apartamento una o dos semanas atrás. Es más viejo de lo que suponía, cincuenta y cinco años por lo menos, tal vez más cercano a los sesenta. También es más alto de lo que suponía, posiblemente metro noventa. Trato de imaginar su enorme y fornido cuerpo sobre el delgado y fuerte cuerpo de Jude, aplastándolo. No puedo. Tiene mejillas rojas, una expresión facial impasible y satisfecha, ojos de mirada inteligente y afectuosa. Irradia un cariño de tío, hasta de padre, hacia ella. Ahora veo por qué Jude se siente atraída por él: es la poderosa figura paternal que el pobre y derrotado Paul Selig nunca habría podido ser para ella. Al otro lado de Judith hay un hombre que sospecho que es el profesor Claude Guermantes; entro rápidamente en su mente y confirmo mi sospecha. Su mente es como de mercurio, un estanque brillante y reluciente. Piensa en tres o cuatro idiomas a la vez. Con un solo contacto, su tumultuosa energía me deja exhausto. Tiene unos cuarenta años, algo menos de un metro ochenta de alto es musculoso, atlético; lleva su elegante cabello color arena peinado en ondas barrocas y revueltas, y su perilla está impacablemente recortada. Su ropa es de un estilo tan avanzado que no tengo palabras para describirla, lo cierto es que le presto muy poca atención a las modas: una especie de capa de una tela basta verde y dorada (¿lino? ¿muselina?), una faja escarlata, pantalones de satén rutilantes, botas medievales con las puntas hacia arriba. Su aspecto de petimetre y su postura amanerada sugieren que podría ser homosexual, pero un poderoso efluvio de heterosexualidad le rodea, y por la actitud de Judith y el modo afectuoso con que le mira comienzo a darme cuenta de que debieron de haber sido amantes alguna vez. Incluso es posible que todavía lo sean. Temo indagar eso. Mis incursiones dentro de la intimidad de Judith son un punto demasiado doloroso para ambos.

—Quiero presentarte a mi hermano David —dice Judith.

Silvestri esboza una sonrisa radiante:

—He oído hablar tanto de usted, señor Selig.

—¿De veras? —(Tengo un hermano que es una especie de monstruo, Karl. ¿Puedes creerlo?, es capaz de leer las mentes. Para él, tus pensamientos son tan claros como una transmisión de radio.) En realidad, ¿qué le habrá dicho Judith de mí? Trataré de sondear su mente y averiguarlo—. Y, por favor, llámeme David. Usted es el doctor Silvestri, ¿verdad?

—Así es. Karl, prefiero que me llame Karl.

—Jude me ha hablado mucho de usted —le digo.

No consigo averiguar nada. Mis malditos poderes se han debilitado; sólo recibo un chisporroteo de pensamientos ininteligibles, confusos y con interferencias. Su mente es oscura para mí. Mi cabeza comienza a palpitar.

—Me enseñó dos de sus libros, me gustaría comprender cosas como ésas —añado.

El distinguido Silvestri me dedica una risita complacida. Mientras, Judith ha comenzado a presentarme a Guermantes. Murmura algo como que está encantado de haberme conocido. Casi espero que me bese ambas mejillas, o quizá la mano. Su voz es suave, un ronroneo; tiene acento extranjero, pero no francés. Algo extraño, una mezcla, franco-italiano quizá, o franco-hispánico. Al menos a él lo puedo sondear, incluso ahora; por algún motivo, su mente, más volátil que la de Silvestri, está en los límites de mi alcance. Mientras intercambiamos comentarios triviales sobre el tiempo y las recientes elecciones, me deslizo adentro y echo un vistazo. ¡Santo Dios! ¡Casanova redivivo! Se ha acostado con todo lo que camina o repta, masculino, femenino o neutro, incluyendo, por supuesto, a mi accesible hermana Judith, a quien (de acuerdo con un recuerdo superficial cuidadosamente archivado) le ha hecho el amor hace tan sólo cinco horas en esta misma habitación. Su semen se espesa ahora dentro de ella. Se siente vagamente inquieto por el hecho de que ella nunca ha decidido quedarse junto a él; lo cual considera que es un fracaso en su impecable técnica. El profesor está considerando la posibilidad de acostarse conmigo antes de que termine la noche. No se haga ilusiones, profesor. No me agregará a su colección de Seligs. Me pregunta con afabilidad acerca de mis títulos.

—Sólo uno —digo—. Una licenciatura en Artes en 1956. Pensé en hacer una tesis sobre literatura inglesa, pero nunca conseguí empezarla.

Enseña Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, Baudelaire, Lautréamont, toda esa banda de angustiados, con los que espiri- tualmente se identifica. Sus clases están llenas de chicas de Barnard cuyas piernas se abren gustosamente para él, aunque en su faceta de Rimbaud no se opone a mantener de vez en cuando relaciones con robustos jóvenes de Columbia. Mientras me habla, acaricia cariñosamente la espalda de Judith, como si fuera algo de su propiedad. El doctor Silvestri parece no darse cuenta, o al menos da la impresión de no importarle.

—Su hermana —murmura Guermantes— es una maravilla, es original, espléndida… Un arquetipo, monsieur Selig, un arquetipo.

Un cumplido, en el sentido francés. De nuevo entro en su mente y me entero de que está escribiendo una novela de la que espera ganar millones. En ella se habla de una joven divorciada, sensual y amargada, y un intelectual francés que es la encarnación de la fuerza vital. Me fascina: tan llamativo, tan falso, tan artificioso y, sin embargo, tan atractivo a pesar de todos sus evidentes defectos. Me ofrece un cóctel, un whisky, un licor, un coñac, marihuana, hachís, cocaína, lo que desee. Me siento abrumado y huyo de él, algo aliviado, para servirme un vaso de ron.

En el bar me aborda una chica. Una de las alumnas de Guermantes, no tendrá más de veinte años. Grueso pelo negro que cae en bucles; nariz respingada; ojos vivos y perspicaces; labios llenos y carnosos. Sin ser hermosa, de algún modo es interesante. Es evidente que yo también le intereso, porque me sonríe y dice:

—¿Quieres venir a casa conmigo?

—Acabo de llegar aquí.

—Más tarde. Más tarde. No hay prisa. Tengo la impresión de que debes de ser divertido haciendo el amor.

—¿Les dices eso a todos los que acabas de conocer?

—Ni siquiera nos conocemos —me corrige—. Y no, no se lo digo a todos; aunque sí a muchos. ¿Tiene algo de malo? Hoy en día las chicas pueden tomar la iniciativa. Además, es año bisiesto. ¿Eres poeta?

—En realidad no.

—Pues lo pareces. Apuesto a que eres sensible y sufres mucho.

Mi estúpida fantasía familiar cobra vida ante mis ojos. Sus ojos están enrojecidos. Está drogada. Un olor acre a transpiración proviene de su negro suéter. Sus piernas son demasiado cortas para su torso, las caderas demasiado anchas, los pechos demasiado grandes. Probablemente tiene gonorrea. ¿Me está tomando el pelo? Apuesto a que eres sensible y sufres mucho. ¿Eres poeta? Trato de explorar su mente, pero no hay manera; la fatiga ofusca mi mente, y ahora el chillido colectivo de la multitud de invitados está ahogando toda emisión individual.

—¿Cómo te llamas? —me pregunta.

—David Selig.

—Lisa Holstein. Estoy cursando el último año en Barn…

—¿Holstein? —El apellido me hace reaccionar inmediatmente. ¡Kitty, Kitty, Kitty!— ¿Has dicho Holstein?

—Sí, Holstein, y no me vengas con el chiste de las vacas.

—¿No tendrás una hermana llamada Kitty? Catherine, supongo. Kitty Holstein. De unos treinta y cinco años. Tu hermana, quizá tu prima…

—No. Jamás oí hablar de ella. ¿Es alguien que conoces?

—Que conocía —le digo—. Kitty Holstein.

Levanto mi vaso y me alejo.

—Oye —me grita—. ¿Acaso crees que estaba bromeando?

Un coloso negro se sitúa delante de mí. Inmensa aureola afro, terrible cara de la jungla. Su ropa es un destello de chocantes colores. ¿Él aquí? Dios mío. Justamente él. Me siento culpable pensando en el trabajo sin terminar, paralizado, jorobado, una monstruosidad sentada sobre mi escritorio. ¿Qué está haciendo él aquí? ¿Cómo se las ha arreglado Claude Guermantes para hacer entrar a Yahya Lumumba en su órbita? El símbolo negro de la noche, quizá. O el delegado del mundo de los deportes de gran potencia que ha sido invitado para demostrar la versatilidad intelectual de nuestro anfitrión, su eclecticismo. Lumumba me clava una mirada ceñuda, me examina con frialldad desde su increíble altura como un Zeus de ébano. Una negra espectacular le tiene asido de un brazo, una diosa, un titán, más de metro ochenta, una piel que parece ónix lustrado, ojos que parecen faros. Una pareja magnífica. Todos nos sentimos avergonzados ante su belleza. Por fin, Lumumba dice:

—Te conozco, viejo. Te conozco de algún lado.

—Selig. David Selig.

—Me suena familiar. ¿De dónde te conozco?

—Eurípides, Sófocles y Esquilo.

—¿Qué mierda estás diciendo? —Desconcertado. Luego se detiene. Sonríe—. Ah, sí. Sí, hombre. Ese asqueroso trabajo. ¿Cómo te va con eso, viejo?

—Me va.

—¿Lo vas a tener para el miércoles? El miércoles tengo que entregarlo.

—Lo tendré, señor Lumumba.

Estoy haciendo todo lo posible, amo.

—Más te vale, amigo. Cuento contigo. —… Tom Nyquist…

Del ruidoso zumbido de fondo del parloteo de la fiesta salta, de repente, sorpresivamente, el nombre. Por un instante se mantiene suspendido en la atmósfera llena de humo como una hoja muerta levantada por una perezosa brisa de octubre.

¿Quién acaba de decir “Tom Nyquist”? ¿Quién pronunció su nombre? Una agradable voz de barítono, a unos pocos metrosde donde estoy. Busco a los probables dueños de esa voz. Hombres por todos lados. ¿Usted? ¿Usted? ¿Usted? No hay forma de averiguarlo. Sí, hay una. Cuando las palabras se pronuncian en voz alta, por un instante, retumban en la mente de quien las dijo. (También retumban en la mente de los que escuchan, pero con una tonalidad diferente.) Llamo a mi don escurridizo y, haciendo un gran esfuerzo, clavo agujas de indagación dentro de las conciencias más cercanas, buscando ecos. El esfuerzo es tremendo. Los cráneos en los que entro son sólidas bóvedas óseas a traves de cuyas escasas grietas lucho por introducir mi débil y agotado poder. Pero lo consigo. Busco los ecos correctos. “¿Tom Nyquist? ¿Tom Nyquist?” ¿Quién dijo su nombre? ¿Usted? ¿Usted? ¡Ah, allí! El eco casi ha desaparecido ya, apenas queda una resonancia débil y apagada en el fondo de una caverna. Un hombre alto y rollizo con una cómica barba rubia.

—Perdone —le digo—. No fue mi intención escuchar, pero le oí mencionar el nombre de un antiguo amigo mío…

—¿Sí?

—… y no pude evitar acercarme para preguntarle por él. Tom Nyquist. Una vez fuimos muy amigos. Me gustaría saber dónde vive, qué está haciendo…

—¿Tom Nyquist?

—Sí. Estoy seguro de haberle oído decir ese nombre.

Una sonrisa inexpresiva.

—Me temo que se equivoca, amigo. No conozco a nadie que se llame así. ¿Jim? ¿Fred? ¿Por qué no me ayudan?

—Pero estoy seguro de que oí…

El eco. Bum en la cueva. ¿Fue un error? Trato de entrar en su cabeza a quemarropa, de buscar en su archivo algún conocimiento de Tom Nyquist. Pero ahora no funciono para nada. Ellos se consultan con seriedad. ¿Nyquist? ¿Nyquist? ¿Alguien oyó que se mencionaba a un tal Nyquist? ¿Alguien conoce a un tal Nyquist?

De repente, uno de ellos exclama:

—¡John Leibnitz!

—Sí—dice alegremente el hombre rollizo—. Quizá me oyó hablar de él. Hace un momento estaba hablando de John Leibnitz, es un amigo común. Con el ruido que hay aquí es muy posible que le haya parecido que dije Nyquist en vez de Leibnitz.

Leibnitz. Nyquist. Leibnitz. Bum. Bum.

—Es posible —coincido—. Sin duda eso debió de ocurrir. ¡Qué tonto fui!—John Leibnitz—. Lamento haberle molestado.

Tomando una postura muy estudiada, alardeando y contoneándose junto a mí Guermantes dice:

—Creo que realmente debería presenciar mis clases uno de estos días. Este miércoles por la tarde comienzo con Rimbaud y Verlaine, la primera de seis disertaciones que daré sobre ellos. Acérquese por allí. Supongo que el miércoles estará en la universidad, ¿no?

El miércoles debo entregarle el trabajo sobre los dramaturgos griegos a Yahya Lumumba. Sí, estaré en la universidad. Por la cuenta que me trae, más me vale estar allí. Pero ¿cómo lo sabe Guermantes? ¿De algún modo se ha metido en mi cabeza? ¿Qué pasa si él también tiene el poder? Y estoy abierto a él, lo sabe todo, mi pobre secreto patético, mi pérdida diaria, y allí está, con ese aire condescendiente porque yo estoy declinando y él es tan penetrante como lo fui yo en mis mejores tiempos.

Luego, un breve destello de paranoia: no sólo tiene el poder sino que también es posible que sea una especie de sanguijuela telepática que me está drenando, que está extrayendo el poder de mi mente hacia la suya. Quizá desde el 74 ha estado haciendo a escondidas.

Alejo semejantes estupideces sin sentido de mi cabeza.

—Sí, el miércoles estaré allí. Quizá me dé una vuelta.

Ni por casualidad iré a la disertación de Claude Guermantes sobre Rimbaud o Verlaine. ¡Si tiene el poder, que escuche bien eso y se lo trague!

—Me encantaría que viniera —me dice.

Se inclina más hacia mí. Su andrógina suavidad mediterránea le permite quebrantar, como por descuido, el establecido código norteamericano de las costumbres de distancia entre los hombres. Siento el olor del tónico para el cabello, la loción para después del afeitado, el desodorante, y otros perfumes. Un consuelo: no todos mis sentidos están declinando a la vez.

—Su hermana —murmura—. ¡Una mujer maravillosa! ¡Cómo la quiero! Con frecuencia habla de usted.

—¿De veras?

—Cuando habla de usted lo hace con mucho amor; también con mucha culpa. Por lo visto, durante muchos años fueron más enemigos que amigos.

—Eso ya ha pasado. Por fin nos estamos haciendo amigos.

—¡Qué maravilloso para ambos! —Señala a alguien con una mirada rápida—. Ese doctor no es bueno para ella. Demasiado viejo, demasiado inactivo. La mayoría de los hombres pierden la capacidad de crecer después de los cincuenta. En seis meses la matará de aburrimiento.

—Quizá lo que necesita es aburrirse —le contesto—. Tuvo una vida excitante con la que no consiguió ser feliz.

—Nadie necesita aburrirse jamás —dice Guermantes, y me guiña un ojo.

—A Karl y a mí nos encantaría que la próxima semana vinieras a cenar a casa, Duv. Tenemos que hablar de tantas cosas los tres.

—Ya veremos, Jude. Todavía no sé lo que haré la semana que viene. Te llamaré.

Lisa Holstein. John Leibnitz. Creo que necesito otro trago.

Domingo. Un terrible dolor de cabeza. Hachís, ron, vino, marihuana, ¡Dios sabe qué más! Y a las dos de la madrugada alguien que me mete nitrito de amilo bajo la nariz. Esa asquerosa fiesta de mierda. Jamás debí haber ido. Mi cabeza, mi cabeza, mi cabeza. ¿Dónde está la máquina de escribir? Tengo que trabajar un poco. Adelante:

vemos pues, la diferencia en el método de enfoque de estos tres dramaturgos con respecto a la misma historia. Para Esquilo lo principal es la significación teol6gica del crimen y los actos inexorables de los dioses: Orestes está atormentado porque, por un lado, debe cumplir la orden de Apolo de matar a su madre y, por otro, le teme al matricidio, y como consecuencia de esto se vuelve loco. Eurípides se exfiende en la caracterización y es menos alegórico que

Una auténtica basura; mejor lo dejo para más tarde.

Silencio entre mis orejas. El negro y retumbante vacío. Hoy no funciona para nada, para nada en absoluto. Creo que es posible que haya desaparecido por completo. Ni siquiera puedo recibir el clamor de los hispánicos de al lado. El mes más cruel de todos los meses es noviembre, genera cebollas en la mente muerta. Estoy viviendo una poesía de Eliot. Me estoy convirtiendo en palabras sobre una página. ¿Permaneceré aquí sentado sintiendo lástima de mí mismo? No. No. No. No. Lucharé. Haré ejercicios espirituales destinados a devolverme mi poder. De rodillas, Selig. Inclina la cabeza. Concéntrate. Transfórmate en una fina aguja de pensamiento, en un delgado rayo láser telepático que se extiende desde esta habitación hasta las cercanías de la hermosa estrella Betelgeuse. ¿Entiendes? Bien. Ese puro y afilado rayo mental atraviesa el universo. Mantenlo. Mantenlo firme. No se permiten las dilataciones en las puntas, viejo. Bien. Ahora asciende. Estamos subiendo la escalera de Jacob. Ésta será una experiencia fuera del cuerpo, Duvid. ¡Sube, sube y aléjate! Elévate a través del cielo raso, a través del techo, a través de la atmósfera, a través de la ionosfera, a través de la estratosfera, a través de la nosequésfera. Hacia fuera. Hacia los vacíos espacios interestelares. Ah, oscuro, oscuro, oscuro. Frío el sentido y perdido el motivo de la acción. ¡No, acaba con eso! Sólo se permiten los pensamientos positivos en este viaje. ¡Elévate! ¡Elévate! Hacia los hombrecitos verdes de Betelgeuse IX. Llega a sus mentes, Selig. Establece contacto. Establece… contacto. ¡Elévate, judío haragán! ¿Por qué no te estás elevando? ¡Elévate!

¿Y bien?

Nada. Nothing. Niente. Ninguna parte. Nulla. Nicht.

Cae pesadamente sobre la Tierra. Dentro del silencioso funeral. De acuerdo, si eso es lo que quieres, date por vencido. Muy bien. Descansa un rato. Descansa y luego reza, Selig. Reza.

Lunes. El dolor de cabeza ha desaparecido. El cerebro recibe de nuevo. En un glorioso arranque de frenesí creativo vuelvo a escribir El tema de “Electra” en Esquilo, Sófocles y Eurípides de cabo a rabo, dándole una nueva forma, una nueva expresión, aclarando y reforzando las ideas e imprimiéndole simultáneamente lo que creo que es el tono perfecto del modo de la expresión informal de los negros. Mientras martilleo las últimas palabras suena el teléfono. Es un momento muy oportuno; ahora me siento sociable. ¿Quién llama? ¿Judith? No. La que llama es Lisa Holstein.

—Habías prometido llevarme a casa después de la fiesta —dice en tono afligido y acusador—. ¿Qué diablos hiciste, te esfumaste?

—¿Cómo has conseguido mi número de teléfono?

—Por Claude. El profesor Guermantes. —Ese demonio amanerado lo sabe todo—. Oye, ¿qué estás haciendo en este momento?

—Tengo la intención de tomar una ducha. Toda la mañana he estado trabajando y apesto.

—¿Qué clase de trabajo haces?

—Hago los trabajos que los estudiantes de Columbia tienen que presentar para aprobar.

Por un momento piensa en ello.

—Sin duda eres extraño, viejo. Hablo en serio, ¿qué haces?

—Te lo acabo de decir.

Un largo silencio para digerirlo. Luego:

—Está bien, lo entiendo. Haces unos trabajos en nombre de otros. Mira, Dave, lo mejor que puedes hacer es ducharte. ¿Cuánto se tarda en metro desde la calle Ciento Diez y Broadway hasta tu casa?

—Si tienes suerte y el metro pasa en seguida, unos cuarenta minutos.

—Magnífico. Dentro de una hora estaré ahí.—Clic.

Me encojo de hombros. Una chica loca. Me llama Dave. Nadie me llama de ese modo. Me desnudo y directamente a la ducha, un enjabonado largo y pausado. Luego, recreándose en uno de sus escasos intervalos de relajación, David Selig relee su trabajo de esta mañana; se siente satisfecho de lo que ha escrito. Esperemos que a Lumumba también le parezca bien. Luego cojo el libro de Updike. Cuando estoy en la página cuatro, el teléfono suena de nuevo. Es Lisa otra vez. Está en la esquina de la Doscientos Veinticinco y quiere saber cómo llegar a mi apartamento. Ahora la cosa parece más seria. ¿Por qué me persigue con tanta tenacidad? Pero no importa, puedo seguirle el juego. Le doy las instrucciones. Al cabo de diez minutos, un golpe en la puerta. Lisa con el mismo suéter negro que llevaba el sábado por la noche en la fiesta y unos vaqueros ajustados. Una sonrisa tímida, inusitada en ella.

—¡Hola! —saluda. Se pone cómoda—. Cuando te vi por primera vez tuve una repentina intuición con respecto a ti: Este tipo tiene algo especial. Tienes que acostarte con él. Si hay algo que he aprendido es que hay que confiar en la intuición. Yo sigo la corriente, Dave, sigo la corriente.

Ya se ha quitado el suéter. Sus pechos son grandes y redondos, con diminutos pezones, casi imperceptibles. En el profundo valle que hay entre sus pechos reposa una estrella judía. Se pasea por la habitación, examinando mis libros, mis discos, mis fotografías.

—Así que ahora que estoy aquí dime, ¿estaba en lo cierto? ¿Hay algo especial en ti? —me pregunta.

—Lo hubo una vez.

—¿Qué?

—Eso es asunto mío, averígualo tú misma —contesto.

Aunando todas mis fuerzas, me meto con violencia en su mente. Es un brutal asalto de frente, una violación, un verdadero estupro mental. Desde luego, ella no siente nada.

—Una vez tuve un don realmente extraordinario. Ya casi ha desaparecido, pero aún lo tengo por momentos. De hecho, en este preciso momento lo estoy utilizando contigo —le digo.

—Muy ingenioso —dice, y se quita los vaqueros.

No lleva nada debajo. Antes de los treinta estará gorda. Sus caderas son anchas, su vientre sobresale. El vello de su pubis es extrañamente tupido y está muy extendido, más que un triángulo parece una especie de rombo, un rombo negro que va casi desde la entrepierna hasta las caderas. Sus nalgas tienen profundos hoyuelos. Al mismo tiempo que inspecciono su cuerpo, registro brutalmente su cabeza, sin dejar ni una sola zona sin registrar, disfrutando del acceso mientras dura. No necesito ser cortés. No le debo nada: me ha obligado a aceptarla. Primero me cercioro de si dijo la verdad respecto a que nunca había oído hablar de Kitty. Era cierto: no tiene ningún tipo de parentesco con Kitty. Una absurda coincidencia de apellidos, eso es todo.

—Estoy segura de que eres poeta, Dave —dice cuando nos entrelazamos y caemos sobre la cama deshecha—. Eso también es intuición. Aunque en estos momentos te dediques a hacer esos trabajos, tu verdadera vocación es la poesía, ¿verdad?

Mi mano recorre sus pechos y su vientre. Su piel emana un fuerte olor. Apuesto a que no se ha bañado en tres o cuatro días. No importa. Sus pezones emergen misteriosamente diminutos bultos rígidos y rosados. Se retuerce. Continúo saqueándole la mente como un bárbaro que comete un pillaje en el Foro. Está completamente abierta a mí; me deleito en esta inesperada restitución de vigor.

Su autobiografía va adquiriendo forma para mí. Nació en Cambridge, tiene veinte años. Su padre y su madre son profesores. Tiene un hermano menor que ella. De niña era aficionada a los juegos de niños. Sarampión, varicela, escarlatina. Pubertad a los once, perdió la virginidad a los doce. Un aborto a los dieciséis. Varias aventuras lesbianas. Un apasionado interés por los poetas franceses decadentes. Acido, mescalina, psilocibina, cocaína, incluso una aspiración de heroína que le proporcionó Guermantes. Cinco o seis veces Guermantes se la llevó a la cama. Recuerdos intensos de eso. Su mente me muestra más de lo que quiero ver sobre Guermantes. La impresión que él ha dejado en ella es fuerte. Lisa tiene una imagen de sí misma dura y agresiva, dueña y reina de su alma, de su destino. Por debajo, por supuesto, es exactamente lo opuesto; está muerta de miedo. No es una mala chica. Me siento un poco culpable por la forma tan indiferente y cruel en que he irrumpido en su cabeza, sin importarme para nada su intimidad. Pero tengo mis necesidades.

Mientras ella desciende sobre mí, sigo merodeando por su mente. Casi no recuerdo la última vez que alguien hizo lo que ella está haciendo ahora. Casi no recuerdo la última vez que me acosté con alguien, últimamente todo ha ido muy mal. Es una experta en sexo oral. Aunque me gustaría corresponderle, no puedo hacerlo; a veces soy melindroso y ella no es el tipo de mujer limpia. Pero bueno, dejemos esas cosas para los Guermantes de este mundo. Permanezco allí tendido, escarbando en su cerebro y aceptando el obsequio de su boca. Me siento viril, vigoroso, seguro de mi reacción, y por qué no, obtengo placer de dos receptores a la vez, cabeza y entrepierna. Sin retirarme de su mente, al fin me retiro de sus labios, cambio de osición, abro sus piernas y me deslizo bien hondo dentro de su bahía estrecha. Selig el semental.

—Aaah —dice, doblando las rodillas—. Aaah.

Y comenzamos a jugar a la bestia con dos lomos. Con disimulo obtengo satisfacción de la retroacción, interceptando sus reacciones al placer y duplicando de ese modo el mío; cada empuje me proporciona un placer factorial y deliciosamente exponencial. Pero luego ocurre algo extraño. Aunque a ella todavía le falta bastante para llegar al orgasmo (algo que sé interrumpirá nuestro contacto mental cuando ocurra) la transmisión de su mente comienza a volverse irregular e indiferenciada, más ruido que señal. Las imágenes se interrumpen y me llega una descarga de interferencias. Lo que recibo es confuso y distante; lucho por mantener el contacto con su conciencia, pero no hay manera de conseguirlo, se va deslizando fuera de mí, poco a poco, a cada momento que pasa se retira, hasta que no hay ninguna comunión. De repente, en ese instante de separación, mi pene se ablanda y se desliza fuera de ella. Aquello coge a Lisa por sorpresa y se sobresalta.

—¿Qué te ha pasado? —pregunta.

Me es del todo imposible decírselo. Recuerdo a Judith preguntándome, hace apenas unas semanas, si alguna vez había considerado la pérdida de mis poderes mentales como una especie de metáfora de impotencia. A veces sí, le dije. Y ahora, por primera vez, la metáfora se mezcla con la realidad; las dos deficiencias se integran. Es impotente aquí y es impotente allí. ¡Pobre David!

—Supongo que me he distraído —le digo.

Suerte que ella es hábil; durante media hora trata de excitarme, dedos, labios, lengua, pelo, pechos, sin lograr que reaccione ante nada; de hecho, con su inflexible determinación lo único que consigue es que las cosas empeoren.

—No lo entiendo —dice—. Lo estabas haciendo tan bien. ¿He hecho algo mal?

—Has estado muy bien, Lisa. A veces ocurren cosas como ésta y nadie sabe por qué. Descansemos un poco y quizá vuelva a la vida —le digo tranquilizándola.

Descansamos. Permanecemos uno junto al otro, y hago algunos intentos de penetrar en su mente mientras le acaricio la piel distraídamente. Ni una vibración en el nivel telepático. Ni una vibración. El silencio de la tumba. ¿Ya ha llegado, éste es el fin, aquí y ahora? ¿Es aquí donde se apaga por fin? Ahora soy como todo el mundo, estoy condenado a arreglármelas con meras palabras.

—Tengo una idea —dice—. ¿Por qué no nos duchamos juntos? A veces eso consigue estimular a los hombres.

No me opongo; es posible que dé resultado y, en todo caso, después ella olerá mejor. Vamos hacia el cuarto de baño. Torrentes de fresca y vigorizante agua.

Exito. Con la ayuda de su mano enjabonada logro revivir.

Volvemos corriendo hacia la cama. Aún rígido, me subo sobre ella y le hago el amor. Jadeo jadeo jadeo, gemido gemido gemido. Mentalmente no recibo nada. De repente, tiene un pequeño y curioso espasmo, intenso pero rápido, y en seguida acabo yo también. En cuanto al sexo eso es todo. Nos acurrucamos juntos, cómodos tras la agradable experiencia. Nuevamente trato de entrar en su mente. Cero. Ce-ro. ¿Ha desaparecido? Creo que realmente ha desaparecido. Has presenciado un acontecimiento histórico, jovencita. El fin de un notable poder extrasensorial. De mí sólo queda esta cáscara mortal.

¡Ay de mí!

—Me encantaría leer algunas de tus poesías, Dave —me dice.

Por la noche, a eso de las siete y media, Lisa ya se ha marchado. Salgo a cenar a una pizzería cercana. Estoy bastante tranquilo. En realidad, aún no acuso el impacto de lo que me ha sobrevenido. ¡Qué extraño que pueda aceptarlo tan bien! Pero sé que en cualquier momento se precipitará sobre mí, me aplastará, me hará pedazos; lloraré, gritaré, me golpearé la cabeza contra las paredes. Pero por ahora estoy asombrosamente sereno. Tengo una extraña sensación póstuma, como de haberme sobrevivido a mí mismo. Y una sensación de alivio: el suspenso ha terminado, el proceso se ha completado, ha llegado la muerte, y he sobrevivido. Desde luego, no creo que este estado de ánimo dure mucho. He perdido algo que era central en mi existencia, y ahora espero la angustia, el pesar y la desesperación que, sin duda, no tardarán en aparecer.

Al parecer el duelo debe posponerse, lo que creí que ya había terminado, no es así, al menos no todavía. Entro en la pizzería y el dependiente me dedica su fría y áspera sonrisa neoyorquina de bienvenida y, sin pedirlo, recibo esto de detrás de su grasosa cara: “Ah, aquí está el marica que siempre pide más anchoas”. Estoy leyendo su mente con claridad. ¡Eso significa que el poder aún no está muerto! ¡No del todo! Sólo se había tomado un pequeño descanso. Sólo se escondía.

Martes. Hace un frío intenso; es uno de esos terribles días de finales de otoño en los que no queda una sola gota de humedad en el aire y los rayos del sol parecen cuchillos. Termino dos trabajos más que debo entregar mañana. Leo a Updike. Después de comer Judith me llama. La acostumbrada invitación a cenar. Mi acostumbrada respuesta evasiva.

—¿Qué te pareció Karl? —pregunta.

—Un hombre muy interesante.

—Quiere que me case con él.

—¿Y?

—Creo que es demasiado pronto. Todavía no le conozco lo suficiente, Duv. Me gusta, siento una profunda admiración por él, pero no sé si le amo.

—Entonces, no te precipites —le digo.

Sus melodramáticas vacilaciones me aburren. Además no entiendo por qué se casa alguien que es lo suficientemente grande como para saber lo que le espera con el matrimonio. ¿Por qué requiere el amor un contrato? ¿Por qué ponerse en las garras del Estado y darle poder sobre uno? ¿Por qué darles a los abogados la oportunidad de que le jodan a uno con los bienes? El matrimonio es para los inmaduros, los inseguros y los ignorantes. Nosotros, los que conocemos bien cómo funcionan esas instituciones, deberíamos estar contentos de vivir juntos sin coerción legal, ¿eh, Toni? ¿Eh?

Agrego:

—Además, si te casas con él, lo más seguro es que quiera que dejes a Guermantes. Dudo que pueda comprender lo vuestro.

—¿Sabes lo mío con Claude?

—Por supuesto.

—Siempre lo sabes todo.

—Esto era bastante evidente, Jude.

—Creí que tu poder se estaba debilitando.

—Así es, así es, cada vez se está debilitando más. Pero aun así esto era bastante evidente a simple vista.

—De acuerdo. ¿Qué te pareció él?

—Es la muerte. Es un asesino.

—Le has juzgado mal, Duv.

—Me metí en su cabeza. Le vi, Jude. No es humano. Para él las personas son juguetes.

—Si ahora mismo pudieras oír el sonido de tu propia voz, Duv. Está cargada de hostilidad, celos manifiestos.

—¿Celos? ¿De verdad crees que soy incestuoso?

—Siempre lo fuiste —me dice—. Pero eso es mejor dejarlo. Realmente pensé que te gustaría conocer a Claude.

—Me gustó. Es fascinante. Las cobras también me parecen fascinantes.

—¡Oh, Duv, vete al diablo!

—¿Quieres que finja que me gustó?

—No quiero que me hagas ningún favor —contesta la vieja Judith de hielo.

—¿Qué opinión tiene Karl sobre Guermantes?

Hace una pausa. Por fin dice:

—Bastante negativa. Karl es una persona muy convencional, ¿sabes? Como tú.

—¿Yo?

—¡Ah, eres tan asquerosamente honesto, Duv! ¡Eres tan puritano! Durante toda mi maldita vida me has estado dando sermones sobre moral. La primera vez que me acosté con alguien, tú estabas allí para recriminármelo…

—¿Por qué no le gusta a Karl?

—No lo sé. Piensa que Claude es siniestro. Un explotador. —De pronto su voz se torna apagada y monótona—. Quizá sólo está celoso. Sabe que sigo acostándome con Claude. Por Dios, Duv, ¿por qué nos estamos peleando otra vez? ¿Por qué no podemos hablar tan sólo?

—Yo no me estoy peleando con nadie. Yo no he levantado la voz.

—Me estás desafiando, es lo que siempre haces. Primero me espías para después desafiarme y tratar de humillarme.

—Es difícil perder los viejos hábitos, Jude. Pero de verdad que no estoy enfadado contigo.

—¡Pareces tan complacido de ti mismo!

—No estoy enfadado, tú sí que lo estás. Te ha molestado que Karl y yo coincidamos con respecto a tu amigo Claude. La gente siempre se enfada cuando oye algo que no quiere oír. Escucha, Jude, haz lo que te dé la gana. Si el que te alucina es Guermantes, sigue adelante con él.

—No lo sé. No lo sé. —Una concesión inesperada—: Quizá hay algo enfermizo en mi relación con él.

De repente, su inflexible seguridad se desvanece. Eso es lo maravilloso en ella: cada dos minutos uno está ante una Judith diferente. Ahora, al ablandarse, al volverse más cordial, parece insegura de sí misma. No tardará mucho en exteriorizar su preocupación, pero no en sus propios problemas, sino en los míos.

—¿La semana próxima vendrás a cenar? Tenemos muchas ganas de pasar una noche los tres juntos.

—Haré lo posible.

—Estoy muy preocupada por ti, Duv.—Sí, la exteriorización empieza—. El sábado por la noche te vi muy nervioso.

—No estoy en uno de mis mejores momentos, pero me las arreglaré. —No tengo ganas de hablar de mí. No quiero su compasión, porque sé que después comenzaré a compadecerme de mí mismo—. Oye, te llamaré pronto, ¿de acuerdo?

—¿Aún sigues sufriendo tanto, Duv?

—Me voy adaptando. Empiezo a aceptar todo este asunto. Quiero decir que todo irá bien. No hagas tonterías, Jude. Saluda de mi parte a Karl.

“Y a Claude”, añado al colgar el receptor.

Miércoles por la mañana. Voy al centro a entregar mi último fajo de obras maestras. Todavía hace más frío que ayer, el aire parece más limpio, el sol más brillante, más lejano. ¡Qué seco parece el mundo! Creo que el tanto por ciento de humedad es bajísimo. El tipo de clima en que solía funcionar con una extraordinaria claridad de percepción. Pero durante el viaje en metro hasta Columbia no estaba recibiendo casi nada, sólo palabras y chillidos confusos, nada coherente. Por lo visto, ya no puedo estar seguro de tener el poder en un día determinado, y parece que hoy es uno de esos días en que está fuera de servicio. Impredecible. Eso es lo que eres, tú que vives en mi cabeza: impredecible. Mientras agonizas te agitas al azar. Voy al lugar de costumbre y espero a mis clientes. Vienen, reciben de mí aquello a por lo que han venido y me ponen los billetes en la palma de la mano. David Selig, benefactor de la humanidad estudiantil. Veo a Yahya Lumumba que parece un gigantesco abeto negro abriéndose camino desde la Biblioteca Butler. ¿Por qué estoy temblando? Es el aire frío, ¿verdad? La insinuación del invierno, la muerte del año. Mientras se va acercando, el astro del baloncesto saluda con la mano, inclina la cabeza, sonríe, todos le conocen, todos le llaman por su nombre. Tengo una sensación de participación en su gloria. Cuando termine la temporada quizá vaya a verlo jugar.

—¿Tienes el trabajo, viejo?

—Aquí está.—Se lo entrego—. Esquilo, Sófocles, Eurípides. Seis páginas. Son veintiún dólares, menos el adelanto de cinco, me tienes que dar dieciséis dólares.

—Espera un momento, viejo.—Se sienta en los escalones a mi lado—. Primero tengo que leer esta basura, ¿de acuerdo? ¿Cómo sé que hiciste un buen trabajo si no lo leo?

Le observo mientras lee. Por algún motivo espero ver cómo se mueven sus labios al tropezar con palabras que le son desconocidas, pero no, sus ojos se mueven con rapidez sobre las líneas. Se mordisquea el labio. Lee cada vez más rápido, pasando impacientemente las hojas. Por fin levanta los ojos y me clava una mirada asesina.

—Esto es una mierda, viejo —dice—. Realmente es una mierda. ¿A quién estás tratando de joder?

—Te garantizo que obtendrás un siete. Si quieres no me pagues hasta que te den la nota. Cualquier nota inferior al siete y te…

—No, escúchame. ¿Quién está hablando de notas? No puedo entregar esta basura. Mira, la mitad es jerga negra, y la otra mitad es una copiada directa de algún libro. Una mierda, eso es lo que es. El profe la va a leer, me va a mirar y me va a decir: “Lumumba, ¿quién te crees que soy? ¿Crees que soy un imbécil, Lumumba? Tú no has escrito esta basura”, me va a decir. No crees una sola palabra de lo que dice aquí. —Se pone de pie lleno de ira—. Mira, te voy a leer algo de esto, viejo. Te voy a enseñar lo que me has dado.—Pasando furiosamente las páginas, frunce el ceño, escupe, sacude la cabeza—. No. ¿Por qué diablos debo hacerlo? ¿Sabes lo que pretendes con esto? Te estás burlando de mí, eso es. Estás jugando con el negro estúpido, vieJo.

—Traté de que pareciera que lo habías escrito tú…

—Mentira. Trataste de joderme, viejo. Has escrito un montón de apestosa basura judía sobre Eurípides con la esperanza de que me metiera en líos al tratar de pasarla como si fuera mía.

—No es cierto. Hice el trabajo lo mejor posible, y sudé lo mío haciéndolo. Cuando contratas a alguien para que te escriba un trabajo, creo que debes estar preparado para esperar cierto…

—¿Cuánto tardaste? ¿Quince minutos?

—Ocho horas, quizá diez —le digo—. Sabes lo que creo que estás tratando de hacer, Lumumba? Estás tratando de hacer racismo conmigo. Judío por aquí, judío por allá; si odias tanto a los Judíos, ¿por qué no buscaste a un negro para que te escribiera el trabajo? ¿Por qué no lo escribiste tú mismo? Hice un trabajo honesto, y no me gusta oír que dices que se trata de una apestosa basura judía. Te repito que si lo entregas no hay duda de que sacarás buena nota, probablemente obtengas más de un siete.

—Me van a suspender, eso es lo que harán.

—No. No. Quizá no te das cuenta de lo que pretendo decirte. Deja que te lo explique. Si me lo das un minuto para que te lea un par de cosas…, quizá lo verás más claro si…

Me pongo de pie e intento cogerle el trabajo de las manos, pero él sonríe y lo sostiene bien alto sobre su cabeza. Necesita- ría una escalera para alcanzarlo. Saltar no serviría de nada.

—¡Vamos, maldito sea, no juegues conmigo! ¡Dame eso!

Doy un manotazo, y él mueve la muñeca y las seis hojas de papel remontan vuelo con el viento y son arrastradas hacia el este por College Walk. Desesperado, las miro alejarse. Aprieto los puños; un asombroso arranque de furia estalla en mí. Quiero hacerle pedazos su burlona cara.

—No has debido hacer eso —le digo—. No has debido tirarlo.

—Tienes que devolverme cinco dólares, viejo.

—Espera un momento. He hecho el trabajo que me pediste, y ahora…

—Dijiste que no cobras si el trabajo no es bueno. Muy bien, el trabajo es una mierda. No cobras. Dame los cinco dólares.

—No estás jugando limpio, Lumumba. Estás tratando de robarme.

—¿Quién está robando a quién? ¿Quién estableció lo de la devolución del dinero? ¿Yo? Tú. ¿Qué voy a entregar ahora? Voy a tener que entregar algo incompleto por tu culpa. Imagínate que por eso no me eligen para el equipo. ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué hago entonces? Mira, viejo, me das ganas de vomitar. Dame los cinco dólares.

¿Dice en serio lo del reembolso? No sé qué pensar. La idea de devolverle el dinero me repugna, y no sólo porque perderé cinco dólares. Desearía poder leer su mente, pero no puedo obtener nada de él en ese nivel; ahora estoy completamente bloqueado. Intentaré hacerme el gallito.

Le digo:

—¿Qué es esto, esclavitud al revés? He hecho el trabajo, ¿no? Me importa un bledo las ridículas e irracionales razones que tienes para rechazarlo. No pienso devolverte los cinco dólares, al menos me quedaré con eso.

—Dame el dinero, viejo.

—¡Vete al diablo!

Comienzo a alejarme. Me agarra (su brazo, completamente extendido hacia mí, debe de ser tan largo como una de mis piernas) y me arrastra hacia él. Comienza a sacudirme. Me castañetean los dientes. Su sonrisa es más amplia que nunca, pero sus ojos son demoníacos. Aunque intento darle algún puñetazo, sostenido a distancia, ni siquiera puedo tocarlo. Empiezo a gritar. Nos está rodeando una muchedumbre. De repente, a la reunión se acercan tres o cuatro hombres con distintivos de la universidad en sus chaquetas, todos negros, todos gigantescos, aunque no tan grandes como Lumumba. Son sus compañeros de equipo. Se ríen, gritan, se divierten. Soy un juguete para ellos.

—Oye, hermano, ¿te está molestando? —pregunta uno de ellos.

—¿Necesitas ayuda, Yahya? —grita otro.

—¿Qué te está haciendo ese blanco hijo de puta, hermano?

—pregunta un tercero.

Forman un círculo y Lumumba me empuja hacia el hombre que está a su izquierda, que me agarra y me arroja hacia el que le sigue. Doy vueltas; me tambaleo; tropiezo; no me dejan caer. Giro y giro y giro. Un codo se estrella contra mi labio. El sabor a sangre está en mi boca. Alguien me da una bofetada, y mi cabeza vuela hacia atrás. Dedos que se hunden en mis costillas. Me doy cuenta de que voy a quedar hecho polvo, de que estos gigantes lo que van a hacer es darme una paliza. Una voz que apenas reconozco como la mía le ofrece a Lumumba su dinero, pero nadie lo nota. Siguen haciéndome girar del uno al otro. Ya no me abofetean, ni me clavan los dedos, sino que me dan puñetazos. ¿Dónde están los policías de la universidad? ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Cerdos al rescate! Pero nadie viene. No puedo recobrar el aliento. Quisiera caer de rodillas y acurrucarme en el suelo. Me están gritando cosas, epítetos raciales, palabras que apenas comprendo, jerga negra que deben de haber inventado la semana pasada; no sé qué me están diciendo, pero percibo el odio en cada sílaba. ¿Socorro? ¿Socorro? El mundo da vueltas a mi alrededor con violencia. Ahora sé cómo se sentiría una pelota de baloncesto, si una pelota pudiera sentir. Los golpes continuos, la confusión del incesante movimiento. Por favor, alguien, cualquiera, ayúdenme, deténgalos. Dolor en mi pecho: un bulto de metal al rojo vivo detrás de mi esternón. No puedo ver. Sólo puedo sentir. ¿Dónde están mis pies? Por fin estoy cayendo. Miren qué rápido se precipitan hacia mí los escalones. El beso frío de la piedra me magulla las mejillas. Es posible que ya haya perdido el conocimiento; ¿cómo saberlo? Hay un consuelo, al fin. Ya no puedo caer más abajo.

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