2 UNA MIRADA A LA ESCALERA DE JACOB

Desde lejos no había manera de calcular el tamaño de la estación de Regulo. Corrie le había dicho a Rob que era sólo una base provisional, donde Regulo esperaba para encontrarse con ellos, y eso hacía pensar en una construcción pequeña. Sólo cuando estuvieron lo suficientemente cerca como para ver la entrada y tenerla como referencia, Rob se dio cuenta una vez más de que Regulo pensaba a lo grande. Toda la construcción cilíndrica medía más de cien metros de largo y al menos cincuenta de ancho.

—No le gustan las estrecheces —dijo a Corrie mientras se sentaban juntos en la zona de pasajeros del Remolcador.

—¿Por qué iban a gustarle? Pero esto no es nada, sólo una casa para unos pocos días. Su base real está en estos momentos a un millón de kilómetros de aquí. Se muere por volver. Te lo dije, Regulo se ha tomado muchas molestias para encontrarse aquí contigo. Su primera idea fue que yo te llevara a su base, pero después de hablar con él un poco más se percató de que era demasiado esperar sin un incentivo real.

Mientras ella hablaba, el Remolcador giraba suavemente hacia el acoplamiento con la puerta central de la estación cilíndrica, ajustando la posición y la velocidad con pequeñas explosiones de los motores de control. Cuando por fin se acoplaron no hubo impacto, sino una suave y breve aceleración cuando la nave tomó su posición final y se acopló electromagnéticamente a la cavidad central de la estación. Los controles electrónicos concluyeron en pocos segundos y las puertas se abrieron en silencio hacia el interior de la gran estación. En el eje la gravedad era casi nula. Corrie lo condujo hacia las áreas externas, y Rob flotaba detrás de ella. Su experiencia en ambientes con baja gravedad era escasa, y a pesar de las drogas para corrección vestibular, sentía la falta de orientación. No había señales de nadie más. Siguieron avanzando hacia afuera, hasta un punto donde la aceleración centrífuga había aumentado casi hasta un cuarto de g. La incomodidad de Rob disminuyó cuando regresó la sensación de peso.

Corrie no había dejado de mirarlo comprensiva mientras avanzaban.

—Te sentirás mejor, verás, dentro de un momento —dijo—. Y la próxima vez no notarás ni la mitad de lo que has sentido ahora. Es algo a lo que hay que acostumbrarse, y les pasa a todos.

Habían llegado a una gran puerta corrediza. Corrie la abrió sin llamar y lo hizo entrar. La habitación en la que penetraron había sido amueblada como un estudio, con terminales de ordenador sobre una pared, pantallas en la de enfrente y un gran escritorio y consola de control en el medio. La iluminación era tan escasa que resultaba difícil discernir los detalles de muchos de los objetos. La suave curva del suelo cilíndrico estaba cubierta por una alfombra fina y espesa, roja oscura, que parecía resplandecer suavemente como la luz de un rubí. La tapa del escritorio estaba hecha de un material veteado, en rosa, parecido a un delicado mármol, que también parecía agregar luz a la habitación en lugar de absorberla. Rob vio todo esto con una breve mirada. Sus ojos se posaron en el hombre sentado detrás del gran escritorio.

Darius Regulo era alto y delgado, con manos largas y huesudas, y algo encorvado. Los cabellos que cubrían su gran cabeza eran blancos y finos, y le caían en un mechón despeinado sobre la amplia frente. Era evidente que, si se había sometido a tratamientos de rejuvenecimiento, hacía tiempo que le hacía falta otro. Rob nunca había visto a nadie, hombre o mujer, que pareciera tan viejo, tan frágil. Luego miró la cara y la piel de Regulo, y los otros factores perdieron importancia. Los ojos seguían siendo brillantes y alertas, de un azul helado con pálidos reflejos grises, pero miraban desde una cara que era una burda imitación de humanidad. Los rasgos de Regulo parecían haberse desdibujado, derretido. La piel que los cubría era como la escoria de un horno: gris, granulosa y marchita. Era fácil adivinar el motivo del bajo nivel de iluminación en la gran habitación. Rob se obligó a mantener la mirada fija sobre Regulo, sin apartar los ojos.

—Adelante, Merlin. —La voz profunda sonó raída y gastada también, como si hubiera sufrido el mismo destino que la cara de Regulo. Las consonantes sonaban como salidas de una garganta llena de arena—. Lamento que mi estado imposibilitara un encuentro en la Tierra. Por favor, siéntese en esa silla.

Se volvió a Corrie.

—Buen trabajo, querida. Merlin y yo necesitaremos al menos un par de horas a solas. No creo que la conversación te resulte demasiado interesante. Te sugiero que vayas a visitar a Joseph, al otro lado de la estación, y te informes sobre sus adelantos. Está convencido de que tiene nuevos resultados para nosotros.

Corrie hizo una mueca.

—Sabes que no me gusta estar con él, sobre todo cuando no estás tú.

—Lo sé —Regulo rió—. Pero también sé que estás tan interesada como yo en seguir sus proyectos. No lo niegues, querida, podría recordarte cincuenta incidentes que apoyan mi afirmación. Te llamaremos cuando hayamos terminado. Y haré que el Remolcador esté listo para que podáis regresar a la superficie a última hora.

Se volvió hacia Merlin cuando Corrie salió del estudio.

—Así que usted es el hombre que inventó la Araña, ¿eh? —Su voz, a pesar de la aspereza de sonido, sonó cálida e interesada—. Si no le importa me gustaría saber cuánto tardó en hacerla.

A Rob le sorprendió la pregunta. Era un comienzo inesperado para la conversación.

—Un año, más o menos —respondió—. Una vez concebida la idea original, claro. La mayor parte del trabajo fue la programación y la fabricación.

—Un año. —Regulo silbó y sacudió la cabeza—. No es por darle coba, pero ¿sabe que mi equipo de ingenieros invirtió más de cuarenta años-hombre en la Araña, intentando descubrir cómo diablos funciona esa cosa, y todavía no lo ha logrado? Eso demuestra lo que yo he dicho siempre: trabajar sin ideas es peor que no trabajar. —Se sonrió—. Hay un truco, ¿no?

—Lo hay —Rob sonrió—. Y antes de que comience, quiero aclararle que no está a la venta.

—Eso supuse —Regulo miraba a Rob atentamente con sus arrugados ojos azules—. Pero puede ser alquilada, ¿no? No, no me lo diga, ya sé que no anda necesitado de dinero. El último contrato por el Puente Taiwan le habrá hecho ganar millones. ¿Qué longitud tiene? ¿Ciento veinte kilómetros?

—Un poco más. Casi ciento cuarenta.

—No está mal —Regulo tenía una expresión divertida en su rostro ajado—. Es difícil estar al tanto de las obras pequeñas. ¿Usted dirigió la extrusión de todos los cables de sostén?

Rob había logrado permanecer imperturbable ante la mención de «obras pequeñas». El Puente Taiwan era uno de los más grandes del mundo; ¿adónde quería llegar Regulo?

—Toda la extrusión y la fabricación —replicó—. La Araña permite comenzar desde las materias primas básicas y hace un cable compuesto por monofilamentos sin interrupciones.

—Ajá —Regulo hizo avanzar la silla hacia un costado del escritorio y tomó un listado de ordenador—. He pasado bastante tiempo estudiando la Araña para saber al menos lo que hace, aunque no sepamos cómo lo hace. Ahora bien, venga aquí y mire esto. Es el resumen de un artículo aparecido el año pasado en la Revista de Estado Sólido —golpeó la hoja con un dedo huesudo—. No me creerá, pero hace cuarenta años que esperaba que alguien escribiera este artículo. Mírelo y dígame qué le parece.

Rob se acercó al costado del escritorio, cerca de Regulo, y los dos hombres observaron la hoja durante unos minutos.

—Lo que dice es claro —dijo Rob por fin—. Si el autor no se equivoca, puede hacer filamentos de silicona sin interrupciones veinte veces más resistentes que los más duros que estamos fabricando con grafito. Sólo menciona la resistencia a la tensión, de modo que mi primera pregunta sería qué pasa con la resistencia bajo condiciones de compresión y deslizamiento.

—Yo se lo pregunté. La resistencia al deslizamiento es buena, la de compresión, escasa, más o menos lo mismo que sucede con los filamentos de grafito.

Rob se encogió de hombros.

—De modo que puede hacerse un cable de carga de silicona, en lugar de grafito. No veo que eso sea especialmente valioso. No necesitamos materiales más fuertes para ninguno de los puentes que conozco, ni siquiera para los que están en etapa de diseño, y con esto incluyo al Puente Tasmaniano, que medirá trescientos cuarenta kilómetros.

—Muy cierto —Regulo se inclinó sobre el escritorio y rozó la superficie con un dedo. Bajo la presión de su mano apareció una leyenda iluminada, en letras de imprenta sobre la superficie rosada: PIENSA A LO GRANDE.

—Eso es lo que tienes que aprender a hacer, Merlin. Piensa a lo grande, no modestamente. Estoy interesado en algo cuya magnitud sobrepasa ampliamente la de cualquier puente insignificante. Si no tuvieras límites de presupuesto, ¿podrías fabricar y extruir cable de silicona, en lugar de cable de grafito?

Rob vaciló. Aún miraba con curiosidad la superficie del escritorio de Regulo. Se inclinó hacia adelante y tocó el lugar que había tocado Regulo. La señal resplandeciente volvió a aparecer. PIENSA A LO GRANDE.

—¿Efecto piezoeléctrico? —preguntó.

Regulo rió roncamente.

—No exactamente. Ya tendrás tiempo de averiguarlo si trabajamos juntos. Oprime la superficie en otros lugares, a ver qué sale.

Cada pedazo de la superficie del escritorio respondía a la presión de la mano de Rob: GANA POCO, IDEAS-COSAS-GENTE, LOS COHETES NO SIRVEN. Rob se quedó mirando el último. Era lo que Corrie había dicho de Regulo. El otro hombre miraba con placer no disimulado las señales rojas que resplandecían en la superficie del escritorio y se apagaban segundos después hasta convertirse en el pálido rosado de antes.

—Mi filosofía de trabajo está inscrita en este escritorio —dijo—. Deberías dedicar media hora a leerlo todo, pero no ahora. Espero tu respuesta. ¿Puedes modificar la Araña?

Rob asintió.

—Me llevaría quizás un mes de trabajo, pero puedo hacerlo. Diseñé a la Araña con mucha flexibilidad de funcionamiento.

—¿Y aún podrías moldear cualquier forma de cable, como hiciste para los puentes?

Rob volvió a asentir, y no creyó necesario agregar comentario alguno. Regulo se sentó más derecho en su silla, gruñendo al enderezarse.

—Muy bien. —Apoyó ambas manos planas sobre el escritorio—. Otra pregunta más, y luego responderé a las que estoy seguro que quieres hacerme. Si no tuvieras problemas de dinero, ¿podrías aumentar la velocidad de la Araña? ¿Podrías aumentar la producción máxima de moldeado de cable de diez kilómetros diarios a más o menos doscientos kilómetros diarios?

Rob frunció el ceño y se mordió el labio, concentrado.

—Eso es más difícil —dijo por fin—. Necesito tiempo para pensarlo antes de dar una respuesta definitiva. No veo ninguna razón específica para que no pueda hacerse, pero ésa no es la clase de respuesta que usted espera. Pero, ¿para qué querría hacerlo? Cuando diseñé la Araña la hice para que trabajara más rápido que cualquier otra máquina de las utilizadas en la construcción de puentes. No veo la necesidad de acelerarla, los demás equipos jamás podrían seguirle el ritmo.

—Te diré para qué —dijo Regulo, extendiendo la mano—. Mira esto. Mira el resto de mi cuerpo. Soy un hombre viejo, sí, y eso significa que no tengo tanto tiempo como tú. No creas a los que dicen que los jóvenes viven deprisa. Son los viejos, los que han aprendido lo valioso que es el tiempo, los que viven deprisa. No sé qué opinas tú, pero yo no estoy dispuesto a esperar diez años a que extruyan un cable de sostén. Un año todavía, necesitaríamos ese tiempo de todos modos para prepararlo todo. Pero no más de un año.

Rob volvió a sentarse en la silla frente a Regulo. Miró con fijeza la cara estropeada, tratando de leer detrás de los rasgos deformados. Era imposible. Sólo los ojos eran humanos, y brillaban con un intenso interés intelectual.

—Acláreme algo —dijo Rob por fin—. Se dará cuenta de que una velocidad de extrusión de doscientos kilómetros diarios fabricaría un cable de sostén que le daría dos vueltas a la Tierra. A diez kilómetros diarios tendríamos miles de kilómetros de cable, más de lo que necesitaríamos jamás. ¿A qué quiere jugar? ¿A diseñar puentes para Júpiter?

—No. A algo mucho más interesante —Regulo se inclinó sobre el panel de control a un lado del escritorio y oprimió una serie de botones. La gran pantalla en la pared de la derecha se encendió y mostró la imagen estilizada del sistema Tierra-Luna, más o menos a escala—. Ya sabes cuál es mi opinión de los cohetes, por la leyenda que viste sobre el escritorio. Yo transporto más material desde la Tierra que ninguna otra persona, y para eso usamos cohetes, pero resulta que, en mi opinión, los cohetes son un elemento de tecnología obsoleto. Incluso con los mejores sistemas de propulsión nuclear, consume mucha energía levantar una carga de la superficie de la Tierra y ponerla en órbita aquí. Y consume la misma cantidad de energía y reacción de masa para hacer bajar otra vez el mismo material.

»Ahora bien, Rob, tú sabes bastante de ingeniería y de física (me aseguré de ello antes de pedirle a Cornelia que intentara hacerte venir) para saber de sobra que un campo de gravedad newtoniano es conservativo. Hay una función potencial para él. ¿Qué quiere decir esto? Te lo diré. Significa que en principio se debería poder tomar masa de un punto del campo, digamos de la superficie de la Tierra, y llevarla a otro punto, como por ejemplo una órbita geosincrónica, usando una determinada cantidad de energía. Luego se debería poder traerla otra vez, de regreso a la Tierra, y recuperar toda la energía gastada en subirla. Eso es lo que significa un campo conservativo: que lo que se use para subir se recupere cuando se baja.

Rob se encogió de hombros.

—Entiendo las ideas teóricas de los campos potenciales. Pero en la práctica no sirven. El campo de gravedad de la Tierra es conservativo, cierto, pero hay que usar energía para llevar los cohetes al espacio desde la superficie. Y se necesita reacción de masa y energía para evitar que caigan demasiado rápido cuando uno quiere hacerlos regresar a la superficie.

—Así es. Es una situación terrible desde el punto de vista de la eficacia. De modo que debemos empezar por ahí.

Regulo oprimió otro botón en la consola de control y la pantalla de la pared mostró a la Luna y la Tierra rotando juntas alrededor de su centro común de masa, mientras que la Tierra rotaba al mismo tiempo sobre su eje.

—Supón que no usemos cohetes —explicó—. Los cohetes son como los transbordadores, que llevan gente y materiales para arriba y para abajo. Supón que en lugar de transbordadores construimos un puente hacia el espacio. La idea es sencilla: tomamos un cable, atado a un punto de la superficie de la Tierra, tal vez en algún lugar del Ecuador. Se extiende verticalmente hacia arriba, hasta llegar a una órbita sincrónica, donde estamos ahora, y más allá. En el extremo, ponemos una especie de lastre. ¿Te das cuenta? Toda la estructura cuelga allí en equilibrio, las fuerzas que tiran hacia abajo del cable a partir de la altura geosincrónica equilibran las fuerzas que tiran hacia afuera por la aceleración centrífuga. El peso que hace de lastre quiere volar hacia afuera, pero el cable se lo impide, y la tensión hacia afuera del cable se equilibra por la fuerza en el punto de amarre, en la superficie. Toda la estructura gira a la misma velocidad que la Tierra, como esto.

Regulo oprimió otro botón. El sistema Tierra-Luna, en rotación, apareció con un largo cable que se extendía desde la superficie de la Tierra y rotaba con ella. Rob miraba la pantalla, pensativo, con la cabeza inclinada hacia un lado, acariciándose la barba que no se había molestado en afeitarse antes de salir con Corrie de Suget Jangal.

—Suena bien —dijo por fin—. Pero no veo cómo funcionará. Cada elemento en ese cable querrá moverse en una órbita diferente. Cada parte de él querrá moverse alrededor de la Tierra a una velocidad diferente.

—Muy cierto —Regulo parecía confiado, y Rob vio que estaba disfrutando de la conversación—. Los elementos del cable querrán moverse a diferentes velocidades, pero no podrán. La tensión del cable se lo impide. No hay diferencia entre esta situación y la de una piedra que gira al final de una cuerda. —Volvió a alargar la mano y a tomar otra hoja—. Mira, Rob, esto no es algo que acabe de inventarme. Encontrarás referencias sobre el tema en la literatura científica (como idea no como proyecto de ingeniería) de hace más de noventa años. Las primeras referencias a un sistema así se remontan a 1960, incluso a antes de ese año. En ese tiempo se estudió toda la mecánica orbital. Ésta es una relación de algunas de las referencias. Como te dije, hace cuarenta años que me enteré de esa idea y he querido llevarla a la práctica. Lo que siempre me lo impidió fue el problema de los materiales. Nunca tuvimos nada lo suficientemente resistente como para soportar el peso del propio cable, mucho menos para transportar otros materiales. He estado pendiente de los adelantos en la ciencia de materiales, año tras año, buscando algo como el artículo que te he enseñado, y por fin llegó.

Regulo volvió a tomar el resumen que él y Rob habían estado leyendo. Golpeteó sobre la hoja con un delgado dedo.

—Hay un punto fundamental en esto que se te puede haber pasado por alto en una primera lectura. Esos filamentos de silicona para la fabricación de cables pueden producirse muy baratos, ésa es la clave de todo. Son incluso menos caros que los de grafito.

Rob seguía mirando la imagen en la pantalla. Tenía los ojos inexpresivos mientras llevaba a cabo rápidos cálculos mentales.

—Regulo, esa cosa tendría que tener por lo menos setenta mil kilómetros de largo, sólo para mantener el lastre a un valor razonable, Dios, qué proyecto; y yo que creía que el Puente de Tasmania sería el trabajo más importante que vería en mi vida.

Regulo miró con mirada de aprobación la concentración de Rob en la pantalla.

—Ahora comprenderás por qué me interesa la Araña —dijo—. Apenas la patentaste, hace tres años, pensé que era exactamente lo que necesitaríamos si alguna vez teníamos la oportunidad de construir esto. Incluso intentamos copiar la idea por nuestra cuenta, pero nunca lo conseguimos. Uno de mis principios básicos es contratar a cualquiera que pueda hacer algo que yo no pueda. En cuanto a tu cálculo de setenta mil kilómetros…

Se inclinó hacia adelante y volvió a oprimir una llave en el tablero de control. La imagen no cambió, pero apareció un mensaje adicional al pie de la pantalla: DISEÑO DE CABLE CIENTO CINCO MIL KILÓMETROS.

—¿Cuánta masa para una capacidad de transporte razonable? —preguntó Rob de pronto. Había emergido súbitamente de su frenesí de cálculos—. ¿Dónde obtendría los materiales para construirlo? ¿De dónde sacaría la energía para hacerlo funcionar? ¿Y dónde lo armaría? Hay problemas muy claros. Y no veo cómo conseguiría los permisos necesarios para armarlo y bajarlo a la Tierra. —Negó con la cabeza—. Regulo, es fascinante, pero tengo tantas preguntas que no sé por dónde comenzar.

—Bien. —El otro hombre asintió. Había una expresión de profunda satisfacción en su destrozada cara—. Te interesa. Estaba casi seguro de ello. En cuanto a tus preguntas, tal vez pudiera responderlas ahora mismo, pero sugiero que hagamos las cosas de otra manera. Creo que debes regresar a la Tierra, pensar un poco en todo esto, leer las referencias y hacer tu primer bosquejo de proyecto de ingeniería. Si eres como yo, querrás hacer tu propio diseño, por más que te digan que ya está hecho.

Rob sonrió. Regulo había puesto el dedo en un punto clave de la filosofía Merlin sobre ingeniería: no aceptar un diseño hasta que no lo haya hecho uno mismo. Asintió.

—Pensé que te parecería mejor —dijo Regulo, feliz—. Mira el diseño de la Araña, también, y fíjate si se la puede acelerar, como hablamos. Debes pensar en términos de cien mil kilómetros de cable. ¿Te das cuenta ahora de por qué necesito una producción de al menos doscientos kilómetros diarios? Me gustaría que pudieras duplicarlo, incluso. Y lee los viejos informes sobre la dinámica de los puentes. Verás que a menudo se le llama garfio espacial, aunque a mí siempre me ha parecido más apropiado llamarlo Tallo-de-habichuela —rió—. Desde la superficie de la Tierra hacia arriba, hacia una nueva tierra, eso no es más que el Tallo. Lástima que no te llames Jack[1].

Regulo apagó la pantalla.

—Ven a verme cuando tengas preparado algún diseño y plan de instalación y lo discutiremos. Te advierto que yo tengo mis ideas, y hace muchísimo tiempo que vengo pensando en esto. Tendrás que traerme algo que sea por lo menos igual de bueno, y convencerme. Claro que yo no conozco el potencial real de la Araña, y tú sí, de modo que juegas con ventaja.

Se levantó rígidamente de la silla, con movimiento trabajoso y torpe aun a pesar de la baja gravedad de la estación.

—Hemos hecho bastante —dijo—. Caramba, no tengo la fuerza que necesito. Hace cincuenta años no me cansaba nunca, y ahora me canso antes de empezar. Ve a buscar a Cornelia, ¿quieres? Dile que hemos terminado y que estás listo para regresar. A menos que haya otras cosas de las que quieras hablar ahora. Del dinero, por ejemplo, no hemos tocado ese tema.

Rob negó con la cabeza.

—Déjeme convencerme de que el Tallo es factible. Tendremos mucho tiempo para hablar de los contratos más adelante. —Miró con curiosidad dentro de los ojos de Regulo—. Pero sí tengo una duda. Si me hago cargo de la ingeniería, ¿cuál será su papel? Usted lo comenzó, y estoy seguro de que querrá intervenir en el proyecto.

—¿Yo? —el anciano rió sin alegría—. Hombre, si tú eres Jack el de las habichuelas, supongo que a mí no me queda otro papel que el del Ogro. Doy el tipo, eso no puedes negarlo. Pero si lo que quieres saber es cuál será mi contribución, te lo diré la próxima vez. No te preocupes, hay suficiente para los dos. Para empezar, está el asunto de la financiación. No hemos hablado de costos, pero, créeme, será más de lo que puedas imaginar. Por suerte, tengo para eso, y para mucho más. He estado ganando muchísimo dinero durante muchísimo tiempo, y además no tengo demasiadas maneras de gastarlo. Por otro lado está el asunto de los materiales. Necesitaremos más de lo que se puede obtener en la Tierra para construir el Tallo-de-habichuela, y te mostraré de dónde provendrá todo. Dime dónde quieres construirlo, y cómo, y yo te conseguiré lo demás.

Avanzó despacio hasta la puerta del estudio y la abrió, apoyándose contra ella. Rob vio hasta qué punto el cuerpo del anciano estaba deteriorado. La ropa le colgaba, holgada, de los hombros encorvados.

—Sigue el pasillo hasta el final y dobla a la derecha —explicó Regulo—. Encontrarás a Cornelia en la primera habitación. Dile a Joseph Morel, que estará con ella, que ya hemos terminado y que quiero hablar con él. —Respiró hondo—. Merlin, he disfrutado con nuestra conversación más que con ninguna otra cosa en el último mes. Haz el diseño. Luego nos veremos.

—¿Aquí?

Regulo negó despacio con la cabeza.

—No lo creo. Este lugar no tiene las comodidades que necesito. Ven a Atlantis. Te mostraré el lugar y tendrás una idea de lo que es un buen sitio para vivir. Cornelia puede organizado todo para llevarte.

Tomó la mano de Rob para estrechársela, pero la levantó alto y la sostuvo entre las suyas. La revisó con curiosidad, volviéndola y estudiando los dedos, las uñas y las palmas.

—Buen trabajo —dijo al fin—. Hasta el tacto. Tiene la temperatura corporal, casi, y la textura puede pasar por piel. ¿Tienes sensibilidad en los dedos?

Rob flexionó los dedos, y le mostró las dos manos.

—Mejores que humanas —respondió—. Puedo notar un cabello a través de un papel, o el año impreso en una moneda.

—¿Y fuerza?

—Mucha. Creo que son el doble de fuertes de lo que habrían sido las mías.

—Ajá —Regulo pasó el pulgar por el dorso de la mano de Rob—. Han realizado un trabajo notable. Fue congelación, ¿no? Me sorprende que no intentaran un proceso de recrecimiento.

—No podían. Soy parte del desafortunado dos por ciento que no puede regenerar. —Rob afrontó los brillantes ojos de Regulo—. ¿Cómo se enteró de la congelación?

—De la misma manera que supe que tus manos eran artificiales —Regulo no se amilanó—. ¿No se te ha ocurrido que estudié cada detalle de tu biografía antes de pedirle a Cornelia que se pusiera en contacto contigo? Soy como tú, quiero saber con quién voy a trabajar. No te preocupes, no soy de los que se meten en los asuntos privados de la gente. Me interesaron tus manos como una pieza de ingeniería de precisión de primera, eso es todo. ¿Cuánto tardó el equipo de cibernética en realizar ese trabajo?

—Demasiado tiempo —Rob hizo una mueca al recordar—. El último par me lo colocaron hace ocho años, el día que cumplía diecinueve años. Decidieron que ya había dejado de crecer. Pero tuve doce pares provisionales, a medida que crecía.

Regulo movía la cabeza, comprensivo.

—Habrán sido muchísimas operaciones. Yo he tenido varias, de manera que sé por lo que habrás pasado.

Levantó la cabeza como para decir algo más, pero pareció cambiar de idea.

—Sesenta y dos operaciones, según los registros del hospital —dijo Rob tras un momento de silencio—. Claro que era demasiado pequeño para recordar las primeras. Pero sólo cuento las operaciones en las que me ponían manos nuevas. Para las demás podían usar anestesia, porque no tenían que hacer pruebas para realizar las conexiones nerviosas exactas.

Regulo pareció de pronto molesto por el tema de la conversación. Asintió, le dio una palmadita a Rob en el hombro y regresó despacio a la gran oficina.

En la habitación situada al final del corredor, Rob encontró a Corrie absorta charlando con un hombre corpulento, colorado de cara, con una bata blanca. Estaba de pie de perfil, y se le veía el cabello rubio muy corto encima de una frente abultada y una nariz prominente. Rob notó lo ancho de la espalda y el pecho hundido. El hombre hablaba con Corrie en voz baja. Ella parecía escuchar sus palabras con avidez. Cuando Rob entró en la habitación la charla se interrumpió. Hubo un súbito e incómodo silencio.

—Bueno, Corrie —dijo Rob al fin, ya que ninguno de los otros dos parecía dispuesto a hablar en primer lugar—. Regulo y yo hemos terminado. Volvemos en el Remolcador hacia la Tierra. —Se dirigió al hombre—. Usted debe de ser Joseph Morel. Regulo me ha dicho que querría hablar con usted, si ya había finalizado su trabajo.

El otro hombre posó sus fríos ojos grises en Rob, hizo una pequeña inclinación de cabeza y lo acompañó con un extraño y anticuado movimiento de las caderas.

—Mis disculpas por no haberme presentado. Cornelia y yo estábamos absortos en nuestra conversación, hasta tal punto que he olvidado las más elementales reglas de cortesía. Soy Joseph Morel, como usted ha adivinado. No nos conocemos, pero hace muchos años conocí a su padre, Gregor. —Sonrió—. Se le parece en algunos rasgos.

Merlin miró a Joseph Morel con nuevo interés. Las cicatrices estaban allí, en las sienes y en la nuca, evidencia cierta de un tratamiento de rejuvenecimiento. Suponiendo que se lo hubiera hecho sólo una vez, Morel tendría unos cincuenta y cinco años, apenas más joven de lo que habría sido Gregor Merlin de estar vivo.

—Lo conocí en Göttingen —continuó Morel—. Estudiábamos juntos allí. Lamenté mucho enterarme de su desdichado accidente.

Los tres comenzaron a caminar hacia la oficina de Regulo.

—Era un científico prometedor —continuó Morel. Sacudió la cabeza con pena—. Lamento que no haya vivido para desarrollar sus capacidades.

Miró a Rob de soslayo.

—Me ha dicho Regulo que usted ha heredado su talento, aunque ha elegido dedicarse a otro campo. Regulo espera mucho de usted.

Morel hizo una leve inclinación de cabeza y entró en el estudio, y Rob y Corrie continuaron por el corredor hacia el Remolcador. Dentro de la habitación, Regulo había vuelto a encender la gran pantalla que mostraba la Luna, la Tierra y el garfio espacial en un infinito y complejo patrón de rotación. Morel se dirigió hacia el gran escritorio y se paró frente a él.

—Por los comentarios que me hizo Merlin, debo asumir que tienes intenciones de proseguir —dijo—. ¿Puedo recordarte de nuevo que Caliban ha sugerido, tres veces, que una relación con Merlin sería indeseable, quizás incluso peligrosa?

Regulo gruñó. Estaba reclinado en la silla, mirando sin ver la imagen de la pantalla contra el fondo azul.

—Te oigo, Joseph. Te oí la última vez. —Giró en la silla para encararse al hombre que estaba de pie ante él—. También sé con exactitud lo que dijo Caliban. Pero no tengo tu fe en ese oráculo del diablo, y de verdad necesito a Merlin y a la Araña. ¿Quién te asegura que estás interpretando a Caliban correctamente? Siempre me dices que su información es ambigua. ¿Estás seguro de que en realidad nos está advirtiendo algo?

Morel apretó los labios. Eran labios carnosos y muy rojos, formando una boca pequeña, apretada.

—No necesito insistir en ello. Sabes tan bien como yo que su información es difícil de interpretar. Eso no la invalida. Por lo que sabemos, casi todos los mensajes de Caliban se originan en Sycorax, dado que todos los datos y las transformaciones de sus mensajes son creados allí. Nada de esto tiene importancia. Ha habido una advertencia, que tú al parecer desatiendes. Sin embargo, no me has dado ninguna razón válida para que Merlin intervenga en las actividades de Empresas Regulo. No me has convencido de que necesitas a Merlin.

Regulo asintió.

—Ni creo que lo intente —dijo con brusquedad—. Escucha, Joseph, tú concéntrate en tu trabajo y deja que yo me preocupe del desarrollo general de Empresas Regulo. Tú no sabes nada de negocios. Necesitamos el garfio espacial. Si no construimos un Tallo-de-habichuela, lo hará alguien más, y cuando haya uno funcionando la cantidad de lanzamientos de cohetes disminuirá a cero. Los cohetes son la fuente de más de la mitad de nuestros ingresos. ¿No crees que a la Federación Unida del Espacio le encantaría tener la oportunidad de perjudicarnos? Nuestra única posibilidad de vencer su burocracia es mantenernos un paso más adelante que ellos desde el punto de vista de la técnica, de modo que las nuevas restricciones que nos pongan jamás lleguen a derribarnos. Si quieres los recursos para seguir con tus experimentos, recuerda que todos necesitamos el Tallo-de-habichuela.

El rostro de Morel se había ruborizado apenas mientras Regulo hablaba, dejándole una mancha roja en cada mejilla.

—Así que tenemos que construir el anzuelo espacial —dijo con hosquedad—. Lo admito. Pero no me has convencido de que necesitas a Merlin. Y si no me equivoco, Sala Keino sigue trabajando para ti.

—Así es. Y seguiremos utilizándolo. Pero el Tallo necesita de la Araña, y la única manera de conseguirla es a través de Rob Merlin. —Regulo se puso de pie, apagó la pantalla y rodeó despacio el escritorio hasta quedar junto a Morel. Apoyó con suavidad una mano en el hombro del otro—. ¿Qué te pasa, Joseph? Pareces tener miedo de Merlin.

—Lo tengo —Morel se volvió para mirar a Regulo, y su rostro aún expresaba su descontento—. Yo realicé parte de la investigación sobre él, ¿recuerdas? Es una peligrosa combinación. Inteligente y tan obsesivo como tú cuando se empeña en algo. ¿Qué clase de loco escalaría la K-2 por deporte, solo, y con un mínimo de provisión de oxígeno?

—Tiene una ventaja para escalar. Esas manos artificiales pueden aferrarse a cualquier cosa.

—No seas ridículo, Regulo —la voz de Morel sonaba airada otra vez—. ¿Desde cuándo eres experto en prótesis? Sé del tema más que tú. Te aseguro que, a pesar de lo que a Merlin se le ocurra decirte sobre sus manos, y a pesar de lo que él crea sobre ellas, no son más fuertes que las de carne y hueso, y son desde luego mucho menos sensibles. Se ha acostumbrado a ellas, pero no pueden ser más que una ayuda marginal, en el mejor de los casos. No son la razón de que pudiera escalar esa montaña. Hay sólo una razón válida. La escaló porque es un loco. Jamás daría a ese obseso la oportunidad de fijarse en mí como se fijó en la cumbre de ese pico.

—Está bien, Joseph —Regulo levantó la mano para detener el torrente de palabras—. Te escucho y agradezco tu preocupación. ¿Quieres aceptar mi palabra de que es innecesaria? Has visto a Merlin. Has tenido oportunidad de leer ese rostro y esos ojos, pero a lo mejor no sabes cómo. Yo he visto esa expresión antes. Rob Merlin es un ingeniero lo mires por donde lo mires, no tiene tiempo para nada más. Cuando comencemos a trabajar en el Tallo tendrá las manos (reales o artificiales) demasiado ocupadas para dedicarse a cualquier cosa relacionada con tu trabajo. Dentro de diez años quizá sea un hombre diferente, pero en este momento sus únicas preocupaciones son sus proyectos, y no tienes idea de lo capaz que es. Yo lo sé, porque sé de qué habla. Lo necesitamos para construir el Tallo.

Volvió a su silla y se sentó, indicándole a Morel el asiento frente a él.

—Déjame ocuparme de él —prosiguió—. Ahora bien, supongo que te has comunicado con Atlantis otra vez. ¿Qué está pasando? Me gustaría saber qué nuevos proyectos hay.

Morel se sentó. Pasó algunos momentos organizando sus pensamientos y luego comenzó a hablar con una voz más concentrada y tranquila. Regulo se inclinó hacia adelante, con los ojos brillantes atentos y el rostro surcado de arrugas apoyado en las manos. De vez en cuando asentía, hacía alguna pregunta o tomaba notas en la libreta que tenía frente a sí. Una vez interrumpió a Morel, e introdujo una larga secuencia de datos en el panel de control al lado del escritorio. Silbó al ver la respuesta.

—¿Te das cuenta de cuánto costará esto, Joseph? Esto refuerza mi argumento: necesitamos el Tallo.

Morel asintió. Su mente se hallaba en otra parte. El dinero era asunto de Regulo. Siempre había habido mucho dinero en el pasado. Darius Regulo hallaría la manera de mantener sus finanzas florecientes.

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