Cuando David conoció a Kitty estaba preparado para enamorarse, muy maduro y ansioso de tener un lío sentimental. Quizá todo el problema fuese ése: lo que sintió por ella no fue tanto amor como la simple satisfacción ante la idea de estar enamorado. O quizá no. Nunca llegó a comprender del todo cuáles eran sus sentimientos hacia Kitty. Fue en el verano de 1963 cuando tuvo lugar su romance. Recuerda aquel verano como el último verano de esperanza y optimismo antes de que el largo otoño de caos entrópico y desesperanza filosófica se apoderara de la sociedad occidental. Por aquel entonces era Kennedy el que manejaba las cosas; aunque desde el punto de vista político no le iba demasiado bien, se las arreglaba para dar la impresión de que iba a mejorar las cosas, si no de un modo inmediato, sí al menos en su inevitable segundo período de mandato. Acababan de prohibirse las pruebas nucleares atmosféricas. Se estaba instalando la línea de emergencia entre Washington y Moscú. Bush, el ministro de asuntos exteriores, había anunciado en agosto que el gobierno survietnamita rápidamente iba tomando control de zonas adicionales del campo. Todavía no había llegado a cien el número de norteamericanos muertos en la guerra de Vietnam.
Selig tenía veintiocho años y se acababa de mudar de su apartamento en Brooklyn Heights a uno más pequeño en la calle Setenta Oeste. Entonces estaba trabajando como corredor de bolsa, la más improbable de todas las cosas a las que se podía haber dedicado. Aquello había sido idea de Tom Nyquist. Después de seis años, Nyquist seguía siendo no sólo su amigo más íntimo, sino posiblemente también el único, pese a que en los últimos dos años su amistad se había debilitado considerablemente. La seguridad casi arrogante en sí mismo de Nyquist molestaba cada vez más a Selig, a quien le parecía conveniente poner distancia, tanto psicológica como geográfica, entre su amigo y él. Melancólicamente, un día Selig le había comentado que si sólo pudiera arreglárselas para juntar un montón de dinero (unos 25.000 dólares, digamos), se iría a una isla lejana y pasaría un par de años escribiendo una novela, un relato especializado sobre el aislamiento en la vida contemporánea, o algo por el estilo. Nunca había escrito nada serio y no estaba seguro de ser sincero diciendo que quería hacerlo. Tenía la secreta esperanza de que Nyquist le diera el dinero, si le daba la gana podía reunir 25.000 dólares con el trabajo de una sola tarde, y le dijera: “Toma, amigo, vete y haz algo creativo”. Pero Nyquist no hacía las cosas de ese modo. En lugar de eso, le dijo que para alguien que no tenía dinero la forma más fácil de ganarlo y mucho en poco tiempo era conseguir un empleo en una firma de corredores de bolsa. Las comisiones serían razonables, lo suficiente para vivir y un poco más, pero el verdadero dinero vendría de seguir las maniobras a los corredores experimentados: las ventas al descubierto, las compras de nuevas emisiones, las tácticas de arbitraje. Si te esmeras lo suficiente, le dijo Nyquist, puedes ganar tanto dinero como quieras. Selig le dijo que no sabía nada sobre Wall Street.
—En sólo tres días podría enseñártelo todo —dijo Nyquist.
De hecho, no tardó tanto. Selig se deslizó dentro de la mente de Nyquist con la intención de hacer un curso acelerado sobre terminología financiera. Nyquist tenía todas las definiciones perfectamente ordenadas: acciones ordinarias y preferidas, ventas al descubierto y especulaciones, opción de venta y compra, pagarés, convertibles, ganancia de capital, colocaciones especiales, fondos de capital limitado contra fondos abiertos, ofertas secundarias, especialistas y lo que hacen, el mercado no inscrito, los promedios Dow-Jones, tablas de unidades y precios, y todo lo demás. Selig memorizó todo eso. Las transferencias mentales con Nyquist tenían una cualidad vívida que hacía que resultara fácil memorizar las cosas. El siguiente paso fue inscribirse como aprendiz. Todas las grandes firmas de corredores estaban buscando principiantes: Merrill Lynch Goodbody, Hayden Stone, Clark Dodge y otras muchas. Al azar, Selig eligió una y solicitó un empleo. Como examen preliminar, le hicieron una serie de preguntas sobre el mercado de valores. La mayoría de las respuestas se las sabía, y las que no las sacó de la mente de los otros aspirantes, la mayoría de los cuales desde su más tierna infancia había estado observando el mercado. Su nota fue excelente y le concedieron el empleo. Tras un breve período de aprendizaje, pasó la prueba para obtener la licencia y, al cabo de poco tiempo, era ya un representante matriculado que operaba en una oficina de corredores bastante nueva en Broadway, cerca de la calle Setenta y Dos.
En la oficina trabajaban cinco corredores, todos bastante jóvenes. La clientela era mayoritariamente judía y, por lo general, geriátrica: viudas de setenta y cinco años que vivían en los inmensos edificios de apartamentos de la calle Setenta y Dos, y fabricantes de ropa retirados que mordisqueaban cigarros y residían en la avenida West End y Riverside Drive. Algunos tenían bastante dinero, que invertían del modo más cauteloso posible. Otros no tenían prácticamente nada, pero insistían en comprar cuatro acciones de Con Edison o tres de Teléfonos para tener la ilusión de prosperidad. Dado que la mayoría de los clientes era de edad avanzada y no trabajaba, la casi totalidad de las transacciones de la oficina se realizaba en persona, y no a través del teléfono. Siempre había diez o doce ciudadanos de edad charlando frente a las pizarras de las acciones y, de vez en cuando, uno de ellos se dirigía hacia la mesa de su corredor favorito y le entregaba un pedido. Cuando se cumplía el cuarto día de trabajo de Selig, un venerable cliente sufrió un fatal accidente cardiaco durante un recobro de nueve puntos. Nadie pareció sorprenderse ni consternarse, ni los corredores ni los amigos de la víctima. Al cabo de un tiempo Selig supo que solían morir clientes en la oficina aproximadamente una vez por mes. El destino. Cuando se llega a cierta edad, se empieza a esperar que, en cualquier momento, los amigos caigan muertos.
Selig se convirtió pronto en un favorito, especialmente entre las ancianas; les agradaba porque era un muchacho judío muy gentil, y varias le ofrecieron presentarle a sus nietas. Aunque muy cortésmente, siempre rechazaba estos ofrecimientos; se esmeraba por ser atento y paciente con ellas, por hacer el papel del nieto. La gran mayoría la formaba mujeres ignorantes, prácticamente analfabetas, cuyos dominantes, codiciosos y propensos a las enfermedades coronarias maridos las habían mantenido durante toda la vida en un estado de inocencia. Ahora, al haber heredado más dinero del que podían gastar, no tenían una idea demasiado clara de cómo manejarlo, dependiendo por completo del gentil y joven corredor de bolsa. Al examinar sus mentes, Selig casi siempre las encontraba opacas y tristemente vacías (¿cómo se podía vivir hasta los setenta y cinco años sin haber tenido jamás una idea?), pero algunas de las señoras más vivarachas mostraban una enérgica y apasionada rapacidad campesina, encantadora a su modo. Los hombres eran más difíciles de tratar: podridos de dinero, siempre iban a la caza de más. La vulgaridad y ferocidad de sus ambiciones le repugnaban, y no se introducía en sus mentes más de lo necesario, sólo para tener una mejor idea del objetivo de sus inversiones para poder servirles como ellos querían. Llegó a la conclusión de que un mes entre gente como ésa le bastaría para convertir a un Rockefeller en socialista.
Aunque estable, el negocio no era nada espectacular; cuando consiguió tener su propio núcleo de clientes, la comisión de Selig ascendió a unos 160 dólares semanales, que era más dinero del que nunca había ganado, pero ni mucho menos el tipo de ingresos que había imaginado que tenían los corredores.
—Has tenido suerte viniendo aquí en primavera —le dijo uno de los otros corredores—. Durante los meses de invierno todos los clientes se van a Florida y aquí nos podemos morir antes de que alguien nos proporcione algún negocio.
Tal como había predicho Nyquist, operando por su cuenta le fue posible obtener algunas buenas ganancias; siempre había interesantes negocios que circulaban por la oficina, pronósticos seguros que proporcionaban buenas ganancias. Sus ahorros comenzaron con 350 dólares y pronto aumentó su capital a una elevada suma de cuatro cifras, ganando dinero con Chrysler Control Data, RCA y Sunray DX Oil, operando con rapidez gracias a rumores de fusiones, división de acciones o aumentos dinámicos de las ganancias. Pero también descubrió que Wall Street se mueve en dos direcciones, y gran parte de sus ahorros se esfumaron debido a operaciones hechas a destiempo en Brunswick, Beckman Instruments y Martin Marietta. Se empezaba a dar cuenta de que jamás iba a ganar lo suficiente como para irse lejos y escribir esa novela. Posiblemente era mejor así. ¿Acaso el mundo estaba necesitado de otro novelista aficionado? Se cuestionó sobre lo que haría después. Cuando llevaba tres meses trabajando como corredor, y con algún dinero en el banco, aunque no demasiado, se encontraba terriblemente aburrido.
La suerte le deparó a Kitty. A las nueve y media de una sofocante mañana del mes de julio entró en la oficina. El mercado aún no había abierto, el verano había hecho que la mayoría de los clientes huyeran a los Catskills, y las únicas personas que había en la oficina eran Martinson, el gerente, Nadel, uno de los corredores, y Selig. Martinson estaba verificando unas cuentas, Nadel hablaba por teléfono con alguien del centro tratando de realizar una maniobra complicada en American Photocopy, y Selig, ocioso, estaba soñando despierto con enamorarse de la hermosa nieta de alguien. Entonces abrió la puerta y entró la hermosa nieta de alguien. Aunque no era exactamente hermosa, sí era atractiva: una chica de veintitantos años, delgada y bien proporcionada, un metro cincuenta y ocho o uno sesenta, de pelo castaño claro sedoso, ojos azules verdosos, facciones delicadas y una figura graciosa y esbelta. Parecía tímida, inteligente, de algún modo inocente, una curiosa mezcla de sabiduría y candidez. Llevaba una blusa de seda blanca (había una cadena de oro sobre los pechos algo pequeños) y una falda color castaño que le llegaba hasta los tobillos y ofrecía un indicio de excelentes piernas debajo. No, no era una chica hermosa, pero sin duda atractiva. Agradable de mirar. ¿Qué diablos viene a hacer este templo de Mammon a su edad?, se preguntó Selig. Ha llegado con cincuenta años de antelación. La curiosidad lo llevó a enviar una sonda para que atravesara su frente mientras caminaba hacia él. Para buscar sólo datos superficiales: nombre, edad, estado civil, domicilio, número de teléfono, motivo de la visita. … ¿qué más?
No obtuvo nada.
Eso le conmovió. Era una experiencia increíble. Única. Jamás le había ocurrido tratar de llegar a una mente y hallarla completamente opaca, inaccesible, como escondida detrás de una pared impenetrable. No recibía ningún tipo de emanación de ella. Era como si en lugar de ser una persona fuese el maniquí de yeso de una tienda, o un robot sin cerebro de otro planeta. Permaneció allí sentado, parpadeando, tratando de encontrar una explicación que justificara aquella imposibilidad de establecer contacto. Esa mente completamente en blanco le dejó tan asombrado que se olvidó de escuchar lo que le estaba diciendo y tuvo que pedirle que lo repitiera.
—Le estaba diciendo que me gustaría abrir una cuenta. Usted es corredor, ¿no?
Con timidez, con torpeza, poseído de una repentina desmaña adolescente, le mostró los formularios para abrir cuentas. Entonces los otros corredores ya habían llegado, pero demasiado tarde: según las reglas de la casa era su clienta. Sentada junto a su desordenada mesa, le habló de sus necesidades de inversión mientras él estudiaba la elegante forma ahusada de su nariz de tabique elevado, luchando sin éxito, contra su desconcertante y enigmática inaccesibilidad mental, y, a pesar o quizá debido a esa inaccesibilidad, comenzaba a enamorarse irremediablemente de ella.
Tenía veintidós años, hacía un año que había salido de Radcliffe, era de Long Island, y eompartía un apartamento en la avenida West End con otras dos chicas. Aunque no estaba casada, descubrió que había habido un largo e infructuoso romance que terminó en un compromiso roto poco antes de que se conocieran. (Qué extraño era para él no descubrirlo todo en seguida, extrayendo la información cuando lo deseaba.) Había estudiado matemáticas y trabajaba como programadora de computadoras, un término que, en 1963, significaba muy poco para él; no sabía exactamente si lo que hacía era diseñar computadoras, trabajaba con ellas o las montaba. Acababa de heredar 6.500 dólares de una tía de Arizona, y sus padres, que por lo visto eran severos y decididos partidarios de que se educara con mano dura, le dijeron que se encargara ella de invertir el dinero para que fuera asumiendo responsabilidades propias de una adulta. Por lo tanto se había dirigido a la oficina de corredores de bolsa del barrio, un oveja a punto de ser trasquilada, para invertir su dinero.
—¿Qué quiere hacer? —le preguntó Selig—. ¿Invertirlo en algo seguro como acciones selectas, o arriesgarse un poco para obtener algunas ganancias?
—No sé. No sé nada acerca del mercado. Lo único que sé es que no quiero hacer ninguna estupidez.
Otro corredor, como por ejemplo Nadel, le habría dicho que el que no arriesga no gana y, aconsejándole que se olvidara de conceptos tan aburridos y anticuados como dividendos, la habría conducido a una cartera en movimiento: Texas Instruments, Collins Radio, Polaroid y ese tipo de cosas. Luego, de vez en cuando, removería su cuenta; cambiaría Polaroid por Xerox, Texas Instruments por Fairchild Camera, Collins por American Motors, American Motors por Polaroid de nuevo obteniendo sus buenas comisiones y, quizá, aumentando el capital de ella, o perdiendo un poco. Selig no tenía estómago para tales maniobras.
—Esto le va parecer muy aburrido —le dijo—, pero vayamos a lo seguro. Le recomendaré algunas cosas aceptables que jamás la harán rica pero que tampoco la harán perder dinero. Y luego podrá guardar las acciones y esperar a ver como crecen, sin tener que estar constantemente pendiente de las cotizaciones del mercado para ver si debería vender. Doy por descontado que no quiere estar continuamente preocupándose por las fluctuaciones a corto plazo, ¿verdad?
Eso no era ni mucho menos lo que Martinson le había dicho que les aconsejara a los nuevos clientes, pero al diablo con eso. Le consiguió algunas acciones de Jersey Standard, algunas de Teléfonos, algunas de IBM, acciones de dos buenas empresas de servicios públicos, y 30 acciones de un fondo de capital limitado llamado Lehman Corporation, del que poseían acciones muchos de sus ancianos clientes. No hizo preguntas, ni siquiera quiso saber qué era un fondo de capital limitado.
—Listo —dijo Selig—. Ahora tiene una cartera, ya es una capitalista.
Ella sonrió. Pese a ser una sonrisa tímida, algo forzada, él creyó detectar un flirteo en sus ojos. Era una agonía no poder leerle la mente, verse obligado a guiarse sólo por los signos externos para saber qué pensaba de él. Aun así, se arriesgó.
—¿Tiene algún plan para esta noche? —le preguntó—. Salgo de aquí a las cuatro de la tarde.
Dijo que estaba libre, pero que su horario era de once a seis. Quedó en pasar a buscarla por su apartamento alrededor de las siete. Cuando abandonó la oficina no había duda del calor de su sonrisa.
—Sinvergüenza con suerte —le dijo Nadel—. ¿Qué has hecho, la has invitado a salir? Acostarse con los clientes viola las reglas de la Comisión Controladora de Acciones y Valores.
Selig se limitó a reír. Veinte minutos después de que abriera el mercado realizó una operación al descubierto con 200 Molybdenum en el Amex, y cubrió su venta un punto y medio más bajo durante la hora de la comida. Pensó que con eso tendría suficiente para pagar la cena, y, posiblemente, aun le sobraría. El día anterior Nyquist le había dado el dato: Moly es algo seguro, sin duda se caerá de la cama. Durante la calma de media tarde, sintiéndose satisfecho consigo mismo, llamó por teléfono a Nyquist para comunicarle lo de su maniobra.
—Lo cubriste demasiado rápido —dijo Nyquist inmediatamente—. Esta semana bajará cinco o seis puntos más. Los inversionistas que están al tanto así lo esperan.
—No soy tan codicioso. Tengo suficiente con los tres billetes que conseguí tan rápidamente.
—De ese modo no te vas a hacer rico.
—Supongo que no tengo el instinto de los que apuestan —dijo Selig e hizo una pausa.
En realidad no había llamado a Nyquist para hablarle del descenso de Molybdenum. Quería decirle que había conocido a una chica y el extraño problema que había con ella. He conocido a una chica, he conocido a una chica. Unos repentinos temores le detuvieron. La pasiva y silenciosa presencia de Nyquist al otro lado de la línea telefónica parecía, de algún modo, amenazadora. Se reirá de mí, pensó Selig. Siempre se ríe de mí, en silencio, creyendo que no me doy cuenta. Pero esto es una idiotez. Le dijo:
—Tom, hoy me ha sucedido algo extraño. Vino una chica a la oficina, una chica muy atractiva. La veré esta noche.
—Te felicito.
—No vayas tan rápido, la cuestión es que no pude leer su mente en absoluto. Quiero decir que ni tan siquiera pude recibir una emanación. Un blanco, un blanco absoluto. Jamás me había pasado eso con nadie. ¿Y a ti?
—Creo que tampoco.
—Un blanco total. No lo entiendo. ¿Cómo puede explicarse que tenga una pantalla tan resistente?
—Es posible que hoy estés cansado —sugirió Nyquist.
—No. No. Puedo leer a todos los demás como siempre, pero a ella no.
—¿Y eso te molesta?
—Por supuesto que sí.
—¿Por qué dices por supuesto?
A Selig le parecía obvio. Sabía que lo que Nyquist estaba haciendo era provocarle: la voz tranquila, sin inflexiones, neutral. Un juego. Una forma de pasar el tiempo. Deseó no haber llamado. Parecía que estaban anotando algo importante en la pizarra de acciones, y el otro teléfono estaba sonando. Nadel atendió y le lanzó una mirada furiosa: ¡Vamos, viejo, hay mucho trabajo!
Selig dijo con brusquedad:
—Bueno, pues me interesa mucho. Y me molesta no encontrar la forma de llegar a su verdadero yo.
Nyquist dijo:
—Lo que quieres decir es que te molesta no poder espiarla.
—No me gusta esa frase.
—¿De quién es? Mía no. Así es cómo consideras lo que hacemos, ¿verdad? Piensas que espiamos. Te sientes culpable por espiar a la gente, ¿no? Pero por lo visto también te irrita no poder hacerlo.
—Supongo que sí—admitió Selig malhumorado.
—Con esta chica te ves forzado a emplear viejas y torpes técnicas de las conjeturas que el resto del mundo está condenado a usar todo el tiempo para tratar con la gente, y eso no te gusta. ¿No es así?
—Haces que parezca algo tan malo, Tom.
—¿Qué quieres que te diga?
—No quiero que me digas nada. Simplemente te estoy comentando que a esta chica no puedo leerle la mente, que nunca me había ocurrido nada parecido, y me pregunto si tienes alguna teoría que explique por qué me sucede esto con ella.
—No la tengo —dijo Nyquist—. Al menos en este momento no se me ocurre.
—Muy bien. Entonces…
Pero Nyquist no había terminado.
—Como comprenderás, no puedo saber si es impenetrable para el proceso telepático o sólo impenetrable para ti, David.
Esa posibilidad ya se le había ocurrido a Selig un momento antes. Le parecía muy inquietante. Nyquist siguió hablando con suavidad.
—¿Por qué no la invitas a venir a casa uno de estos días y me dejas echarle un vistazo? Es posible que de ese modo pueda enterarme de algo interesante con respecto a ella.
—Eso haré —dijo Selig sin demasiado entusiasmo.
Sabía que una reunión como ésa era inevitable y necesaria, pero la idea de exponer a Kitty ante Nyquist le resultaba inquietante. No tenía nada claro por qué le ocurría eso.
—Uno de estos días —dijo—. Oye, están sonando todos los teléfonos. Te llamaré, Tom.
—Dale un beso de mi parte —dijo Nyquist.