Apenas entraron en el Remolcador Espacial y estuvieron cómodamente instalados en sus asientos, Cornelia Plessey pulsó el control de la puerta que los separaba de la zona de la tripulación y miró a Rob con gesto inquisitivo.
—¿Adónde vamos?
Rob, que todavía luchaba con las incómodas correas del asiento, interrumpió sus esfuerzos.
—En sólo diez minutos podría diseñar unas decentes —refunfuñó. Y cambiando de tono—: ¿Quieres decir que podemos elegir?
—Te dije antes de que viniéramos que cuando uno trabaja para Darius Regulo hay muchas ventajas. Puedo ordenar que nos dejen en cualquier lado, siempre y cuando no sea demasiado lejos del ecuador. Creo que veinticinco de latitud es lo máximo para este Remolcador.
—Eso ofrece nuevas posibilidades —Rob pensó un momento—. Todavía no estoy seguro. Lo primero que necesito es dormir: no hemos parado desde que salimos de la Tierra y estoy empezando a desfallecer. ¿Cuánto durará el vuelo?
—Aproximadamente cuatro horas.
—Es más de lo que necesito. —Vaciló—. No sé cuáles son tus planes, pero me gustaría hablar más de Regulo si tienes tiempo. Me dijiste bastante mientras veníamos, pero ahora que lo he conocido tengo más preguntas.
—Hablaremos todo lo que quieras. Es parte de mi trabajo, y tú eres mi prioridad número uno. —Se pasó una mano delgada sobre la frente bronceada y cerró los ojos un instante—. Pero, si no te importa, podríamos dormir un poco antes de hablar. Hace casi veinticuatro horas que yo tampoco duermo. ¿Qué te parece el siguiente plan? Decides dónde quieres que nos deje el Remolcador y comeremos allí. La comida que sirven a bordo no es muy buena, y además no sé cómo soportará tu estómago la caída libre.
—Mal. Esperaré. Creo saber dónde quiero ir, pero debo hacer una llamada privada a la Tierra antes de estar seguro.
—Hay un recinto atrás con un codificador, si necesitas hablar en privado.
Ella lo observó levantarse del asiento, volviendo a maldecir por las correas, y encaminarse a la parte de atrás. Su misterio, la intrigaba. Cuando Rob regresó un par de minutos más tarde parecía muy satisfecho.
—Todo arreglado. Me gustaría que nos llevaran a la parte sur de Yucatán, cerca de la frontera guatemalteca. Supongo que será a una latitud quince, más o menos, de modo que no tendrán problemas en llegar allí. Luego iremos a Camino Abajo.
La miró, esperando una reacción positiva, pero el rostro de ella no expresó nada y la mirada pareció ensombrecida. Rob temió de pronto que a Corrie no le pareciera, como a casi todo el mundo, el colmo del lujo. ¿Cuánto dinero tendría ella, con esa ropa cara y su auto aéreo? Él había supuesto que el auto pertenecía a Regulo, pero tal vez se había equivocado.
La reacción de Corrie pareció confirmar lo último.
—Está bien —dijo, pero sin ningún entusiasmo.
—¿Qué pasa? ¿Ya has estado allí?
—No, nunca. —Ella lo miró y luego pareció tomar una decisión. Sonrió y asintió—. Vamos. Iré a decirle a la tripulación dónde pensamos ir, para que vayan fijando una órbita de acercamiento y decidan cuál es el puerto más cercano para dejarnos. Tú acomódate ahí. No tienes por qué despertarte hasta que lleguemos, aunque yo sé que no puedo dormir nada a dos o tres ges y las alcanzaremos camino a la superficie. Les pediré que hagan el vuelo lo más tranquilo posible.
Rob quedó pensativo cuando ella salió del departamento y se acomodó en su litera. No había duda alguna, Corrie estaba preocupada por algo, y ese algo tenía que ver con Camino Abajo. Tal vez creyera que no merecía tanta fama. La verdad era que, eso podía decirse de casi todas las atracciones, él le enseñaría algo que haría las cosas diferentes. Cerró los ojos.
El sueño se negaba a venir. Tenía la cabeza demasiado llena de ideas. La noche anterior, amarrado a la ladera desnuda de una montaña; ahora, en caída libre en una órbita sincrónica, y con un día muy movido entre las dos noches. Cuando comenzó a caer en la inconsciencia vio ante él el rostro arrugado y gris de Darius Regulo, con los cabellos blancos y los penetrantes ojos azules. ¿Cómo era? El sapo, horrible y venenoso, lleva sin embargo una joya en la cabeza. Pero el horrible Regulo parecía cualquier cosa menos venenoso. Amable, astuto, muy experimentado, y un demonio en ingeniería. De alguna manera, este hecho era más importante que los demás.
—¿Qué tal? ¿Cómo has dormido?
Corrie había aparecido desde la nada, segundos después del aterrizaje.
—No muy bien. —Rob la miró admirado. Se había puesto un traje de dos piezas, con una blusa color crema pálido que resaltaba su figura y sus delicados brazos y hombros—. Ningún problema mientras estábamos bajo aceleración —dijo—. Al contrario de lo que te pasó a ti. A dos ges perfecto, pero apenas hemos llegado a cero g he empezado a despertarme a cada rato y a agarrarme de las paredes. No te olvides de que he pasado la última semana en la ladera de una montaña. En esas circunstancias una caída libre habría sido fatal.
Se restregó los ojos, se incorporó y miró por la ventanilla. Frunció el ceño.
—Eso no parece el Puerto Espacial Belize.
—Porque no lo es. —Corrie se encogió de hombros—. Los tripulantes me han notificado que no se les permite aterrizar hasta dentro de veinticuatro horas. Les dije que lo intentaran en Panamá, en lugar de hacernos esperar un día entero. Deberemos seguir viaje por aire. Pedí que nos tuvieran un avión listo a nuestra llegada. Si salimos ya, podremos estar en Camino Abajo dentro de un par de horas.
—Bien. —Rob se soltó de las correas y se puso de pie. Era extrañamente tranquilizador estar otra vez en un ambiente de un g—. Me alegra comprobar que el dinero de Regulo no puede comprarlo todo, aunque al parecer puede comprar muchas cosas.
—No cambiamos los horarios de los puertos espaciales, si te refieres a eso, la FUE los tiene bajo su control. —Corrie abrió la puerta corrediza y miró la noche tropical. El sol se pondría en pocos momentos, y el aire estaba lleno de aromas secos y profundos—. Algún día espero que Regulo consiga permiso para construir su aeropuerto espacial privado, aunque no le serviría de mucho, él no puede venir a la Tierra.
Rob recordó sus últimos pensamientos antes de dormirse.
—Creo que puedes aclararme algo —dijo—, mientras volamos hacia Yucatán. Cuando entramos en la oficina de Regulo no se veía muy bien porque el nivel de luz era muy bajo. Yo supuse que él no quería que la gente le viese la cara. Pero después de hablar con él un rato me di cuenta de que no era por eso. No parece el tipo de persona que se preocupa por su aspecto. ¿Me equivoco?
—¿Regulo? ¿Creíste que era vanidoso? —Corrie estalló en una carcajada mientras Rob la miraba, algo irritado—. Perdóname —dijo—. Pero la idea es ridícula cuando conoces a Regulo. No le importa un bledo su aspecto personal, en lo más mínimo. ¿No sabes cómo comenzó a hacer dinero?
—Tengo una idea. —A Rob le intrigó el aparente cambio de tema—. Comenzó enviando materiales a la órbita de la Tierra desde el Cinturón de Asteroides, ¿no? ¿Y eso qué tiene que ver con su preferencia por la oscuridad?
Habían bajado del Remolcador y pasaban por Emigración. Rob vio más pruebas del largo brazo de la influencia de Regulo. Las interminables formalidades usuales con Aduana y Admisión terminaron en segundos, sin más que una fugaz mirada a su documento de identidad y una rápida entrada en la terminal de datos. El sol descendía rápidamente en pleno crepúsculo, cuando salieron hacia el avión que los esperaba y se subieron a él.
—Tiene mucho que ver —dijo Corrie por fin mientras revisaba los controles y fijaba el rumbo—. Explica muchas cosas sobre Regulo. Te enterarás tarde o temprano, de modo que será mejor que lo sepas de entrada. Ya hay demasiados rumores sobre Darius Regulo. Lo que has dicho es cierto. Él y un par de socios capitalistas instalaron un negocio de transporte, hace más de cincuenta años. Se empezaba a explotar el Cinturón y había cuatro o cinco grupos que realizaban el transporte de materiales en el Sistema Interno. Supongo que era muy competitivo e implacable. El equipo de Regulo fue uno de los primeros en tener problemas serios…
Los asteroides grandes recibían mucha publicidad, pero eran los pequeños los valiosos. Los «Tres Grandes» del Cinturón Interior, Ceres, Pallas y Vesta, ya estaban listos para albergar colonias permanentes. Un poco más lejos había un buen puñado de otros, de más de tres kilómetros de diámetro y todos buenos candidatos para una explotación a largo plazo: Hygeia, Eufrosine, Cibeles, Davida, Interamnia. La tripulación del Alberich conocía su existencia pero los despreciaba, como a todos los que tuvieran más de un kilómetro o dos. Una cosa era encontrar planetoides ricos en minerales; trasladarlos y explotarlos era una tarea más difícil.
Darius Regulo, como socio industrial del equipo, tenía a su cargo la larga y tediosa tarea de un primer análisis y evaluación. Hizo todo tipo de exámenes: espectroscópicos, de microonda activa y pasiva, térmica infrarroja y láser. Con los datos sobre tamaño y elementos orbitales tenía todo lo necesario para una primera recomendación. Nita Lubin y Alexis Galley estudiaron su informe, le añadieron el conocimiento enciclopédico de Galley sobre precios de metales FOB en la órbita de la Tierra, y tomaban la última decisión.
Galley, cabellos grises y cejas espesas, estaba sentado frente a la consola. Parecía un viejo bibliotecario, entrecerrando los ojos para ver lo que le decía el ordenador y mascullando entre dientes números y cifras. De vez en cuando miraba al techo, como si leyera allí números invisibles.
—Es del tamaño apropiado —admitió por fin—. No hay elementos malos, además. Ojalá tuviera un porcentaje de iridio más alto; eso y el porcentaje de volátiles son los factores determinantes. ¿Qué dicen las pruebas de plomo y cinc, Darius? No los encuentro.
—Son insignificantes. He decidido que podríamos considerarlos cero, a efectos de cálculo.
—¿Ah, sí? —Alexis Galley hizo un gesto de asombro—. Te agradecería que dejaras esa decisión en mis manos, hasta que tengas más años de experiencia. Ahora vamos a ver otra vez las cifras de masa.
Darius Regulo estaba de pie detrás de Galley, mirando por encima del hombro del otro, viéndolo trabajar. Si había alguien de veinticuatro años capaz de asimilar los resultados de veinte años de experiencia en minería espacial sólo mirando y escuchando, era él. Ya había aprendido que el valor verdadero de los metales no era más que una ínfima parte de la decisión final. Pesaba más la disponibilidad de volátiles utilizados para modificar la órbita, la posición del asteroide en el Sistema y los costos de extracción.
Galley asentía para sí mismo.
—Me seduce intentarlo —dijo—. Verdaderamente has hecho un buen trabajo, Darius. —Giró en su silla—. ¿Qué opinas, Nita? ¿Lo intentamos?
El tercer miembro de la tripulación estaba en el otro extremo de la nave, mirando por la ventanilla la irregular masa de roca que se acercaba más y más al Alberich. Se restregaba la nuca y pensaba.
—No lo sé, Alexis. Hay un amplio margen de volátiles, podemos llegar con facilidad. Pero, ¿podremos hacerlo con la rapidez necesaria? —Sacudió la cabeza—. El grupo Probit ofrece una comisión del diez por ciento por los próximos cien millones de toneladas de níquel o hierro que lleguen a la órbita de la Tierra.
Galley asintió.
—Luchan contra el tiempo.
—Como siempre —dijo Lubin—. Y nosotros también. Temo que Pincus y su equipo se nos adelanten. He estado escuchando sus emisiones de radio y comenzarán a trasladar a su elegido dentro de uno o dos días. Aunque nosotros tomemos una decisión en este preciso instante, no tendremos energía para ese asteroide hasta casi dentro de una semana, y no ahorraremos tiempo en la órbita de transferencia. En todo caso, están mejor situados que nosotros para ello.
—Entonces lo tenemos difícil —Alexis Galley miró la pantalla sin verla—. Si llegamos los segundos perdemos la mitad de la ganancia. Tal vez debamos seguir buscando otro con una mejor composición.
—No nos arriesguemos —Regulo había estado escuchando la conversación con suma atención. Alexis Galley era siempre demasiado conservador, y Regulo necesitaba esa comisión mucho más que Galley o que Nita Lubin—. Hemos tardado semanas en encontrar uno tan bueno como éste. ¿Y si intentamos una hiperbólica?
Los otros dos permanecieron en silencio.
—Tiene que haber mucha reacción de masa para una hiperbólica —continuó—. Tú misma dijiste que había muchos volátiles, Nita, y ganaríamos al menos cuatro semanas en tiempo total de tránsito.
Galley miró el delgado rostro de Regulo y sus ojos pálidos y brillantes.
—Creo que ya sabes mi opinión sobre las transferencias hiperbólicas —recordó—. ¿Tengo que repetirla? Consumes algunos de los volátiles y pierdes masa de reacción en la órbita solar. Si no tienes suerte, cuando pases del perihelio necesitarás ayuda para bajar a la órbita terrestre. Y los Remolcadores que te ayuden a bajar te costarán el doble de lo que hayas ganado. No obstante —continuó, encogiéndose de hombros—, no me gusta cerrarme a las ideas, sólo porque me hago viejo. ¿A cuánto deberíamos acercarnos?
—A tres millones de kilómetros, en el perihelio.
—¿Desde el centro del Sol o desde la superficie?
—Desde el centro.
—Caramba. Sólo estaríamos a un cuarto de millón de la superficie. Demasiado cerca.
—Pero no estaremos mucho tiempo —interrumpió Nita Lubin. Se aproximó y se detuvo junto a la pantalla—. Creo que debemos hacerlo. Ya hemos hablado del tema y siempre encontramos razones para no hacerlo. Intentémoslo. No tenemos por qué permanecer junto al asteroide. Podemos separar el Alberich apenas lleguemos a Mercurio, introducirnos en una órbita a mayor distancia del perihelio y volver a conectarnos con él más tarde.
—Entonces llegaríamos demasiado tarde para encontrarla —protestó Galley—. Si volamos en una órbita mayor, tardaremos más.
—No si llevamos al Alberich en un vuelo propulsado. Alexis, estás buscando razones para evitar hacerlo —Nita Lubin parecía haber tomado una decisión. Se volvió al miembro más joven de la tripulación—. ¿Cuánto tardarás en hallar una ruta apropiada para el Alberich? Necesitamos algunas opciones.
Regulo no dijo una palabra. Metió la mano en el bolsillo, sacó una hoja de ordenador y se la alargó.
—¿Qué es esto? —Nita Lubin miró la hoja, sonrió y se la mostró a Galley—. Órbitas para el Alberich. Ambicioso ¿eh? Bien, eso no tiene nada de malo, para eso estamos todos aquí. ¿Qué te parece, Alexis? Tendríamos un perihelio de doce millones de kilómetros para la nave. No está mal. Supongo que será mejor comprobarlo por mí misma. Vosotros podríais dedicaros a ponerle los impulsores al asteroide. En principio, tendremos mucho tiempo para eso, si es que podemos hacer la transferencia en cuatro semanas, como sugiere esto.
Alexis Galley se levantó despacio de la consola y contempló durante un largo rato a los otros dos.
—Continúa sin gustarme, pero seguiré adelante. Tú has puesto casi todo el dinero, Nita, y es justo que intentemos proteger tu inversión. Pero recuerda esto: ninguno de vosotros ha trabajado nunca cerca del Sol. Yo sí. Allí el cronometraje es más rígido, no hay tanto margen de error como aquí. Si no te importa, Nita, cuando tú termines, yo también revisaré esos cálculos.
Salió de la cabina y se dirigió a donde estaban las provisiones de impulsores. Nita Lubin lo siguió con la mirada, pensativa.
—¿Sabes? Lo hace por mí, Darius. Me pregunto si no será una locura. Alexis tiene más experiencia que nosotros dos juntos.
Regulo la miró con la cabeza inclinada hacia un lado.
—¿Qué quieres decir? Pensé que estaba decidido. Escucha, no sé tú, pero yo no quiero que nos gane el grupo de Pincus, y lo hará si elegimos la transferencia de siempre en una órbita elíptica. Perderemos, no hay duda.
Había empalidecido, y le resplandecían los ojos. Nita Lubin lo miró con interés.
—Eres ambicioso, Darius, no me había dado cuenta de hasta qué punto. Bien, sigo diciendo que no es una mala idea. Yo estoy aquí para hacer dinero, y Alexis también. Ve con él y ayúdalo, yo revisaré tus cálculos.
—Están bien —dijo Regulo. Se volvió rápidamente y salió de la cabina, sin darle tiempo a Nita Lubin de agregar nada.
Las primeras etapas de la transferencia de órbita seguían el modelo clásico que Alexis Galley había iniciado hacía más de veinte años. Primero se trazaba la forma del asteroide y se fotografiaba desde múltiples ángulos. Luego venía el detalle de la distribución de masa, calculado a partir del análisis de los datos sísmicos. Eso determinaba la colocación de poderosas cargas explosivas en agujeros practicados a profundidad en la roca. No se obtenía más que una distribución aproximada de las densidades internas. Con todo, ésa era la mejor fuente de información sobre las cantidades de amoníaco, dióxido sólido de carbón, agua y hielo de metano dentro del asteroide, la fuente de la masa de reacción que impulsaría al fragmento a la órbita de la Tierra.
Galley y Regulo estaban frente al ordenador, trabajando juntos en la colocación de los impulsores. A medida que los volátiles se consumían y se expelían en vuelo, el centro de la masa y la fuerza de la inercia de lo que quedaba del asteroide cambiaba. El ritmo de impulso debía mantenerse exacto, de lo contrario todo el planetoide comenzaría a girar bajo el par de torsión aplicado.
—¿Ves por qué me opongo a tu maldito vuelo hiperbólico? —gruñó Galley—. Cuando se envía cualquier cosa tan cerca del Sol, la velocidad de ebullición enloquece. Se pierde buena parte de los volátiles en pocas horas si vas demasiado cerca. Eso desbaratará el cálculo de centro de masa. Lo que no sucede en una transferencia elíptica, pero ahora debemos tenerlo en cuenta.
—Podemos preverlo —contestó Regulo. Su voz denotaba confianza—. Es cuestión de más cálculos. Averiguaré el flujo solar como función de nuestro tiempo en órbita, y eso nos dará el dato de ebullición que necesitamos.
—Ah, no digo que no podamos hacerlo —arguyó Alexis Galley, sacudiendo la cabeza—. Pero supone más trabajo y perderemos un día más.
—Escucha, no te estoy pidiendo que lo hagas tú —espetó Regulo. Estaba irritado—. Nada me gustaría más que encargarme yo mismo del cálculo.
El hombre de más edad lo miró con calma.
—Escucha, Darius, tranquilízate. No digo que no hagas tu parte del trabajo, incluso más. Pero no me entusiasma este plan. Sólo he volado en una hiperbólica en toda mi vida y fue en una nave médica de emergencia, con impulso ilimitado. No tratábamos de arrastrar mil millones de toneladas de roca. Es arriesgado y no vamos a meternos en ello sin pensarlo muy bien. Si vas a ajustar los cálculos, será mejor que vuelva al asteroide y revise otra vez la posición de los impulsores.
—También quisiera ayudar en eso —dijo Regulo—. Nunca he visto cómo se hace y quiero aprender… No te preocupes por los cálculos de ebullición —agregó rápido, al ver la mirada dubitativa de Galley—. Los obtendré en cuanto regresemos a la nave.
—Está bien —Galley se detuvo un momento, pero luego asintió con gesto de aprobación—. Te diré algo, Darius, nunca he tenido a un aprendiz tan deseoso de aprender cada pequeña cosa de este oficio. Ven, pongámonos los trajes. El tiempo vuela.
El Alberich estaba anclado a un cable corto, a pocos metros del asteroide. La diferencia de la órbita natural de ambos cuerpos era infinitesimal, apenas la suficiente para mantener el amarre tenso. Los dos hombres se dirigieron despacio hacia la roca, y Galley comenzó su cuidadoso examen de la superficie.
—Aquí hay un buen ejemplo —dijo un momento después, en voz alta por el teléfono del traje—. Cuando la ves te parece perfecto. Hay roca sólida para asegurar aquí un impulsor y se ven los volátiles en la superficie. Pero mira la distribución de la masa —Galley mostró en el vídeo de su traje parte de la simulación por ordenador de la estructura interior del planetoide—. ¿Ves?, los volátiles se desvanecen a pocos metros de la superficie. Ahora bien, compara con esa posición que da hacia el Sol. Allí hay una veta real de volátiles, y el amarre es igual de bueno —Galley escudriñó la superficie llena de cráteres, iluminada por los fuertes rayos del distante Sol—. Este lugar parece bueno. En esa veta hay la suficiente reacción de masa para que pueda servirnos.
Regulo estudiaba la imagen en el vídeo.
—Pensé que habías dicho que la distribución de masa era sólo una aproximación.
—Lo es —Galley rió—. A veces uno se lleva una sorpresa, pero es la mejor información que tenemos, de modo que es absurdo ignorarla a menos que veamos algo en la superficie que nos dé más datos. Ésa es la razón por la que estamos aquí —Galley se comunicó con la nave—. ¿Nita? Danos los datos de composición, por favor.
Se inclinó hacia adelante mientras leían la señal en los trajes y golpeó la roca cerca de los pies de ambos.
—Aquí hay un ejemplo de lo que te decía. Sé que hay una buena cantidad de materiales ferromagnéticos debajo de nosotros, aquí, por la fuerza de las abrazaderas de los trajes. Eso no se deduce a partir de los datos que tenemos en la nave, ¿no es cierto? No sé qué más tenemos aquí. No me gustaría echar a perder un trozo de platino sólo por hacer un agujero para colocar un impulsor.
Los dos hombres recorrieron despacio la superficie de la roca, examinando cada lugar posible con cuidado mientras Galley no dejaba de hablar de la lógica de la elección. Después de cuatro horas, Alexis Galley había elegido los siete lugares que necesitaba. Respondía con paciencia al torrente constante de preguntas de Regulo.
—Por lo general no soy tan cauteloso —dijo—. Pero éste tiene una forma extraña, demasiado largo y delgado.
—¿Temes que pueda voltearse?
—Tiene tendencia a eso. Cuanto más cercana a la esfera es la forma de la roca, menos debemos preocuparnos por su inestabilidad en la rotación. Ésta es, por cierto, casi dos veces más larga que ancha. Pero da igual, con esos lugares para los impulsores no tendremos problemas, a menos que halles valores muy grandes para la masa de ebullición. Me interesaría saber cuál es la temperatura aquí durante el vuelo en perihelio. Bastante cerca de los quinientos, diría yo.
Los dos hombres habían comenzado a dirigirse despacio hacia el Alberich. Regulo notó el fácil control de los pequeños movimientos corporales y el uso casi inconsciente de los propulsores del traje que hacía Galley al controlar su posición y actitud. Hizo lo posible por imitar al otro.
—El vuelo será de verdad rápido —comentó—. No creo que pasemos más de dos semanas dentro de la órbita de Mercurio, en uno y otro sentido. El asteroide se calentará, pero no importa, y no será por mucho tiempo.
Volvió la cabeza y miró por el visor del traje al Sol. A cuatrocientos millones de kilómetros de distancia se veía pequeño y extraño, un adorno resplandeciente, dorado, en el cielo negro. Galley se había detenido y seguía su mirada.
—Ven, Darius —dijo—. Estarás harto de eso dentro de uno o dos meses. Hagamos esos cálculos y veamos los impulsores. Después, tendrás todo el tiempo del mundo para mirar el Sol. Cuando terminemos estaré más tranquilo.