A principios de la primavera de 1945, cuando tan sólo tenía diez años, sus amantes padres le obsequiaron con una hermanita. Así fue exactamente como se lo comunicaron: su madre, con su falsa y más cálida sonrisa, lo abrazó y le dijo con su mejor tono de “así es como les hablamos a los chicos brillantes”:
—Papá y yo tenemos una maravillosa sorpresa para ti, David. Vamos a obsequiarte con una hermanita.
Desde luego, no fue ninguna sorpresa. Durante meses, quizá durante años, lo habían estado discutiendo entre ellos, siempre suponiendo, equivocadamente, que su hijo, a pesar de lo inteligente que era, no comprendía de qué estaban hablando. Pensando que era incapaz de asociar un fragmento de conversación con otro, que le era imposible colocar los antecedentes correctos a sus pronombres deliberadamente vagos, los torrentes de “él” y “lo”. Y, naturalmente, les había estado leyendo la mente. En aquellos días su poder era agudo y claro; en su habitación, tendido sobre la cama, rodeado de sus libros con las puntas dobladas y de sus álbumes de sellos, podía sintonizar sin ningún esfuerzo todo lo que ocurría detrás de la puerta cerrada de la habitación de sus padres, a quince metros de distancia. Era como una interminable transmisión de radio sin anuncios comerciales. Podía escuchar las estaciones WJZ, WHN, WEAF, WOR y todas las del dial, pero la que escuchaba con mayor frecuencia era WPMS, Paul y Martha Selig. No tenían secretos para él. No le avergonzaba espiar. Preternaturalmente adulto, copartícipe de todos sus secretos, a diario meditaba sobre los crudos y ardientes aspectos de la vida matrimonial: las ansiedades financieras, los momentos de dulce cariño no diferenciado, los momentos de odio —contenido con remordimiento— por el cónyuge eterno y fastidioso, las alegrías y angustias de la copulación, los momentos de unión y de separación, los misterios de los orgasmos frustrados y las erecciones marchitadas, la concentración intensa y pavorosamente obstinada en el crecimiento y desarrollo correcto del niño. Una corriente continua de rica y abundante espuma fluía de sus mentes, y él la absorbía toda con avidez. Leer sus almas era su pasatiempo, su juguete, su religión, su venganza. Jamás sospecharon que lo hacía. Ésa era una cuestión de la que siempre trataba de asegurarse, husmeando con ansiedad para ver qué sabían, y siempre quedaba satisfecho: ni tan siquiera soñaban que su don existía. Tan sólo pensaban que su grado de inteligencia era anormalmente elevado, y jamás ponían en duda los medios por los que se enteraba tan a menudo de tantas cosas improbables. Quizá si se hubieran dado cuenta de la verdad, lo habrían asfixiado en la cuna. Pero ni siquiera vislumbraban la existencia de su don. Año tras año, continuó espiando con toda comodidad, y su penetración se fue intensificando a medida que comprendía más y más el material que inconscientemente le ofrecían sus padres.
Sabía que el doctor Hittner —desconcertado, totalmente apabullado por el extraño chico Selig— pensaba que lo mejor para todos sería que los padres de David tuvieran un vástago. Esa fue la palabra que usó, vástago, y David tuvo que buscar, como en un diccionario, su significado en la cabeza de Hittner. Vástago: un hermano o una hermana para él. ¡Ah, el maldito traidor con cara de caballo! Aquello había sido lo único que el joven David le había pedido a Hittner que no sugiriera y, naturalmente, lo había sugerido. Pero, ¿qué otra cosa podía esperar? La conveniencia de un vástago había estado alojada allí, en la mente de Hittner, durante todo el tiempo como una granada. Una noche, mientras David leía la mente de su madre, había encontrado el texto de una carta de Hittner. El hijo único es un niño emocionalmente desposeído. Sin las peleas y la influencia recíproca entre los hermanos no es posible que aprenda las mejoras técnicas para relacionarse con sus semejantes, creándose una relación peligrosamente opresiva con sus padres, para quienes se convierte en un compañero en lugar de un dependiente. La panacea universal de Hittner: montones de vástagos. Como si en las familias numerosas no hubieran neuróticos.
David era perfectamente consciente de los desesperados esfuerzos de sus padres por seguir la prescripción de Hittner. No hay tiempo que perder; cada día que pasa el chico crece, sin hermanos, sin los medios para aprender las mejoras técnicas para relacionarse con sus semejantes. Así pues, noche tras noche, los pobres cuerpos envejecidos de Paul y Martha Selig tratan de resolver el problema. Sudorosos, se esfuerzan para seguir adelante con los prodigios contraproducentes de la sensualidad, y todos los meses, en un flujo de sangre, llega la mala noticia: no habrá vástago esta vez. Pero por fin la semilla echa raíces. No le dijeron nada sobre eso, quizá avergonzados de tener que admitir a un chico de ocho años que cosas como el acto sexual ocurrían en sus vidas. Pero él lo sabia. Sabía por qué el vientre de su madre estaba comenzando a abultarse y por qué aún vacilaban en explicárselo. También supo que el misterioso ataque de “apendicitis” de su madre en julio de 1944 fue en realidad un aborto. Supo por qué durante los meses siguientes la tragedia se dibujaba en sus rostros. Supo que ese otoño, el médico de Martha le dijo que en realidad no era prudente que tuviera hijos a los treinta y cinco años, que si insistían en tener un segundo hijo lo mejor seria que lo adoptaran. Supo cuál fue la traumática respuesta de su padre a esa sugerencia: ¿Qué, traer a casa a un bastardo abandonado por alguna sirvienta? Todas las noches, durante semanas, el pobre y viejo Paul permaneció despierto, dando vueltas en la cama, sin confesarle ni siquiera a su mujer por qué estaba tan perturbado; pero, sin saberlo, se lo estaba revelando a su entremetido hijo. Las inseguridades, las hostilidades irracionales. ¿Por qué tengo que criar al mocoso de un extraño, sólo porque ese psiquiatra dice que le hará algún bien a David? ¿Qué clase de basura estaré trayendo a la casa? ¿Cómo puedo querer a este niño que no es mío? ¿Cómo puedo decirle que es judío cuando —¿quién sabe?— quizá lo haya engendrado algún inmigrante irlandés, algún limpiabotas italiano, algún carpintero? Todo esto lo percibe David, que todo lo percibe. Por fin, el viejo Selig habla con su mujer de sus temores, cuidadosamente repasados, diciendo: Quizá Hittner está equivocado, quizá esto sólo es una etapa por la que está pasando David y otro hijo no es la solución indicada. Diciéndole que tenga en cuenta los gastos, los cambios que deberán hacer en su modo de vida; no son jóvenes, tienen muy arraigadas ya sus costumbres, un hijo en este momento de sus vidas, el levantarse a las cuatro de la mañana, los llantos, los pañales. En silencio, David va alentando a su padre porque ¿quién necesita a ese intruso, a ese vástago, a ese enemigo de la paz? Pero, entre llantos, Martha se defiende hablando de la carta de Hittner, leyendo importantes pasajes de su extensa biblioteca sobre psicología infantil, citando condenables estadísticas sobre la incidencia de neurosis, inadaptación, camas mojadas y homosexualidad entre hijos únicos. Para Navidad, el viejo cede. Está bien, está bien, adoptaremos un hijo, pero no aceptaremos cualquier cosa, ¿entiendes? Tiene que ser judío.
Semanas invernales recorriendo las agencias de adopción, diciéndole a David que estos viajes a Manhattan son simples salidas de compras. No lo engañaron. ¿Cómo podría alguien engañar al niño omnisciente? Con sólo mirar detrás de sus frentes podía saber que iban a comprar un vástago. Su único consuelo, su única esperanza era que no pudieran encontrar ninguno. Aún estaban en tiempos de guerra: si no era posible comprar un coche nuevo, quizá tampoco se pudiera conseguir un vástago. Al menos durante varias semanas ése pareció ser el caso. No había muchos bebés disponibles, y los que había parecían tener algún defecto grave: no del todo judíos, o de aspecto demasiado frágil, o demasiado irritables, o del sexo que no buscaban. Había algunos niños disponibles, pero Paul y Martha habían decidido conseguirle a David una hermanita. Eso limitaba mucho las cosas, puesto que la gente tendía a dar con más facilidad niños que niñas para adoptar.
Una nevada noche del mes de marzo David detectó una siniestra nota de satisfacción en la mente de su madre cuando acababa de regresar de otro viaje de compras. Mirando con más atención se dio cuenta de que la búsqueda había terminado. Había encontrado una hermosa niñita de cuatro meses. La madre, de 19 años, no sólo era una judía auténtica. sino que además era estudiante universitaria, la agencia la había descrito como una joven “sumamente inteligente”. No tan inteligente, por supuesto, como para evitar ser fertilizada por un joven y apuesto capitán de la fuerza aérea, también judío, mientras disfrutaba de un permiso en febrero de 1944. Aunque él sintió remordimiento por su descuido, no quiso casarse con la víctima de su lujuria, y estaba ahora de servicio activo en el Pacífico donde, según los padres de la chica, sólo merecía que lo mataran a tiros. La habían obligado a entregar a la criatura para la adopción David se preguntó por qué Martha no había traído al bebé a casa esa misma tarde, pero de pronto descubrió que por delante había varias semanas de formalidades legales, y sólo a mediados de abril por fin su madre le anunció:
—Papá y yo tenemos una maravillosa sorpresa para ti, David.
En honor a la madre de su padre adoptivo, recientemente fallecida, la llamaron Judith Hannah Selig. David la odió al instante Había temido que la pusieran en su cuarto, pero no, colocaron la cuna en la habitación de sus padres; sin embargo noche tras noche, sus llantos llenaron todo el apartamento de estridentes e incesantes gemidos. Era increíble que pudiera hacer tanto ruido, Paul y Martha se pasaban la mayor parte del tiempo alimentándola o jugando con ella o cambiándole los pañales. Eso a David no le importó mucho, ya que los mantenía ocupados y no les permitía ejercer tanta presión sobre él. Pero detestaba tener a Judith en la casa. No veía nada de bonito en sus regordetes miembros, su pelo rizado y sus mejillas con hoyuelos. Al observarla mientras le cambiaban los pañales, encontró algún interés académico en su pequeña hendidura rosada, tan ajena a su experiencia; pero una vez que la vio, su curiosidad quedó satisfecha. Así que tienen una hendidura en vez de una cosa. Muy bien, pero ¿y qué? Por lo general era una distracción irritante. La lectura era su único placer, pero debido al ruido que hacía no podía leer tranquilamente. El apartamento siempre estaba lleno de parientes y amigos que hacían las rituales visitas al nuevo bebé, y sus estúpidas mentes convencionales inundaban el lugar con pensamientos tontos que, como mazos, hacían impacto en la conciencia vulnerable de David. Alguna que otra vez trató de leer la mente del bebé, pero allí no encontró nada salvo glóbulos vagos, borrosos y amorfos de sensaciones nebulosas; le había resultado más interesante leer las mentes de los perros y los gatos. Parecía no tener ningún pensamiento. Todo lo que pudo encontrar fueron sensaciones de hambre, de somnolencia y de débiles liberaciones orgásmicas cuando se mojaba los pañales.
Unos diez días después de su llegada decidió tratar de matarla telepáticamente. Mientras sus padres estaban ocupados en otras cosas, se dirigió a su habitación, fijó la mirada en el interior de la cuna de su hermana y se concentró con toda la fuerza que pudo en drenar su mente aún no formada fuera del cráneo. Si al menos hubiera algún modo de aspirar la chispa de intelecto que poseía, atraer su conciencia dentro de él, transformarla en un caparazón vacío y sin mente, seguramente moriría. Trató de clavar sus garfios en el alma de la niña. La miró fijamente a los ojos y abrió al máximo su poder recibiendo toda su débil emisión cerebral y tratando de sacar aún más. Ven… ven… tu mente se está deslizando hacia mí… la estoy recibiendo, la estoy recibiendo toda… ¡zam! ¡Tengo tu mente! Aquel conjuro no la alteró, así que siguió gorjeando y moviendo los brazos. La miró con mayor intensidad, redoblando el vigor de su concentración. La sonrisa de su hermana vaciló y desapareció. Frunció el entrecejo. ¿Era consciente de que la estaba atacando, o sólo se sentía molesta por las caras que ponía? Ven… ven… tu mente se está deslizando hacia mí…
Por un momento pensó que lo conseguiría de verdad. Pero luego la niña le lanzó una fría mirada de malevolencia, increíblemente feroz, verdaderamente aterradora por ser la de una criatura, y retrocedió, asustado, temiendo algún contraataque repentino. Al instante siguiente, ella estaba gorjeando de nuevo. Lo había vencido. Aunque siguió odiándola, nunca volvió a tratar de dañarla. Cuando creció y fue lo bastante grande como para saber lo que significaba el concepto del odio, tuvo plena conciencia de lo que su hermano sentía por ella. Y también lo odió. Demostró saber odiar con mucha más eficacia que él. ¡Ah, sí, era una experta odiando!