Cuando Toni decidió mudarse de mi apartamento en la calle Ciento Catorce esperé dos días antes de hacer algo. Supuse que, cuando se hubiera calmado, regresaría; imaginé que llamaría, contrita, desde la casa de alguna amiga, lamentándose por haberse dejado dominar por el pánico y me pediría que fuera a buscarla en taxi. Además, durante esos dos días no estaba en condiciones de tomar ninguna decisión, continuaba sufriendo los efectos secundarios de mi indirecto viaje; me sentía como si alguien me hubiera cogido por la cabeza y tirado fuertemente de ella, estirándome el cuello como un elástico, dejando que por fin volviera a su lugar con un fuerte ¡zap! que me dejó el cerebro confuso. Pasé esos dos días en la cama, la mayor parte del tiempo dormitando, de vez en cuando leyendo y corriendo como un loco cada vez que sonaba el teléfono.
Pero Toni ni regresó ni llamó, así que comencé la búsqueda el martes siguiente al viaje con ácido. Primero llamé a su oficina. Teddy, su jefe, un hombre culto, dulce, agradable, muy amable, muy marica, no sabía nada, no había ido a trabajar esa semana. No, no se había puesto en contacto con él para nada. ¿Era urgente? ¿Quería anotar el número de su casa?
—Estoy llamando desde el número de su casa —le dije—. No está aquí y no sé dónde se ha ido. Habla David Selig, Teddy.
—Oh —dijo. Muy débilmente, con gran compasión—. Oh.
Y yo le dije:
—Si llama, ¿querrás decirle que se ponga en contacto conmigo?
Después comencé a llamar a sus amigas de las que pude conseguir los números de teléfono: Alice, Doris, Helen, Pam, Grace. Sabía que a la mayoría de ellas yo no les gustaba. No necesitaba valerme de la telepatía para darme cuenta de eso. Todas creían que Toni estaba malgastando su tiempo conmigo, que desperdiciaba su vida con un hombre sin carrera, perspectivas, dinero, ambición, talento ni buena presencia. Las cinco me dijeron que no sabían nada de ella. Doris, Helen y Pam parecieron sinceras, las otras dos me dio la impresión de que me estaban mintiendo. Tomé un taxi hasta el apartamento de Alice en el Village y proyecté mi mente hacia arriba, ¡zam! nueve pisos hasta su cabeza, y me enteré de muchas cosas acerca de Alice que en realidad no quería saber, pero no pude averiguar dónde estaba Toni. Me sentí sucio por haberla espiado y no hice lo mismo con Grace. Opté por llamar a mi jefe, el escritor a quien Toni le estaba corrigiendo un libro, y le pregunté si la había visto. Con un tono de voz muy frío me dijo que no desde hacía semanas. Estaba en un callejón sin salida, no tenía ninguna pista.
Durante todo el miércoles me sentí muy agitado, preguntándome qué hacer, y por fin, melodramáticamente, llamé a la policía. Le di su descripción a un sargento aburrido: alta, delgada, pelo largo y oscuro, ojos castaños. ¿no habían encontrado ningún cuerpo en Central Park últimamente? ¿En los basureros del subterráneo? ¿En los sótanos de los apartamentos de la avenida Amsterdam? No. No. No. Mire, amigo, si nos enteramos de algo se lo comunicaremos, pero a mí no me parece algo serio, fue todo cuanto me dijo la policía. Inquieto, increíblemente nervioso, caminé hasta el Great Shanghai para cenar, pero no pude ni hacerlo, una buena comida desperdiciada. (Los chicos se están muriendo en Europa, Duv. Come. Come.) Después, sentado frente a los restos desparramados de mis langostinos con arroz caliente, terriblemente acongojado, hice una conquista fácil de un modo que siempre he despreciado: escruté a las diversas chicas que se encontraban solas en aquel gran restaurante (y había muchas), buscando una que se sintiera sola, frustrada, vulnerable, que estuviera dispuesta a acostarse con alguien y que tuviera una necesidad imperiosa de que le alimentaran el ego. No resulta excesivamente difícil hacer el amor si se tiene un modo seguro de averiguar quién está dispuesto a ello, pero la cacería no es muy divertida. En este caso, la presa era una mujer casada, medianamente atractiva, de unos veintitantos años, sin hijos, cuyo marido, un profesor de Columbia, evidentemente estaba más interesado en su tesis doctoral que en ella. Pasaba todas las noches sepultado entre las estanterías de la Biblioteca Butler haciendo trabajos de investigación, y se arrastraba hasta su casa tarde, exhausto, irritable y, por lo general, impotente. La llevé a mi habitación, no pude tener una erección (eso le molestó; supuso que era un signo de rechazo) y durante dos tensas horas escuché la historia de su vida. Por fin, pude hacerle el amor, y acabé casi inmediatamente. No fue mi mejor momento. La acompañé hasta su casa (calle Ciento Diez y Riverside Drive); cuando entré en el apartamento el teléfono estaba sonando. Pam.
—He tenido noticias de Toni —dijo, y de repente me sentí lleno de culpa por mi vil infidelidad consoladora—. Está viviendo en casa de Bob Larkin, en la calle Ochenta y Tres Este.
Celos, desesperación, humillación, agonía.
—¿Bob qué?
—Larkin. Ese famoso decorador de interiores del que siempre habla.
—No conmigo.
—Es uno de los más antiguos amigos de Toni, verdaderamente son muy amigos. Cuando ella estaba en la escuela secundaria, él solía invitarla a salir.—Una larga pausa. Luego Pam soltó una risita cordial ante mi silencio aturdido—. ¡Ah, tranquilízate, tranquilízate, David! ¡Es marica! Es sólo una especie de padre-confesor para ella. Lo busca cuando hay problemas.
—Ya veo.
—Vosotros dos habéis terminado, ¿verdad?
—No estoy seguro. Supongo que sí. No lo sé.
—¿Puedo ayudar en algo?
Esta pregunta de Pam me había sorprendido, siempre había pensado que me consideraba una influencia destructiva de la que era aconsejable que Toni se alejara.
—Sólo dame su número de teléfono —dije.
Llamé. Sonó y sonó y sonó. Por fin Bob Larkin descolgó el aparato. Marica, sin duda, con una dulce voz de tenor coronada con un ceceo, no muy distinta a la voz de Teddy, el del trabajo. ¿Quién les enseña a hablar con el acento de homosexual?
—¿Está Toni? —pregunté.
Una respuesta cautelosa:
—¿Quién la llama, por favor?
Se lo dije. Me pidió que esperara, y pasó más o menos un minuto mientras consultaba con ella, con la mano sobre el micrófono. Por fin contestó y dijo que sí, que Toni estaba allí, pero que estaba muy cansada, que estaba descansando y no quería hablar conmigo en ese momento.
—Es urgente —le dije—. Por favor, dile que es urgente.
Otra consulta con el micro tapado. La misma respuesta. Sugirió vagamente que volviera a llamar dentro de dos o tres días. Comencé a tratar de persuadirle, a gimotear, a rogar. En medio de esa representación poco heroica el teléfono cambió repentinamente de mano y Toni me dijo:
—¿Por qué has llamado?
—Eso tendría que ser evidente. Quiero que vuelvas.
—No puedo.
No dijo “no quiero”. Dijo “no puedo”.
—¿Puedes decirme por qué? —le dije.
—En realidad no.
—Ni siquiera me dejaste una nota. Ni una palabra de explicación. Saliste corriendo a toda prisa…
—Lo siento, David.
—Fue algo que viste en mí cuando estabas viajando, ¿verdad?
—No hablemos de eso —dijo—. Ya se acabó.
—No quiero que se acabe.
—Yo sí.
Yo sí. Fue como el ruido de una gran puerta que se cerraba con estrépito en mi cara. Pero no iba a dejar que echara el cerrojo todavía. Le dije que se había dejado olvidadas algunas cosas en mi apartamento. Era mentira; había barrido con todo. Pero cuando algo me interesa puedo ser persuasivo, y comenzó a pensar que podía ser cierto. Me ofrecí a llevarle las cosas en ese mismo momento. No quería que fuera. Me dijo que prefería no volver a verme jamás. Así resultaría menos doloroso. Pero no había convicción en su voz; era más aguda y mucho más nasal que cuando hablaba con sinceridad. Sabía que aún me amaba, más o menos; incluso después del incendio de un bosque, algunos de los troncos quemados siguen viviendo, y nuevos retoños verdes vuelven a brotar de ellos. Eso fue lo que me dije a mí mismo. ¡Qué tonto fui! De cualquier modo, no pudo rechazarme del todo. Del mismo modo que había sido incapaz de no ponerse al teléfono, ahora le resultaba imposible negarse a recibirme. Hablando muy rápidamente, la forcé a que aceptara.
—De acuerdo —dijo—. Ven. Ven. Pero estás perdiendo el tiempo.
Era casi medianoche. El aire veraniego era húmedo y pegajoso, presagiaba lluvia. No había estrellas. Atravesé la ciudad de prisa, sofocado por los vapores de la población húmeda y la amargura de mi amor destrozado. El apartamento de Larkin estaba en el piso diecinueve de una inmensa torre nueva de ladrillos blancos con terraza, en la avenida York. Cuando me invitó a entrar, me sonrió con ternura y compasión, como diciendo: Pobre infeliz, te han lastimado y estás sangrando, y ahora la herida se te volverá a abrir. Tenía unos treinta años, un hombre regordete, con rostro juvenil, largo pelo castaño rizado e indócil y grandes dientes desparejos. Irradiaba simpatía. compasión y bondad. Comprendí por qué Toni recurría a él en momentos como éste.
—Está en la sala —dijo—. A la izquierda.
Era un apartamento grande, impecable. Estaba decorado de forma algo extravagante, con las paredes pintadas de varios colores, piezas precolombinas en vitrinas iluminadas, grotescas máscaras africanas, muebles de cromo: el tipo de apartamento estrafalario que uno ve fotografiado en la revista del Sunday Times. La sala era el centro de espectáculo, una amplia habitación de paredes blancas con una gran ventana curva que revelaba todos los esplendores de Queens al otro lado del East River. Toni estaba sentada en el otro extremo de la sala, junto a la ventana, en un sofá angular color azul oscuro, veteado en oro. Iba vestida con ropa vieja y pasada de moda que contrastaba enormemente con el esplendor que la rodeaba: un apolillado suéter rojo que yo detestaba, una falda negra corta y pasada de moda, medias oscuras. Estaba hundida en el sofá con expresión sombría, apoyada en un codo, y las piernas le sobresalían hacia adelante en forma desgarbada. Era una postura que la hacía parecer huesuda y falta de gracia. Tenía un cigarrillo en la mano y en el cenicero que había junto a ella se amontonaban las colillas. La expresión de sus ojos era triste. Su largo pelo estaba enredado. No se movió cuando caminé hacia ella. Emanaba tal hostilidad que me detuve a unos pasos de ella.
—¿Dónde están las cosas que me ibas a traer? —preguntó.
—No habías dejado nada. Sólo lo he dicho para tener una excusa para verte.
—Lo imaginaba.
—¿Qué es lo que ha ido mal, Toni?
—No preguntes. No preguntes. —Su voz se había vuelto muy grave, un contralto áspero y ronco—. No has debido venir.
—Si al menos me dijeras lo que hice…
—Trataste de lastimarme —dijo—. Trataste de arruinarme el viaje.—Apagó el cigarrillo e inmediatamente encendió otro. Sus sombríos ojos se negaban a encontrarse con los míos—. Por fin me di cuenta de que eras mi enemigo, que debía huir de ti. Así que hice las maletas y me fui.
—¿Tu enemigo? Sabes que eso no es cierto.
—Fue extraño —dijo—. No comprendía lo que estaba pasando. Incluso he hablado con algunas personas que se han drogado muchas veces con ácido y tampoco lo pueden comprender. Fue como si nuestras mentes estuvieran conectadas, David. Como si un canal telepático se hubiera abierto entre nosotros. Y todo tipo de cosas fluían de ti hacia mí. Cosas abominables. Cosas venenosas. Estaba pensando tus pensamientos. Viéndome como tú me veías. ¿Recuerdas cuando me dijiste que también estabas viajando, a pesar de que no habías tomado ácido? Y luego me dijiste que estabas leyendo mi mente. Eso fue lo que realmente me asustó; el modo en que nuestras mentes parecían confundirse, superponerse, convertirse en una. Nunca pensé que el ácido podía provocar eso.
Ésa era mi ocasión para decirle que no había sido sólo el ácido, que no había sido una alucinación provocada por la droga que lo que había sentido era el impacto de un poder especial que se me había otorgado al nacer, un don, una maldición, una anormalidad. Pero las palabras se congelaron en mi boca. Me parecieron una locura. ¿Cómo podía confesar algo semejante? Dejé pasar de largo la ocasión. En cambio, con voz débil dije:
—De acuerdo, fue un momento extraño para ambos. Estábamos algo delirantes. Pero el viaje ya ha terminado. Ahora no tienes que esconderte de mí. Regresa, Toni.
—No.
—Ahora no pero, ¿quizá dentro de unos días?
—No.
—No lo comprendo.
—Todo ha cambiado —dijo—. Ahora no podría vivir contigo, me asustas demasiado. El viaje ha terminado, pero te miro y veo demonios; veo unas cosas que son mitad murciélago, mitad hombre, con grandes alas elásticas y largos colmillos amarillos y… ¡Dios mío, David, no lo puedo evitar! Aún tengo la impresión de que nuestras mentes están unidas. Cosas que se deslizan de tu cabeza hacia la mía. Jamás debí haber probado el ácido.—Sin acabarlo, apagó el cigarrillo e inmediatamente encendió otro—. Ahora haces que me sienta incómoda. Preferiría que te marchases. El mero hecho de estar tan cerca de ti me produce dolor de cabeza. Por favor. Por favor. Lo siento, David.
No me atreví a mirar dentro de su mente, temía que lo que pudiera encontrar me consumiera y destrozara. Pero el poder era aún tan fuerte en aquellos días que no podía evitar recibir, quisiera o no, una radiación mental generalizada y de bajo nivel de aquellos a los que me acercaba. Lo que entonces recibí de Toni confirmó lo que estaba diciendo. No había dejado de amarme, pero el ácido, a pesar de ser lisérgico y no sulfúrico, había lastimado y corroído nuestra relación al abrir esa puerta terrible entre los dos. Para ella era una auténtica tortura estar conmigo en la misma habitación. Yo no podía hacer nada que solucionase eso. Consideré estrategias, busqué ángulos de acercamiento, formas de razonar con ella, quise curarla con palabras dulces y fervorosas. No había forma. No había ninguna forma. Ensayé una docena de diálogos con la cabeza y todos terminaron con Toni rogándome que me alejara de su vida. Ése era el fin. Permanecía allí sentada, casi inmóvil, abatida, con el rostro sombrío, su ancha boca apretada de dolor, su otrora brillante sonrisa ahora extinguida. Parecía haber envejecido veinte años. Su extraña belleza exótica de princesa de! Desierto había desaparecido por completo. De repente, envuelta en su dolor, me pareció más real de lo que me había parecido jamás. Invadida de sufrimiento, viva en su angustia. No había modo de que yo llegara hasta ella.
—Está bien —dije con serenidad—. Yo también lo siento.
Listo, todo terminado, con rapidez, de repente, sin aviso, la bala que atraviesa el aire con un silbido, la granada que rueda con alevosía dentro de la tienda, el yunque que cae del cielo apacible. Terminado. De nuevo solo. Ni siquiera lágrimas. ¿Llorar? ¿Qué es lo que habría que llorar?
Durante nuestra breve conversación en voz baja, Bob Larkin había permanecido discretamente afuera, en un largo vestíbulo empapelado con deslumbrantes ilusiones ópticas negras y blancas. Cuando salí de nuevo la dulce sonrisa de compasión.
—Gracias por dejar que te molestara tan tarde —le dije.
—No ha sido ninguna molestia. Es una lástima lo que ha ocurrido entre Toni y tú.
Asentí.
—Sí, es una lástima.
Nos miramos en forma vacilante, y él se acercó a mí y hundió su dedos momentáneamente en el músculo de mi brazo diciéndome, sin palabras, que me sobrepusiera, que saliera de la tormenta, que me dominara. Se mostró tan abierto que mi mente se hundió inesperadamente dentro de la de él, y lo vi con toda claridad, su bondad, su gentileza, su pesar. De su cabeza surgió una imagen, un recuerdo nítido encerrado en una cápsula: él y una Toni llorosa y destruida, dos noches atrás, tendidos juntos desnudos en su redonda cama tan de moda, la cabeza de ella apoyada sobre el pecho musculoso y velludo de él, las manos de él acariciando los grandes y pálidos pechos de ella. El cuerpo de Toni temblando de necesidad. El miembro renuente y lánguido de él que luchaba para ofrecerle el consuelo del sexo. Su espíritu bondadoso, en guerra consigo mismo, inundado de compasión y amor por ella pero desalentado por su femineidad inquietante, esos pechos, esa hendidura, su suavidad. No tienes que hacerlo, Bob, le dice ella, no tienes que hacerlo, de veras, no tienes que hacerlo, pero él le dice que quiere hacerlo, que ya es hora de que lo hagamos después de conocernos desde hace tantos años, te alegrará un poco, Toni, y además un hombre necesita un poco de variedad, ¿no te parece? Su corazón va hacia ella pero su cuerpo se resiste, y su acto sexual, cuando ocurre, es algo apresurado, patético y torpe, el choque de dos cuerpos reacios y angustiados que termina en lágrimas, estremecimientos, aflicción compartida y, por fin risas, un triunfo sobre el dolor. Él le seca las lágrimas con besos. Ella le agradece profundamente sus esfuerzos. Uno junto al otro, se duermen como niños. ¡Qué civilizados, qué tiernos! Mi pobre Toni. Adiós. Adiós.
—Me alegra que te haya buscado a ti —le dije.
Me acompañó hasta el ascensor. ¿Qué es lo que habría que llorar?
—Si se sobrepone, me aseguraré de que te llame —me dijo.
Le puse la mano sobre el brazo como momentos antes había hecho él y le dediqué mi mejor sonrisa. Adiós.