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60 D.C.

Sobre la tierras altas al este del valle del Rin serpenteaba una caravana de miles de individuos. En su mayor parte, las colinas estaban densamente cubiertas de bosque, por lo que los caminos eran poco más que senderos de animales. Caballos, bueyes Y hombres luchaban por hacer avanzar los carros; las ruedas gemían, la maleza crujía, la respiración se cortaba. En general los hombres iban a pie, atontados por el cansancio y el hambre.

Desde un promontorio, a tres o cuatro kilómetros, Everard y Floris observaban el éxodo mientras atravesaban una zona abierta cubierta de hierba. Los aparatos ópticos los situaban a poco más que un brazo de distancia. Podrían haber usado también sistemas de sonido, pero la imagen por sí sola ya era lo suficientemente dura.

Un hombre de cabeza blanca pero hombros rectos cabalgaba al frente. Cotas y lanzas brillaban allí donde la guardia de su casa lo seguía. Era lo único brillante, y bajo los cascos no había alegría. Después de ellos, algunos muchachos pastoreaban el escaso ganado esquelético, las ovejas, las vacas y cerdos que les quedaban. Aquí y allá en la procesión, un carro llevaba una jaula con pollos o gansos. Se vigilaba más el pan duro y la rara pieza de carne cruda que la ropa, las herramientas u otros bienes… incluso el burdo ídolo de madera sobre su carro relucía sin sentido. ¿De qué les habían servido los dioses a los ampsivarios?

Everard señaló:

—Ese viejo que va en cabeza —dijo—, ¿crees que es su jefe, Boiocalus?

—Como Tácito escribió su nombre —contestó Floris—. Sí, claro que sí. En esta época no son muchos lo que alcanzan su edad. —Con tristeza—: Imagino que lamenta lo que hizo.

—Y pasar la mayor parte de su vida al servicio de Roma. Sí.

Una joven, realmente una niña, pasó frente a ellos acunando a un niño entre los brazos. Lloraba ante un pecho desnudo, del que ya no fluiría más leche. Un hombre de mediana edad, quizá su padre, que usaba una lanza como bastón, mantenía el brazo libre listo para ayudarla cuando se tambaleaba. Sin duda su marido había muerto, decenas o cientos de kilómetros más atrás.

Everard se movió en la silla.

—Vamos —dijo con brusquedad—. Vamos camino del lugar de encuentro, ¿no? ¿Por qué hemos venido por aquí?

—Pensé que debíamos verlo de cerca —le explicó Floris—. Sí, a mí también me dará pesadillas. Pero los téncteros lo han experimentado directamente. Tenemos que saber bien qué es, si esperamos entender su reacción, y la de Veleda, y la de ellos hacia ella.

—Supongo. —Everard azuzó el caballo, tiró de la rienda de la montura de refresco, que en ese momento llevaba su modesto equipaje, y tomó el camino colina abajo—. Aunque la compasión es muy escasa en este siglo. La sociedad más cercana que la animó está en Palestina, y quedará dispersa al viento.

Sembrando así el judaísmo por el Imperio, cuya cosecha será el cristianismo. No es de extrañar que las luchas y la muerte en el norte se conviertan apenas en notas a pie de página de la historia.

—La lealtad familiar es tremendamente fuerte —le recordó Floris—, y enfrentados a Roma, hay un sentimiento embrionario entre los germanos occidentales de una relación básica más allá de las fronteras entre tribus.

Cierto —recordó Everard—, y sospechas que Veleda tiene mucho que ver con eso. Por eso la seguimos hacia atrás en el tiempo… para intentar descubrir lo que ella significa.

Volvieron a entrar en el bosque. Arcos verdes se elevaban frente a ellos, sobre un sendero amurallado de maleza. La luz del sol golpeaba la hojas para dispersarse sobre el moho y las sombras. Las ardillas corrían por las ramas. El canto de los pájaros y la fragancias se agitaban en la poderosa quietud. La naturaleza ya se había tragado la agonía de los ampsivarios.

Como una tela de araña que había visto reluciendo en un castaño, la piedad tendía una hebra entre ellos y Everard. Debía recorrer mucho camino antes de que se estirase tanto que se rompiese. No servía de nada repetirse que todos habían muerto anónimamente mil ochocientos años antes de su nacimiento. Estaban allí ahora, tan reales como los refugiados que había visto a no mucha distancia al este de aquellas tierras, huyendo hacia el oeste, en 1945. Pero éstos no encontrarían socorro.

Tácito aparentemente había descrito correctamente el esquema general de la situación. Los ampsivarios fueron expulsados de sus hogares por los caucos. Un robo de tierra; la gente aumentaba de número más allá de lo que la tecnología disponible podía mantener sobre los acres ancestrales; la superpoblación es relativa, tan vieja como el hambre y la guerra que provoca, y se repite infinitamente. Los derrotados buscaron la parte baja del Rin. Sabían que allí había un considerable territorio vacío del que los romanos habían expulsado a los anteriores habitantes y que pretendían reservar para propósitos de suministro militar y para asentar a los soldados licenciados. Dos tribus frisias habían intentado ocuparlo. Se les ordenó abandonarlo y, cuando se retrasaron en hacerlo, fueron expulsadas por un ataque que mató a muchos y envió a algunos al mercado de esclavos. Pero los ampsivarios eran federados leales. Boiocalus había sufrido prisión cuando se negó a participar en la revuelta de Arminio cuarenta anos antes. Después sirvió bajo Tiberio y Germánico hasta que se retiró del ejército y se convirtió en líder de su gente. Seguro que Roma les concedería a él y a sus exiliados un lugar para descansar.

Roma no lo haría. En privado, con la esperanza de evitar el desastre, el legado le ofreció a Boiocalus propiedades para él y su familia. El jefe guerrero rechazó el soborno: «Puede que nos falte tierra para vivir, pero no puede faltarnos para morir.» Llevó su tribu corriente arriba hasta el territorio de los téncteros. En una reunión masiva pidió a los brúcteros, y a cualquier otro que encontrase opresiva la cercanía del imperio, que se uniese a él en la guerra.

Mientras discutían a su manera semidemocrática, el legado llevó las legiones al otro lado del Rin y atravesó el mismo territorio. Amenazó con el exterminio a menos que los recién llegados fuesen expulsados. Hacia el norte, desde la Germania Superior, marchó un segundo ejército para situarse a la retaguardia de los brúcteros. Bajo esa tenaza, los téncteros expulsaron a sus invitados.

Mejor que no me sienta demasiado moralista. Estados Unidos cometerá una traición peor en Vietnam con menos razones.

El camino desembocó en algo vagamente similar a una carretera, estrecha, marcada, mantenida sólo por los pies, cascos y ruedas que la usaban. Everard y Floris siguieron sus subidas y bajadas durante horas. Espiando invisible desde arriba y con la ayuda de pequeños robots, labor de cortar y probar, uniendo pacientemente fragmentos de observaciones posiblemente útiles, Floris había planeado el camino. Era un poco peligroso para un hombre y una mujer viajar sin escolta, aunque los téncteros no se dedicaban demasiado al robo. Sin embargo, debían verlos llegar de forma normal. Podrían usar los aturdidores en defensa propia si eran asaltados y si no había un montón de testigos cuyo relato pudiese influir de forma significativa en la sociedad.

De todas formas, no tuvieron problemas. Más y más viajeros llegaron a la carretera, en dirección al mismo lugar. Todos eran hombres; casi todos parecían ansiosos o preocupados y hablaban poco. Una excepción fue un tipo grande con barriga cervecera, que se presentó como Gundicar. Cabalgó al lado de la inusual pareja y habló mucho, con incurable felicidad. En el siglo XIX o XX—pensó Everard—, habría sido un tendero o panadero de buena posición y cliente habitual de la Brauhaus local.

—¿Y cómo habéis llegado los dos hasta aquí ilesos?

El patrullero le contó la historia acordada.

—A duras penas, amigo. Soy de los reudungos, al norte del Elba; ¿has oído hablar de nosotros?… De comercio al sur… La guerra entre hermunduros y catos… Fuimos asaltados, creo que de mi banda fui el único en escapar con vida; mis productos perdidos excepto por este poco… Una mujer viuda, sin familia, feliz de unirse a mí … En dirección a casa por el Rin y la costa, esperando que haya menos penalidades… Habiendo oído hablar de la mujer sabia del este, y que ella hablará a los téncteros …

—Ah, realmente son momentos tenebrosos. —Gulidícar suspiro—. También hay enormes fuegos asolando a los ubios al otro lado del río. —Se alegró—, Creo que es la ira de los dioses por dedicarse a lamer tanto las botas de los romanos. Quizá pronto algún desastre caiga sobre todos vosotros.

—Entonces, ¿entonces estabas dispuesto a luchar cuando las legiones entraron en vuestras tierras?

—Bien, eso no hubiese sido muy inteligente, no estábamos preparados, y la cosecha del heno estaba cerca. Pero no me avergüenza decir que aullé velando a esos pobres desamparados. ¡Que la Madre sea generosa con ellos! Espero que la mujer Edh nos indique en qué mañana podremos arreglar esas desgracias. Buen saqueo en esa ciudad Colonia, ¿eh?

Floris se encargó de la mayor parte de la conversación. La mujer normalmente disfruta de respeto en una sociedad fronteriza, si no de completa igualdad. Ella dirige la casa cuando el marido se ha ido; si apareciesen los enemigos de la casa, los vikingos, los indios, es ella la que dirige la defensa. Aún más que los griegos o los hebreos, los germanos creían en la sibila, la profetisa, la mujer —casi en la posición de un chamán— a quien un dios daba poderes y revelaba el futuro. La reputación de Edh se había extendido mucho, y Gundicar hablaba con todos.

—No, no se sabe de dónde vino primero. Llegó aquí de entre los cheruscios, y he oído que pasó un tiempo con los longobardos… Creo que esa diosa Nerha suya es de los Wanes no de los Anses… a menos que sea otro nombre para la madre Fricka. Y sin embargo … dicen que Nerha es tan terrible en su furia como el mismísimo Tiw … Hay algo sobre una estrella y el mar, pero no sé nada, aquí somos de tierra adentro… Ella llegó aquí poco después de la retirada de los romanos. El rey la recibió. Invitó a los hombres a venir a escucharla. Eso debía de ser deseo de ella. Él no se lo hubiese negado.

Floris le tiró de la lengua. Lo que le contó ayudaría mucho a planear el siguiente paso en la búsqueda. Sería mejor que los agentes de la Patrulla no se encontrasen con la mismísima Edh. Hasta que no tuviesen más conocimientos sobre ella y qué fuerzas estaba desencadenando, sería una locura interferir.

Casi de noche llegaron a un claro, campos y pastos, las tierras principales del rey. Era básicamente un terrateniente, no exento de unirse a sus arrendatarios, empleados y esclavos en el trabajo de la granja. Presidía los consejos y los grandes sacrificios estacionales, tomaba el mando en la guerra, pero la ley y la tradición lo ataban como a cualquiera; su a menudo revoltoso pueblo lo echaría o le negaría si le apeteciese, y cualquier miembro de la casa real tenía tanto derecho al trono como la cantidad de hombres que pudiese reunir para defenderlo. No es de extrañar que estos germanos no puedan derrotar a Roma —pensó Everard—. Y tampoco lo harán. Cuando sus descendientes (godos, vándalos, burgundianos, lombardos, sajones y el resto) tomen el control, será en segundo lugar, porque el Imperio se habrá desmoronado desde dentro. Y además, ya los habrá conquistado antes… espiritualmente, convirtiéndolos al cristianismo, para que la nueva civilización occidental nazca sobre la clásica, en la costa del Mediterráneo, no por el Rin o el gris mar del Norte.

Era una pensamiento pasajero en el fondo de su mente, que repetía lo que ya sabía y desaparecía tan pronto como enfocaba la vista en lo que tenía enfrente.

El rey y los suyos vivían en una construcción alargada de madera con techo de paja. Cobertizos, graneros, un par de cuchitriles donde dormían los más humildes y algunos otros edificios formaban un cuadrado. A cierta distancia se veía un bosquecillo de árboles añejos, el lugar sagrado donde los dioses recibían las ofrendas y manifestaban sus presagios. La mayoría de los recién llegados acamparon frente a él, ocupando un prado. Cerca, terneros y cerdos se cocían sobre grandes fuegos, mientras que los sirvientes repartían cuernos o copas de madera de cerveza para todos. La hospitalidad ostentosa era esencial para mantener la reputación de un señor, algo de lo que bien podía depender su vida.

Everard y Floris se instalaron sin llamar la atención y se mezclaron con la multitud. Pasando por un hueco entre los edificios, pudieron mirar al patio toscamente empedrado. En aquel momento estaba ocupado por los caballos de los visitantes importantes, que se quedarían en la casa real. Entre ellos había cuatro bueyes blancos y el carro del que seguramente habían tirado. Era un vehículo extraordinario, de hermosa carpintería, delicadamente tallado. Tras el asiento del conductor, los laterales sin ventanas se elevaban hasta formar un techo.

—Un carruaje cubierto —murmuró Everard—. Tiene que ser de Veleda… de Edh. Me pregunto si duerme ahí dentro cuando están en la carretera.

—Sin duda —dijo Floris—. Para no perder dignidad ni misterio. Sospecho que también contiene una imagen de la diosa.

—Humm. Gundicar mencionó a varios hombres que viajan con ella. Podría no necesitar una guardia armada si las tribus la respetan tanto como creo. Pero impresiona y, además, alguien tiene que hacer el trabajo. Aunque supongo que ser sus asistentes los convierte en importantes y los han hospedado en el lugar de los jefes, junto con los héroes y los caudillos locales. ¿Crees que a ella también?

—Claro que no. ¿Ella, yacer en un banco con un montón de hombres que roncan? O usará el carruaje o el rey le habrá preparado una habitación privada.

—¿Cómo lo hace? ¿Qué le da ese poder?

—Eso intentamos averiguar.

El sol se deslizó tras las copas de los árboles. La oscuridad empezó a llenar el valle. El viento corría frío. Ahora que los invitados habían comido, sólo olía a humo de madera y a bosque. Los esclavos alimentaron el fuego; las llamas crecieron, chisporrotearon, crujieron. En el aire aleteaban cuervos negros que se dirigían al nido y veloces golondrinas, runas mutables garabateadas en un cielo que se había vuelto púrpura hacia el este, verde frío al oeste. Las primeras estrellas aparecieron temblando.

Sonaron los cuernos. Procedentes del salón, los guerreros atravesaron el patio y llegaron a la tierra apisonada del exterior. Las lanzas reflejaron la moribunda luz del día. A su cabeza iba un hombre con una túnica ricamente decorada y hélices doradas cruzándole los brazos: el rey. Las voces se fueron apagando en la sombría reunión hasta que, en silencio, los hombres aguardaron. El corazón resonaba en el pecho de Everard.

El rey habló en voz alta pero con gravedad. Everard pensó que, pese a las apariencias, estaba conmovido. A ellos, desde lejos, dijo, había llegado Edh, de cuyos milagros todos habían oído hablar. Ella deseaba profetizar para los téncteros. En su honor y en el de la diosa que con ella viajaba, había ordenado a los habitantes más cercanos que se lo comunicasen a otros y, de esa forma, por toda la tierra. En aquellos tiempos desgraciados había que sopesar con cuidado cualquier señal enviada por los dioses. Les advirtió que las palabras de Edh causarían daño. Había que soportarlas con hombría, como se soporta la curación de un miembro roto. Habría que pensar en lo que significaban y en lo que habría que hacer o se podría hacer.

El rey se apartó. Dos mujeres —¿sus esposas?— trajeron un taburete alto de tres patas. Edh se adelantó y tomó asiento.

Everard se estiró en el crepúsculo. ¡Cómo deseaba poder usar el equipo óptico para que le ayudase a ver a la luz del fuego! Lo que vio le sorprendió. Había esperado que fuese una vieja harapienta. Iba bien vestida, con un traje de manga corta y falda larga hecho de lana blanca, una capa azul de piel sostenida con un broche dorado de bronce y fino calzado de cuero. Llevaba la cabeza desnuda, como una doncella, pero la melena castaña le colgaba no suelta sino en trenzas, bajo una cinta de piel de serpiente. Alta, de huesos fuertes pero delgada, se movía con cierta torpeza, como si ella y su cuerpo no fuesen del todo uno. Sus grandes ojos relucían en un alargado y hermoso rostro. Cuando abrió la boca, una dentadura aparentemente completa lanzó un destello blanco. Vaya, es joven—pensó. Y—:No. Tiene treinta y tantos, supongo. Eso aquí es mediana edad. Podría ser abuela, aunque dicen que nunca se ha casado.

Apartó la mirada de ella un instante y, con sorpresa, reconoció al hombre que la había acompañado y que permanecía a su lado, oscuro, saturnino, vestido de forma sombría. Heidhin. Claro. Diez años más joven que cuando le vi por primera vez. No aparenta serlos, mejor dicho: ya parece tan vicio como entonces.

Edh habló. No hizo ningún gesto, mantuvo las manos en el regazo y su voz de contralto, ronca, no subió de tono. Pero atraía la atención y era como el acero, como los vientos del invierno.

—Oídme y prestadme atención —dijo, con los ojos enfocados más allá de ellos hacia el lucero de la mañana—, de alta o de baja cuna, todavía con fuerzas o ya en declive, condenados a la muerte y afrontando lo sobrenatural con valor o sin él. Os pido que escuchéis. Cuando la vida se pierde, sólo queda, para vosotros y vuestros hijos, lo que de vosotros se dice. Las actos de valor nunca mueren, sino que permanecen por siempre en la mente de los hombres… ¡la noche y la nada para los nombres de los cobardes! Los dioses no darán don alguno a los traidores, sólo furia a los apáticos. El que tema luchar perderá su libertad, se agachará y se arrastrará para conseguir pan mohoso, sus hijos serán atados con cadenas y vergüenza. Sus mujeres llorarán arrojadas indefensas a la prostitución. Esas desgracias son suyas. Mejor que una tea queme su hogar mientras él, el héroe, siega enemigos hasta caer desafiante e ir hacia el cielo.

»Los cascos resuenan con fuerza en el firmamento. Los rayos caen como lanzas ardientes. Toda la tierra resuena con furia. Los mares golpean las costas. Ahora Nerha no sufrirá más. Cabalga briosa para derrocar a Roma, los dioses de la guerra con ella, los lobos y los cuervos.

Recordó humillaciones soportadas, fortunas pagadas, muertos que yacían sin ser vengados. Con frialdad arremetió contra los téncteros por haberse rendido al invasor y abandonar a los suyos que pedían ayuda. Sí, parecía que no tenían elección; pero lo que eligieron realmente era la infamia. Que sacrificasen cuanto quisieran en los lugares sagrados: no les devolvería el honor. La deuda que pagarían sería dolor sin medida. Roma lo recogería.

Pero el día llegaría. Aguantad y esperad a que salga ese sol rojo.

Después, examinando los audiovisuales, Everard y Floris sintieron nuevamente algo de su magia. Ellos mismos podrían haberse visto arrastrados, humildes, exaltados, con la muchedumbre que levantaba las armas y gritaba mientras Edh volvía al salón.

—Es muy convincente —dijo Floris.

—Algo más que eso —contestó Everard—. Tiene un don, un poder… el verdadero liderazgo tiene un toque de misterio, algo que va más allá de lo humano… Pero me pregunto si la corriente temporal no la estará arrastrando también.

—Al norte con los brúcteros, donde se establecerá, y luego…

Y en cuanto a los ampsivarios, vagaron año tras año. En ocasiones encontraron refugio brevemente, en ocasiones fueron hostigados hasta que, como escribió Tácito, «mataron a todos sus jóvenes en tierra extranjera, y los que no podían luchar fueron repartidos como botín».

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