15 UN PUENTE A MIDGARD

Once horas. Contacto menos 40.000

El Tallo-de-habichuela había comenzado por fin a desenrollarse. Bajo la influencia combinada de la gravedad y de impulsos precisos había dejado su posición en L-4 e iniciado su larga caída hacia la Tierra. El principal cable transportador de carga estaba oculto, cubierto en casi toda su longitud por cables superconductores de energía y por las guías regularmente espaciadas de los impulsores. Toda la estructura, de ciento cinco mil kilómetros de largo, quedó extendida como un fino hilo de plata a través del sistema Tierra-Luna, trazando un arco que cubría una cuarta parte de la distancia entre la Tierra y la Luna. Lejos de ese arco, pero moviéndose más rápido a cada segundo que pasaba en una trayectoria que la llevaría a una distancia de perigeo de noventa mil kilómetros, una masa de mil millones de toneladas de roca y metal había comenzado también su aproximación. Descontrolada, bajaría a la Tierra y volvería a subir, yendo más allá de la Luna, antes de llegar con lentitud a un distante apogeo.

Hacía un año, el asteroide había sido un elemento natural del Sistema Solar. Su órbita recorría un sendero excéntrico de Saturno a Venus. Entre los millones de asteroides candidatos cuya composición, masa y órbita estaban almacenadas en los bancos de datos, Sycorax había seleccionado a éste, había decidido que era el más conveniente para las necesidades del Tallo. Tras un cuidadoso extrusionado del exterior y delicados ajustes en la distribución de masa, Sycorax había decidido que estaba preparado. El asteroide podía cumplir ya su nuevo propósito en el Sistema. Sería el lastre, el peso al extremo del péndulo.

El resto de los componentes esperaban en órbita sincrónica, estacionarios encima de Quito. El satélite de energía ya estaba funcionando, y los receptores fotovoltaicos se mantenían de espaldas al Sol hasta que fueran necesarios. Cerca estaban los vagones de materia prima, los módulos de pasajeros y los robots de mantenimiento, mil unidades distintas enlazadas por una red contenedora hecha de finos cables. Hasta el Contacto no habría más que una paciente espera.

En la Tierra también había poca actividad. Era de noche en el Control de Amarre en Quito, y la hora de aterrizaje se había fijado para las nueve de la mañana siguiente. Luis Merindo, solo, merodeaba por el perímetro del gran hoyo y miraba su obra. Su permanente sonrisa había desaparecido. Escudriñaba las profundidades, luego levantaba la cabeza y miraba hacia arriba, tratando de imaginarse qué ocurriría cuando el Tallo bajara como una lanza a través de la atmósfera. Su sistema para terraplenar estaba preparado desde hacía tres días. ¿Qué más podía hacer por adelantado? Nada. Esperar y rezar. Merindo se encogió de hombros y por fin volvió al conjunto de controles remotos que conformaban el corazón del Control de Amarre, a veinte kilómetros del pozo.

—Demasiada imaginación —gruñó para sus adentros cuando se instalaba en su cama—. O confío en él o no debería estar trabajando para él. Qué suerte que no puede verme ahora. Estoy tan nervioso como una novia la noche antes de la boda.

Luis Merindo se habría sentido mucho peor de haber podido ver a Rob Merlin en ese momento. La sala Central de Control en Santiago tenía una pantalla principal rodeada por doce pantallas auxiliares. Cualquiera de las doce podía ser intercambiada con la más grande. Rob estaba sentado en la silla de control manejando nerviosamente el panel de interruptores frente a él. Pedía imágenes en cada una de las pantallas, una por vez, un acto reflejo que sus dedos llevaban a cabo con absoluta independencia de su cerebro.

Decidió revisar todo una vez más. Luego, se iría a la cama. Luis lo había llamado temprano, y Rob había insistido en la necesidad de dormir bien esa noche, antes de iniciar el amarre final. Necesitarían estar despejados y descansados cuando llegara el momento. Luis estaría de regreso en Quito, durmiendo como un bebé, pero Rob dudaba de poder conciliar el sueño. Puso en imagen la silenciosa sala de control en Quito, luego recorrió las estaciones de información del geosincronismo una por una y por último el vagón de cola: el equipo en el extremo del Tallo, donde no había personal. Todo estaba tranquilo y las variables físicas bien dentro de los límites de tolerancia. Hasta el Sol se estaba portando bien, pues no enviaba nuevas llamaradas ni prominencias que pudieran cambiar el perfil de densidad de la atmósfera superior.

Sin que Rob lo supiera, desde muy lejos de la Tierra otra persona observaba todas sus acciones. Regulo estaba sentado ante su gran escritorio en Atlantis, sin poder dormir, con los ojos brillantes, maldiciendo a su enfermedad que lo mantenía lejos de la Central de Control y maldiciendo a la distancia que hacía que toda señal desde la Tierra le llegara catorce minutos después. Encendía una por una todas las cámaras de su sistema, pero volvía siempre a observar la metódica verificación de Rob del estado de los sistemas. En una cámara, Regulo veía directamente el panel de control en Santiago y comprobaba la posición de cada interruptor. Asintió con gesto de aprobación ante los fastidiosos y obsesivos controles de Rob. Desde Atlantis no podría haberse hecho nada para modificar la aproximación o el amarre del Tallo. Su consejo llegaría demasiado tarde para afectar las operaciones cuando estuvieran en las etapas finales. Pero de todas maneras, él debía estar al tanto.

Ni siquiera Regulo se salvaba de ser observado. Una vez durante la larga cuenta atrás Corrie fue hasta la puerta del escritorio, moviéndose en silencio por el interior en sombras de la esfera central.

Se detuvo detrás de Regulo sin hablar, mirando el desfile de imágenes que se movían en la gran pantalla frente a él. Finalmente se volvió y regresó a sus habitaciones. No podía compartir el entusiasmo y la tensión que colmaban a Darius Regulo y a Rob Merlin. Su aspecto hacía pensar más bien en un presentimiento no feliz.


Una hora. Contacto menos 4.000

La primera oportunidad de suspender la operación había pasado. El Tallo avanzaba más rápido, aproximándose a la Tierra a lo largo de la suave curva de una espiral de Arquímedes. Desde la cabeza, que avanzaba a diez kilómetros por segundo, el delgado filamento se curvaba a lo largo de más de trescientos grados hacia su tallo bulboso. Tres mil millones de toneladas de inercia comenzaron a hacerse notar. A medida que el Tallo bajaba hacia el impacto con la Tierra, los elementos del cable no podían seguir su patrón natural de caída libre. En cambio, se acumulaban tensiones todo a lo largo, obligando a la cabeza descendente a seguir un camino de aproximación que se dirigiría paulatinamente al punto decidido para el aterrizaje en Quito.

La energía elástica almacenada crecía en el cable de carga. Y ya alcanzaba la de una bomba de fisión de tamaño medio. Si el cable se soltaba, la energía se soltaría como una onda expansiva a lo largo de éste.

Rob estudió las lecturas de los indicadores de tensión colocados a lo largo del eje del Tallo-de-habichuela. Seguían mostrando valores bajos, insignificantes comparados con la máxima final esperada. Conectó la pantalla que controlaba la órbita del asteroide lastre. Pronto alcanzaría el perigeo. Al cabo de treinta minutos comenzaría a avanzar otra vez, apartándose de la Tierra. Por el momento no había que hacer nada. Rob comprobó el corrimiento Doppler en las distintas imágenes del asteroide, confirmando que mostraban una velocidad de rotación aceptablemente baja para el lastre.

Quedaba aún mucho tiempo para suspender la operación, si lo creía necesario. El Tallo todavía no estaba totalmente extendido. Los impulsores de alta reacción fijados en la cabeza podían apartarlo de la Tierra, curvándolo. Cuando los impulsores se pusieran en acción, al cabo de cuarenta minutos más, al menos parte del Tallo entraría en la atmósfera de la Tierra.

No eran sólo las tensiones en el cable del Tallo lo que aumentaba a medida que continuaba la aproximación. Rob sintió una creciente inquietud, como una piedra en la boca del estómago. Nada en los proyectos de construcción de puentes lo había preparado para algo como esto, para la tortuosa lucha de múltiples fuerzas en juego. A pesar del panel de control, Rob se sintió de pronto impotente. En realidad todo dependía de la precisión de los cálculos y del realismo de los simulacros realizados. Nada que hiciera él, ni ningún otro hombre, podía mejorar la secuencia de aproximación. Él estaba en el Centro del Sistema de Control, y le quedaba sólo una decisión por hacer: suspender la operación o continuarla. Un simple capirotazo a un interruptor binario, a eso se reducía todo. Y Rob se sentía menos y menos capaz de comprender todos los factores que guiarían su decisión. Después de meses de trabajo, sentía la cabeza embotada, atontada y lenta, incapaz de una evaluación acertada. Rob se mordió el labio inferior hasta que le dolió, concentró toda su atención en las pantallas y esperó al siguiente dato.

No estaba solo. En cientos de naves a lo largo de toda la extensión del Tallo, en otras que seguían el curso del gran lastre, y en las oficinas calurosas y superpobladas del Control de Amarre, había hombres y mujeres sudando y mirando las mismas imágenes en las pantallas, frunciendo el ceño ante los mismos datos, y dando gracias a la Fortuna por no tener que ser ellos los que tuvieran que tomar la decisión final.

En todo el mundo la gente comenzaba a mirar el cielo. Era demasiado pronto para ver nada, pero la lógica no guiaba sus acciones.


Contacto menos 600.

La cabeza del Tallo entraba en la atmósfera superior, zambulléndose en la ionosfera y comenzando a sentir los primeros efectos del calor de fricción. También empezaba a aminorar la velocidad del descenso. La larga cola, más allá de la altura sincrónica, ya tiraba hacia arriba proporcionando una colosal tensión que haría más lento el movimiento hacia abajo. La copa que pendía del extremo del Tallo subía más y más, expulsada de la primera espiral de aproximación para alejarse de la Tierra. A ochenta y cinco mil kilómetros por encima de la superficie, formó el punto final de un Tallo que se elevaba cada vez más cerca de la vertical.

Mirando desde la copa exterior, un observador habría visto la forma del Tallo que se extendía gradualmente hacia abajo, moviéndose en una clara línea que caía sin pausa rumbo a la lejana Tierra. El mismo observador, mirando hacia arriba por el cable oscilante, vería el asteroide lastre, aún a miles de kilómetros de distancia, pero más cerca cada vez.

La tensión en el cable de carga se había duplicado en dos horas. Era todavía menor a la cifra final del Tallo instalado, pero la energía almacenada ya excedía la de cualquier arma de fusión. Las ondas longitudinales de compresión y tensión hormigueaban constantemente a lo largo del cable de carga, transmitiendo fuerzas compensadoras desde el extremo superior a la plomada del cable inferior.

Los observadores en Quito oyeron el crujido cuando la cabeza atravesó la barrera del sonido. Y esperaban verla enseguida. Sobre el ecuador, al oeste del Control de Amarre, se vislumbró por fin una delgada línea de vapor. Se desprendía de la veloz cabeza del Tallo; era una estela de turbulentos cristales de hielo. La sombra formaba una franja oscura sobre el ecuador, dividiendo nítidamente en dos el globo, en un hemisferio norte y un hemisferio sur. Ya se oía un ruido sordo como el de un trueno lejano.

En las cumbres de los Andes, los campesinos indios dejaban por un momento su trabajo diario de arañar la tierra empecinada, lo suficiente para elevar sus plegarias a los antiguos dioses de la tormenta. Luis Merindo miró por los telescopios en el Control de Amarre, y buscó el mismo consuelo en las diosas más modernas de la aerodinámica y la electrónica. La cabeza del Tallo se había desviado un milisegundo en el primer punto de triangulación. ¿Cuánto supondría al llegar al pozo? Respiró al ver un cálculo de Santiago en la pantalla. Sería de algunos metros. Tenían margen más que suficiente.

Apenas terminó la primera entrada atmosférica, la atención de Rob se concentró en los sensores de temperatura colocados a lo largo del Tallo. El cambio en el potencial gravitatorio cuando el Tallo cayera aparecería en parte como energía cinética y en parte como energía disipada dentro del interior tenso del cable. El estiramiento y la flexión aparecerían como calentamiento y enfriamiento adiabáticos, aumentando y disminuyendo la temperatura local a lo largo del Tallo. Quinientos grados era el límite. Con una fuerza amplia y a temperaturas normales, el cable se debilitaría drásticamente por encima de quinientos. Este cálculo había sido uno de los más difíciles en todo el diseño del Tallo, pues era una compleja combinación de dinámica orbital, elasticidad no lineal y difusión térmica. Hasta el momento, Rob se felicitaba por su prudencia al prever en sus cálculos un amplio margen de error.


Contacto menos 60.

El extremo superior del Tallo, al moverse casi tangencialmente a la curva de la superficie de la Tierra, se había tragado el asteroide lastre. El conjunto de silicona que formaba la copa comenzaba a absorber la tensión a medida que el lastre buscaba continuar su camino ascendente. Poco después, las fuerzas se estabilizaron. La trayectoria del extremo superior del Tallo se había vuelto geoestacionaria, y se movía para quedar vertical sobre el punto de amarre en Quito. La tensión del cable se acercaba al valor máximo de diseño de ochenta millones de newtons por centímetro cuadrado. Aunque la cabeza seguía bajando, el movimiento era cada vez más lento.

Ya se veía desde el Control de Amarre el romo extremo inferior del Tallo. Su descenso parecía casi indolente, pues se movía como un gusano ciego lento y curioso dirigiéndose hacia el pozo que lo albergaría en su amarre. Luis Merindo observó las pantallas cuando la cabeza desapareció detrás de las pilas altísimas de roca alrededor del agujero. Verificó las lecturas. En treinta segundos comenzaría el rellenado. Después de eso, sólo tendría una preocupación: ¿resistiría el amarre el estirón de miles de millones de toneladas de fuerza ascensional que soportaría el cable cuando el lastre se tensara encima de la órbita sincrónica?

En una sala anexa en Santiago, Howard Anson también miraba la cabeza del Tallo. Al no tener problemas de ingeniería que le ocuparan la mente, había desenterrado otros recuerdos, recuerdos de otro tipo de apocalipsis. «Correré entonces y me meteré dentro de la Tierra» susurró para sí mismo. «La boca de la Tierra. Ah, no, no me albergará. Montañas y colinas, venid, venid y caed sobre mí, y ocultadme de la ira terrible de Dios.» Esto le mereció una mirada curiosa del asistente del Senado sentado a su lado. Anson se preguntó si el hombre desaprobaba sus libertades con el texto. Sonrió y se encogió de hombros en un gesto avergonzado, mientras el otro volvía la atención a las pantallas.

Ya no había posibilidad de suspender la operación. El gran signo de interrogación que quedaba era el amarre. Si no resistía, el Tallo sería arrancado de su ubicación temporal en Quito y subiría otra vez hasta más allá de la Luna. La inmensa inercia del sistema significaba que incluso esta pregunta tardaría en ser respondida a simple vista, si bien los sensores lo sabrían en un instante.


Contacto.

La base del Tallo había tocado el fondo del pozo, a cinco kilómetros por debajo del nivel del suelo. Al hacerlo, las montañas comenzaron a moverse. Un corrimiento de tierras siguió a la amplia cabeza del Tallo a las profundidades del abismo preparado. El estruendo de detonaciones, dispuestas convenientemente alrededor del borde del pozo, se confundieron con el rugir incesante de mil millones de toneladas de roca que cayeron al pozo y se apisonaron bajo la presión de la tierra y los pedruscos que les siguieron.

Ése era el momento de las mayores presiones. El gusano ciego, atrapado por la cabeza y por la cola, se flexionó y se contorsionó en toda su extensión como una serpiente agonizante. Las tensiones transitorias locales estaban por encima de cien millones de newtons por centímetro cuadrado. Cada válvula regulada por los paneles de control cambiaba y volvía a cambiar, demasiado rápido para que el ojo humano pudiera darse cuenta. El ordenador central analizaba los datos que entraban, decidía cuáles eran las variables más críticas y las pasaba a un informe de situación lo suficientemente simple y lento como para ser comprendido por un hombre.

Rob sólo se planteaba tres preguntas: ¿Crecían las oscilaciones a lo largo del cable de modo inestable? ¿Resistiría el punto de amarre de la Tierra? ¿Estaría el asteroide lastre firmemente encastrado a la copa a ciento cinco mil kilómetros por encima de la Tierra? A medida que pasaban los segundos, el caos lumínico de señales en el panel frente a él comenzó a calmarse hasta convertirse en un modelo que podía seguir aun sin la ayuda del ordenador.

Las tensiones y las temperaturas estaban dentro de los límites de tolerancia.

Las señales del Control de Amarre indicaban un amarre seguro, incluso cuando los últimos cientos de toneladas de roca seguían cayendo al fondo del pozo ya lleno.

Finalizaba la operación entre un murmullo de tensiones amansadas y un gemido de rocas que encontraban acomodo. El Tallo-de-habichuela, tenso entre las fuerzas opuestas del lastre y del amarre, se amoldaba a una configuración estable, la de un vastísimo puente arqueado entre la Tierra y el Cielo, de Midgard a Asgard.

Tres minutos después del Contacto, Rob se sintió lo bastante cómodo como para cambiar la imagen de la pantalla y observar el satélite de energía. Estaba en la posición correcta, lo suficientemente lejos del Tallo para que no hubiera problemas en caso de un accidente, y lo suficientemente cerca para ser trasladado fácilmente para entrar en contacto con éste cuando llegara el momento. Comenzó a moverlo e indicó que comenzaran a fijarse los superconductores. Una vez realizada la conexión, habría energía bastante para la secuencia de impulsores y los robots de mantenimiento podían iniciar la instalación de los módulos de carga y de transporte de pasajeros.

Apenas el satélite de energía hizo la primera conexión con el Tallo, Rob conectó otra cámara. Ésta estaba colocada en el satélite mismo, cerca del punto donde se fijarían los superconductores. Rob quería controlar la posición de éstos, pero la cámara por el momento, enfocaba casi directamente hacia abajo, a lo largo de toda la extensión del Tallo. En la sala anexa de observación donde estaban Howard Anson y Senta Plessey, un quejido colectivo salió de todas las gargantas. El asistente del Senado sentado junto a Anson gruñó, como si le hubieran pegado en los riñones:

—¡Cristo! —Se volvió hacia Howard y Senta y sacudió la cabeza—. ¿Creen que habrá gente que viaje por ahí? A mí se me revuelve el estómago de sólo pensarlo.

Como todos los demás, seguía con los ojos el recorrido hacia abajo del cable, que se alargaba sin cesar hacia la Tierra. Era muy común ver imágenes de cohetes, pero no daban al observador una sensación real de la altura. No había ninguna conexión directa, nada que relacionara a la mente de manera inevitable con el globo situado debajo de ellos. El Tallo sí. No cabía duda de que miraban hacia abajo, hacia muy abajo, aunque el cable mismo se hacía finalmente invisible para ellos contra el fondo del planeta cubierto de nubes. Todavía estaban mirando cuando el primero de los robots de mantenimiento salió del satélite de energía y comenzó a abrirse camino dificultosamente bajando por la escalera de impulsores. Inspeccionaba la corriente de cada segmento, preparándolo todo para el despliegue de los vagones de materia prima, y la fijación al Tallo era completamente segura. Pero eso no cambiaba nada. El centro de observación había sido invadido por un silencio absoluto; nadie respiraba.

—¿En serio van a enviar pasajeros? —susurró el asistente, casi para sus adentros—. Me imagino el transporte de carga, pero gente…

Senta se volvió hacia él y le dio palmaditas en el brazo.

—No se preocupe —dijo sonriendo—. Pienso lo mismo que usted, pero no pedirán a nadie que lo utilice a disgusto. Además, todos los vagones para pasajeros irán cerrados, no se apreciará la altura. Considérelo como un gran ascensor.

—¿Ascensor? —Le dirigió a Senta una sonrisa torpe y se volvió a mirar la pantalla—. El ascensor más ridículo y extraño que he visto en mi vida. Se tardará horas en subir o bajar.

—Más que horas —observó Howard Anson con voz suave. La primera visión del cable le había confirmado todos sus temores con respecto a los viajes espaciales—. Cinco días para subir y otros tantos para bajar. Y una vez que se haya salido, no se podrá cambiar de idea, hay que seguir hasta el final del recorrido.

—Que no cuenten conmigo. —El asistente seguía mirando la gran pantalla, horrorizado—. Yo me quedo con los obsoletos y seguros cohetes. No me importa que me tilden de anticuado. Escuche, ¿y si fallase la energía? Uno se caería y no dejaría de caer hasta chocar contra el punto de amarre en Quito.

—No puede caer —aseguró Senta. Parecía la persona más tranquila en la sala—. Si fallara la energía, los vagones quedarían adheridos al tren de impulsores con un engarce mecánico. Tendría que quedarse allí esperando a que se restableciera la energía. Es más, si se cayera, no llegaría a Quito; si algo se cae desde tan alto pasa la Tierra de largo, se pone en órbita.

—Fascinante —murmuró su disgustado compañero—. ¿Y durante cuánto tiempo? Yo una vez me quedé atascado en un funicular durante siete horas, y créame, me parecieron siete días. ¿Y si la energía no volviera? ¿Qué se supone que haría uno, entonces, bajarse deslizándose por el cable?

Mientras el hombre hablaba, vieron en una de las pantallas que Rob Merlin se había puesto de pie, se había desperezado casi con lujuria y, de espaldas ya al panel de control, le hacía una seña con el pulgar levantado a alguien que no aparecía en la pantalla, bostezó sin inhibiciones y comenzó a caminar hacia la puerta del Centro de Control.

—Se acabó —dijo Howard Anson—. Terminó la función. Conozco esa expresión. Cuando uno termina un trabajo importante, peligroso, siente algo que no tiene punto de comparación en todo el Sistema. Es la sensación más impresionante del mundo, y al mismo tiempo uno se siente tan débil y tan cansado que no puede ni pensar. Eso le sucede a Rob ahora. ¿Ven ese bostezo de felicidad? Es uno de los signos que no fallan. Vamos, Senta. Tratemos de rescatar a Rob y hacer que coma algo. Necesita bajar del éxtasis gradualmente.

Cuando salieron del centro de observación y pasaron rápido por la entrada del Centro de Control, Rob seguía de pie allí, con la mirada perdida, junto al comunicador. Anson miró con curiosidad al operador.

—Del Cinturón —fue la breve respuesta—. Está en camino desde hace casi un cuarto de hora, de modo que no esperarán respuesta desde aquí. Ahora se pone en marcha el vídeo.

La pantalla se había encendido, revelando el rostro arruinado de Darius Regulo. Como Rob, tenía un aire de ensoñación.

—Maravilloso —exclamó. Nadie tuvo que preguntar de qué hablaba—. Más que bien, Rob, perfecto, todo perfecto. Felicitaciones. Te he observado mientras lo hacías, pero lo controlabas tú solo. Ahora sal y disfrútalo. Saboréalo, Rob, no se experimenta una sensación como ésta muchas veces en la vida.

Rob miraba el reloj, con las cejas levantadas.

—Habrá enviado este mensaje inmediatamente después del Contacto, cuando el Tallo todavía estaba estabilizándose. Ha tenido mucha más confianza que yo.

La cara de Corrie había suplantado a la de Regulo en la pantalla. Su expresión sombría de doce horas antes había desaparecido, al menos por el momento, y ahora se la veía orgullosa y entusiasmada.

—Lo has conseguido, Rob. Ojalá estuviera ahí para celebrarlo contigo, en lugar de estar aquí en Atlantis. Si puedes contenerte y esperar, te reservo una fiesta para dentro de uno o dos meses, y haremos algo especial.

—No me cabe duda —murmuró Howard Anson. Rob lo miró enojado, pero no pudo aparentar el suficiente enfado, porque no podía negar que estaba pensando en algo muy parecido a lo que daba a entender Anson.

—Un momento, Rob —continuó Corrie—. El ogro quiere decirte algo.

Regulo volvió a aparecer en la pantalla, esta vez con una mirada astuta y sabia en los ojos.

—Quería señalarte algo, Rob, que quizá se te ha pasado por alto con toda la conmoción ahí abajo. Dentro de veinte años, el mundo se preguntará cómo podía la Tierra seguir adelante sin el Tallo, y tú aparecerás en todos los libros de historia, junto con Ferdinand de Lesseps y Elisha Otis. Será mejor que comiences a prestarle más atención a tu imagen pública.

—¿Junto a quién? —preguntó Rob.

—Se refiere al constructor del Canal de Suez y al inventor del ascensor —aclaró Anson en voz baja, mientras Regulo continuaba.

—Si lo único que querías era ser famoso, ya puedes retirarte mañana. —No parecía pensar que esto fuera probable—. Si quieres iniciar un proyecto grande, la cosa cambia. No te conformarás con esos proyectos de poca monta en la Tierra. Si sales dentro de dos o tres días, llegarás aquí justo a tiempo para trabajar con nosotros en Lutecia. Calculo que habrá de diez a quince toneladas de metal en él. Piensa en una buena utilidad para ese metal, y haremos algo del tamaño del Tallo alrededor del Halo.

Desapareció. Mientras Howard y Senta llevaban al exhausto Rob hacia la comida y el descanso, Anson se preguntaba si no era ya demasiado tarde. Después del mensaje de Regulo, Rob había comenzado a descender de su exaltación y comenzaba a viajar con la mente a los misterios de Atlantis.

Al llegar la noche, los últimos rastros de oscilación habían caído por debajo del nivel de detección de cualquiera de los monitores. La Tierra se había adaptado a la presencia de su puente más reciente. Cuando aparecieron las estrellas, Luis Merindo vio la hebra resplandeciente del Tallo, iluminado aún por el sol poniente, desapareciendo en el cielo de la noche.

Caminó hasta el perímetro del cerco vigilado y miró hacia arriba. Muy por encima de su cabeza, alcanzados todavía por la luz del sol hasta perderse por fin entre las sombras de la Tierra, los pacientes robots continuaban su tarea de instalar los vagones de carga y de pasajeros. No les llegaría la noche hasta dentro de cinco horas, hasta que la profunda oscuridad hubiera trepado por el Tallo hasta la altura sincrónica. Incluso entonces, el lastre seguiría a plena luz del Sol, hasta que éste también se ocultara por fin detrás de la Tierra durante una breve noche de media hora.

Merindo estaba solo, mirando hacia arriba. Ancho de espaldas, oscuro, fornido, había sido un topo toda su vida, moviendo tierra e instalando compuertas. Los cohetes que salían hacia un espacio frío y vacío no le habían atraído nunca; era un hombre que se sentía muy arraigado a la tierra. Pero ahora, el camino al espacio era parte de la Tierra misma, y había una carretera firme que esperaba a que la tomaran…

El delgado filamento del cable iluminado avanzaba hacia arriba por encima de él mientras las partes inferiores se ocultaban en las sombras. Atraía su visión hacia afuera, hacia arriba. No se dio cuenta en ese momento, pero cuando por fin perdió de vista al Tallo contra el fondo del campo de estrellas tropical y se volvió con todo su cansancio a cuestas para dirigirse al vehículo aéreo y al Control de Amarre, Merindo ya había tomado una decisión en algún nivel profundo de su mente.

Fue el primero de los miles de millones de personas que sintieron el hechizo de esa ruta brillante, y la seguiría.

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