13 LOS AMOS DE ATLANTIS

La cena resultó desagradable, a pesar del asombroso despliegue de productos comestibles que Regulo había hecho traer de los jardines acuáticos de Atlantis. Rob sabía que su propia sensibilidad hacia la atmósfera reinante en el gran comedor estaba exacerbada. Necesitaba pruebas de que su viaje por la esfera de agua no había sido detectado. Sentía, sin embargo, que Morel le dirigía rápidas miradas llenas de odio cada vez que él miraba hacia otro lado. Había una tensión desagradable entre los dos hombres y Regulo sufría las secuelas del tratamiento de Morel, su «dosis normal de veneno», como decía él, y no tenía la energía necesaria para embarcarse en las libres elucubraciones que por lo común caracterizaban las comidas en Atlantis. Y Corrie, por alguna razón, no miraba a nadie. Estaba sentada allí, apartada y casi muda, sin apetito.

Fue un alivio cuando Regulo sugirió que Corrie llevara a Rob a la superficie exterior de Atlantis y le mostrara el pequeño asteroide, ya preparado para las operaciones de minería que comenzarían en pocas horas.

—No tengo fuerzas para ir yo mismo —dijo—. Siempre existe la posibilidad de descubrir algo en la observación directa que no aparece en una holopantalla. Ocúpate de ese problema, Merlin; la holopantalla debería aportar la amplitud y la información de fases necesarias para una reconstrucción lo bastante buena como para engañar al ojo humano, pero en algún lugar se pierde información.

—¿Canales de transmisión con exceso de ruido?

—No, que yo haya visto. Compruébalo tú mismo, a ver si no es sólo mi imaginación.

Corrie cambió de ánimo apenas estuvieron con los trajes puestos subiendo por el amplio conducto que llevaba desde la esfera de habitaciones hasta la superficie de Atlantis.

—¿Qué os pasa a ti y a Morel? —preguntó ella.

—No me cae bien. —Rob se había detenido mientras subían para observar el panel donde había visto por primera vez un asomo de Caliban en su visita inicial a Atlantis—. ¿Has notado cómo me miraba?

—Y cómo lo mirabas tú. Se sentía cómo os apuñalabais a través de la mesa. —Comenzó a guiarlo por el conducto, hacia la salida—. Mira, si vas a pasar mucho tiempo en Atlantis, tú y Morel deberéis aprender a trabajar juntos. Quería salir de la zona de habitaciones para poder hablarte de esto. Creo que Regulo se dio cuenta, por eso sugirió que viniéramos. A ti no te gusta Morel, está bien. A mí tampoco. Pero es sumamente útil para Regulo.

—Es un hombre brillante —dijo Rob—. Lo sé, pero no confío en él. ¿Hasta qué punto Regulo depende de Morel para su tratamiento?

—Podría tener otro doctor, ésa no es la cuestión. Pero resulta que Morel es la máxima autoridad en el Sistema para el tratamiento del Cancer crudelis y del Cancer pertinax. Ha sido pionero en todo lo que sirve de algo para tratar las dos enfermedades. Regulo estaría loco si aceptara otro médico, cuando Morel está satisfecho con quedarse aquí y trabajar en Atlantis.

Rob la miró sorprendido. Corrie daba por sentado que él sabía de la enfermedad de Regulo, a pesar de su anterior reticencia a hablar sobre ella. Su cara la ocultaba la placa reflectora del traje.

—¿Crees que Morel encontrará el remedio? —preguntó.

—Para la enfermedad de Regulo no. Morel ha tenido un éxito absoluto con el crudelis, y ha conseguido detener el pertinax e incluso revertirlo con medicamentos en pruebas de laboratorio. Pero cuando lo intentó con Regulo los efectos secundarios fueron tan malos que tuvo que interrumpir el tratamiento transcurridas pocas semanas.

—Pero sigue intentándolo.

—Por supuesto. Morel trabaja muchísimo, pero es una enfermedad terrible —pareció estremecerse dentro del traje—. ¿Has visto alguna vez fotografías de Regulo cuando era joven? Estaba muy bien. No lo reconocerías, por su aspecto de hoy.

Ya habían llegado a la superficie de Atlantis. El asteroide flotaba a unos cinco kilómetros por encima de sus cabezas, brillando con una resplandeciente luz anaranjada contra el campo de estrellas. La pequeña diferencia entre su órbita y la de Atlantis reducía poco a poco la distancia entre ambos cuerpos. En un eje polar del asteroide, Rob vio la silueta negra de la Araña, con la trompa alargada como una fina línea de hilo oscuro contra el resplandor anaranjado. El satélite de energía, con los receptores fotovoltaicos vueltos hacia el Sol, pendía como una vela inmensa en el otro polo del asteroide. La primera etapa había terminado, y en pocas horas más todo el interior estaría derretido. Por el color de la masa en movimiento, Rob juzgó que había llegado a unos setecientos. La irregular superficie de la roca ya se desdibujaba, a medida que los materiales se ablandaban y manaban por el calor sostenido.

Corrie permanecía cerca de él en la entrada.

—¿Quién te ha informado sobre la enfermedad de Regulo? —preguntó con suavidad.

—Senta —contestó Rob, y de inmediato lamentó haberlo dicho. Vio que Corrie se ponía rígida dentro del traje.

—¿Has vuelto a verla después del encuentro en Camino Abajo?

—Por mediación de Howard Anson —Rob deseó habérselo comentado antes, pero seguía reacio a explicarle el objeto de esos encuentros—. Howard tiene un Servicio de Informaciones, ¿lo sabías, no? —continuó—. He sido cliente suyo durante años, pero no lo relacionaba hasta que me contó en qué se ocupaba. Él y Senta viven juntos. Ella me dijo que Regulo era muy atractivo antes de que se agravara su enfermedad.

—¿Con qué frecuencia les has visto? —La voz de Corrie sonó seca, y se veía que no iba a cambiar de tema.

—Dos veces. —Rob pensó que había llegado el momento de recurrir a una medida desesperada—. Me sorprendió algo que me contó. Dice que Darius Regulo es tu padre, que fuiste concebida cuando vivían juntos. Me llamó la atención que no me lo hubieras comentado.

La reacción de Corrie sorprendió a Rob. Se inclinó hacia adelante, y la parte superior de su traje comenzó a sacudirse, como si le hubiera dado un ataque. Después de uno o dos segundos se dio cuenta de que Corrie se estaba riendo, genuina o falsamente divertida. Rob no había dicho nada gracioso.

—¡Esa historia otra vez! —dijo ella por fin—. Creía que ya la había olvidado. Rob, todavía no entiendes a Senta. No es bueno decir algo así de la madre de una, lo sé, pero Senta vive en un mundo de sueños. Siempre ha sido así, desde que la conozco, al menos. ¡Que Darius Regulo es mi padre! ¿Qué ha dicho él cuando se lo has preguntado?

Rob miraba el asteroide frente a él, buscando alguna señal de oscilación en la rotación.

—No he llegado a preguntárselo. Habíamos empezado a hablar de Senta, pero ha cambiado de tema. No es fácil hablar de algo con Regulo cuando él quiere hablar de otra cosa.

—Pregúntaselo y hazlo cuando esté cansado. Sabes que Senta es adicta a la taliza, la mitad del tiempo se la pasa intentando escapar del mundo real. —Corrie se había acercado mucho a Rob—. Es cierto que vivió con Regulo mucho tiempo, y es cierto que concibió a una criatura pronto, después de la separación, a mí. Cuando yo era pequeña, me hablaba de Regulo, me decía que yo era hija suya. Pero pocos años después comencé a entender mejor a Senta. Jamás admitiría haber tenido un hijo con un hombre común y corriente. ¿Te das cuenta? Ha de creer que ha sido con el hombre más rico, más poderoso y más misterioso de todo el Sistema.

—Entonces, ¿quién es tu padre? —Después de lo que había visto en los laboratorios y de su arriesgada huida de Caliban, Rob comenzaba a sentir que la realidad se le escapaba de entre las manos. Había un límite a la cantidad de sorpresas que podía absorber en un solo día.

—No lo sé. Pudo haber sido Regulo, lo admito. Lo más probable es que haya sido algún rico parásito, o uno de sus admiradores con aspecto espiritual. Senta tiene debilidad por los hombres jóvenes y buenos mozos. Recuerda cómo te miraba cuando la conociste.

—Estaba en pleno trance de taliza. —Rob pensó que Corrie no entendía en absoluto las esperanzas y los temores de su propia madre. Howard Anson jugaba el papel del parásito social, pero había hierro debajo de esa superficie blanda. ¿Y Regulo? ¿Había cambiado Senta desde la infancia de Corrie?

—No creo que la taliza haga las cosas muy diferentes —Corrie apoyó la mano en la manga del traje de Rob—. Escucha, Rob, si a mí no me preocupa quién fue mi padre, ¿por qué te vas a preocupar tú? Yo soy yo. No soy Senta, ni soy Regulo, ni pertenezco a ninguno de los dos. ¿No puedes aceptarme por lo que soy? —Se volvió y comenzó a dirigirse por el conducto hacia la esfera central de Atlantis. Rob la siguió vacilante—. Si te preguntas por qué vine aquí a trabajar con Regulo apenas fue legalmente posible —prosiguió—, intenta comprenderme. Había oído las historias de Senta sobre él desde que tuve edad para entender una frase. Quería conocerlo, y pasé el Examen de Aptitud para el Espacio antes de cumplir los diez años. Cuando tuve la oportunidad de obtener un trabajo aquí, no la desperdicié. Y lo conseguí, sin ninguna ayuda especial de Regulo ni de nadie. Y me ha ido bien.

Corrie iba delante de Rob, un resplandor plateado del traje contra las paredes oscuras. Su voz, clara y airada, se oía con nitidez por la radio del traje, pero avanzaba mucho más rápido que él. Rob no conocía tan bien la estructura interior de Atlantis.

—¡Eh! Corrie. ¿Qué prisa tienes? —preguntó, tratando de ir más deprisa.

—Me he cansado de hablar de eso. Es todo. —Ella había pasado la segunda esclusa y doblaba hacia la esfera—. Si quieres seguir hablando, prométeme que no será sobre Senta y Regulo. Estaré en mi habitación. Ven si quieres.

Rob siguió despacio. Ahora estaba más confundido que antes. Alguien le mentía, pero la gran pregunta no era ¿quién? sino ¿por qué? Deseó poder comentárselo a Howard Anson, pero éste estaba en la Tierra, a millones de kilómetros de distancia. Rob no confiaba en la intimidad de los comunicadores en Atlantis. Hasta llegar a L-4 se las tendría que componer por su cuenta. Mientras se dirigía a la habitación de Corrie repasó mentalmente la lista de preguntas que debía responder antes de seguir el consejo de Corrie de olvidar el pasado.

Las habitaciones de Corrie estaban cerca del «polo» de la esfera de las habitaciones, en el eje de rotación donde la gravedad que proporcionaba el movimiento de Atlantis era mínima. Una pared entera de la habitación principal era un panel transparente que daba al jardín submarino profusamente iluminado. Brillantes bancos de peces se movían con pereza entre las algas verdes y moradas, como un arco iris viviente.

Rob podía sentarse horas allí, mirando hacia afuera, sin hablar. Corrie había diseñado ella misma el paisaje, con ayuda de los robots jardineros, y por eso le había complacido el interés de Rob. Pero luego descubrió que para Rob no era más que un telón de fondo neutral para los cálculos de diseño que ocupaban casi todas sus horas de vigilia. Cuando se sumergía en sus cavilaciones no veía la exhibición de vida detrás de la ventana. Tras dos o tres intentos, Corrie decidió que era inútil. El interés de Rob en las bellezas de la Naturaleza no podía competir con su fascinación con las tuberías, los cables, las compuertas, las poleas y los lastres.

Para cuando Rob atravesó la esclusa interior del conducto de acceso y llegó a las habitaciones de Corrie, ella ya se había puesto una de sus mallas livianas. Estaba a casi un metro del suelo, con las piernas cruzadas debajo de sí, mirando el gracioso desfile de los peces por el panel. Cuando Rob entró, Corrie volvió la cabeza y le indicó que no hiciera ruido. Tenía la cabeza hacia un lado, escuchando. Rob se acercó. Pocos segundos después, él también lo oyó, era un tamborileo regular contra la pared exterior, seguido poco después por una secuencia irregular de golpes más fuertes.

Miró a Corrie con mirada interrogadora.

—No sé —dijo ella en voz baja—. Ha empezado cuando me estaba cambiando de ropa, y al principio no he prestado demasiada atención. Hizo una seña hacia la izquierda—. Me parece que viene de ese lado, pero viene de lejos.

Rob se aproximó al panel e intentó ver más allá de la curva de la pared exterior, pero no se veía nada.

—Vamos a ver. Tiene que haber otro panel en esa dirección.

—No hay necesidad. Puedo hacer algo mejor. —Corrie flotó hasta el elaborado panel de controles situado en una de las paredes de la habitación. Conectó la gran pantalla montada junto a los controles—. Cuando llegué aquí me di cuenta de que era difícil saber dónde estaba la gente en la esfera de habitaciones, y quería ver los peces y las plantas de afuera. Encontré una manera fácil para poder hacerlo. ¿Sabías que hay cámaras por todo Atlantis, dentro y fuera, para que Caliban reciba información sobre todo lo que sucede? Yo interferí el equipo que cubre la esfera de habitaciones y la esfera de agua. Lo único que hay que hacer es escoger la cámara adecuada.

Rob miró la cantidad de controles. Según los interruptores, había varios cientos de cámaras en funcionamiento. Caramba con su viaje «secreto» a la esfera de agua. Habría sido cuestión de pura suerte que lo hubieran observado o no, y si Corrie podía interferir la red de cámaras, cualquiera podría hacerlo. ¿Habría estado Corrie aquí arriba mientras él exploraba? Rob recordó de pronto la inesperada aparición de Caliban. Según los horarios usuales, el calamar debía estar ocupado analizando los datos llegados con Rob en la nave. Si alguien había interrumpido eso intencionadamente, la súbita aparición de Caliban en la esfera central no había sido un accidente. El accidente era que Rob hubiera sobrevivido. Caliban halló algo de un tremendo interés para él en el laboratorio central. Bien, lo mismo le había sucedido a Rob, pero el rey de la esfera de agua había tenido tiempo de observar el laboratorio sin prisa.

Corrie jugaba con los interruptores de los controles, moviéndolos rápidamente y sin desviar su atención de la pantalla.

—Casi lo tengo —dijo. La imagen era la tomada por una cámara situada en la esfera de agua. Enfocaba la mampara de metal y plástico que rodeaba a la esfera de las habitaciones. Corrie hizo un último ajuste y la imagen apareció dividida en la pantalla. Tenían una visión frontal y una lateral de parte de la esfera de habitaciones en la pantalla.

Esa parte de la esfera central había sido modificada. En lugar de una pared lisa de metal, o de un panel transparente, miraban una inmensa pantalla visora ubicada en la pared exterior de la esfera. Mostraba un elaborado diseño de colores cambiantes. Frente a éste, con los tentáculos inflamados en el arco de una postura de «ataque», flotaba la masa colosal de Caliban.

Mientras ellos miraban, el calamar se acercó a la pantalla y se aseguró a ella con seis de sus poderosos brazos. Después de unos segundos, el animal comenzó a pegarle a la pantalla con el pico. Volvieron a oír las pesadas vibraciones, transmitidas a través de la pared exterior.

Caliban estaba furioso. Rob veía los otros cuatro brazos, que tenían en la cara interior unas ventosas más grandes que la palma de su mano, azotando el agua. Poderosas contracciones la agitaban saliendo del inmenso cuerpo. Después de algunos segundos más, Caliban soltó la pared. En un movimiento convulsivo, estiró y encogió los diez grandes tentáculos.

—Es otra lucha con Morel —susurró Corrie, casi como si Morel pudiera oírla—. Ya he visto esta escena antes. Morel golpea a Caliban en los centros del dolor. Así lo obliga a cooperar en el análisis de la información. Esta vez parece que no funciona.

Mientras Corrie hablaba, el gran calamar se había estirado por completo y avanzaba otra vez hacia la gran pantalla visora. Por tercera vez oyeron el ruido del pico golpeando la pared exterior y esta vez vieron también cómo la pesada mampara se flexionaba y se doblaba. Los tentáculos y las ventosas eran capaces de una fuerza extraordinaria.

—Sabe que Morel está adentro, detrás del panel —explicó Corrie en voz baja—. No sabe cómo llegar a él. Si Morel no se equivoca con respecto a la inteligencia de Caliban, debería preocuparse. Algún día Caliban hallará la manera de llegar a él.

Aunque ellos no veían a Morel, Rob se dio cuenta de que presenciaban una verdadera batalla de voluntades. La presencia del hombre se sabía sólo por los diseños caleidoscópicos en la pantalla y las periódicas convulsiones de dolor del calamar gigante. Pero estaba allí. Rob se lo imaginaba, con la piel clara sonrojada de ira, intentando doblegar a Caliban para que obedeciera sus deseos. El animal se resistía con desesperación. Al fin, tras cuatro ataques más a la pared, Caliban se retiró y recogió todos los tentáculos alrededor del cuerpo. Al hacerlo, el diseño sobre la pantalla cambió, convirtiéndose en un movimiento liso y ordenado de luz coloreada.

—Se ha rendido —dijo Corrie—. Hace lo que Morel quiere. Nunca he presenciado una lucha como ésta. O Caliban se está haciendo más resistente o Morel quiere sacarle algo que él realmente no quiere dar.

—Tal vez Morel no buscaba información —apuntó Rob—. Quizá castigaba a Caliban por algo que ha hecho.

O que no ha hecho. De pronto Rob recordó el peligro del que se había librado. ¿Por qué había aparecido Caliban de pronto en la ventana del laboratorio? Podía ser que Morel lo hubiera llamado allí. En ese caso, ¿castigaba Morel al calamar por no haber hecho lo que de él se esperaba? Eso explicaría las miradas venenosas de Morel a Rob durante la cena, aunque no la intensidad del odio de Morel hacia él. Debía relacionarse con el laboratorio secreto.

Rob ya había decidido que no volvería a la esfera de agua hasta no saber más sobre el funcionamiento de Atlantis. Regulo y Morel habían hecho de todo el asteroide una maravilla de control remoto. No había manera de saber qué cosas en el mundo acuático podían convertirse en un conveniente instrumento para eliminar a un visitante curioso. Debería investigar el laboratorio desde dentro de la zona de habitaciones y eso implicaba contar con un equipo que no poseía en ese momento. Rob se obligó a aceptar la idea de que debía tener paciencia.

Justo antes de que Corrie volviera la ventana exterior a su tono opaco y bajara las luces de la habitación, Rob tuvo un pensamiento fugaz e inquietante. Los medios para eliminarlo no tenían por qué confinarse a la esfera de agua. Si Morel deseaba matarlo habría cien maneras de hacerlo en la esfera de habitaciones. Rob volvería a L-4 en dos días. Mientras tanto, no estaría de más tener cuidado.

Resueltas un par de breves y típicas dificultades de último momento, la extrusión había comenzado. Mientras Regulo manejaba los controles principales, Rob concentró su atención en la Araña. Llevaba a cabo la extrusión de materiales a alta temperatura de manera adecuada, pero a él no le acababa de gustar. Estaban teniendo efectos de calor diferenciales en el cable extrusionado y eso lo debilitaría.

—No podemos utilizar la Araña así en un asteroide grande —le dijo a Regulo, que examinaba una muestra del último fragmento de cable—. Deberé hacer algunos cambios. Lo siento, pero no veo manera de hacerlo a menos que vaya al Cinturón cuando tenga listo el asteroide grande.

Regulo observaba el cable que salía serpenteando al rojo vivo del brillante hilador de la Araña.

—Por mí no hay problema. Esperaba que fueras, de todos modos. Tendremos a Atlantis en el Cinturón para entonces. —Oprimió una tecla para tener una lectura espectrográfica—. ¿Ves? Ése es el último de los volátiles que sale por el orificio lateral. La próxima vez los recogeremos y los almacenaremos en una esfera separada. Cuando se enfríen serán una útil masa de reacción. Mejor que hacerle agujeros a la roca esperando tocar las vetas apropiadas, ¿eh? Mira eso.

Regulo le pasó los resultados de la muestra a Rob, que apartó los ojos de la Araña lo suficiente para efectuar una rápida evaluación.

—Estamos en la cuarta capa —comentó después—. A cuarenta metros de profundidad. Esperaba encontrar hierro y níquel, pero el cobre y el cobalto son una agradable sorpresa. ¿Sabe? Podría tener una alternativa para su idea de minería por zonas. ¿Por qué no comenzar los trabajos en el eje de rotación? Si pusiéramos la trompa a lo largo del eje, primero obtendríamos todos los elementos livianos. Cuando éstos ya se hayan agotado podemos llevar los pesados al medio sin necesidad de mover la trompa.

Regulo se reclinó en su asiento. Los beneficios del tratamiento de Morel eran obvios. Ya no se encogía de dolor al mover las articulaciones, ni tenía espasmos musculares mientras operaba el panel de control.

—Parece buena idea, pero no creo que funcione —dijo por fin—. Iríamos en contra del flujo natural de los materiales. Cuando la bola comienza a girar, todo tiende a salir hacia afuera y la aceleración centrífuga hace el trabajo por nosotros. Si comienzas en el eje necesitarás hallar la manera de encoger la bola a medida que se produce la extrusión. No veo ninguna manera de hacerlo sin gastar mucha energía. —Se encogió de hombros—. Ésa es mi opinión a primera vista, pero no me hagas demasiado caso. Necesitamos opciones, y hay más de una manera de hacer casi todas las cosas. Estúdialo cuando estés con el Tallo, y ya que estamos, hablemos de tiempos. Atlantis estará en el Cinturón y lista para la acción con Lutecia dentro de cuatro meses. ¿Encaja con tus planes?

—Yo haré bajar al Tallo desde L-4 dentro de noventa días —Rob miraba la brillante corriente de metal que salía de la hiladora. ¿Era su imaginación o el asteroide se había encogido tanto que se notaba la diferencia?— Realizaremos el aterrizaje y amarre cinco días después de dejar L-4. Si me tiene preparada una nave, puedo estar aquí dentro de noventa y seis días, más el tiempo de tránsito, que no sé cuánto será.

—Treinta días al menos. Probablemente casi sesenta —Regulo fruncía el ceño—. Ya conoces esas reglas de porquería. Si me permitieran ponerle un propulsor decente a algunas de las naves, podría reducir el tiempo de tránsito a la mitad. Hace un año pedí a Cornelia que me hiciera un estudio de las finanzas. ¿Sabes que la mitad de nuestros recursos están atascados todo el tiempo, a la espera de que los materiales lleguen a donde los necesitamos en el Sistema? No hablo de los costos de transporte, siquiera. Hablo de los efectos del retraso en los presupuestos.

Rob se encogió de hombros.

—A mí tampoco me gusta que se tarde tanto tiempo en viajar a través del Sistema, pero debemos resignarnos. —Regulo tenía entre manos un viejo y conocido problema, y Rob veía pocas posibilidades de cambiar las reglas. Pasarían mejor el tiempo estudiando los cambios que necesitarían para la Araña.

—Los viajes al Cinturón no son malos si no tiene mucho trabajo que lo mantenga ocupado —continuó—. No se puede luchar contra las leyes de la dinámica. A menos que invente un transmisor de materia, estamos atascados con los tiempos de tránsito. Su única esperanza está en los Coordinadores Generales. Consiga que cambien las leyes sobre aceleraciones de impulso y podrá reducir los tiempos.

Rob acercó hacia sí una libreta y comenzó a trazar un esquema para el proceso de extrusión de la Araña. Quería comenzar a analizar las modificaciones al diseño. Regulo miró al joven con gesto paternal.

—No soy un teórico —dijo—. No encontrarás un transmisor de materia dentro de mi cabeza. Las únicas soluciones que puedo ofrecer se basan en cosas que ya comprendemos: la simple dinámica y el diseño de ingeniería. Déjame ver eso. Sigo queriendo saber más sobre la Araña, aunque tú tengas todos los derechos de fabricación.

Rob movió la hoja para que Regulo viera su trabajo. Se hizo un largo silencio, mientras Rob cambiaba el perfil de la boquilla. Mientras Darius Regulo miraba, la pantalla frente a los dos hombres mostraba el constante achicamiento del asteroide fundido que se consumía por la operación de minería. Nunca era fácil leer la expresión en la cara del viejo, en ese rostro tan transformado por la enfermedad. De todas maneras, había algo en sus ojos que poca gente vería alguna vez. Era una mirada de satisfacción y un secreto placer.

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