16

Nyquist dijo:

—El verdadero problema que tienes, Selig, es que eres un hombre profundamente religioso que no cree en Dios.

Nyquist siempre decía cosas como ésa y, a ciencia cierta, Selig nunca sabía si las decía en serio o si sólo estaba haciendo juegos de palabras. No importa cuán hondo penetrara Selig en el alma del otro hombre, nunca pudo estar seguro de nada. Nyquist era demasiado astuto, demasiado evasivo.

Selig decidió ser prudente y no decir nada. Estaba de pie, de espaldas a Nyquist, mirando por la ventana. Nevaba. Abajo, las estrechas calles estaban atascadas por la nieve; ni siquiera podían pasar las máquinas municipales de quitar la nieve. Reinaba una extraña tranquilidad. La nieve se despegaba del suelo debido a los fuertes vientos. Un manto blanco iba cubriendo los coches aparcados. Algunos de los conserjes de los edificios de apartamentos de la manzana habían salido a la calle a cavar. Desde hacía tres días había estado nevando a intervalos. Nevaba en todo el Nordeste del país. Caía nieve en cada ciudad mugrienta, en los suburbios áridos, caía con suavidad sobre los Montes Apalaches y, más hacia el este, caía suavemente sobre las oscuras olas turbulentas del Atlántico. En la ciudad de Nueva York no se movía nada. Todo permanecía cerrado: los edificios de oficinas, las escuelas, las salas de conciertos, los teatros. Los ferrocarriles estaban fuera de servicio y las carreteras bloqueadas. No había ningún movimiento en los aeropuertos. Los partidos de baloncesto a disputar en el Madison Square Garden se habían suspendido. Dado que le era del todo imposible llegar hasta el trabajo, Selig se había quedado en el apartamento de Nyquist esperando el fin de la tormenta. Tras pasar tanto tiempo con él, su compañía le estaba empezando a resultar sofocante y opresiva. Lo que antes le había parecido divertido y agradable en Nyquist, ahora le resultaba corrosivo y engañoso. La plácida confianza en sí mismo de Nyquist, ahora parecía más bien presunción; sus ocasionales incursiones dentro de la mente de Selig ya no eran afectuosos gestos de intimidad, sino conscientes actos de agresión. Su costumbre de repetir en voz alta lo que Selig estaba pensando, resultaba cada vez más irritante, y parecía no haber forma de disuadirlo al respecto. Ya estaba haciéndolo de nuevo, extrayendo una cita de la cabeza de Selig y recitándola en tono burlón:

—¡Ah, qué hermoso! “Mientras oía caer la nieve con suavidad sobre el universo, su alma desfallecía lentamente. Caía suavemente, como si se tratara del advenimiento de la hora final sobre todos los vivos y los muertos.” Me gusta eso. ¿Qué es David?

—James Joyce —dijo Selig con acritud—. “Los muertos”, de Dublineses. Ayer te pedí que no hicieras eso.

—Envidio la extensión y la profundidad de tu cultura. Me gusta tomar prestadas tus rebuscadas citas.

—¡Magnífico! ¿Es necesario que me las repitas?

Cuando salió se apartó de la ventana. Nyquist hizo un exagerado ademán levantando la palma de las manos con humildad.

—Lo siento. Olvidé que no te gustaba.

—Tú nunca olvidas nada, Tom. Nunca haces nada por accidente. —Sintiéndose culpable por su irritabilidad, agregó—: ¡Dios, me estoy cansando de ver tanta nieve!

—Está nevando por todas partes —dijo Nyquist—. No va a parar nunca. ¿Qué vamos a hacer hoy?

—Supongo que lo mismo que ayer y que anteayer: sentarnos mirar cómo caen los copos de nieve, escuchar música y emborracharnos.

—¿Qué te parece hacer el amor?

—No creo que seas mi tipo —dijo Selig.

Nyquist le lanzó una sonrisa sin sentido.

—Muy gracioso. Quiero decir que busquemos por el edificio a un par de damas desamparadas y las invitemos a una fiestecita. ¿Acaso dudas de que haya dos damas disponibles en este edificio?

—Imagino que podríamos intentarlo —dijo Selig, encogiéndose de hombros—. ¿Queda algo de whisky?

—Voy a buscarlo —dijo Nyquist.

Trajo la botella. Nyquist se movía con una extraña lentitud, como un hombre que avanzaba a través de una densa atmósfera renuente de mercurio o algún otro fluido viscoso. Selig nunca había visto que fuese con prisas. Sin llegar a ser gordo, era pesado, de cuello y espaldas anchas, cabeza cuadrada, pelo rubio muy corto, nariz chata con aletas anchas y sonrisa fácil e inocente. Muy, muy ario: era escandinavo, tal vez sueco, criado en Finlandia y trasladado a los diez años a los Estados Unidos. Aunque apenas perceptible, tenía cierto deje de acento extranjero. A pesar de afirmar que tenía veintiocho años, a Selig, que acababa de cumplir veintitrés, le parecía algo mayor.

Era febrero de 1958, una época en la que Selig aún tenía la ilusión de que algún día llegaría a triunfar en el mundo de los adultos. Eisenhower era presidente, la bolsa de valores se había ido al diablo. Aunque se acababan de poner en órbita los primeros satélites espaciales norteamericanos, la depresión emocional post-Sputnik estaba afectando a todos. Las camisas de yute eran el último grito en moda femenina. Selig estaba viviendo en Brooklyn Heights, en la calle Pierrepont, y varias veces por semana iba a una oficina de la Quinta Avenida que era propiedad de una editorial para la que realizaba correcciones a 3 dólares la hora. Nyquist vivía en el mismo edificio, cuatro pisos más arriba.

Nyquist era la única persona que Selig conocía que tuviera el poder. Y no solamente eso, el hecho de tenerlo no le había trastornado en absoluto. Nyquist usaba su poder de un modo tan simple y natural como lo hacía con sus ojos o sus piernas, para su propio provecho, sin excusas y sin culpas. Posiblemente se trataba de la persona menos neurótica que jamás había conocido Selig. Su trabajo consistía en explotar a la gente, obtenía sus ingresos invadiendo la mente de otros; pero, al igual que un tigre, se abalanzaba sobre sus víctimas sólo cuando estaba hambriento, nunca atacaba por atacar. Sólo cogía lo que necesitaba, y jamás cuestionaba a la providencia que lo había hecho tan espléndidamente apto para tomar. Sin embargo, jamás tomaba más de lo que necesitaba, y sus necesidades eran moderadas. No tenía ningún trabajo y, aparentemente, jamás lo había tenido. Cuando necesitaba dinero, cogía el metro y, en sólo diez minutos, estaba en Wall Street. Allí deambulaba por los lóbregos desfiladeros del distrito financiero, y revolvía con toda libertad dentro de la mente de los accionistas recluidos dentro de las salas de la Bolsa. Siempre había algún importante y oculto suceso que conmovería el mercado de valores —una incorporación, una división de acciones, un descubrimiento mineral, un informe de ingresos favorable—. Nyquist se enteraba fácilmente de los detalles esenciales. Rápidamente vendía esta información a un precio que, aunque elevado, era razonable, a unos doce o quince inversionistas privados que se habían enterado del modo más feliz posible de que Nyquist era una fuente de información digna de confianza. Intervino en muchas de las innumerables filtraciones con las que se hicieron rápidas fortunas jugando al alza en el mercado de valores de los años cincuenta. De este modo ganaba bastante dinero, el suficiente para disfrutar de una buena vida.

Su apartamento, aunque pequeño, era agradable: tapizados negros de Naugahyde, lámpara de Tiffany, papel Picasso para paredes, un bar bien provisto, un equipo de música estu- pendo que constantemente emitía obras de Monteverdi y Palestrina, Bartok y Stravinsky. Llevaba una agradable vida de soltero, salía con frecuencia, acudía con cierta asiduidad a sus restaurantes favoritos, todos ellos oscuros y étnicos: japoneses, paquistaníes, sirios, griegos. Su círculo de amigos era limitado pero distinguido; principalmente se trataba de escritores, pintores, poetas y músicos. Aunque se acostaba con muchas mujeres, rara vez Selig lo vio dos veces con la misma.

A Nyquist le ocurría lo mismo que a Selig: podía recibir pero era incapaz de enviar; no obstante, era capaz de decir cuándo estaban escudriñando su propia mente. Así fue cómo, por casualidad, se conocieron. Selig acababa de mudarse al edificio, se había dedicado a su pasatiempo favorito, dejando que su conciencia vagara libremente de piso en piso para así conocer a sus vecinos. Saltando de un lado a otro, examinando esta y aquella cabeza, sin encontrar nada que tuviera un especial interés, y de repente:

“Dime dónde estás.”

Una cristalina hilera de palabras que centelleaba en la periferia de una mente resuelta y satisfecha de sí misma. La oración le llegó con la inmediatez de un mensaje explícito. Sin embargo, Selig fue consciente de que no había tenido lugar ningún acto de transmisión activa; simplemente había encontrado las palabras esperando, en actitud pasiva. Respondió con rapidez:

“Calle Pierrepont 35.”

“No, eso ya lo sé. Quiero decir en qué piso del edificio estás.”

“Cuarto piso.”

“Yo estoy en el octavo. ¿Cómo te llamas?”

“Selig.”

“Nyquist.”

El contacto mental era asombrosamente íntimo. Casi resultaba sexual, como si estuviera penetrando en un cuerpo, no en una mente, y se avergonzó ante la masculinidad resonante del alma en la que había entrado; sintió que había algo que no era del todo permisible en semejante cercanía con otro hombre. Pero no se retiró. Aquélla era una experiencia deliciosa, demasiado gratificadora para rechazarla: la interacción rápida de la comunicación verbal a través de la brecha de la oscuridad. Selig tuvo la ilusión momentánea de haber extendido sus poderes, de haber aprendido a enviar tanto como a extraer los contenidos de otras mentes. Pero sabía que sólo era una ilusión. No estaba enviando nada, y tampoco Nyquist lo estaba haciendo. Simplemente estaban extrayendo información de la mente del otro. Cada uno formaba frases para que el otro las encontrara, lo cual, desde el punto de vista de la dinámica de la ubicación, no era exactamente lo mismo que enviarse mensajes el uno al otro. Sin embargo, era una distinción sutil y posiblemente sin sentido; el efecto de red de la yuxtaposición de dos receptores abiertos era un circuito de emisión y recepción tan efectivo como el teléfono. La unión íntima de mentes verdaderas, en las que no se interponía ningún obstáculo. Vacilante, tímido, Selig penetró en los niveles inferiores de la conciencia de Nyquist buscando, más allá de los mensajes, al hombre. Cuando lo hizo, se percató vagamente de una agitación en las profundidades de su propia mente, lo que probablemente indicaba que Nyquist estaba haciendo exactamente lo mismo con él. Durante largos minutos, como amantes entrelazados en las primeras y reveladoras caricias, se exploraron el uno al otro. Pero en el contacto de Nyquist no había nada de amoroso, era frío e impersonal. No obstante, Selig se estremeció; sintió como si estuviera parado en el borde de un abismo. Por fin, lentamente, se apartó, y lo mismo hizo Nyquist. Luego:

“Ven arriba. Nos encontraremos junto al ascensor.”

Era más grande de lo que Selig suponía, su cuerpo era como el de un jugador de rugby, sus ojos azules eran hostiles, su sonrisa simplemente formal. Sin llegar a ser frío, era distante. Entraron en su apartamento: luces suaves, música desconocida, una sencilla atmósfera de elegancia. Nyquist le ofreció un trago y hablaron, manteniéndose, en la medida de lo posible, el uno fuera de la mente del otro. No hubo euforia ni sentimentalismo en la visita, ni una lágrima de alegría por el encuentro. Aunque Nyquist se mostró afable, accesible, complacido de que Selig hubiese aparecido, no manifestó ningún tipo de emoción por haber descubierto un fenómeno igual a él. Posiblemente porque ya había descubierto otros fenómenos iguales a él.

—Hay otros —dijo—. Tú eres el tercero, el cuarto, no, el quinto que he conocido desde que llegué a los Estados Unidos. Veamos: uno en Chicago, uno en San Francisco, uno en Miami, uno en Minneapolis. Tú eres el quinto. Dos mujeres y tres hombres.

—¿Sigues manteniendo algún contacto con ellos?

—No.

—¿Qué ocurrió?

—Nos alejamos —dijo Nyquist—. ¿Qué esperabas? ¿Qué formáramos un clan? Mira, hablamos, jugamos con nuestras mentes, nos conocimos unos a otros y, al cabo de un tiempo, nos aburrimos. Creo que dos de ellos ya han muerto. No me importa estar aislado del resto de los de mi especie. No me considero miembro de una tribu.

—Hasta hoy, nunca he encontrado a otro —dijo Selig.

—No tiene ninguna importancia, lo verdaderamente importante es vivir tu propia vida. ¿Cuántos años tenías cuando descubriste que podías hacerlo?

—No lo sé. Quizá cinco o seis años. ¿Y tú?

—Hasta que no tuve once años no me di cuenta de que tenía algo especial; pensaba que todos podían hacerlo. Pero cuando llegué a los Estados Unidos y oí a la gente pensar en otro idioma, me di cuenta de que en mi mente había algo fuera de lo común.

—¿Qué tipo de trabajo haces? —preguntó Selig.

—Trabajo lo menos posible —dijo Nyquist.

Sonrió e introdujo con brusquedad sus perceptores dentro de la mente de Selig. Era como una invitación entre criaturas de la misma especie; Selig la aceptó y extendió sus propias antenas. Vagando por la conciencia del otro hombre, en seguida se formó una idea de las incursiones de Nyquist en Wall Street. Vio toda la equilibrada, rítmica y libre de obsesiones vida de aquel hombre. Se asombró ante la serenidad de Nyquist, ante su entereza y su claridad de espíritu. ¡Qué límpida era el alma de Nyquist! ¡Qué poco dañada estaba por la vida! ¿Dónde guardaba su angustia? ¿Dónde ocultaba su soledad, su miedo, su inseguridad? Apartándose, Nyquist dijo:

—¿Por qué sientes tanta pena por ti mismo?

—¿La siento?

—Es algo que está en todos los rincones de tu cabeza. ¿Cuál es el problema, Selig? He mirado dentro de ti y no veo el problema, sólo veo el dolor.

—El problema consiste en que me siento aislado del resto de los seres humanos.

—¿Aislado? ¿Tú? Eres capaz de meterte dentro de la cabeza de la gente, puedes hacer algo que el 99,999 % de la raza humana no puede. Ellos tienen que valérselas con palabras, aproximaciones, señales, mientras que tú vas directamente al corazón del significado. Ante todo esto, ¿cómo es posible que digas que te sientes aislado?

—La información que obtengo no me sirve —dijo Selig—. No puedo obrar de acuerdo con ella. Tal vez sería mejor no leerla.

—¿Por qué?

—Porque estoy husmeando dentro de sus cabezas, los estoy espiando.

—¿Acaso te sientes culpable por ello?

—¿Tú no?

—No fui yo quien pedí tener el don —dijo Nyquist—. Simplemente lo tengo, y dado que lo tengo, lo uso. Me gusta. Me gusta la vida que llevo. Me gusta mi persona. ¿Por qué no te gusta tu persona, Selig?

—Dímelo tú.

Pero Nyquist no tenía nada que decirle, así que cuando acabó con su bebida regresó a su apartamento. Cuando entró en su propio apartamento le pareció tan extraño que pasó algunos minutos tocando las cosas que allí había: la fotografía de sus padres, su pequeña colección de cartas de amor de la adolescencia, el juguete de plástico que años atrás le había dado el psiquiatra. La presencia de Nyquist le continuaba zumbando en la mente; era un residuo de la visita, sólo eso, ya que Selig estaba seguro de que ahora Nyquist no le estaría escudriñando. El encuentro le impactó tanto, se sintió tan invadido, que resolvió no volverlo a ver jamás. Incluso pensaba en mudarse a otro sitio cuanto antes, a Manhattan, a Filadelfia, a Los Angeles, a cualquier lugar que estuviera fuera del alcance de Nyquist. Aunque durante toda su vida había deseado conocer a alguien que también tuviera su don, y lo había encontrado, ahora se sentía amenazado. Nyquist tenía tanto control sobre su vida que le producía espanto. Me humillará, pensó Selig. Me devorará. Pero el pánico de los primeros momentos fue desapareciendo. Al cabo de dos días Nyquist le llamó para invitarlo a comer afuera. Cenaron muy cerca de casa, en un restaurante mexicano donde además de cenar se emborracharon. Selig todavía tenía la impresión de que Nyquist jugaba con él, le tomaba el pelo, le hacía cosquillas; pero como lo hacía todo con tanta afabilidad, Selig no sintió ningún tipo de resentimiento. El encanto de Nyquist era irresistible, y su fortaleza, digna de ser tomada como modelo de conducta. Nyquist era como un hermano mayor que le había precedido a través de este mismo valle de traumas y hacía tiempo que había salido ileso; ahora estaba estimulando a Selig para que aceptara los términos de su existencia. La condición sobrehumana, la llamaba Nyquist.

Se hicieron muy amigos. Dos o tres veces por semana salían, comían y bebían juntos. Selig siempre había imaginado que una amistad con alguien de su especie sería extraordinariamente profunda, pero ésta no lo era. Al cabo de una semana dieron por sentada su singularidad y rara vez discutían sobre el don que compartían; y jamás se felicitaron por haber formado una alianza contra el mundo no dotado que los rodeaba. A veces se comunicaban con palabras, otras con el contacto directo de sus mentes. Aquella relación se convirtió en algo frágil y placentero, las tensiones sólo se producían cuando Selig se abandonaba a sus habituales cavilaciones y Nyquist se burlaba de él por sentir tanta pena de sí mismo. Pero ni eso supuso ninguna dificultad hasta los días de la tormenta de nieve. Entonces se acentuaron todas las tensiones dado que estaban pasando demasiado tiempo juntos.

—Pásame tu vaso —dijo Nyquist.

Se sirvió medio vaso de whisky. Acomodado en el sofá, Selig comenzó a beber mientras Nyquist buscaba un par de chicas. Tan sólo tardó cinco minutos. Examinó el edificio de arriba abajo y encontró dos compañeras de cuarto en el quinto piso.

—Echa un vistazo —le dijo a Selig.

Selig entró en la mente de Nyquist. Nyquist había sintonizado la conciencia de una de las chicas (sensual, soñolienta, juguetona) y, a través de los ojos de ésta estaba mirando a la otra, una rubia alta y flaca. La imagen mental doblemente refractada era, no obstante, muy clara: la rubia de piernas largas tenía una voluptuosidad y un porte de modelo.

—Esa es la mía —dijo Nyquist—. Ahora dime si te gusta la tuya.

Saltó, junto con Selig, a la mente de la rubia. Sí, una modelo más inteligente que la otra chica, fría, egoísta, apasionada. Desde su mente, vía Nyquist, le llegó a Selig la imagen de su compañera de cuarto, recostada sobre un sofá con una bata rosada: una pelirroja baja y regordeta, de pechos grandes y cara redonda.

—Claro —dijo Selig—. ¿Por qué no?

Nyquist, revolviendo dentro de sus mentes, encontró el número de teléfono de las chicas, las llamó y utilizó todo su encanto para que aceptaran su invitación. Subieron a tomar unas copas.

—¡Qué tormenta más espantosa!—dijo la rubia, temblando—. ¡Puede conseguir que te vuelvas loca!

Los cuatro se dedicaron a tomar grandes cantidades de alcohol con un acompañamiento de jazz tintineante: Mingus, MJQ, Chico Hamilton. La pelirroja era más atractiva de lo que Selig esperaba, no tan regordeta ni vulgar (la imagen debió de haberse distorsionado con la doble refracción), pero se reía demasiado y en cierta medida eso empezó a disgustarle. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. Más tarde, bien entrada la noche, hicieron el amor, Nyquist y la rubia lo hicieron en el dormitorio, mientras que Selig y la pelirroja lo hicieron en la sala.

Cuando por fin estuvieron solos, Selig le sonrió. Nunca había aprendido a reprimir esa sonrisa infantil, que sabía que debía revelar una mezcla de expectación torpe y terror paralizante.

—Hola —le dijo.

Se besaron y puso sus manos sobre los pechos de la chica; al momento, ésta se apretó contra él desenfrenada y deseosamente. Parecía ser algunos años mayor que él, pero tenía la misma impresión con la mayoría de las mujeres. Sus ropas rodaron por el suelo.

—Me gustan los hombres delgados —dijo ella, riendo y pellizcándole su enjuta carne.

Cual pájaros rosados, sus pechos se levantaron hacia él. La acarició con la intensidad tímida de un hombre virgen. De vez en cuando, durante los meses de su amistad, Nyquist le había proporcionado las mujeres que él deseaba, pero hacía ya semanas que no se acostaba con ninguna, y temía que su abstinencia lo precipitara a una calamidad vergonzosa. Afortunadamente no fue así, el alcohol enfrió suficientemente su ardor y logró contenerse, mientras penetraba en ella con solemnidad y energía sin temor a acabar con excesiva rapidez.

Cuando más o menos se percató de que la pelirroja estaba demasiado borracha como para tener un orgasmo, Selig sintió un cosquilleo en el cráneo; ¡Nyquist lo estaba escudriñando! Esta demostración de curiosidad, este husmeo, parecía una extraña diversión en Nyquist que. por lo general, tenía tanto dominio de sí mismo. Espiar es mi truco, pensó Selig. Por un momento, sintió tal perturbación por el hecho de que lo observaran mientras hacía el amor que comenzó a perder la erección. Gracias a un esfuerzo consciente consiguió evitarlo. Esto carece de la menor importancia, se dijo a sí mismo. Nyquist es completamente amoral y hace lo que le place, husmea aquí y allá sin importarle qué es lo correcto, así que ¿por qué dejar que sus exploraciones me molesten? Recobrándose, llegó hasta la mente de Nyquist y le devolvió el escudriñamiento. Nyquist le dio la bienvenida.

“¿Cómo te va, Davey?”

“Bien. Muy bien.”

“Aquí tengo a una apasionada. Échale un vistazo.”

Selig envidió la fría despreocupación de Nyquist. Nada de vergüenza, nada de culpa, ningún tipo de obsesión. Ningún rastro de orgullo exhibicionista ni de ansias de espiar: le parecía absolutamente natural intercambiar tales contactos en ese momento. Sin embargo, Selig no pudo dejar de sentirse un poco incómodo mientras observaba, con los ojos cerrados, lo que Nyquist hacía con la rubia, y cómo Nyquist también lo observaba a él y reflejaba imágenes sucesivas de sus copulaciones paralelas que reverberaban vertiginosamente de una mente a otra. Durante unos instantes, Nyquist se detuvo para detectar y aislar la sensación de incomodidad de Selig y no pudo reprimir burlarse de ella. Te preocupa que en esto haya algún tipo de homosexualidad latente, le dijo Nyquist. Pero creo que lo que realmente te asusta es el contacto, sea del tipo que sea. ¿Cierto? No, dijo Selig, pero sabía que Nyquist había dado en el blanco. Durante cinco minutos más inspeccionaron la mente del otro, hasta que Nyquist decidió que había llegado el momento de acabar, y los tempestuosos temblores de su sistema nervioso arrojaron a Selig, como siempre, fuera de su conciencia. Poco después, aburrido de la pelirroja transpirada que se movía de un lado a otro, Selig dejó que le invadiera su propio clímax y se desplomó a un costado, tembloroso, cansado.

Media hora más tarde, desnudos, Nyquist y la rubia entraron en la sala. Ni siquiera se molestaron en pedir permiso para entrar, ante lo que la pelirroja no pudo disimular su sorpresa; Selig no supo cómo decirle que Nyquist ya sabía que habían terminado. Nyquist puso algo de música y todos se sentaron en silencio, Selig y la pelirroja con una botella de bourbon, Nyquist y la rubia con una de whisky escocés. Hacia la madrugada, cuando la nieve caía con menor intensidad, Selig sugirió con timidez que hicieran el amor por segunda vez, pero ahora cambiando de pareja.

—No —dijo la pelirroja—. No me apetece lo más mínimo, quiero irme a dormir. En otra ocasión, ¿de acuerdo?

Buscó torpemente su ropa. Caando llegó a la puerta, tambaleándose y haciendo eses, hizo un saludo con la mano y dejó escapar algo.

—No puedo dejar de pensar que hay algo extraño en ustedes dos —dijo. In vino veritas—. Por casualidad, ¿no serán un par de maricas?

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