La ciudad de Quito quedaba a menos de cincuenta kilómetros al sureste. Desde el lugar de las excavaciones ya no se veía. Inmensos cúmulos de tierra y piedra rota rodeaban el pozo por completo, ocultando el paisaje de alrededor a cualquiera que estuviera dentro del cráter.
El paisaje se había empobrecido. No crecía nada en las escarpadas laderas de las pilas de roca, ni en el cavernoso interior del pozo con sus paredes de metal. Rob estaba de pie a unos treinta metros del borde, mirando el paisaje pelado de alrededor, muerto.
—Espero que todo esto valga la pena —le dijo al hombre que estaba junto a él—. Desde luego habéis excavado. Sabes que debemos llegar al punto exacto y luego mantenerlo abajo cuando comience a tirar. De lo contrario, perderemos todo.
El otro era un hombre pequeño, de piel oscura, y se sentía a sus anchas en el aire enrarecido de la montaña. La sonrisa que dirigió a Rob fue resplandeciente, y dejó ver los dientes separados.
—No es mi responsabilidad —dijo, con la familiaridad de una larga relación—. Bajarlo hasta el punto exacto es tu trabajo. Yo hago agujeros, nada más. Ven y mira el fondo de éste. Es inmenso, el más grande que he hecho.
Rob se dejó llevar hasta el borde del pozo. Medía poco más de cuatrocientos metros de ancho, y su borde era circular y liso. Los lados eran suavemente verticales. Rob le echó una mirada y dio un paso atrás.
—Me basta, Luis. No me gustan mucho las alturas.
—¡No me digas! —Miró a Rob de modo desafiante—. ¿Intentas que me lo trague, cuando Perrazo me ha contado que escalaste tú solo el Himalaya? ¿Y eso no es alto?
—Es distinto. Tenía la cabeza puesta en subir la montaña y bajarla. Aquí no se ve más que la bajada. Siempre me he preguntado cómo podías sentirte tan cómodo, trabajando en alturas así. —Dio otro paso rápido para mirar desde el borde, y retrocedió con la misma rapidez—. Desde aquí parecen más de cinco kilómetros. Ni siquiera veo el equipo de excavación, y son máquinas grandes.
—Las más grandes que encontré. Terminaremos en un par de meses. —Luis se acercó hasta el borde mismo del pozo y se inclinó. Asintió satisfecho por lo que vio y escupió hacia las profundidades—. Ésta es la parte más fácil, ¿no? Cuando haya entrado y tengamos que volver a colocar la roca, entonces comenzaremos a sudar. Será difícil de amarrar. ¿Estás seguro de que no puedes darme más tiempo? Dos mil millones de toneladas y menos de cinco minutos para llenar el pozo… es mucho pedir. —El tono confiado de la voz desmentía sus palabras mientras seguía inclinado sobre el borde, mirando hacia abajo.
—Lo harás, Luis. —Rob miraba hacia arriba, como por encima de ellos, viendo algo que descendía en los ojos de su imaginación—. Hemos construido un hongo al extremo del Tallo. Se ensancha hasta unos trescientos cincuenta metros en la parte de abajo, de modo que no te será difícil verlo llegar. Viajará a menos de cien kilómetros por hora en el tramo final. Puedes comenzar a meter la roca apenas el extremo final pase el nivel del terreno. Tendrás tiempo suficiente. Pensándolo bien, no sé por qué te pagamos tanto dinero, es como regalarlo.
—Está bien —Luis reía, sin dejar de mirar hacia adentro del pozo—. ¿Por qué no lo haces tú solo, eh? Entonces a mí me tocaría la parte más fácil, quedarme sentado allá en el Control Central y ver cómo trabajan los demás.
—¿Fácil? ¿Dónde te piensas que van a presentarse las dificultades? Tú podrás sentarte aquí lleno de una fe ciega; yo seré el que deba preocuparse por la estabilidad, durante todo el recorrido.
El otro se encogió de hombros.
—¿La estabilidad? La calculaste hace meses. Te vas a quedar allí sentado mirando, y me dices que te vas a preocupar. Dime qué vas a hacer.
Rob sonrió. Los dos hombres se habían gastado esta misma broma muchas veces.
—Estaré allí sentado tratando de controlar cien mil kilómetros de serpiente viva, nada más. Y de agregar el lastre en el otro extremo. ¿Qué te parecería si fallásemos? Caería todo aquí, en Quito, sobre tu regazo.
—Eso no pasará, ¿verdad? —Luis se volvió e inclinó la oscura cabeza a un lado; el tono de duda, sustituyó al de broma. Sus pies estaban a pocos centímetros del borde de la excavación.
—Apártate de ahí, Luis, y te contestaré. A ti no te preocupa, pero a mí me pone nervioso. No me costaría encontrar a un sustituto más competente, pero resultaría muy pesado entrenar a otra persona para manejar el Control de Amarre. —Rob esperó a que el otro se apartara un par de centímetros del borde—. Pero tienes razón —continuó—. Si no atamos el lastre al otro extremo, el cable no te caerá aquí, en la primera vuelta. Comenzará a enrollarse alrededor de la Tierra, aumentando la velocidad. Lo sentirás en la segunda vuelta. Te darás cuenta, eso te lo aseguro. Llevará más o menos la velocidad de Mach Tres cuando entre en la atmósfera, y serán dos mil millones de toneladas sin control. Quito será un lugar animado.
—¡Siccatta! Qué lindas imágenes pintas —Luis volvió a escupir por encima del borde, se volvió y comenzó a caminar junto a Rob hacia la nave—. Supongo que se lo habrás dicho a la Oficina General de Coordinación, ¿qué te han contestado?
—No es mi responsabilidad —dijo Rob, imitando la manera monótona de hablar del otro—. He dejado todo eso en manos de Darius Regulo. Ha conseguido todos los permisos.
—¡Ajá! ¿Y cómo lo ha hecho?
Rob se encogió de hombros.
—No lo sé. Seguramente a algunos los convencería, a otros los compraría; otros le deberían favores y a otros los asustaría hablándoles de los inconvenientes que supondría dejar de construir el Tallo. Ya sabes cómo se hacen estas cosas. Yo construyo los cables, nada más, y éste es grandote, el más grande que he hecho. Me alegra que sea Regulo el que manipula a las autoridades, con su diplomacia italiana. —Se sentó en el ala del vehículo aéreo—. Ya tenemos de qué preocuparnos. ¿Algún problema de verdad por aquí? De lo contrario, me iré a seguir con la fabricación, y con los planes finales para el vuelo de entrada.
El otro hizo un gesto burlón.
—He trabajado contigo en el Puente de Tasmania, en el Puente de Nueva Zelanda y en el Puente de Madagascar, ¿recuerdas? Y después de todo eso, todavía tienes el valor de hacerme semejante pregunta. Rob Merlin, mi perfeccionista amigo, ¿no me conoces? ¿No te parece que habría ido a verte hace mucho tiempo si algo no hubiera salido según los planes y según los plazos? ¿Te piensas que soy uno de esos lastajas incompetentes que prefieren que se les estropeen las cosas antes de admitir que tienen problemas?
—Está bien —Rob levantó la mano para detener el torrente de palabras—. Tienes razón. Me equivoqué, lo admito. No te enojes. Sé que lo tienes todo bajo control, sé cómo trabajas. Caramba, Luis, si no lo supiera jamás te habría llamado para este trabajo. Pero tú también me conoces. Tengo que verlo todo con mis propios ojos, y tengo que hacer preguntas estúpidas. Forma parte de mi manera de ser, así como hacer pozos es lo tuyo.
—Así es —Luis sonreía mientras subían al vehículo aéreo—. Estoy de acuerdo, forma parte de tu naturaleza. —Miró hacia atrás a los enormes terraplenes, colinas de roca y tierra hechas por la mano del hombre—. Y sigue así —dijo con voz suave—. Sigue insistiendo en ver todo con tus propios ojos. Ésa es la razón por la cual Luis Merindo ha trabajado para ti en cuatro ocasiones. Recuerda que yo también aprecio mi vida, aunque pienses que me acerco demasiado al borde. Vayamos a ver el Control de Amarre. Aquí estaremos listos cuando tú lo estés.
La vista desde L-4 era siempre una sorpresa para los visitantes. Era la Tierra lo que primero llamaba la atención, cuatro veces más grande que la Luna. La esfera lunar se veía exactamente del mismo tamaño que vista desde la Tierra, pero era distinta. Las marcas parecían otras. El habitante de la Tierra tenía una imagen arraigada en lo más profundo de la memoria, aún sin ser consciente de ello. Cuando la cara familiar era sustituida por un perfil desconocido, se convertía en un mundo nuevo e interesante, distinto de la antigua compañera de la Tierra. Y esa sensación persistía. Rob había viajado ya muchas veces a L-4 y comenzaba a acostumbrarse a esa nueva imagen del cielo. Pero incluso así, descubrió que de vez en cuando miraba ese hemisferio brillante mientras recorría despacio el Tallo, al regresar a la Araña.
Los cables de carga, los superconductores y los elementos de la escalera impulsora, estaban siendo extrusionados como una única unidad compleja. Ese montaje sería lanzado al Control de Amarre. El resto —los vagones de carga y de pasajeros, los robots de mantenimiento y los sensores— sería agregado más tarde, una vez que el Tallo estuviera afianzado. Había mantenido una pequeña discusión con Regulo sobre la cuestión de los transportadores de materia prima. Regulo había querido hacerlos en el mismo proceso de extrusión, ansioso por ver cuánto podía hacerse con la Araña. Parecía considerarla su nuevo juguete. Rob le convenció de que complicaría el viaje hasta el amarre en la Tierra, aun cuando la extrusión en sí misma fuera factible. Agregar los transportadores de materia prima implicaría otra instalación, realizada por un equipo dispuesto a trabajar a lo largo del Tallo, pero podía hacerse en menos de un mes con ayuda de los robots de mantenimiento.
Los hilos de silicona del cable de carga resplandecían a la luz del Sol, como una fina gasa que saliese de L-4 hacia la distante Tierra. Rob podía seguirla con la mirada apenas unos kilómetros. Más allá, miles de diminutos sensores ubicados a lo largo de su serpenteante recorrido enviaban frecuentes emisiones de radio a los programas de Sycorax para el ajuste de órbita. Los resultados del proceso de estos datos eran canalizados hacia Rob, y si él no aprobaba algo, se iniciaba la corrección necesaria en el Tallo. Unos pequeños motores a reacción, que se movían a lo largo del Tallo, mantenían la delicada estabilidad de la inmensa cuerda. Regulo había aceptado de inmediato la sugerencia de Rob de utilizar dos Arañas, unir los primeros pocos kilómetros de cable que fabricara cada una y generar un cordón largo que reduciría a la mitad el tiempo total de manufactura. Las maniobras previas al vuelo de entrada serían más complicadas así, pero Rob estaba convencido de que podrían controlarse.
Miró hacia adelante. A lo lejos se veía el asteroide que Regulo había hecho traer desde el Cinturón. Cerca de la superficie, y aún invisibles a sus ojos, flotaban las dos Arañas, de cuyas hileras salían infinitas corrientes de brillante cable. Las buscó mientras se acercaba al asteroide cuando una nave de inspección similar a la que él usaba pero más pequeña se apartó de la sombra del asteroide y avanzó en su dirección.
—¿Corrie?
—Sí —la voz sonó clara—. Se me ocurrió venir a buscarte y de paso ver cómo iba esto. ¿Cómo va el Tallo?
—Hasta el momento, sobre ruedas. —Cuando Rob se puso a nivel de la otra nave, ésta se volvió y comenzó a seguirlo a lo largo del cable—. Lo he recorrido todo y no he visto nada de qué preocuparnos. Oscilaba y se retorcía un poquito en el extremo, pero cuando he llegado, los motores a reacción ya lo estaban solucionando. El que lo controla desde Atlantis trabaja bien.
—Es Sycorax, tal vez con un poco de ayuda de Caliban.
—¿Hablas en serio? Si es así, voy a comenzar a preocuparme. No creo que Caliban sepa nada de ordenadores.
Corrie rió.
—No sé si hablo en serio o no. Sycorax se ha vuelto tan complicada que ya ni Regulo ni Morel saben quién hace qué. Hay elementos indefinidos construidos en el ordenador, y hay conexiones de tiempo real entre Sycorax y Caliban. Incluso han puesto randomizadores (fue idea de Regulo) como parte de los circuitos de Sycorax, para agregar un elemento heurístico a algunos de los algoritmos de optimización. Uno de los circuitos lee el ruido de radio del entorno estelar y lo convierte en datos de entrada. Según Regulo, de vez en cuando Sycorax tiene el equivalente de una «idea loca». Te doy una respuesta extensa, pero es otra manera de decir que sabes tanto como yo y como cualquiera. Nadie excepto Sycorax podría decirte exactamente dónde y cómo se hacen esos cálculos, y Sycorax no tiene ganas de decirlo.
Se acercaban a las Arañas. En realidad Rob no necesitaba controlarlas, pero siempre le producía placer verlas, había sido su primer invento, y el que más le gustaba. Los dos grandes cuerpos ovoides pendían cerca de la superficie del asteroide, a unos cien metros de distancia el uno del otro. Las ocho largas patas mecánicas apuntaban hacia abajo, suspendidas delicadamente a pocos centímetros de la superficie. Entre ellas, hurgando en el interior del asteroide, había una larga trompa. Mientras Rob miraba, los grandes ojos facetados se volvieron hacia él. Las Arañas se daban cuenta de su presencia. En algún lugar en lo más profundo de sus componentes orgánicos se ocultaba un atisbo de conciencia.
Corrie había quedado encantada con ellas desde la primera vez que las vio.
—¿Por qué ocho patas? —había preguntado.
Rob se había encogido de hombros.
—Hilan el material como una araña. ¿Cuántas patas les habrías puesto tú?
Las alteraciones efectuadas a las Arañas para acelerar el proceso de extrusión se habían hecho con rapidez y habían dado a Rob y a Darius Regulo la primera sorpresa. La velocidad de abastecimiento de material necesaria para mantener a las Arañas funcionando a todo ritmo era mayor de la que habían supuesto. Los métodos convencionales de extracción de metales en asteroides habían resultado insuficientes. Producían materias primas en abundancia: silicona para el cable de carga, niobio y aluminio para los cables superconductores y los mecanismos de impulso. Extraerlos con la suficiente rapidez era otro asunto.
Había sido un problema, hasta que Rob llamó con urgencia a Rudy Chernick y le preguntó si había alguna manera de modificar a un Topo Carbonero para que trabajara con diferentes materiales y en un entorno de vacío. Tras muchas discusiones técnicas y arduas negociaciones entre Chernick y Regulo, el proyecto del Tallo-de-habichuela había incorporado otro socio industrial. En ese momento una familia completa de Topos modificados masticaba alegremente en las entrañas del asteroide, engulléndose su interior y escupiendo millones de toneladas diarias de materia prima por los tubos conectados a las trompas expectantes de cada Araña. Rob había estado dentro del asteroide sólo una vez, cuando Chernick llevaba un abastecimiento de elementos nutrientes. Ni siquiera el extraordinario metabolismo de los Topos podía subsistir sólo con lo que el interior rocoso podía proveerles. Rob se había asombrado y desorientado ante la colmena de túneles que atravesaban los tres kilómetros del planetoide.
—¿Cómo sabes dónde están todos los Topos, y cuál de ellos está trabajando en qué? —le preguntó a Chernick, que parecía muy a sus anchas en la madriguera de pasadizos conectados.
El otro era un hombre alto, delgadísimo, con ojos tristes y un bigote de largas guías. Había reído con alegría.
—No tengo la menor idea. —Dirigió a Rob una mirada pícara—. Fuiste tú el que me dio la idea de usar los circuitos de felicidad. Seguro que los míos son casi iguales a los que tienes en las Arañas. A los Topos les encanta planificar las excavaciones, y sería incapaz de quitarles su único placer. Les he dado las especificaciones en cuanto a cantidades y velocidades y dejo el resto para que ellos lo decidan. Son de lo más sencillo, no como esos monstruos que tienes ahí afuera. —Miró hacia atrás por el túnel que conducía hasta la trompa de una de las Arañas—. ¿Cuántas criaturas de ésas tienes ya? Son sobrenaturales.
—Cinco grandes y estamos haciendo crecer los componentes biológicos para tres más en la Tierra. Acabo de pedir los elementos electrónicos para ellas. Tengo una en la Tierra, estas dos y otras dos prestadas a Regulo. Sala Keino las está utilizando cerca de Atlantis.
—¿De Atlantis? —Chernick volvió su larga nariz en dirección a Rob—. ¿Para qué las quiere?
—Te lo diré cuando él me lo diga a mí. Ha estado muy misterioso, lo único que confiesa es que es una nueva manera de excavar. —Entonces le tocó a Rob parecer misterioso—. En tu lugar, Rudy, comenzaría a preocuparme. Conoces la fama de Regulo ¿y si está fabricando algo que deje obsoletos a los Topos?
Chernick se encogió de hombros y se mordisqueó el bigote.
—Conozco la fama de Regulo, pero eso no me preocupa. A él no le interesa nada que opere en la Tierra. Mis Topos están seguros. —A pesar de la confianza de sus palabras, parecía pensativo mientras regresaban a la nave que los llevaría de vuelta a la Colonia. Como hombre inteligente veía de inmediato de qué manera un Tallo reduciría la distancia efectiva entre las industrias de la Tierra y las del cielo.
Esto había sido en los primeros días de producción. Desde entonces las cosas no habían marchado de forma que pudieran tranquilizar a Rudy Chernick. Todo iba muy rápido, aunque después del período inicial de ajuste, con más de mil kilómetros de cable ya producido, Rob había insistido en echar todo por la borda y comenzar la extrusión desde el principio. Todos, menos Regulo, se habían extrañado. El viejo había reído con su risa cascada y asintió con gesto de aprobación cuando Corrie le llamó para contárselo.
—Exactamente lo que debe hacer —dijo—. No sé cómo ha adquirido ya esa sagacidad. Es joven, pero ya entiende la diferencia entre soluciones transitorias y estables.
—¿Quieres decir que la primera producción de cable no era buena? —preguntó Corrie.
—Ah, probablemente lo fuera, casi seguro. Pero existe la posibilidad, de que con las primeras sacudidas, algo saliese imperfecto. Merlin ha esperado a que la producción fuera fluida, y ha vuelto a empezar cuando ha estado seguro de que las irregularidades anteriores al asentamiento habían desaparecido ya. Es lo que yo hubiera hecho, aunque no estoy seguro de haber tenido el suficiente sentido común para hacerlo. Los muchachos de hoy en día a la edad de él salen demasiado preparados. —Sacudió la cabeza—. Me alegro de haber dejado en otras manos el aspecto técnico.
Quizá. Pero Regulo había revisado todos los días los informes de producción, y detallados planes de diseño para el Tallo cubrían su gran escritorio en Atlantis.
Rob no se engañaba con respecto al compromiso y al interés de Regulo. Nunca vaciló en llamar al viejo enseguida cuando aparecía un complejo problema de ingeniería. Todas las veces oía unos farfullidos sobre qué era eso de hacerle el trabajo a otra persona, y para qué creía Rob que se le pagaba. Pero enseguida los viejos ojos brillantes se iluminaban con entusiasmo, conectaba el ordenador para una conversación y cualquier otro problema en los vastos dominios de Empresas Regulo quedaban a la espera hasta que él y Rob hubieran llegado a alguna solución.
—No vuelvas a llamarme a menos que se trate de un problema financiero —decía, siempre, al cortar el circuito. Rob le decía que sí, con toda cortesía y ahogaba la sonrisa hasta que se apagaba la conexión de vídeo.
Con setenta mil kilómetros de Tallo ya listos, estas conversaciones se hicieron menos frecuentes. Cualquier cosa que saliera mal en aquel momento sería demasiado seria para solucionarla charlando. Rob estaba pendiente de la velocidad de extrusión de las Arañas, controlando que no se alterara ni una mínima fracción.
—¿Por qué te preocupas tanto por eso? —le preguntó Corrie mientras acoplaban sus naves de inspección a la estación principal y se quitaban los trajes—. ¿Importa mucho que disminuyan o aumenten la velocidad un poco?
—Sería fatal. —Rob miró la larga extensión de cable—. ¿Te das cuenta de toda la cantidad de movimiento que tiene eso ahora? La masa está por encima de los mil millones de toneladas, y se mueve alejándose de aquí a la misma velocidad con que las Arañas moldean cable. Si disminuyen o aumentan la velocidad, habrá mil millones de toneladas de inercia que se negarán a ello. La fuerza arrancaría a las Arañas del asteroide y las separaría de la materia prima. Imagínate dónde iría a parar nuestra planificación. Tendría a Regulo a mi lado en un abrir y cerrar de ojos, en vez de en Atlantis.
Corrie asintió.
—¿Le has llamado en los últimos dos días? La última vez que hablamos me dijo que tenía novedades para ti.
Rob estaba de pie junto a ella en la gravedad de un quinto de g proporcionado por la estación que rotaba. Mirándola, se maravilló una vez más de haber sido tan ciego. Era la digna hija de Senta. Los colores eran diferentes, y Corrie era mucho más delgada, pero la estructura de las mejillas, la línea del cuello eran de Senta.
¿Pero y los ojos, esos ojos claros, brillantes? Aquellos ojos venían de otro lado, claro. Eran iguales a los ojos de Darius Regulo, de un azul frío. Pero Rob no podía encontrar más semejanzas, aunque había mirado a Corrie con atención después de la afirmación de Senta: la cara deforme de Regulo imposibilitaba cualquier comparación de rasgos.
Corrie había permanecido casi todo el tiempo en Atlantis, mientras Rob trabajaba día y noche en el Tallo. En sus esporádicos encuentros Rob había querido preguntar a Corrie por su padre, pero todavía no se había atrevido.
¿Y si Corrie no quería que se supiese que Regulo era su padre? Había buenas razones. Hacía su trabajo con eficiencia y mantenía la boca cerrada, pero si alguien en Empresas Regulo se enteraba de que ella era la hija del jefe, se le complicaría la vida. Lo que lograra por sí misma perdería todo mérito, porque se diría que era por su relación con el jefe y no por su talento.
Rob había vacilado, experiencia inédita para él en su trabajo técnico. Y no había formulado la pregunta.
—Bien, ¿no te interesa saber qué tiene que contarte Regulo? —preguntó Corrie. Miraba a Rob sin rodeos, con los chispeantes ojos azules que le habían conducido a aquella disquisición mental.
—Perdón —Rob volvió su atención a los problemas del momento—. Estaba distraído. Claro que quiero saber qué está haciendo Regulo. ¿Qué te ha contado?
Corrie rió.
—Sí que estabas distraído; verdaderamente no se te ve a menudo así. No has escuchado nada de lo que te he dicho. Acabo de comentarte que no ha querido aclararme nada. Tendrás que llamarlo tú. Me gustaría estar cuando lo hagas, eso sí. Creo que prepara algo. Al cabo de uno o dos años aprendí a darme cuenta cuando Regulo estaba entusiasmado con algo.
—¿Te parece que me lo explicará si estamos los dos?
—A través del circuito de comunicaciones de ida y retorno, no. Los tiempos de espera se están alargando mucho, y él es impaciente. La última vez tuvimos una señal de ida y vuelta casi de cuarenta segundos, y eso le vuelve loco. —Corrie iba delante de Rob dirigiéndose hacia la sala de comunicaciones a través de la estación de personal—. Sigue moviendo a Atlantis más lejos del Sol. Creo que todo lo que obtendremos será un mensaje grabado con tu código en él.
Entraron en la cabina blindada, demasiado pequeña para dos personas, y Rob insertó su huella dactilar. Transcurridos uno o dos segundos, la pantalla se encendió y apareció Regulo.
—Tienes razón —dijo Rob—. Hay muy poco tiempo para una transmisión a Atlantis y de regreso. Sólo conseguiremos un mensaje enlatado. —Subió el volumen y se aproximó a la pequeña pantalla.
—He estado observando los progresos hechos —comenzó Regulo sin preámbulo alguno. Había un deje metálico de impaciencia en su manera de hablar—. Sigues adelantado en los plazos, y por lo que sé no hay nada en los próximos dos días que no puedas delegar. No lo digas. Ya sé que estás muy ocupado, pero he visto trabajar a tu gente, y son todos de primera. Antes de que estemos demasiado cerca del final de la construcción y del vuelo del Tallo, quiero que vengas a Atlantis. —Sonrió, suavizando la impresión de estar dando una orden—. Te prometo que no será una pérdida de tiempo. Tenemos el proyecto de minería en un punto en el que necesito hablar contigo y mostrarte algunas cosas. Te doy mi palabra de que te interesará. Te sobrará tiempo, cuando terminemos aquí, de regresar a L-4 y arreglar todo para el vuelo y el amarre. Sabes que yo no haría nada que lo entorpeciera, pero quiero solucionar otras cosas antes de sacar a Atlantis fuera del Cinturón.
Regulo hizo una pausa como si mirara y escuchara algo al lado mismo de la pantalla. Asintió y se inclinó para oprimir dos teclas en el panel de control.
—No te tomes la molestia de llamar —dijo, volviendo la atención a la pantalla—. Hazme saber cuándo llegarás, y si hay algo que te impida venir pronto. Tengo a nuestra nave más rápida esperando cerca de L-4. Tómala y trae a Cornelia contigo si quiere venir. —Sonrió a la pantalla—. Estoy seguro de que está sentada ahí en este preciso momento, escuchándome. Hasta pronto.
La pantalla se apagó. Rob miró a Corrie y se encogió de hombros.
—Así es Regulo. Breve, al grano. Esta vez está apurado. Creo que piensa que me hará ir mucho más rápido si despierta mi curiosidad y no me dice qué prepara. Quiero mandarle un mensaje igual. ¿Podrías decirle que saldré dentro de seis horas? Hay algunas cosas que quiero ver aquí, y debo hablar con la tripulación de Amarre en la Tierra.
—Saldremos dentro de seis horas —lo corrigió ella—. Lo has oído. Nos espera a los dos, y no pienses que me vas a dejar aquí después de que te ha lanzado tamaño anzuelo. Enviaré tu mensaje, pero yo también tengo que ponerme en movimiento. He intentado hacer aprobar otro de los permisos de Regulo en el sistema de la Tierra. Estoy empezando a sentir lo mismo que él con respecto al gobierno de la Tierra y a la Federación Unida del Espacio: me tienen harta. Él dice que hay un noventa y nueve por ciento de personas en la Tierra a las que no vale la pena mantener vivas, y que la evolución se hará cargo de eso. Yo creo saber cómo sucederá. La Tierra no se sofocará con la contaminación ni morirá de hambre por falta de recursos. Se ahogará en su propia burocracia.
Se fue rápido, mientras Rob sonreía ante su airada evaluación. Corrie no era una mujer ociosa y no podía soportar la falta de competencia, en organizaciones o en individuos. Rob había visto tanta burocracia en sus trabajos de construcción que sabía lo irritantes que podían ser los burócratas para cualquiera que estuviera preocupado por los resultados más que por los procedimientos. Corrie era así. Él a veces sentía que ella lo consideraba apenas como a otro valor de Empresas Regulo, algo que debía ser manejado de la manera más eficiente posible. Eso podía significar seducir, adular o convencer mediante la lógica: Corrie tenía los instrumentos a su disposición. Parecía ser en parte hereditario. Rob había visto a Senta utilizar la misma combinación con Howard Anson.
El último pensamiento le causó remordimientos. Hacía tiempo que Rob le debía una llamada a Anson. Cuando el Tallo lo exigía, todo lo demás en su vida pasaba a un segundo plano hasta que los problemas se solucionaban. Y los problemas habían venido a granel en las últimas semanas. Pero aún así, sería mejor llamar desde allí y no esperar a estar en Atlantis. Con Regulo y Morel en condiciones de interferir todas las llamadas, no podía garantizarse la intimidad de una conversación.
Olvidándose de su fatiga, Rob volvió a enfrentarse al comunicador.