Sabía que tenía que estar prevenido, siempre corría el peligro de ser descubierto. Ésta era una época de cazadores de brujos en la que cualquiera que se alejara de las normas de la comunidad era investigado y quemado en la hoguera. Por todas partes había espías tratando de averiguar el secreto del joven Selig, de sonsacarle la espantosa verdad de su persona. Incluso su profesora de biología, la señorita Mueller. Era una mujer de unos cuarenta años, bajita y regordeta, con una cara melancólica y arcos oscuros bajo los ojos: como una especie de criptolesbiana, llevaba el pelo brutalmente corto, la parte posterior de su cuello siempre mostraba los rastros de una reciente afeitada y todos los días llegaba a clase con un guardapolvo gris de laboratorio. La señorita Mueller estaba muy metida en el campo de los fenómenos ocultos y extrasensoriales. Desde luego, cuando en 1949 Selig asistía a sus clases, no se usaban expresiones como “muy metida”, pero mantengamos el anacronismo: se había adelantado a su época, una hippie nacida antes de tiempo. Realmente le fascinaba lo irracional, lo desconocido. Se sabía el programa de biología de la escuela secundaria hasta dormida, que era más o menos el modo como lo enseñaba. Cosas como la telepatía, la clarividencia, la telequinesis, la astrología y todos los temas parapsicológicos era lo que realmente la volvían loca. La más leve provocación era suficiente para alejarla del tema del día, el estudio del metabolismo o el sistema circulatorio o lo que fuera, y llevarla a uno de sus temas favoritos. Fue la primera del grupo de profesores en poseer el I Ching. Había purgado su condena dentro de cajas de orgono. Creía que la Gran Pirámide de Gizeh encerraba revelaciones divinas para la humanidad. Había buscado verdades más profundas por vía del zen, la semántica general, los ejercicios para la vista de Bates y las lecturas de Edgar Cayce. (¡Con qué facilidad puedo hablar de su búsqueda al haber dejado atrás el año en el que estuve expuesto a ella! Debe de haber seguido con la dianética, Velikovsky, Bridey Murphy y Timothy Leary,y terminado, en su vejez, como gurú en alguna pocilga de Los Angeles, dándole duro a la psilocibina y al peyote. Pobre vieja tonta, crédula y lastimosa.)
Naturalmente estaba muy al corriente de la investigación sobre la percepción extrasensorial que estaba realizando J. B. Rhine en la universidad de Duke. Cada vez que hablaba de eso, David se sentía invadido de terror. Constantemente sentía el temor de que la señorita Mueller fuera a ceder a la tentación de llevar a cabo algunos de los experimentos de Rhine en la clase, y que de ese modo lo descubriera. Él también había leído a Rhine, por supuesto, El alcance de la mente y El nuevo mundo de la mente, y hasta le había echado un vistazo a la oscura Parapsicología, con la esperanza de encontrar algo que le ayudara a explicarse a sí mismo, pero lo único que había allí eran estadísticas y confusas conjeturas. Muy bien, mientras siguiera perdiendo el tiempo en Carolina del Norte, Rhine no era ninguna amenaza. Pero la aturdida señorita Mueller podría descubrirlo y enviarlo a la hoguera.
Inevitable, la progresión hacia el desastre. De pronto, el tema de aquella semana fue el cerebro humano, sus funciones y capacidades. Ven, éste es el cerebro, éste es el cerebelo, ésta es la médula oblongada. Un jardín de sinapsis para niños. El regordete Norman Heimlich, en busca de una buena calificación, sabiendo exactamente qué botón apretar, levantó la mano:
—Señorita Mueller, ¿cree que alguna vez será posible que la gente lea verdaderamente las mentes, es decir, no por medio de trucos o cosas parecidas, sino por medio de la telepatía mental?
¡Ah, qué felicidad la de la señorita Mueller! Su cara redonda resplandecía. Ésta era su ocasión de iniciar una animada discusión sobre la ESP, la parapsicología, los fenómenos sobrehumanos, las investigaciones de Rhine, etcétera, etcétera. Un torrente de improcedencias metafísicas. David quiso esconderse bajo su pupitre y desaparecer. Al oír la palabra “telepatía” se sobresaltó. Ya sospechaba que la mitad de la clase se daba cuenta de lo que significaba. Ahora un instante de frenética paranoia. ¿Me están mirando a mí, están clavando sus ojos en mí, señalándome, moviendo la cabeza y asintiendo? No cabía duda, estos temores eran irracionales. Una y otra vez, durante sus momentos de aburrimiento, había inspeccionado cada mente de la clase como método de diversión; estaba seguro, sabía que su secreto estaba a salvo. Sus compañeros de clase, todos afanosos estudiantes de Brooklyn, jamás aceptarían la presencia encubierta de un superhombre entre ellos. Pensaban que era extraño, sí, pero no tenían noción de cuán extraño. Sin embargo, ¿lo pondría ahora al descubierto la señorita Mueller? Estaba hablando de llevar a cabo experimentos parapsicológicos en la clase para demostrar el alcance potencial del cerebro humano. Ah, ¿dónde puedo esconderme?
No hubo forma de huir. Ella llevó sus cartas al día siguiente.
—Éstas se conocen como cartas Zener —explicó solemnemente, levantándolas, abriéndolas en un abanico como si fuera Wild Bill Hickok a punto de darse a sí mismo una escalera del mismo palo.
Aunque David nunca había visto esas cartas, le eran tan familiares como las que usaban sus padres en sus interminables juegos de canasta.
—Fueron ideadas hace unos veinticinco años en la Universidad de Duke por los doctores Karl E. Zener y J. B. Rhine. También se las llama “cartas ESP”. ¿Quién puede decirme qué significaba “ESP”? —preguntó la señorita Mueller.
La mano rechoncha de Norman Heimlich agitándose en el aire.
—¡Percepción extrasensorial, señorita Mueller!
—Muy bien, Norman.
Fue mezclando las cartas con cierto desorden. Sus ojos, por lo general inexpresivos, brillaban con la intensidad de los de un jugador de Las Vegas.
Luego dijo:
—El mazo está compuesto de veinticinco cartas divididas en cinco “palos” o símbolos. Hay cinco cartas marcadas con una estrella, cinco con un círculo, cinco con un cuadrado, cinco con un dibujo de líneas ondeadas y cinco con una cruz o signo más. De no ser por esto parecerían naipes normales y corrientes.
Le dio el mazo a Bárbara Stein, otra de sus favoritas, y le pidió que copiara los cinco símbolos en la pizarra.
—La idea consiste en que el sujeto al que se examina mire cada una de las cartas, que estarán boca abajo, y trate de decir cuál es el símbolo que hay del otro lado. La prueba se puede realizar de distintas maneras. A veces, el examinador le echa un vistazo a cada carta primero; eso le da al sujeto la oportunidad de sacar la respuesta correcta de la mente del examinador, si puede. A veces, ni el sujeto ni el examinador ven las cartas previamente. A veces, se permite que el sujeto toque las cartas antes de adivinar el símbolo. A veces, se le vendan los ojos, y otras se le permite mirar el reverso de cada carta. Pero lo importante no es cómo se haga, el objetivo básico es siempre el mismo: que el sujeto determine qué dibujo hay en una carta que no puede ver, usando poderes extrasensoriales. Estelle, supón que el sujeto no tiene ningún poder extrasensorial y simplemente está adivinando. ¿Cuántos aciertos podríamos esperar que tuviera entre las veinticinco cartas?
Estelle, totalmente desprevenida, enrojeció y sin pensarlo dijo:
—Eh… ¿doce y medio?
Una cínica sonrisa por parte de la señorita Mueller, que se volvió a la melliza más inteligente, más afortunada:
—¿Beverly?
—¿Cinco, señorita Mueller?
—Correcto. Siempre se tiene una posibilidad entre cinco de adivinar el palo correcto, así que cinco respuestas correctas de veinticinco es simplemente cuestión de suerte. Desde luego, los resultados nunca son tan precisos. Una vez se pueden adivinar cuatro cartas de todo el mazo, y a la vez siguiente seis, y luego cinco, y luego quizá siete, y luego es posible que sólo tres; pero el promedio, tras llevar a cabo varias pruebas, debería ser de alrededor de cinco, siempre y cuando sea la suerte el único factor que actúa. De hecho, en los experimentos Rhine algunos grupos de sujetos han logrado un promedio de seis y medio o siete aciertos de veinticinco cartas después de muchas pruebas. Rhine piensa que sólo la percepción extrasensorial puede explicar este acierto superior al promedio. Y algunos sujetos han alcanzado resultados incluso mejores. Una vez hubo un hombre que acertó nueve cartas dos días seguidos. Unos días después acertó quince, después veintiuna de veinticinco. Es prácticamente imposible que eso haya sido sólo por casualidad. ¿Cuántos de ustedes piensan que sólo pudo haber tenido suerte?
Más o menos un tercio de las manos de la clase se levantaron. Algunas pertenecían a los estúpidos que no se daban cuenta de que era astuto mostrar interés por el tema que apasionaba a la profesora. Otras pertenecían a los incorregibles escépticos que despreciaban las maquinaciones tan cínicas. Una de las manos pertenecía a David Selig. Se limitaba a adoptar una postura que lo protegiera y le hiciera no sentirse en peligro.
La señorita Mueller dijo:
—Hoy haremos algunas pruebas. Víctor, ¿quieres ser nuestro primer conejillo de Indias? Ven aquí, junto a mi mesa.
Con una nerviosa sonrisa, Víctor Schlitz se encaminó hacia adelante arrastrando los pies. Se paró muy tieso junto a la mesa de la señorita Mueller mientras ésta mezclaba los naipes una y otra vez. Luego, echándole un vistazo a la carta de arriba, se la entregó a él.
—¿Qué símbolo? —preguntó.
—¿Círculo?
—Ya veremos. Que la clase no diga nada.
Le dio la carta a Bárbara Stein y le dijo que colocara una marca junto al símbolo correcto en la pizarra. Bárbara marcó el cuadrado. Rápidamente la señorita Mueller miró la siguiente carta. “Estrella”, pensó David.
—Ondas —dijo Víctor.
Bárbara marcó la estrella.
—Cruz.
¡Cuadrado estúpido! Cuadrado.
—Círculo.
Círculo. Círculo. En la clase se oyó un repentino murmullo de excitación ante el acierto de Víctor. La señorita Mueller pidió silencio con una mirada feroz.
—Estrella.
Ondas. Ondas, marcó Bárbara.
—Cuadrado.
Cuadrado, coincidió David. Otro murmullo, esta vez más suave.
Víctor terminó con todo el mazo. La señorita Mueller se había encargado de llevar la cuenta: cuatro aciertos. Ni siquiera tan bueno como el azar. Volvió a hacerle la prueba. Cinco. Muy bien, Víctor: puede que seas atractivo, pero poderes telepáticos no tienes. Los ojos de la señorita Mueller se pasearon por la clase. ¿Otro sujeto? Que no sea yo, rogó David. Dios, que no sea yo. No fue él. Llamó a Sheldon Feinberg. Acertó cinco la primera vez, seis la segunda. Bastante bien, pero nada espectacular. Luego Alice Cohen. Cuatro y cuatro. Terreno pedregoso, señorita Mueller. David, que había seguido cada vuelta de naipes, había acertado 25 de 25 todas las veces, pero él era el único que lo sabía.
—¿Quién es el siguiente? —dijo la señorita Mueller.
David se hundió en su asiento. ¿Cuánto faltaba para la campana de salida?
—Norman Heimlich —dijo la profesora.
Norman caminó con presunción hasta la mesa de la profesora. Ella le echó un vistazo a una carta. David, buscando en su mente, obtuvo la imagen de una estrella. Luego saltó a la mente de Norman y quedó estupefacto al detectar allí el brillo oscilante de una imagen, una estrella cuyas puntas se redondeaban perversamente para formar un círculo, y luego se volvía a convertir en estrella. ¿Qué era esto? ¿Acaso el odioso de Heimlich tenía una pizca del poder?
—Círculo —murmuró Norman.
Aunque no hubo suerte, acertó la siguiente (las ondas) y la que le siguió a ésa, el cuadrado. Ciertamente parecía estar recibiendo emanaciones, borrosas e indistintas, pero emanaciones al fin y al cabo, de la mente de la señorita Mueller. El gordo Heimlich tenía los vestigios del don, pero sólo los vestigios. David examinó su mente y la de la profesora y observó cómo las imágenes se volvían cada vez más nebulosas y desaparecían por completo en el décimo naipe, cuando la fatiga disipaba el débil poder de Norman. No obstante, acertó siete cartas. El mejor hasta el momento. La campana, rogó David. ¡La campana, la campana, la campana! Aún faltaban veinte minutos.
Un pequeño acto de compasión. Rápidamente, la señorita Mueller distribuyó hojas de examen. Haría una prueba a toda la clase a la vez.
—Diré números del uno al veinticinco —declaró—. Cada vez que digo un número, vosotros escribiréis el símbolo que creáis ver. ¿Listos? Uno.
David vio un círculo. Ondas, escribió.
Estrella. Cuadrado.
Ondas. Círculo.
Estrella. Ondas.
Cuando estaba a punto de finalizar la prueba, se le ocurrió que podría estar cometiendo un error táctico al no acertar ninguna respuesta. Se dijo a sí mismo que debía escribir dos o tres correctas, para disimular. Pero ya era demasiado tarde, tan sólo quedaban cuatro números; resultaría excesivamente llamativo acertar varios naipes seguidos después de haberse equivocado con todos los anteriores. Siguió cometiendo errores.
La señorita Mueller dijo:
—Ahora, entre los compañeros de mesa, os debéis intercambiar las hojas y marcar las respuestas. ¿Listos? Número uno: círculo. Número dos: estrella. Número tres: ondas. Nú-
mero cuatro…
Con la tensión reflejada en su rostro pidió los resultados. ¿Alguien había acertado diez o más? No, señorita. ¿Nueve? ¿Ocho? ¿Siete? Norman Heimlich tenía siete de nuevo. Se mostró muy satisfecho: Heimlich, el adivinador del pensamiento. David sintió aversión al darse cuenta de que Heimlich poseía aunque sólo fueran migajas del poder. ¿Seis? Cuatro alumnos tenían seis. ¿Cinco? ¿Cuatro? La señorita Mueller anotó con diligencia los resultados. ¿Algún otro número? Sidney Goldblatt comenzó a reír:
—Señorita Mueller, ¿qué le parece cero?
Se mostró sorprendida:
—¿Cero? ¿Hubo alguien que tuvo las veinticinco respuestas mal?
—¡David Selig!
En aquellos momentos David deseó que se lo tragara la tierra. Todas las miradas puestas en él. Risas crueles le atacaron. David Selig tuvo todas las respuestas mal. Era como decir, David Selig se mojó los pantalones, David Selig copió en el examen, David Selig se metió en el lavabo de chicas. Al tratar de ocultarse, se había puesto en evidencia. La señorita Mueller, mostrándose severa y profética, dijo:
—Un cero también puede ser muy significativo, chicos. Podría significar facultades extrasensoriales extremadamente fuertes, en lugar de la ausencia total de tales poderes, como podrían pensar.
¡Dios mío, facultades extrasensoriales extremadamente fuertes! La mujer siguió diciendo:
—Rhine habla de fenómenos tales como “desplazamiento hacia adelante” y “desplazamiento hacia atrás”, en los que una fuerza extrasensorial extraordinariamente poderosa podría concentrarse accidentalmente en una carta delante de la correcta, o una carta detrás, o incluso dos o tres cartas de distancia. Por lo tanto, aparentemente el sujeto obtendría un resultado por debajo del promedio, cuando en realidad está acertando perfectamente, ¡sólo que fuera del blanco! David, déjame ver tus respuestas.
—No estaba recibiendo nada, señorita Mueller. Tan sólo estaba tratando de adivinar y, al parecer, me equivoqué en todos los casos.
—Déjame ver.
Como si fuera camino del cadalso, le entregó su hoja. La señorita Mueller la colocó junto a la suya y trató de realinearla, buscando alguna correlación, alguna sucesión de desplazamientos. Pero lo impensado de sus respuestas intencionalmente incorrectas le protegió. Un desplazamiento hacia adelante de una carta le proporcionó dos aciertos; un desplazamiento hacia atrás de una carta le dio tres. Aunque no había nada significativo en todo aquello, la señorita Mueller no se daba por vencida.
—Me gustaría hacerte otra prueba —le dijo—. Haremos distintos tipos de experimentos. Un cero es fascinante.
De nuevo mezcló las cartas. Dios, Dios, Dios, ¿dónde estás? Ah. ¡La campana! ¡Salvado por la campana!
—¿Puedes quedarte después de clase? —preguntó.
Desesperado, sacudió la cabeza:
—Tengo una clase de geometría, señorita Mueller.
Cedió. Mañana, entonces. Haremos las pruebas mañana. ¡Dios! El pánico que le invadía le impidió dormir aquella noche, sudaba, temblaba; alrededor de las cuatro de la mañana vomitó. Tenía la esperanza de que su madre no lo enviara a la escuela, pero no tuvo esa suerte: a las siete y media estaba en camino. ¿Se olvidaría de la prueba la señorita Mueller? Pues no, la señorita Mueller no se había olvidado. Los fatídicos naipes estaban sobre su mesa. No habría modo de escaparse. Sin pretenderlo, se había convertido en el centro de atención. Muy bien, Duv, trata de ser más inteligente esta vez.
—¿Estas listo para comenzar? —preguntó ella levantando la primera carta. Vio un signo más en su mente.
—Cuadrado —dijo él.
Vio un círculo.
—Ondas —dijo.
Vio otro círculo.
—Cruz —dijo.
Vio una estrella.
—Círculo —dijo.
Vio un cuadrado.
—Cuadrado —dijo. Va una.
Llevó la cuenta con cuidado. Cuatro respuestas incorrectas, luego una correcta. Tres respuestas incorrectas, otra correcta. Espaciándolas falsamente al azar, se permitió cinco aciertos en la primera prueba. En la segunda tuvo cuatro. En la tercera seis. En la cuarta, cuatro. ¿Estoy haciendo un promedio demasiado exacto, se preguntó? ¿Debería acertar una sola esta vez? Pero la profesora estaba perdiendo interés.
—Sigo sin entender por qué ayer no acertaste ninguna, David —le dijo—. Pero me parece que no tienes ninguna facultad extrasensorial.
Trató de mostrarse desilusionado, incluso parecía disculparse. Lo siento, profe, no tengo ningún poder extrasensorial. Humildemente, el deficiente mental regresó a su asiento.
En un ardiente instante de revelación y comunión, señorita Mueller, pude haber justificado lo que durante toda su vida estuvo buscando: lo improbable, lo inexplicable, lo desconocido, lo irracional. Tenía que cuidar mi propio pellejo, señorita Mueller. Tenía que pasar inadvertido. ¿Podrá perdonarme? En lugar de decirle la verdad, la engañé, señorita Mueller, y le hice seguir dando vueltas a ciegas con el tarot, los signos del zodíaco, la gente de los platillos volantes, miles de vibraciones surreales, un millón de antimundos astrales apocalípticos, cuando el contacto de nuestras mentes quizá habría bastado para curar su locura. Un solo contacto conmigo, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos.