15

Aunque traté de mostrarme amable, afectuoso y bueno con Judith, el odio siempre se interpuso entre nosotros. Me decía a mí mismo: es mi hermanita, mi única hermana, debo quererla más. Pero el amor no es algo que se pueda forzar. No se le puede inventar sólo a partir de buenas intenciones. Pero lo cierto es que mis intenciones nunca fueron tan buenas. Desde el principio la consideré como una rival. Yo era el primogénito, el difícil, el inadaptado. Se suponía que yo era el centro de todo. Al menos esos fueron los términos de mi pacto con Dios: soy diferente y por ello debo sufrir, pero como compensación el universo entero girará a mi alrededor. Suponían que el bebé que trajeron a casa iba a ser una ayuda terapéutica que contribuiría a mejorar mi relación con la raza humana. Ese fue el trato: se suponía que ella no iba a tener realidad independiente como persona, que no iba a tener su propias necesidades, que no iba a exigir nada que no iba a acaparar el amor de ellos. Iba a ser siempre un objeto, un mueble más. Pero no fui tan tonto como para creérmelo. Cuando la adoptaron yo tenía diez años, ¿recuerdan? Y a los diez años no era ya ningún tonto. Sabía que mis padres, al no sentirse ya obligados a dirigir exclusivamente toda su preocupación por su misteriosamente serio perturbado hijo, con gran alivio no tardarían en trasladar su atención y su amor —sí, especialmente su amor— a esa otra criatura mimosa y sin complicaciones. Ella sería el centro, ocuparía mi lugar; yo me convertiría en un peculiar artefacto caído en desuso. No pude evitar sentirme dolido por eso. ¿Me culpan por haber tratado de matarla en la cuna? Creo que no les resultará difícil comprender el origen de la frialdad con que me trató durante toda su vida. A estas alturas no voy a presentar ninguna defensa. El ciclo de odio comenzó en mí. En mí, Jude, en mí, en mí, en mí. Aunque si hubieras querido, con amor, lo habrías podido romper. Pero no lo quisiste.

En mayo de 1961, un sábado por la tarde fui a la casa de mis padres. En aquel entonces no los visitaba con excesiva asiduidad, a pesar de que vivía a veinte minutos de allí. Era independiente y distante, y estaba fuera del círculo familiar. Sentía un enorme rechazo hacia cualquier cosa que supusiera una atadura. En primer lugar sentía una manifiesta hostilidad hacia mis padres: después de todo, fueron sus caprichosos genes los que me hicieron llegar al mundo de este modo. Y además, estaba Judith, de cuyo desprecio ya me estaba cansando: ¿acaso necesitaba más? Así pues, durante semanas y meses enteros permanecí alejado de ellos, hasta que no pude soportar por más tiempo las melancólicas llamadas telefónicas de mi madre, hasta que el peso de mi culpa pudo más que mi resistencia.

Cuando llegué me alegró saber que Judith aún estaba en su habitación, durmiendo. ¿A las tres de la tarde? Según dijo mi madre, la noche anterior había salido y regresado muy tarde. Judith tenía dieciséis años y supuse que habría ido a un partido de baloncesto en la escuela, acompañada por algún chico flaco, con la cara llena de granos, y luego habrían ido a beber alguna cosa. Duerme bien, hermana, no te despiertes. Pero, por supuesto, el hecho de que ella no estuviera allí me puso en confrontación directa y desprotegida con mis tristes y agotados padres. Mi madre, dulce y frágil; mi padre, cansado y amargo. Recuerdo que durante toda mi vida no dejaron de empequeñecer; ahora parecían más pequeños aún; parecían estar a punto de desaparecer.

Nunca había vivido en este apartamento. Durante años, Paul y Martha lucharon por mantener una vivienda de tres habitaciones demasiado cara para ellos, sólo por el hecho de que Judith y yo no podíamos compartir el mismo cuarto cuando ella dejó de ser una niña. Cuando me matriculé en la universidad y alquilé un cuarto cerca de allí, ellos se mudaron a un apartamento más pequeño y mucho más barato. El cuarto de ellos quedaba a la derecha del vestíbulo, el de Judith a la izquierda, al final de un largo pasillo, después de la cocina. Nada más entrar en el apartamento había una sala en la que, sentado, mi padre estaba hojeando el Times sin prestar demasiada atención. En estos días se limitaba a leer el diario, aunque alguna vez su mente había sido más activa. Él mismo emanaba una débil y opaca sensación de fatiga. Por primera vez en su vida, estaba ganando bastante dinero; de hecho, terminaría siendo bastante rico. Sin embargo, se había amoldado a la psicología del hombre pobre: pobre Paul, eres un fracasado, merecías mucho más de la vida. Mientras pasaba las hojas, miré al diario a través de su mente. Ayer Alan Shepard había realizado su memorable vuelo suborbital, la primera aventura espacial tripulada de los Estados Unidos. EE.UU. LANZA AL HOMBRE A 185 KILOMETROS DE LA TIERRA, se leía en un titular a toda página. SHEPARD ACCIONA LOS CONTROLES DESDE LA CAPSULA, INFORMES POR RADIO EN UN VUELO DE 15 MINUTOS. Busqué algún modo de conectarme con mi padre.

—¿Qué te pareció el viaje espacial? —le pregunté—. ¿Oíste las transmisiones de radio?

Se alzó de hombros.

—¿A quién diablos le importa? Es una locura. Un disparate. Una pérdida de tiempo y dinero para todos.

ISABEL VISITA AL PAPA EN EL VATICANO. El gordo Papa Juan, con el aspecto de un rabino bien alimentado. JOHNSON SE REUNE CON GOBERNANTES EN ASIA PARA DISCUTIR EL USO DE TROPAS NORTEAMERICANAS. Siguió hojeando el diario, salteándose las páginas. SE PIDE LA AYUDA DE GOLDBERG CON LOS COHETES. KENNEDY FIRMA LA LEY DE SALARIOS MINIMOS. No hay nada que le produzca alguna impresión especial, ni siquiera KENNEDY PROCURA REDUCIR LOS IMPUESTOS SOBRE LOS RÉDITOS. Se demora un poco más en la sección deportiva. Una débil señal de interés. EL BARRO CONVIERTE A CARRY BACK EN EL FAVORITO DE LA 57ª CARRERA DE KENTUCKY QUE SE CELEBRARA HOY. LOS YANKS SE ENFRENTAN A LOS ANGELS EN EL PRIMER PARTIDO DE LA SERIE DE 3 ANTE 21.000 ESPECTADORES EN LA COSTA.

—¿Quién crees que ganará la carrera? —le pregunté.

Meneó la cabeza:

—¿Qué sé yo de caballos? —dijo.

Aunque su corazón seguiría latiendo durante diez años más, me di cuenta de que ya estaba muerto. Había dejado de responder, el mundo lo había vencido.

Lo dejé hablando consigo mismo y fui a intentar hablar cortésmente con mi madre: su grupo de lectura Hadassah debatiría Matar un Ruiseñor el próximo jueves y quería saber si yo lo había leído. No lo había hecho. ¿Qué era mi vida? ¿Había visto últimamente alguna película buena? La aventura, le dije. ¿Es una película francesa?, preguntó. Italiana, le dije. Quiso que le relatara el argumento. Aunque escuchó con paciencia, con cara de preocupación, no entendió nada.

—¿Con quién fuiste? —preguntó—. ¿Estás saliendo con alguna chica agradable?

Mi hijo, el soltero, ya tiene veintiséis años y ni siquiera está comprometido. Conseguí desviar la tediosa pregunta con una gran habilidad adquirida tras una larga experiencia. Lo siento, Martha No te daré los nietos que estás esperando, será Judith quien te los dé; no tendrás que esperar tanto.

—Ahora tengo que vigilar el asado —dijo, y desapareció.

De nuevo volví junto a mi padre y me senté allí hasta que no lo pude soportar más y me fui al cuarto de baño, justo al lado del dormitorio de Judith, al otro extremo del pasillo. La puerta de su habitación estaba entreabierta. Eché un vistazo. La luz estaba apagada, persianas bajas, pero toqué su mente y descubrí que estaba desierta, pensando en levantarse. Muy bien, me dije, haz un acto de cortesía, sé amigable. No te costará nada. Golpeé la puerta con suavidad.

—¡Hola!, soy yo —dije—. ¿Puedo pasar?

Estaba sentada en la cama, con una bata blanca encima de su pijama azul oscuro. Bostezando, desperezándose. Su cara por lo general tan tirante, estaba hinchada de haber dormido tanto. Para no perder la costumbre, entré en su mente y encontré algo nuevo e inesperado allí. La inauguración erótica de mi hermana la noche anterior. Todo el asunto: los retozos en el coche aparcado; la excitación creciente; la rápida comprensión de que esto iba a ser algo más que un interludio de caricias; las bragas que caían; la torpeza en el cambio de posiciones; la falta de habilidad en la manipulación del preservativo; el último momento de vacilación antes del total consentimiento; los inexpertos y precipitados dedos que trataban de conseguir la lubricación de la hendidura virgen; la cautelosa y torpe introducción; la presión, la sorpresa al descubrir que la penetración se lograba sin dolor; el pistoneo de un cuerpo contra el otro, la rápida explosión del chico; el resultado pegajoso; la culpa, la confusión y la decepción cuando terminó sin que Judith se sintiera satisfecha. El silencioso regreso a casa, avergonzados. La entrada en la casa, de puntillas, el saludo ronco a los padres vigilantes, despiertos. La ducha a pesar de la avanzada hora de la noche. La inspección y limpieza de la vulva desvirgada y algo inflamada. El intranquilo sueño varias veces interrumpido. Un largo período de insomnio en el que se considera el incidente de esa noche: sensación de alivio y satisfacción por haberse convertido en mujer, mezclada con un cierto miedo. La renuencia a enfrentarse con el mundo al día siguiente, en especial con Paul y Martha. Tu secreto, Judith, no es un secreto para mí.

—¿Cómo estás? —le pregunté.

Contestó con una naturalidad bien estudiada, arrastrando las palabras:

—Dormida. Anoche llegué muy tarde. ¿Qué haces por aquí?

—De vez en cuando vengo a ver a la familia.

—Ha sido un placer haberte visto.

—No es muy amable de tu parte, Jude. ¿Tanto me detestas?

—¿Por qué me molestas, Duv?

—Ya te lo dije, simplemente intento ser amable. Eres mi única hermana, la única que tendré en mi vida. Pensé que podría entrar y hablar un poco contigo.

—Ya lo has hecho. ¿Y?

—Me podrías contar lo que has estado haciendo desde la última vez que nos vimos.

—¿Acaso te importa?

—Si no fuera así, ¿crees que te lo preguntaría?

—Seguro —dijo—. Te importa un bledo lo que haya estado haciendo. Te importa un bledo todo el mundo salvo David Selig y no sé por qué finges lo contrario. No es preciso que te muestres cortés conmigo, es algo impropio de ti.

—¡Oye, espera!—No nos batamos a duelo tan rápido, hermana—. ¿Qué te hace pensar que…?

—¿Acaso piensas en mí todas las semanas? Para ti sólo soy un mueble, la hermanita pesada, la mocosa, la molestia. ¿Alguna vez has hablado conmigo? ¿De algo? ¿Sabes el nombre de la escuela a la que voy? Soy una completa desconocida para ti.

—No, no lo eres.

—¿Qué diablos sabes sobre mí?

—Mucho.

—Por ejemplo.

—Basta, Jude.

—Un ejemplo. Sólo uno. Una sola cosa sobre mí. Por ejemplo…

—Por ejemplo. Está bien, por ejemplo, sé que anoche te acostaste con alguien.

Ambos quedamos boquiabiertos. Me quedé paralizado y en silencio, sin poder creer que aquellas palabras las hubiera dicho yo; y Judith se sacudió como si hubiera recibido una descarga eléctrica, su cuerpo se levantó y se puso rígido, el asombro resplandeció en sus ojos. No sé cuánto tiempo permanecimos petrificados, sin poder hablar.

—¿Qué? —dijo por fin—. ¿Qué has dicho, Duv?

—Lo que has oído.

—Aunque lo he oído, creo que debo de haberlo soñado. Repítelo.

—No.

—¿Por qué no?

—Déjame en paz, Jude.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Por favor, Jude…

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie —murmuré.

Me lanzó una sonrisa aterradoramente triunfal.

—¿Sabes algo? Te creo. De verdad que te creo. Nadie te lo ha dicho, lo has sacado de mi mente, ¿no es cierto, Duv?

—Ojalá nunca hubiera entrado aquí.

—Admítelo. ¿Por qué te niegas a admitirlo? Puedes ver dentro de la mente de las personas, ¿verdad, David? Eres una especie de rareza de circo. Hacía tiempo que lo sospechaba. Todos esos presentimientos que tienes, y que siempre acostumbran a cumplirse, y la falsa turbación con que ocultas la verdad cuando estás en lo cierto, hablando de tu “suerte” para adivinar las cosas. ¡Seguro! ¡Seguro, tu suerte! Pero yo sabía la verdad. A mí misma me decía: este hijo de puta me está leyendo la mente. Pero al momento decía que era una locura, que no existe gente así, que era imposible. Sólo que es cierto, ¿no? Tú no adivinas, ves. Todos estamos abiertos a ti y, como si fuéramos libros, nos lees, nos espías. ¿No es así?

Al oír un ruido a mis espaldas, di un salto, asustado. Era Martha que asomaba la cabeza en el cuarto de Judith, con una vaga y distraída sonrisa dibujada en su rostro.

—Buenos días, Judith. O, mejor dicho, buenas tardes. ¿Una charla agradable, chicos? De verdad que me alegro. No te olvides de tomar el desayuno, Judith —dijo, y nos dejó otra vez solos.

Judith preguntó con aspereza:

—¿Por qué no le has dicho lo que hice anoche? ¿Por qué no le has dado una descripción detallada? Con quién estuve anoche, qué hice con él, qué sentí…

—Basta, Jude.

—Todavía no me has contestado a mi otra pregunta. Posees este extraño poder, ¿no es cierto? ¿No es cierto?

—Y durante toda tu vida te has dedicado a espiar a la gente.

—Sí. Sí.

—Lo sabía. No lo sabía, pero en realidad sí lo sabía, siempre lo supe. Y eso explica tantas cosas. Por qué siempre me sentía sucia cuando era pequeña y tú estabas cerca. Por qué me sentía como si cualquier cosa que hiciera pudiera salir publicada en los diarios al día siguiente. No he tenido nunca intimidad, ni siquiera cuando estaba encerrada en el cuarto de baño. No sentía que tenía intimidad. —Se estremeció—. Ahora que sé lo que eras, Duv, espero no volver a verte jamás. Desearía no haberte visto jamás. Si vuelvo a sorprenderte husmeando dentro de mi cabeza, te cortaré las pelotas. ¿Lo entiendes? Te cortaré las pelotas. Ahora lárgate, me quiero vestir.

Salí de allí tambaleándome y entré directamente en el cuarto de baño. Me agarré con firmeza al borde frío del lavabo y me acerqué al espejo para estudiar mi encendido y turbado rostro. Me veía ofuscado y aturdido, tenía las facciones rígidas como si hubiera sufrido un ataque de apoplejía. Sé que anoche te acostaste con alguien. ¿Por qué le había dicho eso? ¿Un accidente? ¿Las palabras fluyeron de mi boca porque me había aguijoneado más allá del límite de la prudencia? Lo sorprendente es que jamás antes nadie me había empujado a revelar algo como eso. No hay accidentes, dijo Freud. A uno jamás se le escapa algo sin querer. En uno y otro nivel todo es deliberado. Debo de haberle dicho lo que le dije a Judith porque quería que por fin supiera la verdad sobre mí. Pero ¿por qué ella? ¿Por qué ella? Es cierto que a Nyquist se lo había dicho, no podía haber ningún riesgo; pero nunca se lo había admitido a nadie más. Siempre me esforcé tanto por ocultarlo, ¿eh, señorita Mueller? Y ahora Judith lo sabía. Le había proporcionado un arma con la que me podía destruir.

Le había proporcionado un arma. ¡Qué extraño que ella nunca decidiera usarla!

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