17

Sereno, anclado, estático. Permanezco en punto muerto. No, eso es una mentira o si no lo es, por lo menos es una equivocación benigna, una agrupación de metáforas erradas. Estoy declinando, declinando sin cesar. Mi marea está descendiendo. Me revelo como una costa rocosa, desnuda y escabrosa, en la que sobre las olas que se retiran flotan oscuras y sucias algas marinas arrastradas por la corriente. Por entre las rocas, los cangrejos verdes se escabullen. Sí, declino, lo que significa que me reduzco, me atenúo. ¿Saben una cosa?, ahora me siento bastante tranquilo con respecto a eso. Por supuesto que mis estados de ánimo varían, pero

Ahora me siento

bastante tranquilo

con respecto a eso.

Éste es el tercer año desde que comencé a retirarme de mí mismo. Creo que comenzó en la primavera de 1974. Hasta ese momento, el poder funcionó perfectamente, cuando tenía la ocasión de llamarlo, siempre estaba allí, siempre podía confiar en él, realizando sus acostumbrados trucos, sirviéndome en todas mis sucias necesidades. Luego, sin previo aviso, sin motivo alguno, comenzó a morir. Pequeños fallos en la recepción. Breves episodios de impotencia psíquica.

Estos acontecimientos los asocio con el comienzo de la primavera, cuando los vestigios ennegrecidos de la última nevada siguen adheridos a las calles. No pudo haber sido ni en el 75 ni en el 73, lo que me lleva a localizar el inicio de la declinación en el año intermedio. Me sentía cómodo y satisfecho dentro de la cabeza de alguien, escudriñando escándalos que se consideraban auténticos secretos y, de repente, todo comenzó a hacerse borroso e incierto. Era como estar leyendo el Times y que el texto, sin más ni más, se convirtiera en un parloteo joyceano de sueños de una línea a la otra, de modo que un informe aburrido y directo sobre la última investigación de hechos insignificantes de la comisión investigadora presidencial se convirtiera en un relato confuso e impenetrable acerca de los borborigmos del viejo Earwicker. En esos momentos vacilaba y me invadía un horrible temor. ¿Qué harían si creyeran que están en la cama con la persona que más desean y al despertar se encontraran haciendo el amor con una estrella de mar? Pero lo peor no eran estas nebulosidades y distorsiones: creo que lo peor eran las inversiones, la reversión completa de la señal. Como por ejemplo recibir un destello de amor cuando lo que en realidad se está emitiendo es un odio gélido. O viceversa. Cuando me ocurre, tengo deseos de golpear las paredes para saber qué es lo que es real.

En una ocasión recibí fuertes ondas de deseo sexual, un incestuoso e irresistible anhelo de Judith, lo que provocó levantarme corriendo de la silla y salir asqueado, haciendo arcadas hacia el inodoro. Pero todo fue un error, un engaño; lo que me estaba lanzando eran dardos venenosos, y yo, como un verdadero tonto, los confundí con flechas de Cupido. Bueno, después de eso hubo momentos en blanco, pequeñas muertes de percepción en pleno contacto; luego hicieron su aparición las recepciones mezcladas, los cables cruzados, dos mentes que entraban a la vez sin que yo pudiera discernir la una de la otra. La percepción de colores desapareció durante algún tiempo, aunque ha regresado, siendo una de las muchas restituciones falsas. Aunque apenas discernibles, pero de efecto acumulativo, hubo otras pérdidas.

Ahora me dedico a hacer listas de las cosas que una vez podía hacer y ya no puedo, inventarios de la pérdida. Como un moribundo confinado en su cama, paralizado pero atento, que observa cómo sus parientes le roban sus bienes. Hoy ha desaparecido el televisor, y hoy las primeras ediciones de Thackeray, y hoy las cucharas, y ahora se han llevado mi Piranesis, y mañana serán las ollas y sartenes, las persianas venecianas, mis corbatas, y mis pantalones, y la próxima semana se estarán llevando dedos, intestinos, córneas, testículos, pulmones y ventanas de la nariz. ¿Para qué utilizarán las ventanas de mi nariz?

Solía luchar para retenerlo dando largas caminatas, con duchas frías, partidos de tenis, dosis masivas de vitamina A, y otros remedios improbables que me infundían esperanzas. Más recientemente experimenté con ayuno y meditación, pero ahora esta lucha me parece impropia e incluso blasfema; últimamente me esfuerzo por aceptar la pérdida con alegría, con el éxito que ya habrán podido percibir. Esquilo me advierte que no debo protestar contra las punzadas, también Eurípides, creo que Píndaro también, y si buscara en el Nuevo Testamento creo que allí también encontraría el precepto. Así que obedezco, no protesto, ni siquiera cuando las punzadas son más agudas. Acepto, acepto. ¿No ven cómo crece en mí esa capacidad de aceptación? No se equivoquen, soy sincero.

Al menos esta mañana mientras el dorado sol de otoño inunda mi habitación y agranda mi destrozada alma, estoy llegando a la aceptación. Estoy aquí tendido, practicando las técnicas que me harán invulnerable al conocimiento de que todo se está escapando de mí. Busco el regocijo que sé que yace enterrado en el conocimiento de la declinación. ¡Envejeced conmigo! Aún falta lo mejor, el final de la vida, el motivo del principio. ¿Creen eso? Yo sí. Cada vez me resulta más fácil creer todo tipo de cosas. A veces, antes del desayuno, he creído seis cosas improbables. ¡El viejo y querido Browning! Qué gran consuelo es.

Entonces, bienvenidas sean las contrariedades

que hacen más áspera la suavidad de la tierra;

el aguijón que no obliga a sentarse o a levantarse

sino a seguir adelante.

Que nuestras alegrías tengan tres partes de dolor.

¡Apresuraos, y despreciad el esfuerzo!

Sí, por supuesto, podría haber agregado que nuestro dolor tenga tres partes de alegría. Tanta alegría esta mañana. Y todo se está escapando de mí, todo va declinando. Saliendo de mí por cada poro.

El silencio está cayendo sobre mí. Una vez se haya ido, no le hablaré a nadie. Y nadie me hablará a mí.

Aquí estoy, de pie, junto al inodoro, orinando pacientemente mi poder fuera de mí. No puedo negar que siento algún pesar por lo que está pasando, siento pena, siento —¿para qué engañarnos?— siento ira, frustración y desesperación, pero también, por extraño que pueda parecer, siento vergüenza. Mis mejillas arden, mis ojos no quieren encontrarse con otros ojos, me resulta muy difícil mirar cara a cara a mis semejantes, por la vergüenza, como si me hubieran confiado algo precioso y yo hubiera traicionado esa confianza. Es preciso que le diga al mundo que he malgastado mis bienes, he despilfarrado mi patrimonio, he dejado que se escurriera, que se fuera, que se fuera. Ahora estoy quebrado, quebrado. Esta vergüenza cuando sobreviene al desastre quizá sea una herencia familiar. A los Selig nos gusta decirle al mundo que somos gente ordenada, capitanes de nuestras almas, y cuando algún factor externo nos derriba sentimos vergüenza. Recuerdo cuando mis padres tuvieron durante un tiempo muy breve un coche, un Chevrolet 1948 verde oscuro comprado a un precio ridículamente bajo en 1950. En una ocasión, cuando íbamos por Queens, quizá en la peregrinación anual a la tumba de mi abuelo, un coche salió a toda velocidad de un callejón sin salida y chocamos. El coche lo conducía un negro, borracho y aturdido. No hubo heridos, pero nuestro guardabarros quedó muy abollado, nuestra rejilla se rompió y la característica barra T que identificaba al modelo 1948 quedó colgando. Aunque mi padre no tuvo ninguna culpa del accidente, su rostro iba enrojeciendo cada vez más, transmitiendo una vergüenza febril, como si estuviera disculpándose ante el universo entero por haber hecho algo tan imprudente como permitir que un coche chocara con el suyo. ¡Cómo se disculpó también ante el otro conductor, mi ceñudo y amargado padre! ¡Está bien, está bien, son cosas que suceden, no tiene que alterarse, ve, afortunadamente todos estamos bien! Mire mi coche, hombre, mire mi coche, decía el otro conductor una y otra vez, consciente sin duda de que el tipo que tenía era blando; llegué a temer que mi padre fuera a darle dinero para la reparación, pero mi madre, temiendo lo mismo, lo contuvo. Había pasado ya una semana y aún seguía avergonzado; entré en su mente mientras hablaba con un amigo y le oí tratando de decirle que era mi madre la que conducía, lo cual era totalmente absurdo puesto que nunca tuvo permiso de conducir, y entonces sentí vergüenza de él. También Judith cuando se divorció, cuando puso fin a una insoportable situación, sintió un gran pesar por el vergonzoso hecho de que alguien tan resuelta y eficiente en la vida como Judith Hannah Selig hubiese tenido un matrimonio tan desastroso y devastador, con el que tuvo que terminar vulgarmente en un juicio de divorcio. Yo, yo, yo. Yo, el milagroso adivinador de pensamientos, entrando en una declinación misteriosa, disculpándome por mi negligencia. He extraviado mi don en algún lugar. ¿Podrán perdonarme?

Bueno es perdonar;

¡mejor es olvidar!

En vida nos consumimos;

al morir vivimos.


Considere una carta imaginaria, señor Selig. Ejem. Señorita Kitty Hostein, calle no sé qué, número no sé cuánto, Ciudad de Nueva York. Busque la dirección exacta más tarde. No se preocupe por el código postal.


Querida Kitty;

Sé que hace siglos que no sabes nada de mí, pero creo que ha llegado el momento de ponerme otra vez en contacto contigo. Han pasado trece años y creo que ambos debemos de haber adquirido cierta madurez, que se habrán curado viejas heridas y hecho posible la comunicación. A pesar de todos los resentimientos que pudieron haber existido alguna vez entre nosotros, nunca dejé de sentir cariño por ti y tu recuerdo sigue vivo en mi mente.

Con respecto a mi mente, hay algo que me gustaría decirte. Ya no hago las cosas tan bien con ella. Al decir “cosas” me refiero a la cuestión mental, a la lectura de pensamientos cosa que, por supuesto, no pude hacer contigo, pero que definió y dio forma a mi relación con el resto del mundo. Ahora, este poder parece estar escapándose de mí. ¿Recuerdas?, nos causó tanto dolor. En última instancia fue lo que nos separó, lo cual traté de explicarte en mi última carta de la que no recibí respuesta. Poco más o menos dentro de un año (¿quién sabe, seis meses, un mes, una semana?) habrá desaparecido por completo y seré un ser humano normal y corriente, como tú. Dejaré de ser un engendro. Posiblemente entonces haya una oportunidad de reemprender la relación que se interrumpió en 1963 y que en esta ocasión la restablezcamos sobre una base más realista.

Sé que entonces hice cosas estúpidas. Te presioné sin piedad. Me negué a aceptarte tal y como eras y traté de convertirte en otra cosa, en un engendro, de hecho, en algo como yo. Teóricamente tenía buenas razones para intentarlo, o al menos así lo creía, pero por supuesto estaba equivocado, tenía que estar equivocado, y no me di cuenta hasta que ya fue demasiado tarde. Contigo era opresor, déspota, dominante; ¡yo, que soy manso y retraído! Y todo ello porque trataba de transformarte. Y con el tiempo acabé aburriéndome de ti. Claro que entonces eras muy joven, eras (no sé si decirlo) superficial, inmadura, y te resististe a mí. Pero ahora que ambos somos adultos, quizá podamos hacer las cosas bien, o al menos mejor que entonces.

Me resulta muy difícil de imaginar cómo será mi vida de ser humano común y corriente. Incapaz de penetrar en las mentes. Ahora todo el mundo me resulta muy incierto, estoy tratando de definirme a mí mismo, estoy buscando estructuras. Estoy pensando seriamente en convertirme a la Iglesia Católica Romana. (Santo Dios, ¿es cierto? ¡Es la primera noticia que tengo! El olor a incienso, el murmullo de los sacerdotes, ¿eso es lo que quiero?) O quizá a la Episcopal, no lo sé. La cuestión es unirme a la raza humana. Y también quiero volver a enamorarme. Quiero ser parte de otra persona. Con vacilación y timidez ya he comenzado por verme de nuevo con mi hermana Judith, después de toda una vida de guerra. Por primera vez estamos comenzando a relacionarnos, y eso me anima. Pero necesito algo más: una mujer a quien amar, no sólo sexualmente, sino en todos los sentidos. En realidad, en mi vida sólo experimenté algo así en dos ocasiones, una contigo, la otra al cabo de cinco años con una chica llamada Toni, que no se parecía mucho a ti. En ambas ocasiones este poder mío arruinó las cosas, una vez porque gracias a él me acerqué demasiado, y la otra porque no pude acercarme lo suficiente. Dado que el poder está desapareciendo de mí, dado que está muriendo, cabe la posibilidad de que comencemos por fin una relación humana común, como la que mantienen normalmente los seres humanos. Porque seré común. Porque seré muy común.

Me pregunto qué será de ti. Según creo ahora tienes treinta y cinco años. Tengo la impresión de que son muchos años, a pesar de que yo tengo cuarenta y uno. (¡Por algún motivo cuarenta y uno no me parecen muchos!) Sigo pensando en ti como si tuvieras veintidós. Incluso entonces aparentabas menos; tan alegre, abierta y cándida. Desde luego, ésa era la imagen que en mi fantasía me había creado de ti; sólo podía guiarme por los aspectos externos, no podía utilizar mi poder sobre tu psique; así que inventé una Kitty que probablemente no era la verdadera Kitty. De cualquier forma, tienes treinta y cinco años. Imagino que debes de parecer más joven. ¿Te casaste? Seguro que sí. ¿Un matrimonio feliz? ¿Muchos chicos? ¿Sigues casada? ¿Cuál es tu apellido de casada, dónde vives y cómo puedo localizarte? Si estás casada, ¿te será posible verme? No sé por qué razón, pero no creo que seas una esposa absolutamente fiel (¿te insulta eso?), así que en tu vida debería haber un lugar para mí, como un amigo, como un amante. ¿ Ves a Tom Nyquist? ¿Lo seguiste viendo durante mucho tiempo después de que tú y yo terminamos? ¿Te disgustaste conmigo por las cosas que te dije de él en mi anterior carta? Si te has separado de tu marido, o si nunca te casaste, ¿vivirás conmigo ahora? No como esposa, aún no, sólo como una compañera, para ayudarme a soportar estas últimas etapas de lo que me está ocurriendo. Necesito tanto que me ayuden. Necesito amor. Sé que es una forma espantosa de hacer una proposición, y ni qué hablar de una proposición de matrimonio, el decirte: Ayúdame, consuélame, quédate conmigo. Preferiría llegar a ti sintiéndome fuerte y no débil, pero en este momento me siento débil. Tengo este globo de silencio que va creciendo en mi cabeza, expandiéndose, llenando todo mi cráneo, creando este gran espacio vacío. Estoy sufriendo una lenta pérdida de realidad. Sólo puedo ver los bordes de las cosas, no su esencia, y también los bordes se están tornando borrosos. ¡Dios mío, Kitty, te necesito! Kitty, ¿qué puedo hacer para encontrarte? Kitty, casi no te conocí. Kitty Kitty Kitty.


Twang. La cuerda que vibra. Twing. La cuerda que se rompe. Twong. La lira desafinada. Twang. Twing. Twong.

Queridos hijos de Dios, mi sermón de esta mañana será muy breve. Mi deseo es que reflexionéis y meditéis sobre el profundo significado que tienen algunas de las palabras que me voy a permitir robarle al virtuoso Tom Eliot, un guía previsor para tiempos turbulentos. Amados míos, os remito a sus Cuatro cuartetos, a su línea paradójica “En mi principio está mi fin”, que amplía un poco más adelante con el comentario “Lo que llamamos principio es con frecuencia el fin y llegar a un fin es llegar a un principio”. Hijos míos, en este momento algunos de nosotros estamos llegando a un fin; es decir, que aspectos de nuestras vidas que alguna vez fueron centrales para nosotros están llegando a su fin. ¿Es esto un fin o es un principio? ¿No puede el fin de una cosa ser el principio de otra? Sinceramente creo que sí. Creo que el que se cierre una puerta no es impedimento para que se abra otra. Desde luego, es preciso tener valor para atravesar esa nueva puerta cuando no sabemos qué puede haber al otro lado, pero el que tiene fe en Nuestro Señor, que murió por nosotros, el que tiene confianza absoluta en Él, que vino a salvar al mundo, no debe temer. Nuestras vidas son peregrinaciones hacia Él. Todos los días podemos morir pequeñas muertes, pero tanto de una como de otra renacemos, hasta que por fin llegamos a la oscuridad, a los espacios interestelares vacíos donde Él nos espera, ¿y por qué temerle a eso si Él está allí?

Hasta que ese momento llegue, vivamos nuestras vidas sin sucumbir a la tentación de compadecernos de nosotros mismos. Debéis recordar siempre que el mundo aún está lleno de maravillas, que siempre hay nuevas búsquedas, que los fines aparentes no son fines en realidad, sino simples transiciones, estaciones en nuestro caminar. ¿Por qué lamentarnos? ¿Por qué dejarnos invadir por el dolor, aunque nuestras vidas sean substracciones diarias? Si perdemos esto, ¿también perderemos aquello? Si se pierde la vista, ¿también se pierde el amor? Si se debilita un sentimiento, ¿no podemos recurrir a viejos sentimientos y extraer consuelo de ellos? Gran parte de nuestro dolor es mera confusión.

Así pues, regocijaos en este día del Señor, amados míos, y no tendáis redes en las que podáis quedar atrapados, ni os permitáis cometer el pecado de sentiros desgraciados, y no hagáis falsas distinciones entre fines y principios. Seguid adelante, buscando siempre nuevos éxtasis, nuevas comuniones, nuevos mundos, y no dejéis lugar en vuestras almas para el temor; entregaos a la Paz de Cristo y aguardad aquello que debe llegar. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Ahora, en su momento adecuado, llega un oscuro equinoccio. La pálida luna brilla con luz tenue cual vieja y funesta calavera. Al marchitarse las hojas caen. Los fuegos se apagan. La paloma, cansada, revolotea hasta la tierra. La oscuridad se extiende. El viento se lo lleva todo. La sangre purpúrea mengua en las venas que se estrechan; el frío azota el corazón fatigado; el alma se consume; incluso los pies se vuelven inseguros. Faltan la palabras. Nuestros guías admiten que están perdidos. Lo que era sólido se hace transparente. Las cosas llegan a su fin. Los colores palidecen. Éste es un tiempo gris y temo que, uno de estos días, será aún más gris. Moradores de la casa, pensamientos de un cerebro seco en una estación seca.

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