El oscuro y mal construido apartamento de Judith se llena de olores penetrantes. La oigo en la cocina, moviéndose de aquí para allá, echando especias dentro de la olla: pimienta, orégano, estragón, clavo de olor, ajo, mostaza en polvo, ajonjolí, curry, Dios sabe qué más. El fuego arde y el caldero bulle. Está preparando su famosa salsa picante para tallarines, un producto compuesto de misteriosas influencias de inspiración en parte mexicana, en parte Szechwan, en parte de Madrás, en parte Judith pura. Aunque mi desdichada hermana tiene muy poco de eso que se llama ser ama de casa, los pocos platos que sabe cocinar los prepara extraordinariamente bien, y sus tallarines son famosos, por lo menos, en tres continentes. Incluso estoy convencido de que hay hombres que se acuestan con ella sólo para tener la oportunidad de comerlos.
Inesperadamente he llegado temprano, media hora antes de lo acordado, y Judith no está lista, ni siquiera vestida; así que estoy solo mientras termina con los preparativos de la cena.
—Prepárate algo de beber —me grita.
Me dirijo al mueble bar, me sirvo un vaso de ron y directamente voy a la cocina a coger uno cubitos de hielo. Judith, nerviosa, con una bata de estar por casa y una cinta en el pelo, corre enloquecida y sin aliento de un lado para otro, seleccionando especias. Se mueve a una velocidad increíble.
—En tres minutos estoy contigo —dice jadeando, mientras coge el pote de pimienta—. ¿Te está molestando mucho el chico?
Se refiere a mi sobrino. Se llama Paul, en honor a nuestro padre que en paz descanse, pero Judith nunca lo llama así, le dice “el bebé”, “el chico”. Tiene cuatro años, hijo de un divorcio, destinado a ser tan nervioso como su madre.
—No me está molestando en absoluto —le aseguro, y regreso a la sala.
El apartamento es uno de esos viejos y enormes edificios del West Side, espacioso y de techos altos, con una atmósfera de distinción intelectual por el simple hecho de que muchos críticos, poetas, dramaturgos y coreógrafos han vivido en apartamentos parecidos en este mismo barrio. Una gigantesca sala con grandes ventanales que dan a la avenida West End; un comedor normal; una cocina espaciosa; un dormitorio principal; el cuarto del chico; el cuarto de servicios; dos cuartos de baño. Todo para Judith y su cachorro. El alquiler es muy caro, pero Judith se las arregla para pagarlo. Al mes recibe más de mil dólares de su ex marido, y gana un sueldo que no está mal trabajando de revisora y traductora. Además, obtiene los intereses de unas acciones que le eligió astutamente hace unos años un amante de Wall Street; las compró con su parte heredada de los ahorros sorprendentemente cuantiosos de nuestros padres. (Lo que yo heredé sirvió para pagar deudas acumuladas; todo se derritió como la nieve en junio.)
Una mitad del apartamento está amueblada al estilo del Greenwich Village de 1960 y la otra al de la Elegancia Urbana de 1970: negras lámparas de pie, sillas grises de cuerda, estanterías para libros de ladrillo rojo, grabados baratos y botellas de Chianti cubiertas de cera, por un lado; sillones de cuero, cerámicas Hopi, serigrafías psicodélicas, mesitas de café con tablero de vidrio y cactos dentro de macetas enormes, por el otro. Sonatas de clavicordio de Bach tintinean desde el sistema de altavoces de mil dólares. El piso, oscuro como el ébano y brillante como un espejo, reluce entre las espesas y tupidas alfombras. Un montón de libros de tapas rotas están desordenadamente colocados en una pared. Frente a ella hay dos cajones cerrados de madera que contienen botellas de vino. Ésta sí que es una buena vida. Buena y desgraciada.
Sentado a unos seis metros de mí, junto a la ventana, Paul está jugando con un complicado juguete de plástico, no deja de mirarme con aire de desconfianza. Un chico moreno, delgado y tenso como su madre, reservado, frío. No nos queremos: he estado dentro de su cabeza y sé lo que piensa sobre mí. Para él sólo soy uno de los muchos hombres que hay en la vida de su madre; en mí no ve a un verdadero tío que sea totalmente diferente de los innumerables tíos sustitutos que siempre se quedan a dormir. Supongo que piensa que soy simplemente otro de sus amantes, pero que se deja ver con más asiduidad que el resto. Un error totalmente comprensible. Pero mientras siente resentimiento hacia los otros sólo porque compiten con él por el afecto de su madre, a mí me mira con frialdad porque cree que le he causado dolor; me tiene antipatía en consideración a ella. ¡Con qué sagacidad ha percibido la red de hostilidades y tensiones que durante décadas ha delineado y definido mi relación con Judith! Así que soy un enemigo, si pudiera me destriparía.
Bebo un sorbo, escucho a Bach, le sonrío falsamente al chico e inhalo el aroma de la salsa de tallarines. Mi poder está prácticamente inmóvil; trato de no usarlo mucho aquí, pero de cualquier forma hoy su recepción es débil. Al cabo de un rato, Judith sale de la cocina y, cruzando la sala como un relámpago, dice:
—Ven, mientras me visto, hablamos, Duv.
La sigo hasta su dormitorio y me siento sobre la cama; coge su ropa y la lleva al cuarto de baño contiguo, dejando la puerta abierta sólo un par de centímetros. La última vez que la vi desnuda tenía siete años.
—Me alegra que al fin te hayas decidido a venir —me dice.
—A mí también.
—Aunque no tienes muy buen aspecto.
—Sólo estoy un poco hambriento, Jude.
—Eso se arregla en cinco minutos.
Sonido de agua que corre. Dice algo más; el ruido del desagüe ahoga sus palabras. Le echo una mirada perezosa a la habitación. Una camisa blanca de hombre, demasiado grande para Judith, cuelga descuidadamente de la perilla del armario. Sobre la mesita de noche hay dos gruesos volúmenes con aspecto de libros de texto, Neuroendocrinología analítica y Estudios de la psicología de la termorregulación. Lectura impropia de Judith. Quizá le han encargado que los traduzca al francés. Aunque son ejemplares nuevos, uno fue publicado en 1964 y el otro en 1969. Ambos del mismo autor: K. F. Silvestri, doctor en Medicina, doctor en Filosofía.
—No te habrás matriculado en la facultad de medicina, ¿verdad? —le pregunto.
—¿Lo dices por los libros? Son de Karl.
¿Karl? El nombre nuevo. El doctor Karl F. Silvestri. Ligeramente toco su mente y extraigo su imagen: un hombre alto, robusto, de expresión seria, hombros anchos, mentón fuerte con un hoyuelo, de cabellera ondeada y canosa. Diría que de unos cincuenta años. A Judith le gustan los hombres maduros. Mientras le invado la conciencia me cuenta sobre él. Su actual “amigo”, el último “tío” del chico. Es alguien muy importante en el Centro Médico de Columbia, una verdadera autoridad en anatomía humana. Incluyendo la de ella, supongo. Recientemente divorciado tras veinticinco años de matrimonio. Ajá: le gustan los de segunda mano. Se conocieron hace tres semanas a través de un amigo común, un psicoanalista. Tan sólo se han visto cuatro o cinco veces; él siempre está ocupado en reuniones de comité en este o aquel hospital, seminarios, consultas. No hace mucho Judith me dijo que estaba tomándose un descanso respecto a los hombres, que quizá había terminado con ellos para siempre. Evidentemente, no es así. Si está tratando de leer sus libros, debe de ser una relación seria. A mí me dan la impresión de ser absolutamente ininteligibles, llenos de cuadros y tablas estadísticas y difícil terminología en latín.
Sale del cuarto de baño vestida con un elegante traje pantalón color púrpura y con los pendientes de cristal de roca que le regalé cuando cumplió veintinueve años. Siempre que la visito trata de dar algún pequeño toque sentimental que nos una; esta noche son los pendientes. En estos días nuestra amistad se encuentra en un estado de recuperación, mientras caminamos por el jardín en el que está enterrado nuestro viejo odio. Nos abrazamos, es el abrazo entre un hermano y una hermana. Un perfume agradable.
—¡Hola!—dice—. Lamento no haber podido estar por ti cuando llegaste.
—Es culpa mía, me presenté en casa demasiado pronto. De cualquier forma todo fue bien.
Nos dirigimos a la sala. Tiene buen aspecto. Judith es una mujer hermosa, alta y sumamente delgada, de aspecto exótico pelo y tez oscuros, pómulos salientes. El tipo de mujer delgada y sensual. Supongo que se la podría considerar muy erótica, salvo por el hecho de que hay algo cruel en sus finos labios y en sus brillantes ojos castaños, y esa crueldad, que se hace cada vez más intensa en estos años de divorcio y disgustos, desalienta a la gente. Aunque ha tenido amantes por docenas, al por mayor, no ha tenido mucho amor. Tú y yo, hermanita, tú y yo. De tal palo tal astilla.
Mientras le preparo algo de beber, lo de siempre, ella pone la mesa. Pernod con hielo es su bebida. Gracias a Dios, el chico ya ha comido; odio tenerlo en la mesa. Juega con su cosita de plástico y, ocasionalmente, me lanza miradas de rencor. Judith y yo entrechocamos nuestros vasos para brindar, un gesto teatral. Esboza una sonrisa helada.
—Salud —decimos al unísono.
—¿Por qué no te mudas al centro? —me pregunta—. Podríamos vernos más a menudo.
—Aquí todo es más caro. ¿Verdaderamente crees que queremos vernos con más frecuencia?
—¿A quién más tenemos?
—Tienes a Karl.
—No lo tengo, ni a él ni a nadie. Sólo a mi hijo y a mi hermano.
Pienso en la vez que traté de asesinarla en la cuna, ella no lo sabe.
—¿Somos realmente amigos, Jude?
—Por fin, ahora sí.
—No se puede decir que durante todos estos años nos hayamos profesado demasiado cariño.
—La gente cambia, Duv. Crece. Yo era tonta, una verdadera estúpida, tan enfrascada en mí misma que lo único que podía dar a los que me rodeaban era odio. Pero eso ya se ha terminado. Si no me crees, mira dentro de mi cabeza y verás.
—Tú no quieres que ande husmeando por ahí.
—Hazlo —insiste—. Observa bien y fíjate si no he cambiado con respecto a ti.
—No. Prefiero no hacerlo. —Me sirvo otro vaso de ron. La mano me tiembla un poco—. ¿No deberías echarle una mirada a la salsa de tallarines? Quizá se está quemando.
—Deja que se queme. No he terminado mi bebida. Duv, ¿sigues teniendo problemas? Con tu poder, quiero decir.
—Sí. Los sigo teniendo, ahora más que nunca.
—¿Qué crees que está pasando?
Me alzo de hombros, típico gesto de ignorancia.
—Lo estoy perdiendo, eso es todo. Es como el pelo, supongo. Se tiene mucho cuando uno es joven, luego cada vez menos y, finalmente, nada. ¡Al diablo! Nunca me hizo ningún bien.
—No lo dices en serio.
—Dime uno, aunque sólo sea un bien que me haya hecho, Jude.
—Te convirtió en alguien especial, en alguien único. Cuando todo te iba mal, siempre podías recurrir a él y penetrar en las mentes, podías ver lo invisible, te podías acercar al alma de la gente. Un don de Dios.
—Un inútil don, a menos que hubiera entrado en algún circo.
—Te ha convertido en una persona más rica. Más compleja, más interesante. Sin él no hubieras dejado de ser alguien vulgar y corriente.
—Con él resulté ser alguien bastante común. Un don nadie, un cero a la izquierda. Sin él podría haber sido un don nadie feliz, en lugar de un desdichado.
—Sientes demasiada compasión por ti mismo, Duv.
—Tengo mucho de qué compadecerme. ¿Más Pernod, Jude?
—No, gracias. Voy a ver cómo va la cena. ¿Quieres servir el vino?
Mientras va a la cocina, yo sirvo el vino y llevo la fuente de ensalada a la mesa. Detrás de mí el chico comienza a cantar disparatadas sílabas burlonas con su extraña voz de barítono adulto. Siento la presión del odio frío del chico contra la parte posterior de mi cráneo. Judith regresa, trayendo una colmada bandeja: tallarines, pan de ajo, queso. Cuando nos sentamos, me sonríe cálidamente, evidentemente es un gesto sincero. Entrechocamos los vasos de vino. Durante unos minutos comemos en silencio. Elogio los tallarines. Por fin, dice:
—¿Puedo leerte a ti la mente, Duv?
—Cómo no.
—Dices que te alegra que el poder esté desapareciendo. ¿Esa mentira quieres que me la crea yo, o creértela tú mismo?Porque estás tratando de engañar a alguien. Odias la idea de perderlo, ¿no es cierto?
—Un poco.
—Muchísimo, Duv.
—De acuerdo, muchísimo. No sé qué prefiero. Me gustaría que desapareciera por completo. Dios, me gustaría no haberlo tenido nunca. Pero, por otro lado, si lo pierdo, ¿quién soy? ¿Dónde está mi identidad? Soy Selig, el adivinador del pensamiento, ¿verdad? El Increíble Hombre Mental. Así que si dejo de serlo… ¿comprendes, Jude?
—Comprendo. El dolor que sientes se refleja en tu cara. Lo lamento, Duv.
—¿Qué lamentas?
—Que lo estés perdiendo.
—Me odiaste por atreverme a usarlo contigo, ¿no es así?
—Eso es diferente, fue algo que sucedió hace mucho tiempo. Imagino por lo que debes de estar pasando ahora. ¿Tienes alguna idea de por qué lo estás perdiendo?
—No. Supongo que debe de ser una consecuencia de la edad.
—¿Se podría hacer algo para evitar que desaparezca?
—Lo dudo, Jude. En primer lugar, ni siquiera sé por qué tengo el don, y mucho menos cómo alimentarlo ahora. No sé cómo funciona. Simplemente es algo que tengo en la cabeza, un accidente genético, algo con lo que nací, como quien tiene pecas. Si tus pecas comienzan a desaparecer y quieres evitarlo ¿puedes imaginar algún modo de hacerlo?
—Nunca dejaste que te estudiaran, ¿verdad?
—¿Por qué no?
—No me gusta más que a ti que la gente husmee dentro de mi cabeza —digo con suavidad—. No quiero convertirme en una rata de laboratorio. Siempre traté de pasar inadvertido. Si el mundo descubre lo que soy, me convertiré en un paria. Lo más probable es que me linchasen. ¿Sabes a cuánta gente le dije abiertamente la verdad sobre mí mismo? ¿A cuánta en toda mi vida?
—¿Una docena?
—Tres —es mi respuesta—. Y voluntariamente no se lo habría dicho a ninguna de ellas.
—¿Tres?
—Una eres tú. Supongo que siempre lo sospechaste, pero no tuviste la certeza hasta los dieciséis años, ¿recuerdas? Después está Tom Nyquist, a quien no he vuelto a ver más. Y una chica llamada Kitty, a quien tampoco veo más.
—¿Y la morena alta?
—¿Toni? Explícitamente nunca se lo dije. Traté de ocultárselo, pero lo averiguó indirectamente. Mucha gente también pudo haberlo averiguado indirectamente. Pero sólo se lo he dicho a tres. No quiero que me consideren un bicho raro. Así que es mejor que desaparezca, dejar que muera. Entonces me sentiré feliz por haberme librado de él.
—Pero quieres conservarlo.
—Conservarlo y perderlo a la vez.
—Eso es una contradicción.
—¿Me estoy contradiciendo? Muy bien, entonces me contradigo. Soy amplio, contengo multitudes. ¿Qué puedo decir, Jude? ¿Qué puedo decirte que sea verdad?
—¿Sientes dolor?
—¿Quién no siente dolor?
—Perderlo es casi como volverse impotente, ¿no es cierto, Duv? —me dice—. Llegar a una mente y descubrir que no te puedes conectar. Una vez dijiste que te producía éxtasis. Ese flujo de información, esa experiencia indirecta. Y ahora recibes menos, o nada. Tu mente no se puede levantar. ¿Lo ves así, como una metáfora sexual?
—A veces.
Le sirvo más vino. Mientras comemos tallarines e intercambiamos sonrisas vacilantes, permanecemos en silencio. Casi siento simpatía por ella. Deseos de perdonarla por todos los años durante los que me trató como una atracción de circo. ¡Maldito cerdo solapado, Duv, no te metas en mi cabeza o te mataré! Fisgón. Mirón. Aléjate, viejo, aléjate. No quiso que conociera a su prometido. Supongo que por temor a que le hablara de sus otros hombres. Algún día, me gustaría encontrarte muerto en una zanja, Duv, con todos mis secretos pudriéndose dentro de ti. Hace tanto tiempo. Quizá ahora nos queremos un poco, Jude. Sólo un poco, pero tú me quieres más de lo que yo te quiero.
—Ya no tengo orgasmos —me dice de repente—. Sabes, antes solía tenerlos casi siempre. La auténtica Chica Ardiente. Hace unos cinco años, cuando comenzó la crisis en mi matrimonio, ocurrió algo. Un cortocircuito abajo. Comencé a tener orgasmos cada cinco, cada diez veces. Comencé a sentir que mi capacidad de respuesta iba disminuyendo. Tendida ahí, esperando que ocurriera y, por supuesto, eso me inhibía siempre. Finalmente, no he tenido más orgasmos. Ahora tampoco los tengo No desde hace tres años. Desde que me divorcié es posible que me haya acostado con unos cien hombres, poco más o menos, pero con ninguno lo conseguí, y eso que algunos eran auténticos sementales. Es una de las cosas de las que Karl se va a ocupar. Así que sé lo que se siente, Duv. Sé por lo que debes estar pasando. Perder la mejor manera que tienes de relacionarte con otros. Perder gradualmente el contacto contigo mismo. Convertirte en un extraño dentro de tu propia cabeza.—Sonríe—. ¿Sabías eso acerca de mí? ¿Lo de mis problemas en la cama?
Vacilo por un instante. La mirada helada de sus ojos la delata. La agresividad. El resentimiento que siente. Hasta cuando trata de ser afectuosa no puede evitar odiarme. ¡Qué frágil es nuestra relación! Estamos encerrados en una especie de matrimonio, Judith y yo y nuestro viejo y desgastado matrimonio pende de un hilo. Pero, qué diablos:
—Sí—le digo—. Lo sabía.
—Me lo imaginaba. Nunca has dejado de husmear dentro de mí.
Ahora su sonrisa se ha convertido en un regocijo malévolo. Se alegra de que lo esté perdiendo. Le produce alivio.
—Siempre estoy completamente abierta a ti, Duv.
—No te preocupes, no lo estarás por mucho tiempo. —Ah perra sádica. ¡Ah, hermosa ramera! Y eres todo lo que tengo—. ¿Me das más tallarines, Jude? —Hermana. Hermana. Hermana.