—Bueno, a primera vista no parece haber nada nuevo. —Howard Anson, delgado y elegante, se apoyaba con displicencia en el respaldo de una silla alta. Como de costumbre, parecía recién salido de un costoso instituto de belleza—. En resumen, te gusta Regulo, y Corrie te gusta todavía más, no te cae bien Morel y te has encontrado con una ostra descomunal. No sé cómo todo esto puede afectar a Senta.
Rob Merlin, sentado en un sofá frente a él, se veía pálido y cansado a la luz dorada del atardecer romano. Tenía los ojos enrojecidos y ojeras. El viaje de regreso había sido pesado, con poco sueño y mucho para hacer.
—¡Sí, una ostra! —dijo—. Si vieras a Caliban, cambiarías el tono. Siento mucho respeto por ese calamar. Los cefalópodos más inteligentes no están más cerca de las ostras que tú de un ornitorrinco.
Anson sonrió, impertérrito.
—Son moluscos, ¿no?
—Lo son, pero ahí termina todo el parecido. Caliban es grande, y feroz, y me siento inclinado a compartir el juicio de Morel, aunque él me desagrade. Hay inteligencia dentro de la cabeza de ese decápodo. Si hubieras visto cómo intentó entrar en el comedor y arreglar cuentas con Morel. Me pregunto qué le habrán hecho a Caliban para que pudiera sobrevivir en un medio de agua dulce. Nada agradable, seguro.
—Si quieres una respuesta a esa pregunta, tal vez pueda averiguarlo. —A Anson, como siempre, le parecía innecesario tomar notas—. Podría ser la explicación de por qué Caliban odia a Morel. He averiguado mucho sobre ese individuo durante tu ausencia. La relación con tu padre parece poco importante, aunque he confirmado que Morel y Gregor Merlin fueron estudiantes en la misma época en Göttingen. Estudiaron técnicas de rejuvenecimiento y de prolongación de la vida juntos durante un par de años. Ésa es la única relación personal, pero al parecer se mantuvieron en contacto después de que Morel dejara Alemania. —Anson miró a Rob con atención, con una mirada inteligente en sus ojos perezosos—. Escucha, te has exigido mucho. Tienes un aspecto horrible. Para que te repongas deberíamos esperar otro día antes de trabajar con Senta.
Rob negó enfáticamente.
—No puedo permitírmelo. Dentro de dos días volveré al espacio. Ya tenemos terminado el diseño final para el Tallo, y el próximo paso será realizar los planes de fabricación en L-4. Me espera un año difícil, sin descansos, de lo contrario no podremos cumplir con los plazos que le he prometido a Regulo. No he dejado mucho margen de tiempo, y el que tengamos lo necesitaremos para los retrasos de producción.
—En realidad, no creo que sea por tu promesa a Regulo. Quieres estar presente: eso es lo que te impulsa.
Rob se encogió de hombros: era difícil contradecir las palabras de Anson. Desde la última vez que se vieran, había trabajado mucho. Primero el viaje a Atlantis, luego le absorbió el diseño del Tallo. Había modificado la Araña para que operara en el espacio libre; había enviado a Regulo una segunda versión equipada para extrusión a altas temperaturas, para que se la pasara a Keino, que estaba en el Cinturón, y había comenzado a contratar gente para el proyecto principal. Los resultados de las primeras llamadas los sorprendieron. Un alto porcentaje de la gente que había trabajado con él en otros proyectos aceptó de buen grado seguirlo a trabajar fuera de la Tierra y colaborar en el proyecto Tallo-de-habichuela. Luego dejó de sorprenderse. Como a Rob, a los demás también les entusiasmaba la inmensidad del proyecto. Nadie que amara trabajar en grandes proyectos de construcción podía resistir la atracción de un puente cien veces más largo que cualquiera construido hasta ese momento en la Tierra. Había conseguido que la mayoría firmaran contrato casi sin hacer referencia al dinero. Y si los planes de Regulo para la minería de asteroides incluían a Rob, podría haber aún más proyectos de esta envergadura para todos ellos, tanto en el Cinturón como en el Sistema Exterior. El entusiasmo de Regulo por los proyectos espaciales parecía ser contagioso.
—Muy bien —Anson se incorporó—. Si te vas a quedar ahí con la mirada perdida, traeré a Senta. Está esperando a ver si queremos trabajar.
—Perdón —Rob sacudió la cabeza y se sentó más erguido—. Es el cansancio, eso es todo. Me abstraigo y me pongo a pensar en otras cosas. Tenías razón. Me he exigido mucho. Regulo no ha comentado una palabra sobre los plazos. Creo que intento convencerme a mí mismo de que soy tan inteligente como él. Has dicho que me gusta; sería más apropiado decir que le respeto. Su cerebro funciona de una manera diferente a como funciona el cerebro de cualquier persona que haya conocido. Tendrías que escucharle cuando se pone a hablar de diseño en ingeniería. Con razón ha llegado a la posición que ocupa. ¿Sabías que controla más de la mitad de las naves que se mueven en los Sistemas Interior y Medio?
—Sesenta y ocho por ciento —dijo Anson, con un suspiro—. Sí que estás cansado, Rob. Dirijo un Servicio de Informaciones, ¿recuerdas? Si buscas datos, yo soy la persona apropiada. —Se detuvo frente a la puerta, con la mano en el picaporte—. Tengo que pedirte algo. Sé paciente con Senta, por favor. Se ha mantenido con la dosis mínima que puede soportar desde hace unas semanas, para poder tolerar una dosis grande cuando se lo pidiéramos. En este momento se siente muy frágil.
Rob asintió. Había visto muchos adictos a la taliza y sabía lo que esto significaba. La abstinencia de la droga habría sido una lenta y continua tortura para Senta Plessey; y, sin embargo, se había prestado gustosa sólo para permitirles llevar a cabo el interrogatorio. Lo cual dejaba un punto muy en claro: Senta sentía por Howard Anson lo mismo que él por ella.
Rob se quedó a solas unos minutos. Cuando comenzaba a preguntarse qué estaría sucediendo, los otros dos entraron. Senta era una mujer diferente de la que Rob conociera en el ámbito social de Camino Abajo. Sus bronceadas mejillas se veían ajadas, y los brillantes ojos castaños, apagados y doloridos. Hasta los cabellos oscuros parecían haber perdido el brillo, y le caían desordenados a ambos lados de la cara. Al entrar miró a Rob y se esforzó por esbozar una sonrisa. Él se acercó a ella y le tomó las manos. Estaban frías y ásperas.
—La última vez que me vio yo estaba en mi mejor momento, o en el peor —reconoció. La voz sonó ronca e insegura—. No recuerdo qué me dijo, ni lo que hicimos. Siempre ocurre igual cuando regreso a la realidad. Quizás esta vez pueda recordar mejor. Después, digo.
Pronunció la última palabra como una amenaza de fatalidad.
—Escuche, Senta —dijo Rob, sin soltarle las manos—. No sé cómo decirlo, pero cuando recuerda cosas estando en trance de taliza, ¿sufre?
Senta no lo miró. Se había vuelto y fijaba la mirada en un frasquito con un fluido transparente que Anson había sacado del bolsillo. La expresión de su cara hizo estremecerse a Rob por la intensidad de deseo que vio en ella. Comprendió que nadie que hubiera visto una vez a un adicto a la taliza se aficionaría a ella.
—¿Sufrir? —La voz de Senta sonó distante e indiferente—. Depende de lo qué recuerdo. Es tan doloroso como lo fue la experiencia, ni más ni menos. No podría ser de otra manera. Pero esto…, esto es más insoportable que los recuerdos —le tembló la voz—. Howard, por favor, no esperes más.
Anson echaba una onza del líquido, medido con cuidado, en un pedazo de algodón. Tapó el frasco, se acercó a Senta y comenzó a restregarle el algodón con firmeza en las sienes, primero de un lado y luego del otro. Transcurridos unos veinte segundos, volvió a repetir la acción, mirando a Senta a los ojos. Estaba rígida e inexpresiva. Diez segundos después, ella exhaló un profundo suspiro y los párpados comenzaron a agitarse en movimientos breves y espasmódicos. Enseguida Anson le envolvió una tela oscura bajo la frente, para cubrirle los ojos y con toda delicadeza, la hizo sentar en el sofá.
—Howard —Rob habló deprisa y en voz baja, sin apartar los ojos de la cara de Senta—. ¿Tenemos que hacerlo así? ¿No hay otro método que nos permita averiguar lo que queremos que Senta nos diga sin que deba drogarse, alguna manera de formularle las preguntas correctas? Si la taliza puede hacerla recordar, de alguna manera ella tiene la información almacenada.
—Ojalá pudiera hacerse así —Anson seguía observando a Senta con atención, al parecer esperando una reacción clave—. La información ya no está en su mente consciente. Se lo he preguntado muchas veces cuando no estaba drogada, y no recuerda nada, en absoluto. No sé si le dieron una gran dosis de Lethe con un condicionamiento, o si es ella la que rechaza el recuerdo porque es muy doloroso. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que está enterrado a profundidad. Y sabemos que está allí; cuando un trance de taliza la arrastra hasta esa experiencia, se asusta más que ante cualquier otra vivencia de su memoria. Hay algo relacionado con Morel, Merlin y los Duendes que la aterroriza.
—Reconozco que Morel es capaz de asustar a cualquiera —Rob recordaba la expresión en los ojos grises del asistente de Regulo cuando manejaba el comunicador que le permitía controlar a Caliban—. A mí también me preocupa. Pero, ¿Senta no…?
Se interrumpió. Anson le había hecho un brusco ademán para que se callara. Senta se había inclinado hacia adelante y comenzaba a respirar agitada.
—Unos segundos más —dijo—. Tiene la venda sobre los ojos, para que no reciba ningún estímulo visual. Si oye cualquier palabra ahora, tendrá el mismo efecto. Debemos evitar que entre en un recuerdo que no sea el que queremos.
Se sentó en el sofá junto a Senta, mirándola con atención. Rob quedó impresionado. Mientras la miraba, las mejillas de Senta iban perdiendo su aspecto ajado y recuperaban el color que él había visto en Camino Abajo. La boca volvía a curvársele otra vez en una delicada y misteriosa sonrisa.
—Aquí estoy, Howard —exclamó—. Me siento bien. ¿A qué vamos a jugar? —rió, con una risa profunda, y se acomodó entre los mullidos almohadones del sofá. Su actitud era ya coqueta y llena de una explícita promesa sexual. Anson le dirigió a Rob una rápida mirada de impotencia, y luego se inclinó hacia el oído de Senta.
—Joseph Morel —articuló con toda claridad. Hizo una pausa tras pronunciar el nombre—. Gregor Merlin. Joseph Morel y Gregor Merlin. Repite esos nombres, Senta, repítelos.
Le miró aturdida.
—Joseph Morel. Gregor Merlin. Sí, sí. Ya sé. Pero, Howard, ¿cómo tú…?
La voz se iba debilitando. Una vez más, su cara mostraba un desfile de expresiones: temor, alegría, ansiedad, compasión, lujuria. Cuando se le estabilizó la mirada, inclinó la cabeza a un lado y asintió, luego pareció escuchar con atención.
—Merlin… Merlin los tiene —pronunció por fin. Miraba hacia arriba, con el ceño fruncido y una expresión de confusión y preocupación en el rostro—. Así es, Gregor Merlin. Acaba de decírmelo Joseph, por vídeo. No tiene idea de cómo han llegado allí, pero está seguro de que están en los laboratorios.
—A la mierda —dijo Anson mordiéndose el labio y mirando a Rob—. Esto es lo que me temía. Es lo mismo que ya habías oído. Es lógico, porque he dicho casi las mismas palabras. Ahora me temo que deberemos esperar a que pase toda la escena.
Senta escuchaba lo que le decían unos acompañantes invisibles, hasta que por fin asintió.
—Sí, son dos. No, no estaban vivos, no había aire en la cápsula. No sé si Merlin sabe de dónde provienen, pero debe imaginárselo. Le dijo a McGill que había hallado a dos Duendes, ése es el nombre que les da, en una caja de medicinas que le habían devuelto. Le mandó uno al otro hombre, Morrison, y ahora va a tratar de hacerles una autopsia completa. Ya sabe lo que les ha pasado, pero no…
Le cambiaba la cara, se convertía otra vez en un crisol de todas las emociones humanas. Antes de que el cambio fuera completo, Howard Anson se inclinó sobre ella, dispuesto a volver a hablarle. Rob levantó la mano, oponiéndose.
—No continúes, Howard —lo interrumpió—. ¿No has visto su cara? Sufre muchísimo cuando entra en esa parte de su pasado.
—Lo sé, Rob —los gestos de Anson eran adustos, sin rastros de las poses del hombre frívolo—. A mí tampoco me hace gracia. Pero debemos averiguar qué es para poder destruirlo. Ahora no digas nada o podríamos hacerle perder el hilo. —Había vuelto a inclinarse sobre ella—. Senta, otra vez. Repite esos nombres conmigo. Morel, Merlin, Duendes, Caliban, Sycorax. ¿Me oyes? Repítelos, Senta.
Incluso antes de que él terminara de hablar, la reacción había comenzado. Era evidente que no necesitaba otro estímulo. Sus rasgos comenzaron a retorcerse y contorsionarse, a ser una caricatura de su belleza: el rostro deformado por expresiones grotescas, las venas del cuello hinchadas. Finalmente su cara mostraba un horror creciente. Por un instante, abrió la boca y la cerró sin decir una palabra.
—¿Los has matado? —dijo por fin. Comenzó a mecerse adelante y atrás en el sofá, con las manos apretadas sobre la falda—. No lo creo. No puede ser verdad. No hablas en serio. —Hubo un silencio, luego agregó—: Dios mío, es cierto. Estás loco, tienes que estar loco. No comprendes lo que has hecho, ¿verdad? Y todos esos inocentes. Has matado a todos esos inocentes. ¿Por qué lo has hecho?
Se hizo un silencio más largo, mientras Rob Merlin y Howard Anson se miraban serios. La expresión de Howard indicaba que oía esas palabras por primera vez.
—No me importa qué estaban haciendo —continuó Senta Plessey—. No cambia nada. Nada puede justificar que los hayas matado. Gregor Merlin era amigo tuyo, ¿no? Hace años que lo conocías. Mucho tiempo.
Anson dirigió a Rob una mirada de intensa satisfacción y compasión a la vez, mientras Senta volvía a caer prisionera de las voces interiores. Pocos segundos después, comenzaron a deslizarse lágrimas por debajo de la venda. Sacudía la cabeza.
—Es inútil que me digas eso, Joseph —dijo—. Sé que me mientes. No intentes engañarme. He visto la información que se ha grabado para Caliban. Oí las órdenes que le diste, pero no sabía qué querían decir. Dijiste que quemara el edificio y pusiera la bomba. —Quedó en silencio por un momento, y luego volvió a murmurar algo, pero casi no se la oía—. «Quema el edificio y pon la bomba.» Pero, ¿por qué? ¿Por qué? Nada podía justificarlo, nada. Dijo que ya estaban muertos cuando llegaron allí, así que no pudieron haberles dicho nada, ni a él ni a su esposa. No sé qué eran esos «Duendes», pero eso no cambia las cosas.
Volvió a quedar en silencio, y luego negó con la cabeza con firmeza.
—No, no lo haré. Si no me dices la verdad, Joseph, lo averiguaré yo sola. Iré a Christchurch, y visitaré los laboratorios. Alguien sabrá algo.
Después se inclinó hacia adelante, escuchando otra vez con atención. Se hizo un silencio tan largo que Rob estaba seguro de que Senta había pasado a otra fase del trance. Miró a Howard e iba a decir algo cuando el otro hombre le hizo callar con un ademán. Senta se había sacudido con una nueva emoción, y se había llevado las manos a los ojos.
—Que Dios se apiade de ti. No te das cuenta de lo que me estás diciendo. Es inhumano. Si me estás diciendo la verdad, no puedo quedarme aquí. Tengo que irme, tengo que salir de aquí —sollozaba abiertamente, y se le quebraba la voz—. No puedo quedarme. Tienes que ir a decírselo, explicar lo que has estado haciendo. Diles que ha sido una locura, que no eras consciente de lo que suponía. Alguien debe decir la verdad. Te das cuenta, ¿no? No podré perdonártelo nunca.
Una vez más guardó silencio, sólo se oía el terrible sonido de sus ahogados sollozos. Mientras Rob Merlin y Howard Anson esperaban, mirándose, el tono cambió. Poco a poco se convirtió en una tos ronca, profunda.
—Se está recobrando. —Anson se acercó a Senta y le quitó la venda de los ojos—. Necesitará estar sola unos minutos. ¿Te molestaría pasar a la otra habitación? —Vio la mirada de Rob—. Está bien. No es peligroso dejarla sola ahora. No querrá que la veas en este estado cuando regrese al presente. Ve y déjame, que yo haré lo que pueda por ella. Estaré contigo enseguida.
Rob pasó junto a Anson, entró en el dormitorio y cerró la puerta. Se dirigió a la ventana y miró los rosados y amarillos de la vieja ciudad. Era casi el crepúsculo, una hora tranquila, silenciosa. Oía las campanas de las iglesias, allá lejos, por encima de los techos de las casas. En el gran edificio a tres kilómetros al oeste, se estarían celebrando los servicios vespertinos como sucedía desde hacía dos mil años. El aire de la ciudad era claro y tranquilo. Y en algún lugar, en algún lugar lejos de la Tierra, el hombre que había asesinado a sus padres, que había hecho de Senta Plessey una mujer destrozada, que impedía a Rob hallar placer alguno en la escena que se presentaba ante sus ojos, vivía en libertad.
Rob permaneció inmóvil. Pocos minutos después se abrió la puerta a sus espaldas y entró Howard Anson.
—Ya está bien —dijo—. Quiero que se acueste un rato, luego vendrá. —Respiró hondo—. Con razón ha vivido siempre atormentada por ese recuerdo. Esta última sesión ha sido más fructífera de lo que esperaba. Las informaciones que he ido obteniendo mientras investigaba la muerte de tus padres me daban mala espina, pero los recuerdos de Senta superan cualquier sospecha.
Rob seguía de espaldas.
—¿Lo interpretas como yo lo hago? —preguntó en voz baja. Tenía el cuerpo como helado y miraba rígido hacia la ciudad—. Fue asesinato. Los dos fueron asesinados. El incendio en el laboratorio y la bomba en el avión, la bomba que casi me mata a mí también. Cinco minutos más y yo también habría muerto. —Se miró las manos, reviviendo los meses y años de operaciones—. Y, sin embargo, todavía tiene que haber más que no hemos oído.
Anson asintió.
—Mucho más. Para empezar, no tenemos idea de por qué sucedió. No sabemos quiénes son los Duendes, no sabemos qué tienen que ver con Morel y Caliban. Me ha parecido entender que Morel era responsable de la muerte de tus padres, pero no tenemos pruebas, podemos estar interpretando mal las palabras de Senta. A mí me cuesta creer algunas de las cosas que ha dicho. —Se restregó la mandíbula—. Aún no tenemos respuesta para esas preguntas, y en cierto sentido tenemos más dudas que antes. Mi opinión es que debemos seguir investigando.
—Yo creo que ya tienes información suficiente para ayudar a Senta. Sabes que ella se siente indirectamente involucrada en varios asesinatos, no sólo en los de mis padres. Había más gente en el avión. ¿Puedes utilizar lo que sabes para borrarle algunos de sus recuerdos? Deja que yo siga averiguando otras cosas; tienen más que ver conmigo que con Senta. —Rob comenzaba a comprender la relación entre Anson y la mujer atormentada que estaba en la otra habitación. Había una dependencia mutua que hacía de la atracción física algo casi insignificante—. No involucremos más a Senta en esto —prosiguió—. Dime lo que has averiguado sobre Joseph Morel y yo continuaré a partir de ahí.
—Podría aceptar lo que sugieres, por ella. Pero Senta no. —Anson se apartó con brusquedad de la ventana y fue a sentarse en la cama—. Querrá llegar al final, hasta estar segura de haber hecho todo lo posible para aclararlo. Te diré todo lo que he averiguado sobre Morel, pero relacionar mis datos con lo que acabamos de saber por Senta es otra cuestión. Yo no veo la conexión. —Se inclinó hacia atrás, apoyando la cabeza contra la pared y cerró los ojos—. La infancia y los primeros años de la carrera de Morel no ofrecieron dificultad. Hay buena documentación y es un caso que he visto cientos de veces, tenemos archivados muchos casos similares. Un padre de personalidad fuerte que presiona al niño desde que éste tiene un año. La madre en un papel secundario, sin voz ni voto en la educación de Morel. Un prodigio en la escuela, y va a la universidad a los trece años. Allí, apartado de todo lo que no fuera el trabajo, y no es extraño, pues un niño de trece años no puede tener relaciones sociales con chicos cinco o seis años mayores que él. Ningún amigo, ni siquiera tu padre. Sólo eran compañeros de estudio. Como era de esperar, Morel hizo una carrera brillante. Su primer ensayo sobre la longevidad y el rejuvenecimiento fue publicado antes de que cumpliera veinte años, y se convirtió en un clásico.
Howard Anson volvió a abrir los ojos y miró a Rob.
—Desde ese momento la cosa empieza a cambiar. Lo normal hubiera sido desarrollar una carrera de investigación en la universidad, ascendiendo sin pausa hasta llegar a ser una autoridad respetable. Siempre habría sido una persona algo introvertida y aislada, pero eso es frecuente entre los científicos. Sus amigos habrían sido otros especialistas en el mismo campo de investigación, en todo el Sistema.
—Pero no fue así.
—Pudo haberlo sido, pero surgió otro factor que rompió el modelo. Morel conoció a Darius Regulo.
Anson se interrumpió cuando se abrió la puerta a su izquierda y por ella apareció Senta. Estaba blanca como el papel, hasta los labios no tenían color, pero los movimientos eran resueltos y había firmeza en su rostro. En un impulso, Rob se dirigió a ella y la tomó de las manos. Estaban otra vez tibias, pero no con el ardiente calor y temblor causados por la taliza. Ella le sonrió, la primera sonrisa verdadera que Rob le había visto. Era la sonrisa de Corrie. Volvió a reparar en cuánto se parecían las dos, y se preguntó cómo no se había dado cuenta desde el primer momento.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó—. No nos lo debió permitir, ni siquiera para que yo pudiera conocer algo de mi pasado.
Ella negó con la cabeza, sin dejar de sonreír.
—También es mi pasado, ¿sabes? Soy tan curiosa como tú. Desde que he salido del trance he estado ahí sentada preguntándome qué habéis averiguado. Espero que haya sido bastante. —Se pasó la lengua por los labios, más seria—. Si necesitamos más información, estoy dispuesta a repetirlo.
—Ahora no —dijo Anson—. Te perjudicaría, y no creo que convenga hacer nada más hasta haber investigado lo que tenemos. Nos has dicho cosas que no habíamos oído antes. Rob y yo necesitamos ver adónde nos conducen, y tardaremos todavía algún tiempo.
Le contó a Senta un resumen de lo que les había dicho bajo la influencia de la droga, repitiendo las palabras tal como ella las había pronunciado, sin una alteración. Rob le envidió semejante memoria. Cuando terminó la miró, expectante. Ella se encogió de hombros.
—No recuerdo nada a nivel consciente. En lo que a mí respecta, lo oigo por primera vez. Gracias a Dios por su misericordia. No querría vivir con eso todo el tiempo. Algo espantoso ocurrió en esa época, y al parecer Joseph Morel es un asesino.
—¿No tienes idea de lo que quería ocultar? —preguntó Rob—. A mí no me cae bien ese hombre, pero ni siquiera alguien como él asesinaría sin motivo.
—Es lógico, pero no se me ocurre nada. —Senta se mordió el labio inferior, que ya había recuperado su rojo natural, pensativa. Seguía pálida, pero le estaba volviendo el color—. Quizás intentara ocultar otro asesinato. ¿Qué pensáis hacer ahora?
—Yo intentaré seguir investigando —dijo Anson—. Rob se irá a trabajar en el Tallo, de momento no puede hacer mucho. No debemos apresurarnos si queremos hacer las cosas bien. Supongo que no importa esperar un poco más. No quiero parecer alarmista, pero todavía puede resultar peligroso. Si alguien estuvo dispuesto a matar hace veintisiete años para mantener un secreto, es más que probable que vuelva a matar por la misma razón.
—Si es Morel, no podría hacerlo desde Atlantis. —Senta se volvió a Rob—. Si vuelves allá, cuídate. No puede enterarse de que lo has averiguado, pero ya sabe que eres el hijo de Gregor Merlin.
—Me cuidaré, no os preocupéis —dijo Rob—. Y no os creáis tan seguros aquí. Es capaz de causaros molestias aunque no esté aquí, puede contratar gente para hacer cualquier cosa. No os arriesguéis, y mantened los ojos bien abiertos.
—Estaré alerta —dijo Anson—. No conozco a Joseph Morel, pero me he formado una idea de él, y no es muy buena. Es muy inteligente y tiene mucha experiencia.
—¿Cuántos años tiene ahora? —preguntó Rob.
—Sesenta. Se hizo un rejuvenecimiento, pero incluso así, parece más joven de lo que debiera. Creo que ha seguido sus propias técnicas de prolongación de la vida. He visto una foto suya y le echaría cincuenta o cincuenta y cinco años, pero estoy seguro de su edad, tengo una copia de su partida de nacimiento. Tenía veintitrés años cuando Regulo fue a verlo por primera vez, poco después de haber rechazado una cátedra en Canberra. No sé qué le ofreció Regulo, pero bastó. Se fue a trabajar a sus laboratorios y no se ha movido de allí en todo este tiempo, treinta y siete años.
—¿Trabajando en rejuvenecimiento? —preguntó Rob—. Pudo haber comenzado con eso, pero sé que hace otras cosas en Atlantis. Por ejemplo, está Caliban.
—Caliban —Senta se estremeció, como si un resto de taliza aún actuara sobre ella—. Un nombre en el que no había pensado en mucho tiempo. Cuando conocí a Morel, no hablaba de otra cosa. Ha estado trabajando con ese animal durante treinta años. Ya entonces decía que le haría hacer cosas que un calamar no había hecho jamás, solía enseñarle trucos.
—Sigue haciendo eso y aún más —dijo Rob—. ¿Así que ya tenía a Caliban con él cuando estaba en la Tierra?
Senta frunció el ceño y las cejas formaron un solo trazo sobre los grandes ojos.
—Algunas de estas cosas me resultan muy difíciles de recordar. Parecen difusas, como si le hubieran ocurrido a otra persona. Estoy segura de que ya tenía a Caliban en ese tiempo, pero no sé si fue en la Tierra o fuera de ella. Sin duda alguna fue hace treinta años, entonces fue tres años antes de que Regulo trasladara todas sus instalaciones fuera de la Tierra. De modo que Morel seguramente estaba trabajando en Caliban aquí, en la Tierra.
—¿Quiere eso decir que Regulo ha vivido en el espacio tanto tiempo? ¿Veintisiete años? —El rostro de Rob dejaba ver su sorpresa—. Creía que hacía mucho menos que se había ido, cuando empezó a envejecer. Y ésa es otra cosa que aún no comprendo. Se supone que Morel es un gran experto en rejuvenecimiento, una de las mayores autoridades en el Sistema. Y Regulo es inmensamente rico, de modo que por falta de dinero no será. ¿Por qué no se ha hecho tratamientos de rejuvenecimiento? Sé que algunas personas se niegan por razones religiosas, pero dudo que ése sea el motivo de Regulo, su dios es la ingeniería. Si para eso contrató a Morel, ¿por qué no lo utiliza? ¿Y por qué anda con esas cicatrices, en lugar de hacerse injertos y tratamientos de rejuvenecimiento?
—¿Cicatrices? —Senta lo miraba con el ceño fruncido—. ¿Qué cicatrices? Yo no recuerdo ninguna cicatriz.
—Será parte de los recuerdos que has olvidado —dijo Rob. Se había puesto de pie y se paseaba frente a la ventana—. Tiene cicatrices en toda la cara. Tienes que haberlas visto, le quedaron del vuelo solar que hizo hace cincuenta años. Corrie me lo contó. ¿Eso también lo has olvidado? Su rostro es una pesadilla.
Senta Plessey sentada en el sofá, guardó silencio tanto rato que Rob temió un nuevo ataque causado por su adicción. Parecía haber entrado en otro trance, con el rostro intrigado y pensativo. Por fin, asintió.
—Creo que sé lo que ha sucedido —dijo—. Has estado atando cabos de una manera lógica, y todo parece tener sentido. Pero falta un dato. Cornelia omitió un hecho importante.
—No bromees —dijo Anson en voz baja.
—No bromeo —Senta le palmeó la mano a Anson, sin apartar los ojos de Rob—. Mi memoria tiene lagunas pero de esto estoy segura. A Regulo le quedaron algunas cicatrices de una aproximación muy cercana al Sol, pero se las quitaron. Sí se las quitaron poco después de su regreso a la Tierra. No quedó rastro alguno. Cuando conocí a Regulo era un hombre atractivo. Rob, ¿no te ha dicho Cornelia por qué Regulo no puede hacerse ningún tratamiento de rejuvenecimiento?
—No. No sabía que no pudiera. Creo que comencé a preguntarle sobre el rejuvenecimiento y las cicatrices una vez, después de conocer a Regulo, pero algo nos interrumpió y nunca tuve respuesta. Me había contado por qué a Regulo no le gustan las luces brillantes, y yo supuse que las cicatrices eran una secuela de la misma experiencia. Nunca volvió a hablar del tema.
—Y me imagino por qué —Senta asentía con la cabeza—. ¿Alguna vez oíste hablar de las enfermedades llamadas Cancer crudelis yCancer pertinax?
Rob negó con la cabeza.
—¿En qué consisten?
—No sé qué significan las palabras —dijo Senta. Howard Anson la interrumpió.
—Cáncer cruel y cáncer persistente —dijo—. Es una traducción literal. Perdón, Senta, pero cuando se tiene una mente acumuladora como la mía, hay que ponerla en funcionamiento cuando se puede.
Ella le sonrió con gesto tolerante.
—Y te es muy útil, Howard, no tienes por qué justificarte. La cuestión es, Rob, que son dos formas de cáncer, como habrás adivinado.
—¿Viejas enfermedades? —preguntó Rob—. Supongo que matarían gente en otras épocas, como las demás formas de cáncer.
—Ésa es la diferencia —Senta se inclinaba hacia adelante, más animada—. No son viejas enfermedades. Aún existen. Son poco comunes, pero son las únicas dos formas de la enfermedad que todavía no se sabe cómo curar, y las dos son mortales. Darius Regulo no tiene cicatrices por el vuelo solar. Lo que tiene es Cancer pertinax. Es la forma menos común, y es una enfermedad muy lenta. Pero no se la puede detener, ni es reversible. Hace ya casi cincuenta años que la tiene. Lo matará al fin, a pesar de los tratamientos y las operaciones. La tenía ya cuando lo conocí, y comenzaba a notarse. Ésa fue la razón fundamental por la cual debió irse de la Tierra, su organismo no soportaba la gravedad cuando el cáncer se afianzó. Dudo que Darius viva hasta los noventa años. La enfermedad es doblemente mortal. Aparte de los efectos directos y de la desfiguración que causa, tiene efectos colaterales que inhiben los resultados de cualquier tratamiento de rejuvenecimiento del paciente. Los tratamientos no tienen resultado cuando el paciente ha contraído la enfermedad.
—Pero eso significa que perderá más de la mitad de su vida —Rob pensó de pronto en la mente poderosa y fértil de Regulo aprisionada dentro de esa cara arruinada en ese cuerpo debilitado—. ¿Se da cuenta de que es una tragedia espantosa? No me refiero a una tragedia personal, aunque lo es, claro, sino una pérdida para todos. Regulo es uno de los grandes hombres de este siglo. Y jamás le he oído quejarse de su enfermedad, a lo sumo dice que se cansa con facilidad, y todavía tiene una energía increíble cuando se pone a trabajar en un problema que le interesa.
—Ah, pero tendrías que haberle conocido hace treinta años —dijo Senta. Le sonrió a Anson—. No me interpretes mal, Howard, pero hace treinta años, antes de que la enfermedad lo atrapara del todo, Darius era un superhombre. Tenía la energía de diez personas normales, para el trabajo o para la diversión. Casi daba miedo. Nunca he encontrado a nadie con la mitad de sus ganas de vivir, y he conocido a casi todos los dínamos, los hombres y mujeres que hacen funcionar el Sistema. Sé que piensas que ahora es algo extraordinario, y estoy segura de que lo sigue siendo, pero no es más que la sombra de lo que fue. Su enfermedad lo está matando, poco a poco.
—¿Y no hay tratamiento para eso? —preguntó Rob—. ¿Ni siquiera para retardar los efectos?
—No, no hay tratamientos para el crudelis y el pertinax. —Senta negó con la cabeza—. Ésa es una de las más grandes ironías. Joseph Morel descubrió un tratamiento para el Cancer crudelis que ha resultado efectivo en todos los casos probados. Se utiliza, y se conoce con el nombre de tratamiento Morel. Pero se equivocó de enfermedad. Regulo sufre de Cancer pertinax, y el tratamiento de Morel no sirve para ése. Intentó varias formas, pero cuando las drogas fueron usadas en humanos, produjeron efectos mortales a largo plazo. Hay una sutil diferencia entre las dos formas de la enfermedad. Estoy segura de que Morel sigue trabajando en ellas, pero por lo que me dices sobre la apariencia de Regulo, no ha habido grandes adelantos.
—No menospreciéis a Morel tan rápidamente —dijo Anson. Estaba recostado en la cama, mirando el techo—. Vi su historia y no es tan sólo inteligente, es brillante. Y en un aspecto es como Regulo, o como tú, Rob, por lo que he visto. Cuando comienza a trabajar en una idea, no se detiene hasta haber hallado lo que busca.
—A mí me dio la misma impresión —dijo Rob, encogiéndose de hombros—. No sé cómo trabaja Morel, pero yo lo único que hago es seguir las cosas que me interesan, me lleven a donde me lleven. Tal vez por eso no me gusta Morel. Queremos perseguir objetivos diferentes, mientras que Regulo y yo nos interesamos en casi las mismas cosas.
—¿Has visto su escritorio? —le preguntó Senta. Él asintió—. Ya lo tenía hace treinta años —prosiguió ella—. Por aquel tiempo comenzó a poner esas extrañas leyendas en el escritorio. Decía que estaba construyendo su filosofía. Me gustaría ver lo que tiene ahora, comprobar si ha cambiado algo en estos treinta años.
Negó con la cabeza, mirando hacia atrás, a su pasado, pero esta vez sin el poder de la droga.
—¿Cómo era? Los cohetes no sirven. Ése fue el primero que puso. Comenzaba a construir Atlantis. Yo entonces no me di cuenta de que su intención era convertirlo en un mundo privado, un mundo en el que pudiera retirarse y dejar que el resto del Sistema hiciera lo que quisiera. Y ahora después de todo este tiempo, ahí tenéis el Tallo, su réplica a los cohetes. Howard tiene razón: Regulo no se da por vencido así como así. —Miraba a Rob con una expresión diferente, viendo en él algo que no había visto antes—. Ten cuidado, Rob. No exageres. Es bueno tener metas, pero es malo permitir que se conviertan en obsesiones. Darius es adicto a algo tan fuerte como la taliza. No puede soportar perder. Que no te pase lo mismo.
Rob frunció el ceño. Senta estaba poniendo el dedo en la llaga.
—Trataré de no hacerlo, sé a qué te refieres, pero siempre he hecho todo lo mejor que he podido. No será fácil cambiar.
—Lo sé. —Tomó la mano derecha de Rob entre las suyas y le pasó un dedo con suavidad por la superficie—. No intentes compensar con creces esto, Rob. Hace ya mucho que has demostrado ser tan bueno como cualquiera que tenga manos naturales. Hablé con Cornelia ayer, y dice que no has parado de trabajar desde que conociste a Regulo. No olvides que el trabajo también puede ser una adicción y una forma de escape.
—No exageraré. —Rob notó que las manos de Senta habían vuelto a temblar otra vez. Estaban mucho más calientes que las suyas—. Corrie y yo nos tomaremos un descanso esta noche, iremos a Nápoles a pasar un día, antes de dirigirnos a Quito, al Control de Amarre. Sé que respetas a Regulo, pero ahora comprendo que hay algunas cosas de él que no te gustan. ¿Qué te parece que Corrie trabaje con él? Algunas de las tareas que le encomienda son bastante extrañas, como por ejemplo decirle que vaya a buscarme y me lleve a la órbita a conocerlo. Son demasiadas responsabilidades para su edad. ¿Fuiste tú quien se la presentaste a Regulo?
Rob estiró el brazo y tocó a Anson en los riñones. El otro se incorporó, miró a Senta y enseguida metió la mano en el bolsillo.
—Ven, querida —dijo—. Es la hora de un sedante. Gracias, Rob.
Senta no había oído las palabras de Anson. Miraba a Rob asombrada.
—No sé a qué os habéis dedicado tú y Cornelia todo el tiempo que habéis pasado juntos. ¿Ella no te ha contado nada de sí misma?
—¿Qué ocurre? —preguntó Anson. Había levantado el brazo desnudo de Senta y apoyaba un inyector de vapor contra él—. No estaba prestando atención. ¿Qué le ha dicho Corrie a Rob?
—Lo que no te ha dicho es lo que me sorprende. —Permitió que Anson la llevara hacia la cama—. Rob, hay cosas que no ves, tan absorto estás en tu trabajo. Regulo y yo vivimos juntos más de cinco años. ¿Qué supones que estuvimos haciendo durante ese tiempo? ¿Diseñar cohetes? Cuando veas a Cornelia esta noche, mírala bien. Mírale los ojos, y la forma de la cabeza. Es hija mía y usa mi nombre, pero es hija de Darius también. Yo la crié, pero no pude mantenerla en la Tierra. Apenas tuvo la edad suficiente, se fue a Atlantis. ¿No te contó nada de eso?
Rob la miraba azorado.
—Ni una palabra. Tal vez le pareció tan evidente que no creyó necesario aclarármelo, y ahora me doy cuenta, ahora que me lo dices. Corrie me comentó que había visto las leyendas en el escritorio de Regulo durante años y años, la primera vez que hablamos. Me pareció extraño, porque ella parece muy joven, pero no pensé más en el tema. Y me confesó que nunca te había visto utilizando la taliza. Howard me dijo que hace doce años que eres adicta. Eso significa que Corrie tendría apenas catorce años. No entendía por qué nunca te había visto, a menos que se hubiera ido a Atlantis antes, y no podía haberse ido tan joven a trabajar. Pero todo tiene sentido si se fue a vivir con su padre. He sido un tonto, claro.
Senta asentía con la cabeza; pero mientras Rob hablaba, los ojos de ella habían comenzado a perder foco. Cuando la inyección le hizo efecto, Howard Anson la recostó con delicadeza contra la almohada.
—Algún día, Rob —dijo con pena—, dentro de muy poco, descubriré quiénes fueron los hijos de puta que convirtieron a Senta en una adicta a la taliza. Nunca estuve seguro de que lo hubiera hecho por voluntad propia, y ahora estoy convencido de que pretendían provocarle amnesia; pero les ha salido el tiro por la culata: recuerda exactamente lo que ellos quisieran que olvidara, pero que tan arraigado quedó. Debemos averiguar quién lo hizo. Te darás cuenta de que yo también tengo mis obsesiones.
—¿Vas a intentarlo otra vez, a ver qué recuerda Senta?
—No lo sé. Es obvio que aún no lo sabemos todo, pero no podemos usar una dosis tan fuerte muy a menudo, los efectos posteriores son terribles. Seguiré investigando el pasado de Morel; tú busca alguna prueba mientras estés en Atlantis. Pero sigue el consejo de Senta. Ten cuidado. La he oído hablar de Joseph Morel, y le tiene terror. Que él no sospeche lo que quieres hacer.
—Tal vez sea algo tarde ya —Rob se puso de pie—. Ya sospechó algo la última vez. Tendré cuidado. Pero debemos continuar. Debo saber quién mató a mis padres y por qué lo hizo. Hay otra cosa que quiero que averigües mientras estoy ausente. Investiga informes sobre cualquier cosa que pueda ser un Duende; en la Tierra o fuera de ella.
Howard Anson sacudió la cabeza.
—Lo intentaré, Rob, pero no sé por dónde empezar. ¿Qué es un Duende? No tienes idea de todas las referencias que hay en los archivos sobre la «gente pequeña». Ni siquiera sabemos si los Duendes son pequeños. Deberé hurgar entre montañas de material sobre enanos, elfos, y todo otro tipo real o imaginario de seres casi humanos.
—Lo sé. Si no tuviera una fe extraordinaria en tu talento, Howard, ni te lo mencionaría. Pero creo que ya sabemos que los Duendes son pequeños. Senta ha dicho que había dos Duendes en una caja de medicinas; esas cajas, por lo general, son de menos de un metro de largo. Supongo que ya habrás comenzado a buscar datos sobre los Expes, el nombre que habías oído otras veces.
—Hace ya mucho tiempo. No encontré la menor alusión. Pero volveré a intentarlo. Me llevará bastante tiempo y costará mucho.
—No pienses en el dinero. Tengo bastante. —Rob se detuvo ante la puerta, volviendo la mirada hacia la forma silenciosa que estaba sobre la cama—. Otra pregunta, antes de irme. Me dijiste que Senta le tenía pánico a la pobreza, y que viene de un medio pobre. Ahora parece tener todo el dinero que desee. ¿Sabes de dónde lo obtiene? Si es tuyo, está bien, y no quiero ser indiscreto.
—Sí que lo sé. —El tono de voz de Anson fue más amargo que nunca—. Nunca ha recibido nada de mí, no ha habido necesidad. Tiene crédito ilimitado. Rastreé el código en nuestros archivos, y todo termina en un único número. Todo lo que gasta Senta se carga en la cuenta central de Empresas Regulo.