1 «ENSALZA, ALMA MÍA, AL REY DE LOS CIELOS, PÓSTRATE ANTE ÉL CON ALABANZAS»

El sol de la mañana, al elevarse despacio en el cielo, arrojó una amplia faja de luz sobre la cara sudeste de K-2. El rayo de luz trepó por las escarpadas paredes de hielo y roca hasta la diminuta figura que se aferraba como una excrecencia contra la ladera de roca. Cuando la luz llegó a su máscara, la figura se agitó dentro del saco de dormir, buscando los anteojos que le protegerían los ojos de los feroces rayos ultravioleta. Un momento después sacó la cabeza del saco de dormir y miró a su alrededor. El tiempo continuaba estable, sin nubes y con poco viento. Miró hacia arriba. La cumbre no se veía a causa del saliente de la roca, pero debía de estar a menos de seiscientos metros de altura, destacando en el cielo de un azul profundo.

Rob Merlin volvió a meter la cabeza dentro del saco y comenzó su lenta y cuidadosa preparación para el esfuerzo de ese día, tal y como había hecho los once anteriores. Su mente estaba alerta. Ahora debía desentumecer sus manos. Esto le llevó quince minutos de ejercicio rítmico y permanente, hasta que quedó satisfecho con la coordinación. Veinte minutos más tarde soltaba los clavos que sujetaban el traje de escalada a la roca, los guardaba en la mochila y comenzaba un cuidadoso ascenso. A esa altura, la apariencia de la superficie de la roca era engañosa. Cada lugar donde apoyaba una mano debía ser examinado, cada pico que clavaba debía ser probado antes de hacer otro movimiento. Había estudiado la mejor ruta para escalar la montaña durante tanto tiempo que la elección de dirección y movimiento había dejado ya el nivel de sus pensamientos conscientes. Y eso era peligroso. No hay estudio previo que pueda predecir las rocas que se desprenden o la capa de hielo que avanza. Cuando resultaba necesario, cambiaba el camino, yéndose hacia la derecha o hacia la izquierda, pero siempre subiendo.

Para el mediodía ya había llegado al último campo de hielo, de suaves ondulaciones, que llevaba a la cumbre. Se detuvo allí, mirando a su alrededor a la cordillera Karakorum. Gracias al aire claro y transparente podía ver a una distancia de ciento cincuenta kilómetros. Los picos cubiertos de nieve se perdían hacia el infinito, aumentando hacia el sudeste, donde se encontraba el Everest, a más de mil kilómetros. Con los ojos fijos en los escarpados picos se bajó la máscara, aflojó el tubo de oxígeno que desde la mochila llegaba a su boca y comenzó a ingerir una comida fría de concentrados disecados.

Hacia el sur, volando casi tan alto como el sol del mediodía, había una nave. Robert Merlin no la habría visto aunque hubiera tenido algún motivo para mirar hacia el disco enceguecedor, pues sus antiparras fotocromáticas se habrían oscurecido demasiado y él no habría distinguido más que el mismo sol. El piloto había puesto el control automático mientras ajustaba la lente de aumento electrónica del telescopio. Cuando corrigió el foco, la figura de Rob Merlin, como una hormiguita, apareció de pronto en la pantalla. Estaba inclinado hacia adelante, para equilibrar el peso de la mochila que llevaba a la espalda. Bajo las ropas térmicas, el cuerpo parecía robusto, con amplias espaldas y mucho músculo. La mujer lo observó en silencio mientras él comía su sencillo menú.

—Está en el último tramo —dijo ella por fin—. Lo que falta no es difícil por eso se ha detenido a comer aquí. No creo que se quede mucho tiempo en la cumbre; querrá tener buena luz para descender, sobre todo al atravesar esa grieta seiscientos metros más abajo. ¿Quieres que lo mantenga enfocado?

Hubo un silencio de varios segundos. La voz que por fin se oyó por el altavoz era áspera y grave, como si las cuerdas vocales estuvieran gastadas.

—Sí. Tengo a Caliban en el circuito, y necesita todo, lo auditivo y lo visual. ¿Puedes ampliar más la imagen? Quiero verle mejor la cara.

La mujer asintió. Movió un mando y enfocó la cabeza y los hombros de Rob Merlin. Se oyó un gruñido por el altavoz.

—Ya entiendo lo que querías decir. Se le ve muy tranquilo. Ojalá pudiera verle los ojos.

—A esta altura no. Llevará los anteojos puestos todo el rato. Hay demasiadas radiaciones ultravioleta. Pero te diré cómo son. Igual que la cara: parecen una tela en blanco esperando a que alguien pinte algo en ella.

—Qué poético, pero nada preciso. —La voz sonó burlona, cascada—. Supongo que puedo esperar a que baje a menos de seis mil metros para verlo con mis propios ojos. Ya puedes reducir la imagen.

La mujer asintió. Con dos breves movimientos suyos, la imagen de la pantalla ofreció una toma más lejana de Rob Merlin.

—La dejaré así para Caliban. ¿Alguna idea nueva sobre cómo ponerme en relación con Merlin?

—No. Es asunto tuyo, no mío. Hazlo apenas puedas. Necesito regresar a la base, y no quiero permanecer aquí más de lo necesario.

La mujer se sacudió el pelo castaño de la cara y volvió a escudriñar el visor.

—Lo abordaré lo antes posible, pero no sé cuándo. Habría tenido una razón para acercarme a él si hubiera tenido dificultades en el ascenso, y puedo hacerlo si tiene algún problema en el descenso. De lo contrario, querrá cubrir las partes difíciles solo, de eso estoy segura. Si todo va bien, no nos esperes hasta dentro de, por lo menos, tres días.

—¡Tres días! —La voz cascada sonó impaciente—. ¿Por qué tanto tiempo? Está en la cumbre, ¿no? ¿No era eso lo que quería?

—Sí. —La mujer parecía divertida—. Y querrá bajar solo, también. Si trato de abordarlo ahora lo más probable es que me eche. Ésa es mi opinión. Pregúntale a Caliban, si no me crees.

—Ya lo he hecho. —La voz parecía suavizada—. Pero no hemos entendido el mensaje. Le pediré a Joseph que lo intente otra vez, pero dudo que obtengamos nada nuevo.

Mientras hablaban, Rob Merlin se puso de pie, se ajustó la máscara y emprendió el ascenso hasta la cumbre de K-2. Al llegar se quedó allí apenas un par de minutos, una figura diminuta parada en la cima del mundo. Al volverse para comenzar el trabajoso descenso, toda su atención se centraba en las inclinadas paredes de hielo y las grietas debajo de él. Bajaban y se doblaban en una complejidad que mareaba, hasta llegar al punto donde Rob había planeado descansar, mil doscientos metros más abajo. Era crucial una atención absoluta. A esa altura y a esa presión, el hielo ennegrecido se sublimaría al calor del sol antes de derretirse, a menos que tuviera la fuerza del peso del hombre sobre él. Con ese peso, cada paso era peligroso.

No volvió la cabeza hacia la cumbre de la montaña en ningún momento, ni miró hacia el sol y la mota de plata oculta en su luminoso resplandor. Lo emocionante era el ascenso. El descenso, como siempre, sería más peligroso.

A los cinco mil cuatrocientos metros hubo un sutil pero significativo cambio en los alrededores. Aún estaba muy por encima de la línea de vegetación, pero ya la superficie de la montaña era más áspera y más quebrada. Incluso podía escoger entre los caminos que se abrían ante él, cosa que no ocurría cuando el escalador se hallaba por encima de los seis mil metros. Rob se detuvo para desconectar el tubo del oxígeno y se aflojó la máscara. Siguió bajando despacio, intentando pensar en el camino que tenía por delante y no en el placer de la comida y los baños calientes que al cabo de algunos días podría disfrutar.

Sus orejeras le habían impedido oír el ruido producido por la nave. La descubrió ante sus ojos a cien metros de distancia, cuando ésta descendía hacia la ladera, donde permaneció sobre sus columnas de aire. Era un biplaza, y de los caros. Cuando se acercó suavemente a él, Rob vio a la piloto que con toda calma alineaba la puerta de salida con un pedazo de terreno llano formado por guijarros. Se detuvo y esperó a que ella conectara el piloto automático, abriera la puerta y bajara a la superficie pedregosa a veinte metros de él.

—¿Te ahorro el resto del camino? Ya has cubierto la parte difícil.

Iba vestida con un traje acolchado apropiado para la nieve, con la cabeza y los antebrazos descubiertos. El rostro era delgado y oscuro, con ojos vivaces y una boca de labios carnosos y gesto divertido sobre el enérgico mentón. Sus modales eran muy informales, pero Rob estaba seguro de que no se conocían. Recordaría la piel oscura y esos sorprendentes ojos pálidos y animados.

La miró un momento y pensó de pronto en el deleite de un largo y lujurioso baño de inmersión en agua y vapor, consciente de su propia suciedad. Era una oferta tentadora, y ella tenía razón, la parte más difícil había pasado. Después de unos segundos negó con la cabeza.

—Ya que he llegado hasta aquí, quiero terminarlo yo solo. Además, tengo todas mis cosas en Suget Jangal.

—Me coge de paso. Allí también puedes darte un baño caliente.

Parecía leerle el pensamiento; aunque también podría ser que le oliera a cuatro pasos de distancia.

—Supongo que te hace falta un buen baño —continuó ella—. Once días en la montaña es mucho tiempo.

—Demasiado. —La miró con curiosidad—. ¿Controlaste mi partida de Suget?

—Sí. Y no te he quitado los ojos de encima durante los últimos días.

No mostraba ninguna vergüenza por haber invadido lo que él había creído su intimidad. La estudió mejor. Era baja, mediría poco más de un metro cincuenta, y delgada. No tendría más de veinte años, pero se mostraba realmente muy segura de sí misma. Rob se acomodó la mochila, se restregó la barba de once días y contempló la nave que esperaba.

—Y yo creía, inocente de mí, que me hallaba solo aquí arriba. Vaya aislamiento. ¿Por qué no me has esperado en Suget Jangal? Estaré allí dentro de tres días.

—Claro, y rodeado de veinte personas. Por eso no me he quedado allí. ¿Sabías que hay cuatro grupos de empresas en el hotel, el único hotel, esperando el regreso de Rob Merlin? Te escabulliste antes de que pudieran hablar contigo después de tu último contrato. Ahora quieren ser los primeros en hacerte sus ofertas para el próximo.

—No me sorprende. Me empezaron a perseguir antes de que terminara. Por eso me apresuré, para tener un poco de tiempo para mí solo. Supongo que fue muy fácil localizarme. —Rob frunció el ceño. Las líneas que cruzaron su lisa frente lo avejentaban—. Y tú eres una más, supongo, pero querías llegar antes que ellos. Bien, la respuesta sigue siendo no. Voy a terminar el descenso. Deberías haberte informado mejor. De haberlo hecho, sabrías que no trato con intermediarios, y sabrías que no permito que nadie me presione para firmar un contrato antes de tiempo.

La expresión de ella no se alteró. Miró a su alrededor, a los picos de la cadena del Karakorum, y luego volvió a Rob.

—Lo sé. —Frunció la boca—. Concédeme algo de inteligencia. Admito que he venido a hablar de negocios, pero se trata de circunstancias especiales. En primer lugar, tienes mi palabra de que no estamos intentando pisar a nadie ni peleando por tu talento. No queremos construir un puente, al menos no uno corriente. En segundo lugar, esto no puede manejarse si no es con un intermediario. —Miraba atentamente la expresión de Rob—. El hombre para el que trabajo no está aquí porque no puede. Jamás sobreviviría a un viaje a la superficie de la Tierra. Darius Regulo está enfermo desde hace más de cuarenta años.

—¡Regulo! —Rob mostró su primera señal de interés—. ¿Me estás diciendo que trabajas para Darius Regulo?

—Así es. El Rey de los Cielos en persona, y quiere verte.

Rob miró la nave.

—¿Él te ha pedido que me dijeras todo esto?

—No. —Sacudió la cabeza, y los cabellos castaños acompañaron el movimiento—. Todavía no conoces a Regulo. Jamás daría una orden de ese tipo. No es su estilo. «Ve allá abajo», me ha dicho. «Impide que ese tonto se mate en la montaña y tráelo para hablar conmigo». Ésas son todas las instrucciones que me ha dado. Nunca diría a nadie cómo hacer un trabajo; dice que para eso paga a la gente. Lo que le importa son los resultados. —Notó que Rob miraba la nave—. Como ingeniero que eres, deberías conocer a ese hombre.

Rob miró el camino que le esperaba y luego a la mujer.

—No me engañes. Si voy contigo, ¿iremos directamente a ver a Regulo?

—Eso he dicho.

—Bien. —Rob caminó hasta la nave y arrojó la mochila a la parte de atrás—. Ignoro cómo lo has sabido, pero este asunto sí me tienta.

Ella aún sonreía para sus adentros cuando los dos subieron juntos a la cabina: la mujer en los controles y Rob detrás de ella junto al equipo de la cámara. Miró todo con curiosidad, y luego descubrió la pantalla de televisión al otro lado de la cabina.

—Ahora entiendo eso de que no me habías quitado los ojos de encima. ¿Has tenido ese telescopio todo el tiempo enfocado sobre mí?

Ella asintió sin mirarlo.

—Da una imagen muy buena.

Rob refunfuñó.

—No lo dudo. No creo tener ningún secreto ya para ti. Escucha, estoy aquí, me has pescado con el nombre de Regulo. Pero, ¿quién eres tú y por qué le intereso?

—Yo soy Cornelia Plessey. No te molestes porque te haya estado observando. Me dijeron que estuviera pronta a asistirte si tenías algún problema en la K-2. Piensa en mí como en un intermediario.

Fijó una ruta y colocó el piloto automático, y luego giró en la silla para mirar a Rob. Sonreía. Él escudriñó su rostro, buscando finas cicatrices indicadoras de un rejuvenecimiento. No había ninguna. ¿Sería de verdad tan joven como parecía? No era coherente con su manera de comportarse.

—Tengo veintiséis años —dijo ella, interpretando la mirada de él—. Pero no te preocupes, tengo toda la autoridad que hace falta; podemos hablar de dinero, si es lo que más te interesa. Regulo me deja decidir con qué tentarte, ya sea mucho dinero, mi cuerpo, mi cerebro o cualquier otra cosa que funcione… Lo único que debo decirte es que Regulo quiere hablar contigo de un proyecto que hará que todos los otros proyectos en los que has trabajado parezcan juegos infantiles. Cuando sepas de qué se trata, el dinero será lo de menos.

Rob levantó las cejas. Eran oscuras y espesas, y ocultaban sus ojos profundos.

—Y supongo, por coincidencia, por supuesto, que al final de cuentas su proyecto tendrá que ver con la utilización de la Araña.

—Será necesario que introduzcas mejoras en la Araña, que la aceleres en un factor de veinte. No conozco los detalles, pero eso dijo Regulo.

—¡Dios santo! —Rob volvió a restregarse la barba y resopló—. ¿Tienes idea de la velocidad de la Araña? No sé nada de Regulo, excepto su fama como excelente ingeniero, pero sobre esto el viejo no sabe lo que dice. Escúchame, Cornelia…

—Corrie.

—Bueno, Corrie. Estoy intrigado, como tú querías. Pero tendré que saber mucho más de lo que quiere Regulo antes de decidir nada. Estoy seguro de que habéis estudiado mi currículum y sabéis que no tengo ninguna experiencia en construcciones fuera de la Tierra. Ahora bien, lo único que yo sé de Regulo es que jamás trabaja aquí en la Tierra. Es el «Rey de los Cohetes» para trasladar materiales por todo el Sistema Solar. ¿Por qué le intereso, entonces?

—Repites lo que dicen los periodistas, que no saben nada. —Suspiró—. Regulo odia los cohetes. Ya lo verás en tu primera entrevista con él. Desearía que recibieras la información directamente de él. —Se quedó pensativa un momento y luego se inclinó hacia él. Tenía la piel clara y lisa, un profundo bronceado debajo del cual había marfil—. Escucha, hay muchísimas personas que no llegarían a ver a Regulo jamás, aunque se pasaran un año intentándolo. Es un hombre muy reservado y está obligado a vivir fuera de la atmósfera de la Tierra, con poca gravedad. No le interesa la publicidad, ni siquiera le interesa corregir las tonterías que se dicen de él. Pero hay un rumor que es verdad: Regulo se queda con el dos por ciento de todo lo que se transporta en el Sistema, y eso incluye materiales que van hacia la órbita de la Tierra o que vienen de ella. Si fuera cuestión de dinero, Regulo podría ganarle a cualquiera en el Sistema. Si es eso lo que te preocupa, olvídalo. Pero si lo que buscas en un proyecto es algo más que el dinero, y yo creo que así es, entonces debes venir a ver a Regulo. Te doy mi palabra de honor de que te fascinará lo que va a proponerte.

Rob la estuvo observando con atención mientras la muchacha hablaba, fijándose más en el estilo que en las palabras. Asintió y miró hacia adelante.

—Me arriesgaré a perder uno o dos días. Estaremos en Suget Jangal dentro de veinte minutos. Quiero darme un baño y comer algo caliente, luego estaré listo para ir contigo. ¿Dónde está ahora Regulo?

—Nos espera en una base provisional en el espacio, en una órbita geoestacionaria sobre Entebbe. Viajaremos en dos etapas. Desde aquí hasta Nairobi en esta nave (eso nos llevará unas tres horas) y luego cogeremos un Remolcador desde allí hasta la órbita geosincrónica. ¿Cuánto tiempo necesitas para estar listo? No olvides que debes hallar la manera de eludir a la gente que te espera en el hotel.

—Tengo experiencia —dijo Rob, encogiéndose de hombros—. No pueden obligarme a que hable con ellos. Pero, ¿cómo sabremos cuándo sale el próximo Remolcador? Puede no haber ninguno hasta dentro de veinticuatro horas. ¿Qué sentido tiene salir de aquí tan rápido si luego tenemos que esperar en Nairobi?

Cornelia Plessey había vuelto a los controles y se preparaba para aterrizar en el primitivo aeropuerto de Suget Jangal. No era más que un largo trecho de roca plana. Se volvió a Rob un momento, con una mirada divertida en los pálidos ojos azules.

—Deberás acostumbrarte a la idea de que las cosas son diferentes cuando empiezas a trabajar para Darius Regulo. Dudo de que haya ningún Remolcador con partida prevista para dentro de doce horas, al menos. Pero lo habrá para cuando lleguemos. ¿Cuánto tardarás en regresar a la nave?

—Dame una hora. —Rob comenzó a bajarse apenas la nave se detuvo y quedó en suspenso en el aire. Luego se volvió y vaciló antes de bajar—. Dejaré la mochila aquí para ahorrar tiempo. Sólo por curiosidad, ¿qué habrías hecho si tu argumento no hubiera funcionado? ¿Qué tal si te hubiera dicho que te hicieras humo, cuando intentaste convencerme de subir a ver a Regulo?

Corrie sonrió.

—Lo hubiera intentado de otra manera, por supuesto. Es algo que Regulo me enseñó. Cuando lleguemos a él, échale un vistazo a su escritorio. Verás cosas escritas sobre él. Una de las leyendas dice: «Hay novecientas sesenta maneras de erigir hogares tribales, y cada una de ellas es la correcta». Contemplé esa leyenda años y años, sin tener la menor idea de lo que significaba, hasta que por fin comprendí por qué la tenía allí. Ahora sigo intentando, un método tras otro, hasta dar con uno que dé resultado.

Años y años. Rob se sintió intrigado. Estuvo a punto de hacer otra pregunta, pero cambió de idea y bajó de la nave. Mientras él cruzaba la superficie rocosa de la pista de aterrizaje hacia la pequeña ciudad, Corrie miró la cámara montada en una pared de la nave.

—¿Sigues ahí, Regulo?

—Sí. —Hubo una pausa antes de que la voz grave volviera a hablar—. Bien hecho, Cornelia. Ya he enviado un mensaje para que tengan un Remolcador preparado en Nairobi para dentro de cinco horas.

—Estaremos allí. ¿Alguna otra instrucción?

—Ninguna. Pero sí una pregunta. Observé con atención a Merlin antes de que se fuera. Me pareció que algo lo preocupó por un instante, o que lo sorprendió. Yo no te estaba mirando a ti, pero me pregunté si no habrías hecho algo que no captamos en la cámara.

—No noté ninguna reacción extraña en él. —Quedó pensativa un momento, pero negó con la cabeza—. No recuerdo haber hecho nada peculiar o fuera de lugar.

—Sigue pensando. —La voz sonó reflexiva—. Ya lo sabíamos: es un muchacho muy inteligente. Ten cuidado con lo que le dices. Y he comprendido lo que me decías de sus ojos. Tiene veintisiete años, pero sus ojos podrían ser los de un niño de seis. Ya sabes que, según Caliban, nos arriesgamos mucho al utilizar a Merlin. O al menos creemos que eso es lo que dice. Sabes lo difícil que es interpretar cualquier cosa que nos transmite. He decidido no hacer caso de Caliban en esto, a pesar de las objeciones de Joseph. Caliban sugiere que debemos tratar con Merlin con más cautela que de costumbre. Recuérdalo cuando hables con él. Te esperaré aquí dentro de ocho horas.

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