16 «COMIENZO A TENER PENSAMIENTOS SANGRIENTOS»

Así era como debía verse un sistema binario en eclipse. El disco brillante de la estrella más pequeña, de un blanco marchito, que se movía sin pausa hasta ocultarse detrás del resplandor más suave de su gigante compañero amarillo anaranjado.

Sólo que ahora la estrella más pequeña era el Sol. Era difícil de creer que el Sol, tan pequeño y luminoso, fuera en realidad miles de veces más grande que la esfera más cercana que brillaba hasta llenar un quinto del cielo. Rob miró a su alrededor en busca de algún punto de referencia que le permitiera calibrar el tamaño y la distancia, pero no había otro disco en el cielo, nada más que las luces fijas del fondo estelar y el resplandor difuso de las nebulosas.

—Me preguntaba por qué tardabas tanto —dijo una voz conocida a sus espaldas—. ¿Qué te parece?

Rob se volvió al oír la voz cascada. Regulo, tenso y torpe, estaba de pie junto a la entrada de la sala. En los meses transcurridos desde la última vez que se vieran, su estado parecía haber empeorado. La piel áspera del rostro parecía más surcada por profundas arrugas, y el cabello blanco más escaso. Sólo los ojos, luminosos e inquisitivos, se veían encendidos e inalterados.

—Me imaginaba que te habías detenido aquí al llegar —prosiguió Regulo—. Como no aparecías por la oficina, he salido a buscarte.

Señaló con la cabeza a Lutecia, que resplandecía en el panel.

—Impresionante, ¿eh?

—Se ve mejor desde el espacio —dijo Rob—. Pierde mucho de su efecto en la pantalla. Sigo teniendo problemas para acostumbrarme a su tamaño. Sé que la Araña estará por ahí en algún lugar, pero no puedo verla. ¿Ha realizado todas las modificaciones que le envié?

—Todas —Regulo se acercó despacio y se detuvo junto a Rob—. Necesitarías un telescopio para verla desde aquí. Aún estamos a unos doscientos kilómetros de la superficie de Lutecia. Voy a aproximar a Atlantis antes de iniciar la extrusión, para que podamos apreciar mejor lo que sucede. No quería acercarme tan pronto; podríamos tener complicaciones con la temperatura de la esfera de agua.

—¿Lutecia da tanto calor? —Rob volvió a estudiar la imagen—. Creo que tiene razón acerca del sistema de cámaras de Atlantis. Está distorsionando los colores que llegan por las pantallas. ¿Cuál es la temperatura de Lutecia en este momento?

—Unos mil quinientos, tal vez hasta mil setecientos. Terminamos la rotación y casi todo el calentamiento inductivo hace tres días. Podría haber comenzado la extrusión, pero quería que vieras otra vez a la Araña para ver si necesitas hacerle algún otro ajuste antes de comenzar.

Rob asintió. Las cosas habían sucedido con más rapidez de la prevista. En el viaje desde la Tierra había tenido mucho tiempo para revisar todo el material reunido para él por Howard Anson. Todo apuntaba a una conclusión, pero para verificarla necesitaba tiempo, un día o dos, sin vigilancia. Tenía el equipo, seleccionado y cargado antes de salir de la Tierra, pero debía hallar la oportunidad apropiada para utilizarlo.

Rob despertó de sus pensamientos y se encontró con que Regulo le observaba con atención.

—¿Problemas, Rob? —Los viejos ojos eran penetrantes.

—No. Revisaré la Araña por el sistema sensor remoto, y veré qué hay. Todos los informes del Tallo son buenos.

—He estado siguiéndolos. Merindo está manejando todo en la Tierra, y Hakluyt está con el satélite de energía.

—Está más al tanto que yo —Rob frunció el ceño—. No he recibido el informe de Merindo, lo habrá enviado mientras estábamos en la aproximación final. ¿Ya han probado con cien mil toneladas?

—Ayer. Hacia arriba y hacia abajo —Regulo se volvía para salir de la sala de observación—. Apenas lleguen a un cuarto de millón de toneladas por día deberemos estar dispuestos a enviar materiales desde aquí. Acabo de ver el cálculo de Sycorax; la Tierra necesita titanio desde hace seis meses. Debe de haber un déficit de cinco millones de toneladas al mes, y nosotros somos los únicos con posibilidades de proveerlas. Las pruebas que hemos hecho en Lutecia indican que contamos con miles de millones de toneladas ahí adentro; si podemos extraerlas con un buen rendimiento, todo irá perfecto.

—¿Podrá enviarlo a tiempo? —preguntó Rob—. Aunque podamos extraerlo, aún debemos luchar contra las normas para naves de carga en el Sistema Interior.

—Cierto —Regulo se había detenido junto a la puerta, con una mirada inescrutable en los pálidos ojos—. Ése es otro problema, cierto. Primero veamos cómo va la extrusión.

—¿Cuándo quiere comenzar?

—A menos que tengas problemas con la Araña, lo más pronto posible. ¿Qué te parece dentro de cuarenta y ocho horas? Eso te dará tiempo para trabajar y tiempo para descansar también.

—Nos encontraremos en la zona de habitaciones —dijo Rob—. Ahora voy a salir a ver la Araña, a verificar si hay algo que hacerle. No tiene sentido esperar.

La aritmética era sencilla. Cuarenta y ocho horas le darían veinte para trabajar en la Araña y el resto para la preparación, la exploración y si no se equivocaba, la acción. Era un plan ajustado. Por desgracia, no había lugar para descansar y dormir, aunque le habría gustado. Pero Rob parecía estar siempre excluyendo esos lujos en su ocupada vida.

Un siglo de experimentos espaciales sólo había servido para confirmar la fuerza de los ritmos circadianos. Tras intentos de días de veinte, de treinta y de cuarenta horas, y casi de cualquier cifra intermedia, la humanidad había aceptado por fin el límite. Ahora todas las colonias en la Luna y en Marte, y todo puesto de avanzada de la Federación Unida del Espacio en los Sistemas Medio y Exterior, trabajaban sobre la base de la misma premisa. Un día tenía veinticuatro horas, y en todos los lugares un tercio de ese tiempo se dedicaba a actividad reducida.

Rob Merlin esperó en silencio en las habitaciones al borde de la esfera central hasta que el resto de Atlantis estuviera dormido. Entonces podría comenzar.

El Servicio de Informaciones de Anson le había proporcionado una serie de importantes datos:

Punto 1: Joseph Morel sufría de insomnio y dormía apenas un par de horas diarias. Consecuencia: Ningún momento del ciclo diurno era realmente seguro para explorar Atlantis.

Rob lo había notado, pero no cambiaba sus métodos de investigación. La exploración sería llevada a cabo cuando la mayoría de los habitantes de la esfera central durmieran. Morel era un riesgo inevitable.

Punto 2: Se sospechaba que había habido sólo cuatro apariciones de Duendes y la distribución geográfica de la última era coherente con la idea de que el punto de procedencia era Atlantis.

Punto 3: Según todos los indicios, Caliban era inteligente. Explorar Atlantis por la esfera de agua, a menos que fuera posible eliminar a Caliban del panorama, era una locura.

Recordando su fugaz primera visita al mundo acuático, Rob no necesitaba la información de Anson para mantenerse lejos de éste. Sobrevivir con Caliban patrullando parecía más y más improbable. Esta vez Rob trabajaría desde dentro.

Se encaminó a la mampara de la ventana y miró hacia el agua clara. Habían amortiguado las luces, pero le pareció ver una claridad difusa que salía del interior de Atlantis. A medida que se acercaban más a Lutecia, el asteroide blanco e hirviente hacía las veces de un segundo Sol para la esfera de agua. Rob buscó señales de Caliban, pero el gran calamar estaría ocupado en otro lado. Se obligó a permanecer sentado otra hora, a pesar de que su instinto lo instaba a darse prisa.

Al fin recogió las pequeñas herramientas traídas consigo desde la Tierra, las guardó en una bolsa de plástico que cupiera en el bolsillo de la camisa y salió por los corredores oscurecidos de la esfera interior. A esa hora la zona de habitaciones parecía desierta, pero estaba seguro de que cada corredor contenía sus propias cámaras y monitores de vídeo. Era un riesgo inevitable, y no había podido hallar la manera de eliminarlo.

Pronto volvió a aproximarse a la gran sala con la puerta sellada de metal. Se agachó frente a ella y se quedó esperando treinta minutos. Cuando pasó ese tiempo y no había sucedido nada, se puso de pie y se dirigió a la gran puerta.

Las células fotoeléctricas eran lo primero, y lo más fácil. Tardó menos de cinco minutos. Después de haberlas desactivado, centró su atención en la puerta en sí. El diseño era desconocido, pero se trataba, a todas luces, de una cerradura de histéresis magnética. Estaba preparado para algo así, o para otras cuatro posibilidades. En la silenciosa penumbra sacó las pequeñas herramientas de su bolsa plástica y comenzó la tarea que anularía el gran sello. El haber preparado la tarea paso a paso demostraba que no había desperdiciado el tiempo libre del viaje hacia Atlantis. Haber forzado la entrada habría sido más fácil, pero no quería dejar rastros de su visita. Esto pedía sutileza, no violencia.

Era un trabajo que exigía habilidad analítica más que habilidad manual, de lo contrario Rob podría no haber tenido éxito. Su concentración en el complejo diseño de la cerradura fue interrumpida sólo una vez, cuando a su visión periférica le pareció ver una sombra oscura que pasaba rauda por la ventana a su izquierda. Se dirigió con rapidez hacia la mampara y miró afuera. No había nada y transcurridos unos segundos volvió a dedicarse a la puerta.

En treinta minutos averiguó el esquema probable del mecanismo de la cerradura. Diez minutos después abría con suavidad la pesada cerradura.

Entró en una sala que no tenía ventanas que diesen a la esfera de agua. Había dos puertas al final, que a distancia parecían tener el mismo tipo de cerradura que la que acababa de abrir. Rob recordó la geometría de la esfera interior. La puerta de la izquierda llevaría lógicamente al laboratorio que vio en su primera visita a la esfera de agua, y la de la derecha a la sala que apenas había alcanzado a ver por la puerta entreabierta.

Rob se dirigió a la puerta de la derecha y comenzó a trabajar sobre la cerradura. Era algo más compleja que la primera, pero la experiencia compensó el hecho. En poco menos de veinte minutos la abría.

Miró el reloj antes de entrar. Casi tres de las horas que había reservado para la exploración ya habían pasado. Volvió a guardar las herramientas en la bolsa, se metió ésta en el bolsillo y entró con cautela en la habitación.

Antes de poder ver nada en la oscuridad del interior sintió que allí dentro había algo vivo. Se detuvo. Estaba muy oscuro, y casi en completo silencio, pero cuando dejó de moverse pudo percibir un levísimo ruido o movimiento en algún lugar sobre la pared de la derecha. Más aún, fue el olor dulce y empalagoso del aire lo que le dijo que no estaba solo en la habitación. Hacia la izquierda, una vez que los ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver el perfil difuso de la abertura de la puerta que llevaba al laboratorio de cirugía, y al final de la habitación había otra puerta, también abierta. Una ligera luz verdosa que salía de allí indicaba que esa habitación poseía una ventana que daba a la esfera de agua.

Pocos minutos después, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pudo discernir los contornos generales de la habitación. Comenzó a avanzar con cautela, con una linterna en la mano izquierda. Ante la pared de la derecha se detuvo e iluminó con la linterna hacia abajo y adelante.

Se dio cuenta entonces de que su búsqueda de los Duendes había llegado a su fin.

A lo largo de la pared habían puesto una hilera de camastros. Tenían menos de setenta centímetros de largo, y casi todos estaban ocupados por pequeñas figuras dormidas. Rob se acercó más. Iluminó a los dos más próximos, lo suficiente para grabar la escena con el vídeo en miniatura que había sacado del bolsillo. Los Duendes eran un macho y una hembra adultos, ambos bien formados y simétricos en cara y cuerpo. Ninguno de los dos tenía ropa alguna. Cuando la luz le iluminó la cara, la hembra masculló algo entre sueños y levantó un brazo diminuto y regordete para cubrirse los ojos.

Rob apagó la linterna y permaneció en silencio en medio de la oscuridad. Éstos eran los Duendes, sin duda, pero no tenían que ver con la descripción que le habían dado. Lenny Pascal había dicho que eran espantosos. Las formas dormidas frente a Rob eran hermosas y bien formadas, con piel suave y delicada y rasgos casi infantiles. El macho tenía una hermosa barba rubia.

Después de pensar un momento, Rob recorrió despacio la línea de camas, iluminando fugazmente a todos los durmientes. Todos estaban desnudos. Al llegar al vigésimo se detuvo y lo miró con mayor atención. Este Duende, un macho, era de un tipo diferente. La cara era la de un viejo, arrugada como la corteza de un árbol, y la respiración era pesada y trabajosa, como el sueño de alguien drogado. Rob se inclinó sobre él, mirando cada rasgo. Grabó la imagen de lo que veía, y siguió recorriendo la hilera.

Había dos tipos básicos, más o menos en cantidades iguales: los hermosos como hadas y los espantosos gnomos. Al parecer no había ejemplares jóvenes, pero Rob recordó haber oído el llanto de un niño, tan débil que lo había considerado fruto de su imaginación, mientras inspeccionaba los catres. Los niños dormirían en otra habitación contigua. Recorrió con rapidez el resto de la habitación. Había recipientes para comida, agua e instalaciones sanitarias, pero nada de muebles ni ninguna otra cosa que no fueran los camastros donde dormían los Duendes.

Fue hacia el otro lado, de donde había visto salir la luz verde de la esfera de agua a través de la puerta abierta.

Esta habitación estaba completamente vacía. En la pared opuesta al panel transparente que conducía a la esfera de agua, Rob vio unas abrazaderas bajas montadas en la pared. Se inclinó para verlas mejor, preguntándose si se usarían para tener prisioneros a los Duendes. En eso estaba cuando de pronto se encendieron las luces de la habitación en toda su intensidad. Rob se incorporó y se volvió hacia la puerta. De pie en la entrada estaba Joseph Morel. La cara no tenía los colores de siempre y miraba a Rob con un odio frío e intenso.

Antes de que Rob pudiera atinar a explicar la razón de su presencia, Morel dio dos rápidos pasos hacia atrás, más allá de la puerta. El pesado sello de metal se cerró. Rob oyó el ruido causado al correr de nuevo los cerrojos exteriores.

Con las luces encendidas, Rob pudo confirmar su primera impresión. Se hallaba en una habitación cuadrada, de casi diez metros de lado y dos metros y medio de alto. Había una única y gran ventana que daba a la esfera de agua. Había sólo una puerta, ahora cerrada por Morel. Rob la miró con atención, pero pocos segundos le bastaron para comprobar que las herramientas que llevaba consigo serían inútiles para mover los pesados cerrojos del otro lado.

Rob recorrió con rapidez toda la habitación, examinando paredes, suelo y techo. Las luces podían ser reguladas desde dos lugares, uno cerca de la puerta y el otro en el extremo opuesto. Podía oscurecer la habitación cuando regresara Morel, pero era difícil ver en qué podría beneficiarle. Rob terminó su primera inspección sin mucho entusiasmo. Como era de esperar, no había otra salida posible. Sin embargo, sentía que debía hallar una. Morel no había dicho ni una palabra al descubrir a Rob, pero su mirada fue inconfundible. Fuera cual fuese el secreto de los Duendes (y Rob se sentía cada vez más seguro de haber comprendido ese secreto) Morel estaba decidido a mantenerlo. Había matado antes, volvería a matar. Rob sabía que debía salir de allí.

Se sentó en el suelo, cerca de la gran ventana y se descubrió el antebrazo izquierdo. Presionando en puntos cuidadosamente elegidos a lo largo de la cara interna del brazo, halló los contactos que apagaban todo impulso sensorial proveniente de la mano izquierda. Como antes, estaba fijada a sus propios huesos, nervios y tendones, pero ya no tenía sensibilidad. De ser necesario, podría utilizarla como una potente porra o como un escudo sin temor al dolor.

Pero Rob debía poder acercarse a Morel para que le sirviera de algo. No tenía esperanzas de que tuviera esa oportunidad. Cuando el otro hombre regresara, tendría, con toda seguridad, armas o ayuda, y su instintiva cautela al encerrar a Rob de inmediato sin esperar a oír ninguna explicación hablaba bien a las claras de la imposibilidad de engañarle para hacer que se acercase lo suficiente como para un ataque físico. A juzgar por las apariencias, Morel era además igual de fuerte que Rob, por lo menos.

Usando el insensible brazo izquierdo como martillo, Rob volvió a recorrer todas las paredes, golpeando y escuchando el sonido que producían los golpes. Confirmó su primera impresión: no había salida por ese lado. Las superficies de las paredes, suelo y techo, sin junturas, no ofrecían posibilidad de ser perforadas por nada que no fuera un taladro o un láser.

Rob se sentó otra vez a pensar. Necesitaba enfocarlo de otro modo.

Transcurridos unos minutos, fue hasta el control de las luces y las amortiguó. No engañaría a Morel con la oscuridad, pero Rob quería ver mejor lo que había afuera, en la tranquila esfera de agua. Sabía que por allí no había salida. Aunque pudiera llegar a ella, se ahogaría antes de poder nadar hasta un orificio de entrada a la esfera central.

El mundo acuático estaba normalmente iluminado sólo por las luces del enrejado interior. Pero en esos momentos, con la luz extra irradiada por Lutecia, había un nuevo resplandor en todo. Rob podía ver más allá de los recipientes de nutrientes y la enmarañada vegetación alrededor de éstos. Durante casi quince minutos esperó en la oscuridad y el silencio. ¿Era su imaginación? Le pareció ver un atisbo de una forma inmensa y oscura justo detrás de las plantas. Estaba cerca del lugar donde viera a Caliban en su primera excursión a la esfera de agua. ¿Era tan improbable que estuviera otra vez allí, mirando una de las grandes pantallas que le proporcionaban su conocimiento del mundo exterior? La forma distante era exasperantemente vaga.

Rob volvió al control de la pared, aumentó un poco la intensidad de las luces y volvió a examinar la ventana. Era una construcción estándar para uso espacial, utilizada cuando era necesario un cierre hermético. Una lámina entera de un plástico muy resistente se aseguraba al marco de la pared por medio de doce gruesos tornillos y se agregaba una espesa capa de adhesivo sobre ellos para que el panel fuera a prueba de agua y de aire. Esa capa no oponía resistencia alguna. Rob pudo pelar uno o dos centímetros, y mirar los tornillos. Eran de aluminio templado, con cabezas de casi ocho centímetros de diámetro al nivel de la pared.

Rob arrancó con minuciosidad toda la capa de adhesivo alrededor del perímetro de la ventana, utilizando la mano y el antebrazo izquierdos como espátula. Intentó hacer girar uno de los tornillos con el extremo de una ganzúa electrónica.

Fue inútil. La herramienta no había sido diseñada para ejercer fuerza y se dobló a la menor presión. Rob soltó un taco. Necesitaba algo con una cabeza de un grosor de medio centímetro y un ancho de ocho centímetros, algo que transmitiera toda su fuerza cuando él lo hiciera girar. Buscó otra vez en la habitación. No había nada, nada que pudiera arrancar de algún lado y usar como improvisado destornillador.

Volvió a mirar el reloj. Hacía más de una hora que se había ido Morel, más de lo que Rob esperaba. Si iba a hacer algo antes del regreso de Morel, debía hacerlo rápido.

Rob volvió a la pared con las abrazaderas empotradas cerca del piso. Una de las argollas tenía un borde afilado y estaba lo suficientemente sujeta como para permitir un juego de palanca. Rob se agachó y comenzó a utilizar el borde afilado para romper la suave piel sintética de su mano izquierda. Con los sensores de su sistema nervioso apagados no podía sentir dolor, pero experimentaba una extraña sensación de asco al mutilar su propia piel postiza. Rob la dominó y siguió trabajando, de modo que tras diez minutos de esfuerzo ya había llegado a los encordados de metal templado que formaban el esqueleto de sus dedos artificiales. Estudió la estructura con gran cuidado. Para tener el borde recto que necesitaba, debía quebrar los dedos en una línea uniforme cerca de donde se encontraban con la palma. El metal era resistente, demasiado flexible para quebrarse con un golpe o una simple flexión. Rob tomó las articulaciones desnudas del índice izquierdo con la mano derecha y forzó la base del dedo con toda la fuerza que tenía contra el borde afilado de la abrazadera de metal.

El resultado fue una pequeña melladura en el metal. Rob repitió la acción desde ángulos diferentes hasta haber hecho una marca similar alrededor del dedo. Comenzó a doblarlo hacia el pulgar, con toda la fuerza de la mano derecha. Se fue doblando por el punto más débil, por la abertura que ya había hecho. Siguió durante diez minutos, hasta que el desgaste del metal hizo que el dedo se quebrara.

Rob miró el borde roto. Serviría. Con paciencia repitió el procedimiento con el dedo del medio y luego, algo más rápido, con los otros dedos, más finos. Cuando terminó, tenía cuatro espantosos extremos de metal, cada uno de un grosor aproximado de medio centímetro al final de la palma de la mano izquierda.

Descansó unos segundos. Sudaba con profusión en aquel ambiente cerrado, y le salía mucha sangre de un corte en el codo derecho, que se había hecho al resbalar y tocar con el codo el metal afilado de la abrazadera. Entonces se dirigió de prisa a la ventana e insertó el primario destornillador que era ahora el extremo de su brazo izquierdo en la ranura de la cabeza de uno de los tornillos. Intentó hacerlo girar. Con la falta de peso en la baja gravedad del interior de Atlantis resultaba difícil hacer palanca, pero descubrió después de varios intentos que podía encajar el pie en el ángulo del suelo y la pared. Agarrándose el brazo izquierdo con la mano derecha, apretó con todas sus fuerzas.

Después de unos momentos de esfuerzo desesperado, la cabeza del tornillo giró un cuarto. Rob respiró hondo, apoyó la frente contra el plástico fresco de la ventana, y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, miró hacia el agua fresca y verde. Quizá siguiera siendo su imaginación, pero le pareció ver la silueta de Caliban, oculto entre la frondosa vegetación. Rob apretó los dientes y volvió a la tarea, preguntándose si la desesperación no le estaba haciendo ver visiones entre las algas oscilantes.

Pasaron diez minutos más antes de que pudiera sacar el primer tornillo. Al sacarlo comprobó con alivio que no entraba agua. Habría otra capa de sello adhesivo del otro lado de la ventana. Empapado en un sudor frío siguió trabajando, aflojando tornillo tras tornillo. La tarea era aburrida y agotadora. Después de la primera hora se hizo automática, un ritual que le privaba de toda noción del paso del tiempo, una tarea que parecía más y más sin sentido cuanto más se acercaba a su dudosa conclusión. Siguió trabajando con ciega persistencia.

La falta de sueño comenzó a hacerse notar. Rob dormitaba, contra la pared frente a la gran ventana, cuando el ruido de los cerrojos del otro lado de la pesada puerta lo arrancó abruptamente de un sueño incómodo. Se lanzó sobre el control de las luces y puso la máxima iluminación. Al hacerlo, la puerta se abrió. Joseph Morel apareció en el umbral.

No entró enseguida. Sus fríos ojos grises examinaron la habitación antes de dar un paso adelante. Rob dio gracias por haber puesto en su lugar nuevamente la franja de sellado al borde de la ventana y haberse guardado los tornillos en el bolsillo. Sería necesaria una inspección muy exhaustiva para descubrir lo que había hecho en la ventana.

Morel no corría riesgos. Traía un pesado cilindro con un extremo de alambre cruzado color azul. Cuando entró en la habitación apuntó al pecho de Rob.

—No creo necesario describirle esto —la voz de Morel sonaba suave y precisa.

Rob asintió.

—¿Un láser quirúrgico?

—Exacto. En caso de que no haya visto ninguno en funcionamiento, permítame señalarle que se trata de un último modelo para cirugía mayor, y que está en su máxima potencia. Una pasada a través de su cuerpo (y estoy seguro de que tanto no será necesario) tardará sólo un quinto de segundo. El resultado será una perfecta y cauterizada división en dos.

Morel estaba rojo y la voz le vibraba con una extraña exaltación. Rob no se movió. Sabía que se requeriría muy poco de su parte para que el otro considerara «necesario» emplear el instrumento que traía.

—No entiendo qué ocurre —dijo con humildad—. Yo lo único que hacía era mirar el laboratorio y usted viene y me encierra aquí. Y desaparece durante horas. ¿Qué pasa?

Mientras hablaba, Rob dirigió un rápido vistazo a su reloj. Morel había tardado casi cinco horas. ¿Por qué tanto? Aunque prácticamente ya podía sentir el láser cortándole piel y hueso, Rob se obligó a moverse a lo largo de la pared, unos centímetros más cerca de Morel. El movimiento provocó un gesto de advertencia del láser.

—Mantenga la distancia —Morel se alejó de Rob, acercándose a la gran ventana—. No se aproxime ni un centímetro más. No se tome la molestia de inventar una excusa que justifique su presencia aquí. —Sonrió y Rob leyó la determinación en su mirada—. Estaba husmeando en el laboratorio y ha visto lo que hay en el cuarto de al lado. La razón de su persistente curiosidad es irrelevante, pero debo saberlo para mi tranquilidad. ¿Por qué se interesa tanto en los experimentos que realizo aquí?

—Es una historia larga y complicada —dijo Rob.

Miraba, más allá de Morel, tratando de ver dentro de la esfera de agua. La luz intensa de la habitación aumentaba el reflejo desde la ventana, pero Morel estaba muy iluminado.

—Ya está enterado de lo de mi padre —continuó Rob.

—No quiero oír la historia de su vida —Morel volvió a hacer un movimiento con el láser—. Tengo prisa. Se dará cuenta de que no saldrá de esta parte de Atlantis vivo, pero aún le quedan algunas opciones. Puede ganarse una muerte rápida e indolora dándome una explicación breve y clara. O puede aprender lo eficaz que puede ser este instrumento para la cirugía múltiple. Adelante, y no me tiente.

—La muerte de mi padre tiene que ver —Rob se apresuró antes de que Morel pudiera volver a amenazarlo—. Estoy seguro de que usted sabe que mis padres murieron, es decir, fueron asesinados, porque estaban experimentando con lo que ellos llamaban «Duendes».

Morel se sorprendió.

—¿Y usted cómo se enteró de eso? Sucedió antes de que usted naciera.

—Déjeme hablar y se lo diré. Encontré pruebas de que los Duendes estaban relacionados con usted y con Atlantis. Cuando vine aquí la segunda vez, decidí tratar de averiguar qué eran los Duendes, y por qué fueron una razón suficiente para que alguien cometiera un múltiple asesinato.

Rob se obligó a mantener los ojos fijos en el rostro de Morel. Por la ventana acababa de pasar una gruesa serpiente, flotando, y a ésta siguió enseguida un inmenso ojo sin párpado, muy cerca del transparente plástico. Aunque era lo que estaba esperando, Rob se estremeció por dentro. Un segundo después un inmenso tentáculo lleno de ventosas apareció junto al ojo.

—Decidí que el único lugar donde podían estar era aquí, dentro de este laboratorio —prosiguió Rob. Para su consternación, el ojo y el tentáculo de la ventana habían desaparecido, como si la escena que transcurría en el interior le resultara de poco interés. ¿No habría reconocido a Morel desde atrás?

Rob estaba convencido de que su interés en la ventana sería evidente. Por el rabillo del ojo vio cómo un par de tentáculos volvían a aparecer flotando despacio y apoyaban las ventosas sobre la superficie del panel transparente.

—¿Y ha averiguado lo que condujo a alguien a cometer un múltiple asesinato? —preguntó Morel.

La ventana hizo un ruidito cuando los poderosos brazos probaron su resistencia.

—La verdad, no —contestó Rob. Se detuvo, ya sin palabras. Seguramente Morel había oído el ruido de la ventana. Por fortuna, no le fue necesario seguir inventando nada. Caliban había decidido que este panel era diferente. Morel oyó el ruido a sus espaldas, pero era demasiado tarde. Cuando se volvió, la ventana ya había sido agarrada por tres tentáculos más, arrancada sin esfuerzo de su marco y arrojada a la esfera de agua como una hoja arrastrada por el viento. Tres largos brazos de un verde oscuro entraron tanteando por la abertura, buscando a Morel. Uno de ellos lo agarró de una pierna, otro se le enroscó con firmeza alrededor de la gruesa cintura y comenzaron a arrastrarlo hacia el agua.

Morel no perdió el control. Levantando el láser, le cortó dos brazos, cerca del punto donde entraban en la habitación. E hizo frente al animal, rojo de ira, mirando a la gigantesca figura de Caliban al otro lado de la ventana. La diferencia de presión entre el agua y el aire era mínima, y la superficie entre los dos se iba haciendo convexa. Rob se acurrucó contra la pared más alejada, hipnotizado por esos tremendos tentáculos, cada uno de los extremos más grueso que su propia cintura. Los dos brazos cortados, todavía en las convulsiones de los espasmos musculares, escupían una sangre azul verdosa sobre el suelo de la habitación.

—Atrás. —La voz de Morel sonó triunfante. Apuntó con el láser a Caliban, mientras el calamar azotaba el agua—. Retrocede si no quieres que te queme los brazos.

El calamar no retrocedió. Morel se llevó la mano al bolsillo y sacó el delgado comunicador negro. Oprimió un botón.

—Retrocede, o de lo contrario te enseñaré lo que puede ser el dolor.

Rob no sabía hasta qué punto Caliban comprendía la situación, pero al ver el comunicador el calamar apartó su tercer brazo hacia la esfera de agua. Siguió allí afuera, al otro lado de la ventana, cuando Rob se puso de pie, llegó al control de las luces y las apagó del todo.

Hubo un momento de oscuridad total, luego un relámpago color rubí y el estallido de metal derretido cuando el láser quirúrgico se descargó contra una pared, cerca de Rob. Él sintió gotas de aluminio y acero derretido salpicarle los brazos y la cara. Se tiró al suelo y comenzó a arrastrarse hacia la puerta. Junto a la ventana sonó un súbito quejido de dolor o de sorpresa de Morel, y el rayo del láser salió disparado a tontas y a locas atravesando suelo y techo. El pesado cilindro se estrelló contra la pared, a treinta centímetros por encima de la cabeza de Rob. Rob lo buscó, lo encontró y lo sostuvo debajo del brazo derecho, al tiempo que llegaba al control de las luces que había junto a la puerta.

Las luces se encendieron justo a tiempo para que Rob viera a Morel, con un tentáculo alrededor del cuello y otro alrededor de las caderas, en el momento en que era arrastrado sin piedad hacia la esfera de agua. Todavía sostenía el comunicador, y oprimía una secuencia de señales y órdenes. Al otro lado de la ventana, Caliban se estremecía y retorcía, y la piel tenía un profundo color púrpura. Pero seguía atrayendo al hombre hacia sí.

Rob levantó el láser y apuntó a Caliban. Antes de que afinara la puntería, el calamar descargó de pronto su bolsa de tinta en el agua. La esfera de agua se convirtió en un vertiginoso torbellino sepia, oscuro e impenetrable. En algún lugar dentro de él, Joseph Morel y su criatura libraban el último combate.

El horror mantuvo a Rob inmovilizado, hasta que vio otro largo tentáculo en el agua ennegrecida. Dejando el láser, se arrastró hasta cruzar la puerta, la cerró, pasó la barra de metal y corrió todos los cerrojos. Sólo cuando hubo pasado el último, se apoyó contra ella para descansar unos minutos.

Cuando por fin se incorporó y miró el reloj, vio que habían pasado casi diez horas desde que saliera a explorar los secretos del laboratorio de Morel. A menos que hubiera ocurrido algo que cambiara sus planes, Regulo estaría en su estudio, ocupado con los últimos preparativos para trabajar en Lutecia.

Rob, atontado por una sensación desconocida, comenzó a trastrabillar hacia la zona de las habitaciones.

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