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Nunca conseguí enviar o transmitir mis propios pensamientos a la mente de otra persona, ni aun cuando el poder se manifestó con la máxima fuerza. Lo único que podía hacer era recibir. Es posible que haya gente por ahí que sí pueda hacerlo, que pueda transmitir pensamientos incluso a aquellos que no poseen ningún don receptor especial, pero yo jamás fui uno de ellos. Por lo tanto, mi condena fue la de ser el bicho más repulsivo de la sociedad, el escuchador furtivo, el fisgón. Viejo proverbio inglés: El que espíe por un agujero quizá vea cosas que le disgusten. Sí. Durante los años en que estaba particularmente ansioso por comunicarme con la gente, realizaba esfuerzos terribles para introducirles mis pensamientos. En clase, acostumbraba a sentarme con la mirada fija en la parte posterior de la cabeza de alguna niña y me esforzaba por enviarle mis pensamientos: Hola, Annie, David Selig llamando, ¿puedes leerme? ¿Puedes leerme? Te quiero, Annie. Cambio. Cambio y fuera. Pero Annie jamás me leía, y el flujo de su mente seguiría su curso como un plácido río, inalterado por la existencia de David Selig.

Así pues, no había forma de que pudiera hablar a otras mentes, sólo podía limitarme a espiarlas. El modo en que el poder se manifiesta en mí siempre ha sido sumamente variable. Nunca he tenido mucho control consciente sobre él, a no ser el poder disminuir la intensidad de la recepción y poder sintonizar en cierta medida, básicamente tenía que recibir los pensamientos superficiales de una persona, las subvocalizaciones de las cosas que estaba a punto de decir. Éstas me llegaban de un modo claro, como si estuviéramos manteniendo una conversación, exactamente como si las hubiera dicho; sólo que el tono de voz era distinto, no había duda de que no era un sonido producido por las cuerdas vocales. No recuerdo ningún momento, ni siquiera durante mi niñez, en el que confundiera la comunicación verbal con la comunicación mental. A lo largo de mi vida, esta facultad de leer los pensamientos superficiales se ha mantenido bastante uniforme: la mayor parte de las veces todavía puedo anticipar manifestaciones verbales, especialmente cuando estoy con alguien que tiene la costumbre de ensayar lo que quiere decir.

También podía, y en cierta medida aún puedo, prever intenciones inmediatas, tales como la decisión de darle un derechazo en la mandíbula de alguien. Mi modo de saber estas cosas varía. A veces recibo una manifestación verbal interna coherente: Ahora voy a darle un derechazo en la mandíbula o, si ese día el poder está trabajando en niveles más profundos, simplemente recibo toda una serie de instrucciones no verbales en los músculos que, en una fracción de segundo, se suma al proceso de levantar el brazo derecho para golpear la mandíbula. Llámenlo lenguaje del cuerpo en la longitud de onda telepática.

Hay otra cosa que, aunque no siempre, he podido hacer: sintonizar las capas más profundas de la mente, el lugar donde habita el alma, si así prefieren llamarla. Donde la conciencia se halla bañada por una densa niebla de confusos fenómenos inconscientes. Allí donde se ocultan miedos, esperanzas percepciones, pasiones, propósitos, recuerdos, posiciones filosóficas, principios morales, anhelos, pesares, toda la acumulación confusa de hechos y actitudes que definen al yo íntimo. Generalmente, alguna parte de todo esto se filtra aun cuando establezco el más superficial contacto: no puedo evitar recibir cierta cantidad de información acerca de la coloración del alma. Pero alguna que otra vez, ahora ya casi nunca clavo mis garfios en la sustancia verdadera, en la totalidad de la persona. Con ello experimento éxtasis, una sensación de contacto electrizante. Todo ello unido, por supuesto, a una sensación de dolorosa y entumecedora culpa debido a mi fisgoneo total: ¿cuánto más mirón puede ser un hombre? A propósito, el alma habla un idioma universal. Cuando, pongamos por caso, miro dentro de la mente de la señora Esperanza Domínguez y recibo de ella un cotorreo en español, en realidad no sé qué está pensando, porque no entiendo mucho de español. Pero si llegara a las profundidades de su alma tendría una comprensión absoluta de todo lo que allí encontrara. La mente puede pensar en español, vasco, húngaro o finlandés, pero el alma piensa en un idioma sin idioma, accesible a cualquier engendro curioso y solapado que llega a escudriñar sus misterios.

No importa. Ahora estoy perdiendo todo ese poder.

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