10

El tema de esta composición es “Mi primer viaje con ácido”. El primero y el último, tuvo lugar ocho años atrás. En realidad, fue el viaje de Toni y no el mío. A decir verdad, la dietilamida de ácido lisérgico jamás pasó a través de mi aparato digestivo. Lo que hice fue hacerme llevar en el viaje deToni. En cierto sentido aún sigo en ese viaje, ese viaje tan malo. Dejen que les cuente.

Esto ocurrió en el verano del 68. En sí, ese verano fue un mal viaje. ¿Recuerdan el 68? Ese fue el año en el que todos nos dimos cuenta de que todo el asunto se estaba yendo a pique. Me refiero a la sociedad norteamericana. Esa sensación omnipresente de derrumbe inminente y de deterioro que nos resulta tan familiar a todos. Creo que en verdad data del 68, cuando el mundo que nos rodeaba se convirtió en una metáfora del proceso de aumento entrópico violento que tenía lugar en nuestras almas —por lo menos en la mía— desde hacía tiempo.

Ese verano Lyndon Baines MacBird todavia estaba en la Casa Blanca, pero por poco tiempo puesto que había dimitidoen el mes de marzo. Por fin Bobby Kennedy había encontrado la bala que llevaba su nombre, lo mismo que le había sucedido a Martin Luther King. Ninguno de los dos asesinatos fue una sorpresa; lo sorprendente fue que hubieran tardado tanto en cometerlos Los negros estaban incendiando las ciudades; por aquel entonces, sólo quemaban sus barrios, ¿recuerdan? La gente normal y corriente comenzaba a vestir ropas estrafalarias para acudir al trabajo, pantalones acampanados, camisetas y miniminifaldas, estaba de moda dejarse el pelo cada vez más largo, incluso los que pasaban de los veinticinco. Fue el año de las patillas y los bigotes a lo Buffalo Bill. Gene McCarthy, un senador —¿de dónde? ¿Minnesota? ¿Wisconsin?— en las conferencias de prensa citaba poesías como parte de un intento de ganar la nominación presidencial demócrata, pero no cabía duda de que los demócratas, cuando se reunieran para su convención en Chicago, se la darían a Hubert Horatio Humphrey. (¿Y no fue esa convención un hermoso festival de patriotismo norteamericano?) En el otro campo, Rockefeller corría a toda velocidad para alcanzar a Dick, el Tramposo, pero todos sabían a dónde le estaba llevando eso. Seguramente no recuerden un lugar llamado Biafra, donde las criaturas morían de desnutrición, y los rusos movían sus tropas por Checoslovaquia en otra demostración de hermandad socialista. En un lugar llamado Vietnam, que probablemente les gustaría no recordar, descargábamos napalm sobre todo lo que había a la vista con el fin de promover la paz y la democracia, y un teniente llamado William Calley acababa de coordinar la liquidación de más de 100 siniestros y peligrosos viejos, mujeres y niños en la ciudad de Mylai, sólo que aún no sabíamos nada de eso. Los libros que leía todo el mundo eran Parejas, Myra Breckinridge, Las confesiones de Nat Turner y El juego del dinero. No recuerdo las películas de ese año. Aún no habían filmado Busco mi destino y El graduado era del año anterior. Quizá fue el año de El bebé de Rosemary. Sí, creo que sí: 1968 fue, sin duda, el año del diablo. También fue el año en el que mucha gente madura de clase media comenzó a usar tímidamente palabras como “pot” y “yerba” cuando se referían a la marihuana. Algunos de ellos, además de hablar de ella, la fumaban. (Yo. Por fin comencé a fumar a los treinta y tres años.) Veamos, ¿qué más? El Presidente Jonson nombró a Abe Fortas presidente de la Corte Suprema para que reemplazara en el cargo a Earl Warren. ¿Dónde estás ahora, presidente Fortas, cuando te necesitamos? Créase o no, las conversaciones de paz de París acababan de empezar ese verano. Años más tarde nos llegó a parecer que las conversaciones se habían mantenido desde el principio de los tiempos, que eran tan eternas y perpetuas como el Gran Cañón y el Partido Republicano, pero no, las inventaron en 1968. Esa temporada Denny McLain estaba a punto de ganar 31 partidos. Supongo que McLain fue el único ser humano al que 1968 le resultó una experiencia provechosa. Sin embargo, su equipo perdió la Serie Mundial. (No. ¿Qué estoy diciendo? Los Tigers ganaron, 4 partidos a 3. Pero la estrella fue Mickey Lolich, no McLain.) Ésa es la clase de año que fue.

Dios, he olvidado una parte de historia significativa. En la primavera de 1968 tuvimos los disturbios en Columbia, cuando los estudiantes radicales ocuparon la ciudad universitaria (¡Kirk debe irse!), las clases fueron suspendidas (¡Ciérrenla!), los exámenes finales fueron aplazados y hubo altercados nocturnos con la policía, en los que varios cráneos universitarios fueron abiertos y mucha sangre de alta calidad fue a parar a los desagües. Resulta extraño que haya borrado ese acontecimiento de mi mente, cuando de todas las cosas que enumeré aquí fue la única que viví de cerca. Parado en Broadway y la calle Ciento Dieciséis, observando cómo pelotones de polis de mirada dura corrían a toda velocidad hacia la Biblioteca Butler. (Llamábamos “polis” a los policias antes de comenzar a llamarlos “cerdos”, lo que ocurrió ese mismo año un poco más tarde.) Con la mano en alto haciendo el signo V de la Paz y gritando consignas estúpidas como el que más. Agazapado en el pasillo de Furnald Hall mientras la brigada con porras vestida de azul cometia desmanes. Debatiendo tácticas con un barbudo y andrajoso activista que terminó escupiéndome en la cara y llamándome un apestoso soplón liberal. Observando cómo dulces muchachas de Barnard se desgarraban las blusas y agitaban sus desnudos pechos delante de policías lujuriosos y exasperados, mientras lanzaban feroces epítetos anglosajones que las muchachas de Barnard de mi época remota ni siquiera habían oído pronunciar. Observando cómo un grupo de jóvenes y melenudos estudiantes de Columbia orinaban cual ritual sobre una pila de documentos de investigación robados del fichero de algún desafortunado profesor que preparaba su doctorado. Cuando me di cuenta de que incluso los mejores de nosotros éramos capaces de cometer excesos por la causa del amor, la paz y la igualdad humana, entonces supe que no podía haber esperanza para la humanidad. Durante aquellas oscuras noches miré dentro de las mentes de muchas personas y lo único que encontré fue histeria y locura. En una ocasión, desesperado al darme cuenta de que estaba viviendo en un mundo en el que dos bandos de locos luchaban para obtener el control del manicomio, fui a vomitar a Riverside Park tras unos disturbios especialmente sangrientos y me tomó desprevenido (¡a mí, desprevenido!) un hábil asaltante negro de catorce años que, con una gran sonrisa, me robó 22 dólares.

En 1968 estaba viviendo cerca de Columbia, en una residencia miserable de la calle Ciento Catorce, donde tenía una habitación mediana, además del derecho a usar el cuarto de baño y la cocina, con cucarachas, sin cargo alguno. Era el mismo lugar en el que había vivido durante mis dos últimos años en la Universidad, 1955-56. Por aquel entonces el edificio ya estaba venido a menos, y cuando al cabo de doce años regresé, se había convertido en un lugar repugnante —el patio estaba tapado de agujas hipodérmicas rotas de modo que el patio de otro edificio podía estar cubierto de colillas de cigarrillos—; pero tengo la extraña costumbre, un poco masoquista tal vez de no olvidar momentos de mi pasado, por muy desagradables que hayan sido, y cuando necesité un lugar para vivir elegí ése. Además, era barato —14,50 dólares por semana— y debía estar cerca de la Universidad por el trabajo que estaba realizando, la investigación de un libro sobre Israel. ¿Me siguen todavía? Les estaba contando lo de mi primer viaje con ácido, que en realidad fue el viaje de Toni.

Durante casi siete semanas —unos días de mayo, todo junio y parte de julio— habíamos compartido nuestra ruinosa habitación, los buenos y los malos momentos, en medio de olas de calor, peleas y reconciliaciones. Había sido un tiempo feliz quizá el más feliz de mi vida. La quería y creo que ella también me quería. No he tenido demasiado amor en mi vida. No lo digo para que se compadezcan de mí, es simplemente la serena y objetiva expresión de un hecho. La naturaleza de mi condición disminuye mi capacidad de amar y ser amado. Un hombre en mis circunstancias, completamente expuesto a los pensamientos más íntimos de todos los que lo rodean, en verdad que no va a sentir una gran cantidad de amor. No sabe dar amor porque no confía demasiado en sus semejantes: conoce demasiados secretos sucios, y eso mata sus sentimientos hacia ellos. Incapaz de dar, tampoco puede recibir. Su alma, endurecida por el aislamiento y por no poder entregarse a los demás, se vuelve inaccesible y, por lo tanto, no resulta fácil que otros lo amen. El círculo se cierra y él queda atrapado adentro. Sin embargo, quise a Toni, tuve especial cuidado de no mirar demasiado hondo dentro de ella, y no dudaba de que mi amor era correspondido. De todos modos, ¿qué define el amor? Preferíamos la mutua compañía a la compañía de cualquier otro. Nos excitábamos recíprocamente de todas las formas imaginables. Jamás nos aburríamos. Nuestros cuerpos reflejaban la cercanía de nuestras almas: jamás dejé de tener una erección, a ella jamás le faltó lubricación, el acto sexual nos conducía a ambos al éxtasis. A estas cosas yo las llamaría parámetros del amor.

El viernes de nuestra séptima semana, cuando Toni regresó de la oficina, traía dos cuadraditos de papel secante blanco en el bolso. En el centro de cada cuadrado había una débil mancha azul verdosa. Durante unos instantes observé detenidamente esos cuadraditos sin entender nada.

—Ácido —dijo por fin.

—¿Ácido?

—Ya sabes, LSD. Me los dio Teddy.

Teddy era su jefe, el jefe de redacción. LSD, sí, sabía lo que era. Había leído lo que en 1957 escribió Huxley sobre la mescalina. Estaba fascinado y tentado. Durante años había soñado con vivir una experiencia psicodélica; en una ocasión incluso intenté ofrecerme como voluntario para un programa de investigación sobre el LSD en el Centro Médico de Columbia. No tuve suerte, me presenté demasiado tarde. Luego, cuando la droga se puso de moda, comenzaron a oírse toda clase de espantosas historias sobre suicidios, psicosis y malos viajes. Conociendo mi vulnerabilidad, decidí que lo más prudente era dejar el ácido para otros. No obstante mi curiosidad al respecto persistía. Y ahora esos cuadraditos de papel secante en la palma de la mano de Toni.

—Se supone que es dinamita —me dijo—. Pura totalmente, calidad de laboratorio. Teddy ya viajó con una tira de esta banda y dice que es muy suave, muy pura, nada de velocidad o basuras como ésa. Pensé que mañana podríamos pasar el día viajando y dormir el domingo para reponernos.

—¿Los dos?

—¿Por qué no?

—¿Te parece prudente que ambos estemos fuera de juicio a la vez?

Me miró con extrañeza.

—¿Crees que el ácido lo pone a uno fuera de juicio? —preguntó.

—No lo sé. Oí un montón de historias alarmantes.

—¿Nunca viajaste?

—No —dije—. ¿Tú sí?

—Bueno, no. Pero observé a varios amigos míos mientras lo hacían.

Esto me recordó la vida que había llevado antes de conocernos, y sentí un dolor agudo.

—No pierden el juicio, David. Llegan a una especie de máximo frenesí que dura aproximadamente una hora, en la que las cosas a veces se mezclan un poco, pero básicamente alguien que está viajando permanece allí sentado tan lúcido y sereno como… bueno, Aldous Huxley. ¿Puedes imaginar a Huxley perdiendo el juicio? ¿Farfullando, babeando y destrozando muebles?

—¿Pero qué me dices del tipo que mató a su suegra mientras estaba bajo los efectos del ácido? ¿Y la chica que saltó por una ventana?

Toni se alzó de hombros.

—Eran inestables —dijo con arrogancia—. Quizá lo que realmente buscaban era el asesinato o el suicidio, y el ácido sólo les dio el empujón que necesitaban para hacerlo. Pero eso no quiere decir que ni tú ni yo lo haríamos. O quizá se excedieron en la dosis o el ácido estaba mezclado con alguna otra droga. ¿Quién sabe? Esos son un caso entre un millón. Tengo amigos que han viajado cincuenta, sesenta veces, y jamás tuvieron un problema.

Parecía impaciente conmigo. Había un tono condescendiente y admonitorio en su voz. La estima que sentía por mí parecía haber disminuido considerablemente debido a mis vacilaciones de solterón; estábamos en los umbrales de una verdadera discusión.

—¿Qué te pasa, David? ¿Te da miedo viajar? —inquirió.

—Cuando no sabemos a dónde nos va a llevar el ácido, creo que no es prudente que ambos viajemos a la vez, eso es todo.

—Viajar juntos es el acto de amor más grande que pueden realizar dos personas —me dijo.

—Pero es un acto peligroso. No sabemos qué ocurrirá. Mira, puedes conseguir más ácido si quieres, ¿verdad?

—Supongo que sí.

—Muy bien. Hagamos las cosas de manera ordenada, paso por paso. No hay prisa. Viaja tú mañana y yo te observaré. Yo viajaré el domingo y tú me observarás. Si a ambos nos gusta lo que el ácido les hace a nuestras cabezas, la próxima vez podemos viajar juntos. ¿De acuerdo, Toni? ¿De acuerdo?

No estaba de acuerdo. Estaba a punto de hablar, de formular un argumento, una objeción; pero también la vi contenerse, echarse atrás, reconsiderar su posición y decidir no hacer de aquello un tema de discusión. Aunque en ningún momento le leí la mente, por los gestos de su cara pude ver con toda claridad y evidencia cuáles eran sus pensamientos.

—De acuerdo —dijo con voz suave—. No vale la pena que discutamos por esto.

El sábado por la mañana se saltó el desayuno (le habían dicho que viajara con el estómago vacío) y, cuando yo terminé el mío, durante un rato permanecimos sentados en la cocina con uno de los cuadrados de papel secante colocado inocentemente sobre la mesa, entre nosotros. Simulamos que no estaba allí. Toni parecía algo tensa; no supe si le molestaba que hubiera insistido en que viajara sola o si, ahora que estaba a punto de hacerlo, le preocupaba la idea de viajar. Apenas hablamos. Llenó un cenicero con un montón deprimente de cigarrillos a medio fumar. De vez en cuando sonreía nerviosamente; también de vez en cuando le tomaba la mano y le sonreía para alentarla. Mientras se desarrollaba esta conmovedora escena, entraron y salieron varios de los inquilinos con los que compartíamos la cocina de la residencia. Primero Eloise, la prostituta negra de piel lustrosa. Luego la señorita Theotokis, la enfermera de rostro ceñudo que trabajaba en el St. Luke’s. El señor Wong, el misterioso chino bajo y regordete que siempre se paseaba en ropa interior. Aitken, el aplicado estudiante de Toledo, y su compañero de cuarto, Donaldson, un drogadicto de aspecto cadavérico. Algunos hicieron un gesto con la cabeza a modo de saludo, pero ninguno dijo nada, ni siquiera “Buenos días”. En este lugar era de lo más correcto comportarse como si los vecinos fueran invisibles. La vieja y maravillosa tradición neoyorquina.

Alrededor de las diez y media de la mañana Toni dijo:

—Tráeme un poco de zumo de naranja, ¿quieres?

Abrí la nevera y saqué un envase que tenia mi nombre y le serví un vaso. Me guiñó un ojo y esbozó una amplia y arrogante sonrisa mostrando los dientes. Arrugó el papel secante, se lo metió en la boca y, con la ayuda del zumo de naranja, se lo tragó.

—¿Cuánto tardará en surtir efecto? —pregunté.

—Hora y media más o menos —dijo.

En realidad, más bien fueron cincuenta minutos. Ya estábamos en nuestra habitación, la puerta cerrada con llave y una melodía débil y chirriante de Bach que salia del tocadiscos portátil. Yo trataba de leer, y lo mismo hacía Toni; no pasábamos las páginas con excesiva rapidez. De pronto, levantó la vista y dijo:

—Estoy empezando a sentirme un poco extraña.

—¿Extraña en qué sentido?

—Mareada. Una ligera sensación de náuseas. Siento un ligero hormigueo en la nuca.

—¿Te traigo algo? ¿Un vaso de agua? ¿Zumo?

—Nada, gracias. Estoy muy bien. De veras.

Una sonrisa, tímida pero auténtica. Aunque parecía sentir algo de aprensión no se la veía en absoluto asustada. Deseaba viajar. Dejé mi libro a un lado y la observé con atención, sintiéndome protector, incluso deseando tener la más mínima oportunidad para serle útil. No quería que tuviera un mal viaje, pero sí que me necesitara.

A través de su sistema nervioso me enviaba información sobre el progreso del ácido. Iba tomando notas hasta que me indicó que el ruido que hacía el lápiz contra el papel la distraía. Los efectos visuales estaban comenzando, veía las paredes algo cóncavas, y las grietas en el revoque estaban adquiriendo una textura y una complejidad extraordinarias. Todo parecía tener un color anormalmente brillante. Los haces de luz que entraban por la sucia ventana eran luminosos trozos del espectro, hechos añicos, derramados sobre el piso. La música (le había puesto unos cuantos de sus discos favoritos en el aparato cambiador) había adquirido una nueva y extraña intensidad; le resultaba difícil seguir la melodía y tenía la impresión de que el plato del tocadiscos se detenía y arrancaba continuamente, pero el sonido mismo, tenía una indescriptible calidad de densidad y tangibilidad que la fascinaba. Sentía también un silbido en el oído, como de aire que soplaba contra sus mejillas. Habló de que la invadía una extraña sensación.

—Estoy en otro planeta —dijo en dos ocasiones.

Se la veía sonrojada, exaltada, feliz. Al recordar los terribles cuentos que había oído sobre descensos al infierno provocados por el ácido, los relatos horripilantes de experiencias desagradables y agotadoras que los diligentes periodistas anónimos del Times y Life narraban para el deleite de millones de lectores, casi me puse a llorar de alivio ante la certeza de que mi Toni saldría de su viaje sin sufrir ningún daño. Había temido lo peor, pero todo estaba saliendo bien. Tenía los ojos cerrados, el rostro sereno y exultante, su respiración era profunda y tranquila. Mi Toni estaba perdida en reinos trascendentales de misterio. Apenas me hablaba, de vez en cuando rompía sus silencios sólo para murmurar algo confuso y ambiguo. Había pasado ya media hora desde que por primera vez mencionó las sensaciones extrañas. Al ser arrastrada cada vez más hondo dentro de su viaje, mi amor por ella también se volvió más profundo. Su capacidad para afrontar la experiencia con el ácido era una prueba de la fortaleza básica de su personalidad, y eso me encantaba. Admiro a las mujeres fuertes y decididas. Ya estaba planeando mi viaje del día siguiente: seleccionando el acompañamiento musical, tratando de imaginar el tipo de distorsiones interesantes de la realidad que experimentaría, deseando comparar mis sensaciones con las de Toni. Estaba lamentando la cobardía que me había privado del placer de viajar con Toni ese día.

Pero, ¿qué es esto? ¿Qué le está pasando a mi cabeza? ¿Por qué esta repentina sensación de asfixia? ¿El fuerte latido en mi pecho? ¿La sequedad en mi garganta? Las paredes se están doblando; el aire parece pesado y sofocante; de repente, mi brazo derecho mide treinta centímetros más que el izquierdo. Estos son efectos que Toni había notado y me había descrito hacía sólo un momento. ¿Por qué los siento yo ahora? Tiemblo. Los músculos saltan espontáneamente en mis muslos. ¿Esto es lo que llaman un viaje de contacto? ¿Sólo por estar tan cerca de Toni mientras viaja; exhala partículas de LSD al respirar, me he drogado accidentalmente debido a alguna contaminación de la atmósfera?

—Mi querido Selig —me dice mi sillón con tono presumido—, ¿cómo puedes ser tan tonto? ¡Es evidente que estás extrayendo estos fenómenos de su mente!

¿Evidente? ¿De veras que es tan evidente? Considero la posibilidad. ¿Estoy leyendo a Toni sin saberlo? Por lo visto así es. En ocasiones pasadas siempre fue preciso hacer algún esfuerzo de concentración, aunque fuera muy leve, para poder enfocar bien lo que veía en otras cabezas. Pero, por lo visto, el ácido intensifica sus emisiones cerebrales y me llegan sin que yo las busque. ¿Qué otra explicación puede haber? Está transmitiendo su viaje y yo, de algún modo, he sintonizado su longitud de onda, a pesar de todas mis nobles resoluciones de respetar su intimidad. Y ahora, las extrañezas del ácido, esparcidas a través de la brecha que nos separa, me infectan también a mí.

¿Debo salir de su mente?

Los efectos del ácido me distraen. Miro a Toni y parece transformada. Un pequeño lunar oscuro en la parte inferior de su mejilla cerca de la comisura de los labios, lanza un torbellino de colores deslumbrantes: rojo, azul, violeta, verde. Sus labios son demasiado carnosos, su boca demasiado ancha. Y todos esos dientes. Hilera sobre hilera, como un tiburón. ¿Cómo es que no me di cuenta antes de esa boca rapaz? Me asusta. Su cuello se alarga; su cuerpo se comprime; sus pechos se mueven como gatos inquietos bajo su suéter rojo que yo tanto conocía y que ahora ha tomado un purpúreo matiz siniestro y amenazador. Miro hacia la ventana para escapar de ella. Los vidrios sucios tienen unas rajaduras que jamás había notado. No cabe la menor duda de que en cualquier momento la ventana explotará, lanzando una lluvia de fragmentos de vidrio ardientes sobre nuestros cuerpos. Parece que hoy el edificio de enfrente está anormalmente bajo amenaza en su forma alterada. El techo también está viniendo hacia mi. Oigo apagados toques de tambor que vienen de arriba —los pasos de mis vecinos, me digo— e imagino caníbales preparando su cena. ¿Esto es viajar? ¿Esto es lo que los jóvenes de nuestra nación han estado anhelando y haciendo voluntariamente para divertirse?

Antes de que las alucinaciones me vuelvan loco, debería cortar con todo esto. Quiero salir.

Bueno, es fácil. Tengo formas de suspender la recepción, de bloquear el flujo. Sólo que esta vez no funcionan. Estoy indefenso ante el poder del ácido. Trato de aislarme de estas extrañas y perturbadoras sensaciones, pero siguen marchando hacia mí. Estoy completamente abierto a todo lo que emana de Toni. Estoy atrapado. Voy cada vez más hondo. Esto es un viaje. Esto es un mal viaje. Esto es un viaje muy malo. ¡Qué extraño! Toni estaba teniendo un buen viaje, ¿verdad? Entonces, ¿por qué yo, al hacerme llevar por un accidente en su viaje, tengo uno malo?

Todo lo que hay en la mente de Toni fluye dentro de la mía. La experiencia de recibir el alma de otra persona no es nueva para mí, pero jamás he experimentado una transferencia semejante, ya que la información, modulada, por la droga, me llega espantosamente distorsionada. Soy un espectador renuente en el alma de Toni, y lo que allí veo es una fiesta de demonios. ¿Puede existir tal oscuridad dentro de ella? En las otras ocasiones no vi nada por el estilo: ¿el ácido ha liberado algún nivel de pesadilla al que no tuve acceso antes? Su pasado desfila ante mi. Imágenes llamativas bañadas por una tenue luz. Amantes. Copulaciones. Abominaciones. Un torrente de sangre menstrual, ¿o ese río escarlata es algo aún más siniestro? Aquí hay un coágulo de dolor: ¿qué es eso, crueldad hacia otros, crueldad consigo misma? ¡Y miren cómo se entrega a ese ejército de hombres monstruosos! Avanzan mecánicamente, cual legión amenazadora. Los rígidos penes brillan con una terrible luz roja. Uno tras otro se hunden dentro de ella, y veo la luz que fluye de su entrepierna cuando lo hacen. Sus rostros son máscaras. No conozco a ninguno. ¿Por qué no estoy yo también en la fila? ¿Dónde estoy yo? ¿Dónde estoy yo? Ah, allí: en un rincón, insignificante, improcedente. ¿Esa cosa soy yo? ¿Así es como me ve en realidad? ¿Un vampiro velludo, una sanguijuela acurrucada y agazapada? ¿O solamente es la imagen que David Selig tiene de David Selig, que salta entre nosotros como los reflejos en los espejos paralelos de una peluquería? Que Dios me ayude, ¿estoy pasándole mi propio mal viaje a ella, después de leerlo de su mente y culpándola por albergar pesadillas que ella no ha concebido?

¿Cómo puedo romper ese vínculo?

Me levanto con dificultad, vacilante. Me tambaleo, tengo los pies torcidos, siento náuseas. La habitación gira velozmente alrededor de mi. ¿Dónde está la puerta? La perilla de la puerta se aleja de mí. Voy directamente hacia ella.

—¿David? —Su voz retumba interminablemente—. David David David David David David David. …

—Aire fresco —musito—. Sólo salgo afuera un minuto…

No sirve de nada. Las imágenes espeluznantes me persiguen incluso cuando abandono la habitación. Sudoroso, me apoyo contra la pared, me aferro a la oscilante pared. El chino pasa junto a mi como un fantasma. A lo lejos oigo el teléfono que suena. La puerta de la nevera se abre y se cierra, se abre y se cierra, el chino pasa junto a mi por segunda vez desde la misma dirección, y la perilla de la puerta se aleja de mi, mientras el universo se pliega sobre sí, encerrándome en un momento lleno de ondas. La entropía disminuye. La pared verde transpira sangre verde. Una voz áspera dice:

—¿Selig? ¿Pasa algo malo?

Es Donaldson, el drogadicto. Su rostro es el rostro de una calavera. Su mano sobre mi hombro es puro hueso.

—¿Estás enfermo? —pregunta.

Sacudo la cabeza. Se inclina hacia mi hasta que sus órbitas vacías quedan a sólo centímetros de mi cara, y me observa detenidamente. Luego añade:

—¡Estás viajando, viejo! ¿No es cierto? Escucha, si estás en un mal viaje, ven a nuestro cuarto, tenemos algo que te podría ayudar.

—No. No hay ningún problema.

Con paso vacilante entro en mi habitación. La puerta, de repente flexible, no quiere cerrarse; la empujo con ambas manos, manteniéndola en su lugar hasta que el pestillo hace clic. Toni está sentada en el mismo sitio donde la dejé. Parece desconcertada. Su cara es algo monstruoso, puro Picasso; me alejo de ella consternado.

—¿David?

Su voz suena cascada y ronca, y parece estar afinada en dos octavas simultáneas con un relleno de lana áspera entre el tono más agudo y el más grave. Agito las manos con desesperación, tratando de hacerla callar, pero sigue hablando, manifestando preocupación por mí, queriendo saber qué ocurre, por qué he estado entrando y saliendo de la habitación como un loco. Cada sonido que emite es un tormento para mi. Y las imágenes no dejan de fluir de su mente a la mía. Ese murciélago peludo lleno de dientes, que tiene mi cara, sigue mirando con cólera desde un rincón de su cráneo. Toni, creía que me amabas. Toni, pensaba que te hacía feliz. Caigo de rodillas y exploro la alfombra llena de tierra, de un millón de años, una pieza desteñida, raída y gastada del periodo pleistoceno. Se acerca a mí, se agacha solícita, ella, que está viajando, preocupada por el bienestar de su compañero que no quiso viajar y que misteriosamente también está viajando.

—No comprendo —susurra—. Estás llorando, David. Tu cara está llena de manchas. ¿Dije algo malo? Por favor, no sigas, David. Estaba teniendo un viaje tan bueno, y ahora… no entiendo…

El murciélago. El murciélago abre sus alas elásticas. Muestra sus colmillos amarillos.

Muerde. Chupa. Bebe.

Pronuncio con dificultad algunas palabras:

—Yo… también… estoy… viajando…

Mi cara golpea contra la alfombra. El olor a tierra penetra en mi nariz seca. Trilobites que se arrastran por mi cerebro. Un murciélago que se arrastra por el de ella. Risas chillonas en el pasillo. El teléfono. La puerta de la nevera: ¡bum, bum, bum! En el piso de arriba los caníbales bailan. El techo que hace presión sobre mi espalda. Mi mente hambrienta que saquea el alma de Toni. El que espíe por un agujero quizá vea cosas que le disgusten. Toni dice:

—¿Tragaste el otro pedazo con ácido? ¿Cuándo?

—No lo hice.

—Entonces, ¿cómo puedes estar viajando?

No respondo. Me acurruco, me agazapo, transpiro, gimo. Esto es el descenso al infierno. Huxley me lo advirtió. No quería el viaje de Toni. No pedí ver nada de esto. Ahora mis defensas han quedado destruidas. Toni me abruma. Me hunde.

Toni dice:

—¿Me estás leyendo la mente, David?

—Sí. —La última confesión miserable—. Te estoy leyendo la mente.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que te estoy leyendo la mente. Puedo ver cada uno de tus pensamientos, de tus experiencias. Me veo del modo en que tú me ves. ¡Dios mío, Toni, Toni, Toni, es espantoso!

Me agarra y trata de levantarme para que la mire. Finalmente me incorporo. Su cara está terriblemente pálida; los ojos rígidos. Pide una explicación. ¿Qué es eso de leer la mente? ¿Lo ha dicho de verdad, o es algo que su mente ofuscada por la droga ha inventado? Lo he dicho de verdad, le contesto. Me has preguntado si te estaba leyendo la mente y te he dicho que sí, que lo estaba haciendo.

—Nunca te he preguntado nada por el estilo —me dice.

—He oído cómo lo preguntabas.

—Pero no lo he dicho…—Ahora tiembla. Temblamos los dos. El tono de su voz es de desolación—. Estás tratando de arruinarme el viaje, ¿no es cierto, David? No entiendo. ¿Qué motivos tienes para querer hacerme daño? ¿Por qué me estás confundiendo? Era un buen viaje. Era un buen viaje.

—No para mí—le digo.

—Tú no estabas viajando.

—Pero lo estaba haciendo.

Sus ojos se clavan en mi llenos de una total incomprensión se aleja de mí y se deja caer sobre la cama, sollozando. Desde su mente, a través de las imágenes grotescas producidas por el ácido, me llega una ráfaga de emociones amargas: miedo, resentimiento, dolor, furia. Piensa que he tratado deliberadamente de hacerle daño. Nada de lo que pueda decirle cambiará las cosas. Ya nada podrá cambiar las cosas jamás. Me desprecia. Para ella soy un vampiro, una sanguijuela, un parásito; sabe qué clase de don es el mío. Hemos cruzado un umbral fatal y jamás volverá a pensar en mí sin sentir angustia y vergüenza. Ni yo en ella. Corriendo, salgo de la habitación, atravieso el pasillo hacia la habitación que comparten Donaldson y Aitken.

—Un mal viaje —murmuro—. Siento molestarlos, pero…

El resto de la tarde la pasé con ellos. Me dieron un tranquilizante y me ayudaron a llegar al final del viaje con suavidad. Durante una media hora más me siguieron llegando de Toni las imágenes psicodélicas, como si un inexorable cordón umbilical nos uniera a través del pasillo; pero luego, para mi alivio, la sensación de contacto empezó a debilitarse y declinar y, de repente, con una especie de clic audible en el momento de la separación, desapareció por completo. Mi alma dejó de sentirse acosada por los extravagantes fantasmas. El color, la dimensión y la textura retomaron a sus estados normales. Y por fin quedé libre de esa despiadada imagen mía reflejada. Cuando por fin volví a estar completamente solo en mi cráneo, tuve ganas de llorar para celebrar mi liberación, pero las lágrimas no brotaban. Así que permanecí sentado pasivamente, sorbiendo un Bromo-Seltzer. El tiempo pasó muy lentamente. Donaldson, Aitken y yo hablamos de una manera normal y civilizada sobre Bach, el arte medieval, Richard M. Nixon, marihuana y otros muchos temas. Aunque apenas los conocía, estaban dispuestos a perder un poco de su tiempo para aliviar el dolor de un desconocido. Al cabo de un rato me sentí mejor. Poco antes de las seis de la tarde, les di las gracias por todo lo que habían hecho por mí y regresé a mi habitación. Toni ya no estaba allí. El lugar parecía extrañamente distinto. En las estanterías faltaban libros, en las paredes cuadros; la puerta del armario estaba abierta y faltaba la mitad de las cosas. Dado mi confuso y fatigado estado, tardé un momento en comprender lo que había ocurrido. Al principio imaginé que se trataba de un robo, un secuestro, pero luego vi la verdad. Se había marchado.

Загрузка...