Una vez la ciudad había sido Oppidum Ubiorum, o así la llamaban los romanos. Por otra parte, los germanos no construían ciudades; pero los ubios, en la orilla izquierda del Rin, estaban muy influenciados por los galos. Después de la conquista de César, no tardaron en formar parte del imperio y, al contrario que muchos de sus compatriotas, estaban contentos con la situación, con el comercio, el conocimiento, la apertura al mundo exterior. Durante el reinado de Claudio, la ciudad se convirtió en colonia romana y recibió el nombre de su esposa. Devotos latinizadores ellos mismos, los ubios cambiaron su propio nombre por el de agripinenses. La ciudad creció. Se convertiría en Köln —Colonia— en el lejano futuro.
Aquel día hervía la tierra bajo las sólidas murallas de construcción romana. El humo se elevaba de cientos de fuegos de campamento, los estandartes bárbaros flameaban sobre tiendas de cuero y, bajo pieles y mantas, yacían aquellos que no se habían traído ningún refugio. Los caballos relinchaban y coceaban. El ganado mugía, las ovejas balaban en los corrales improvisados que las guardaban hasta que fuesen sacrificadas para la tropa. Los hombres se movían de un lado a otro, salvajes guerreros de más allá del río, populacho galo de este lado. Más tranquilos eran los terratenientes armados bátavos y sus vecinos cercanos; disciplinados eran los veteranos de Civilis y Clásico. Aparte se apiñaban los abatidos legionarios que habían sido traídos desde Novesium. Durante el viaje habían soportado tales hostigamientos que, al final, una de sus tropas de caballería lo mandó todo al demonio, repudió el juramento de fidelidad al Imperio galo y se marchó al sur para unirse a Roma.
Un pequeño conjunto de tiendas se encontraba aislado cerca de la corriente. Ningún rebelde se aventuraba a acercarse a menos de unos cuantos metros a no ser que tuviese una buena razón, y en ese caso se aproximaba en completo silencio. Soldados brúcteros protegían sus cuatro esquinas, pero sólo como guardia de honor. Lo que allí se guardaba era una gavilla de paja con varias manzanas atadas en lo alto de un poste… del año anterior, secas y sin brillo pero seguían siendo el emblema de Nerha.
—¿De dónde vienes? —preguntó Everard.
Heidhin lo miró. La respuesta fue sibilante.
—Si vienes desde el este como afirmas, ya lo sabes. Los angrivarios recuerdan a Wael-Edh; los longobardos también, y otros muchos. ¿Ninguno de ellos te dijo nada sobre ella?
—Pasó por allí hace años…
—Sabemos que la recuerdan, porque tenemos noticias suyas por comerciantes, viajeros, y por los guerreros que han llegado hasta Burhmund. —La sombra de una nube pasó sobre el punto donde estaban sentados los hombres, en un banco tosco frente al pabellón de Heidhin. Le oscureció el rostro y pareció afilar su mirada. El viento trajo un hálito de humo, un olor a hierro—. ¿Quién eres realmente, Everard, y qué deseas de nosotros aquí?
Este es listo, y un verdadero fanático, comprendió el patrullero. Con rapidez dijo:
—Estaba a punto de decirlo. Me sorprendió que su nombre perviviese entre tribus lejanas, mucho después de que hubiese pasado por ellos.
—Humm. —Heidhin se relajó un poco. La mano derecha, que se había desplazado mucho hasta la empuñadura de la espada, ajustó más la capa negra para protegerse del sol—. Me pregunto por qué has seguido a Burhmund si no tienes deseos de unirte a su bandera.
—Es por lo que te dije, mi señor. —Heidhin no apreció el trato de respeto viniendo de Everard, que no le había jurado lealtad, pero no le dolió. Y en verdad Heidhin se había convertido en una figura importante entre los brúcteros, un jefe guerrero con tierra y posesiones, emparentado con una familia noble, y sobre todo en el confidente y principal interlocutor de Veleda—. Hablé con él en Castra Vetera porque había oído de su fama y buscaba aprender cómo iban las cosas en estos países. De camino a otra parte, oí que la profetisa venía aquí. Tenía la esperanza de conocerla, o al menos de verla y oírla.
Burhmund, que recibió con hospitalidad a Everard, le había explicado que la sibila había enviado a su representante. Pero la hospitalidad del bátavo fue parca, por lo ocupado que estaba. Cuando vio una oportunidad, Everard buscó a Heidhin por su cuenta. Un godo era lo suficientemente exótico como para ser recibido, pero la conversación resultaba incómoda, porque Heidhin pensaba en otras cosas hasta que, de pronto, le asaltaron las sospechas.
—Se ha retirado a su torre para estar a solas con la diosa —dijo. En él ardía la fe.
Everard asintió.
—Eso me dijo Burhmund. Y escuché tu discurso ayer, a las puertas de la ciudad. Mi señor, no recorramos la misma tierra una vez más. Lo que os pido es simplemente… ¿de dónde venís vos y la santa Wael-Edh? ¿Dónde empezasteis vuestro viaje? ¿Y cuándo y porqué?
—Venimos de los alvaringos —dijo Heidhin—. Quizá la mayoría de los hombres que forman esta multitud no habían nacido cuando partimos. ¿Por qué? La diosa se lo ordenó. —La intensidad cedió paso a la brusquedad—. Mejor que trabaje con las manos en lugar de iluminar a un extraño. Si sigues entre nosotros Everard, oirás más, o quizá tú y yo podamos hablar otra vez. Hoy debo despedirme.
Se pusieron en pie.
—Gracias por tu tiempo, mi señor —dijo el patrullero—. Algún día volveré con mi gente. Si tú o algún familiar busca a los godos, será bien recibido.
Heidhin no pasó por alto la despedida de cortesía.
—Podría ser —contestó—. Los mensajeros de Nerha… pero primero hay que ganar una guerra. Que te vaya bien.
Everard atravesó la turbulencia que lo rodeaba hasta un corral próximo al cuartel general de Civilis, donde cogió sus caballos. Eran viejos ponis germanos; cuando montó, los pies le colgaron a unos centímetros del suelo. Pero claro, era grande incluso entre aquellos hombres, y se hubiesen hecho demasiadas preguntas si no hubiese tenido animales para llevarlo a él y acarrear sus posesiones. Cabalgó hacia el norte. Colonia Agripina desapareció a sus espaldas.
La luz de la tarde teñía de oro el río. Las colinas eran casi como las recordaba de su época de nacimiento, pero el campo estaba destrozado por zonas de cultivo llenas de hierbajos y edificios destrozados allí por donde Civilis había pasado meses atrás. Aquí y allá, vio huesos, algunos humanos.
La desolación servía a sus propósitos. Sin embargo, esperó hasta que hubo oscurecido para hablar con Floris.
—Vale, manda el camión. —No debían verlo salir de la carretera, y un vehículo capaz de llevar caballos era más aparatoso que un cronociclo. Ella lo envió por control remoto, él metió las bestias y, en un instante, saltando en el espacio, llegó al campamento. Floris se reunió con él un minuto más tarde.
Podrían haber saltado a la comodidad de Ámsterdam, pero eso hubiese sido malgastar línea vital, no en el viaje sino en el traslado para ir y venir desde los alojamientos, quitarse y ponerse los trajes de bárbaro, quizá peor aún los cambios de registro mental. Era preferible vivir en la tierra arcaica, intimar no sólo con la gente sino con el mundo natural. La naturaleza —lo salvaje, los misterios del día y la noche, verano e invierno, tormentas, estrellas, crecimiento, muerte— lo ocupaba todo, también el alma de la gente. No podías realmente entenderlos o sentir con ellos, hasta que tú mismo no hubieses entrado en un bosque y hubieses dejado que él entrase en ti.
Floris había elegido el lugar: una colina remota sobre bosques que cubrían por completo el horizonte. Sólo algún cazados ocasional la conocía, y era poco probable que alguien la hubiese escalado, hasta la cima. La población de Europa del Norte era muy dispersa; una tribu de cincuenta mil personas era grande y ocupaba un territorio extenso. Otro planeta hubiese sido menos extraño que aquel país para el siglo XX.
Dos refugios unipersonales estaban colocados lado a lado bajo la suave luz y sabrosos olores llegaban desde una unidad de cocina: una tecnología procedente de un futuro posterior al nacimiento de cualquiera de ellos dos. Tras dejar su caballo junto al de Floris, se dedicó a reavivar el fuego que había encendido. Comieron en un silencio meditativo, luego apagaron la lámpara. La unidad de cocina se convirtió en otra sombra y se limpió sin molestar. Se sentaron sobre la hierba frente a las llamas. Ninguno de los dos lo había propuesto; simplemente sabían que era lo correcto.
Llegó una brisa fría. De vez en cuando un búho ululaba bajo, como si hiciese una pregunta a un oráculo. Las copas de los árboles relucían tenues como un mar bajo las estrellas. La Vía Láctea se extendía inmensa sobre sus cabezas. Más alta resplandecía la Osa Mayor, que allí se conocía como el Carro del Padre Cielo. Pero ¿cómo la llaman en el país natal de Edh? —se preguntó Everard—. Sea cual sea, si Janne no reconoció la denominación «alvaringo», entonces debe de ser tan oscura que nadie en la Patrulla ha oído hablar de ella.
Encendió la pipa. El fuego chasqueaba emitiendo su propio humo, destacando el rostro de Floris en la oscuridad, resaltando trémulo las trenzas desatadas y los huesos fuertes.
—Creo que tenemos que buscar en el pasado —dijo.
Ella asintió.
—Los últimos días han confirmado a Tácito, ¿no?
Durante esos días, él había sido necesariamente el que actuaba sobre el terreno y ella la observadora desde las alturas. Pero el papel de Floris había sido tan activo como el suyo. Él estaba confinado a las inmediaciones. Ella vigilaba sobre un área amplia, y luego enviaba diminutos espías robóticos por la noche para que observasen invisibles e informasen de lo que pasaba bajo varios techos escogidos.
Eran testigos… El senado de Colonia sabía que su situación era desesperada. ¿Podrían obtener términos de rendición algo menos que desastrosos? ¿Y serían respetados? La tribu de los téncteros, que vivían al otro lado del Rin, envió representantes para proponer una unidad independiente de Roma. Una de sus exigencias era que las murallas de la ciudad fuesen demolidas. Colonia se opuso; sólo aceptaría una sociedad flexible, y paso libre sobre el río únicamente de día, hasta que el uso generase más confianza. También propuso que los mediadores de cualquier tratado fuesen Civilis y Veleda. Los téncteros estuvieron de acuerdo. Entonces, Civilis-Burhmund y Clásico llegaron.
Clásico prefería saquear Colonia. Burhmund era reacio. Entre otras razones, la ciudad tenía a un hijo suyo, tomado como rehén durante el periodo ambiguo del año anterior cuando luchaba abiertamente para convertir a Vespasiano en emperador. A pesar de todo lo sucedido desde entonces, trataban bien al muchacho, y Burhmund deseaba recuperarlo. La influencia de Veleda haría posible una paz negociada.
Así fue.
—Sí —dijo Everard—. Supongo que el resto también seguirá el libro. Colonia se rendiría, no sufriría daño y se uniría a la alianza rebelde. Obtendría, sin embargo, nuevos rehenes, la hermana y la esposa de Burhmund y una hija de Clásico. Que esos hombres pusiesen tanto en juego indicaba algo más que realpolitik, el valor del acuerdo; indicaba el poder de Veleda.
(«¿Cuántas discordias afronta el Papa?» se mofaría Stalin. Sus sucesores descubrirían que eso nunca había tenido importancia. A la larga, los humanos vivían principalmente según sus sueños, y morían por ellos.)
—Bien, todavía no estamos en el punto de divergencia —dijo Floris, innecesariamente—. Estamos explorando su origen.
—Y reforzamos la idea de que Veleda es la clave de todo esto. ¿Crees que podríamos, y me refiero principalmente a ti, que podríamos acercarnos a ella directamente y conocerla?
Floris negó con la cabeza.
—No. Especialmente ahora, cuando se ha aislado. Probablemente se encuentra en un estado de crisis emocional, quizá religiosa. Una interrupción podría provocar… cualquier cosa.
—Ajá. —Everard chupó la pipa durante un minuto—. Religión… ¿Oíste ayer el discurso de Heidhin a las tropas, Janne?
—En parte. Sabía que estabas allí, tomando nota.
—No eres americana. Ni tampoco tienes antepasados calvinistas. Sospecho que no apreciaste lo que hacía.
Ella tendió las manos hacia el fuego y esperó.
—Si alguna vez he escuchado un sermón ferviente de condenación al fuego del infierno para meter miedo a la congregación, fue el que Heidhin dio —dijo Everard—. Muy efectivo, además. No habrá más atrocidades como la de Castra Vetera.
Floris se estremeció. —Espero que no.
—Pero… todo el enfoque… Me doy cuenta que no era desconocido para el mundo clásico. Especialmente desde que los judíos se instalaron en todos los puntos del Mediterráneo. Los profetas del Antiguo Testamento llegaron a tener influencia incluso en el paganismo. Pero aquí, entre los nórdicos… ¿un orador no hubiese apelado al machismo? Al menos, a su obligación de cumplir una promesa.
—Sí, claro. Sus dioses son crueles, pero, bien, tolerantes. Lo que hará a esta gente vulnerable a los misioneros cristianos.
—Veleda parece haber descubierto el mismo punto débil —dijo Everard pensativo—, seiscientos o setecientos años antes de que cualquier misionero cristiano llegue a estas tierras.
—Veleda —murmuró Floris—. Wael-Edh. Edh la extranjera, Edh la extraña. Ha llevado su mensaje, sea cual sea, por toda Germania. La segunda versión de Tácito dice que lo llevará de vuelta allí después de la caída de Civilis, y que la fe de los germanos empezará a cambiar… Sí, creo que debemos seguir sus pasos por el pasado, hasta donde ella comenzó.