Desde el este, dejando la mañana a sus espaldas, los Anses caminaban hacia el mundo. Las chispas producidas por las ruedas de sus carros, que traqueteaban tanto que las montañas se estremecían, llenaban el cielo. Las huellas de los caballos eran negras. Sus flechas oscurecían el cielo. El sordo de sus cuernos de batalla provocaba una furia asesina en los hombres.
Contra los recién llegados marcharon los Wanes. Froh al frente, a horcajadas sobre su toro, con la Espada Viva en la mano. El viento azotó el mar hasta que sus olas rompieron a los pies de la luna, que huyó. Por encima de ellos, en su nave, venía Naerdha. Su mano derecha la gobernaba con el Hacha del Árbol como timón. Su mano izquierda enviaba águilas para que chillasen, atacasen y rasgasen. Sobre su frente ardía una estrella tan blanca como el corazón del fuego.
De esa forma guerrearon unos contra otros los dioses, mientras los eotan del alto norte y del bajo sur observaban y comentaban que eso les dejaría a ellos el camino libre. Pero los pájaros de Wotan lo vieron y le advirtieron. La cabeza de Mim lo oyó y advirtió a Froh. Allí mismo los dioses acordaron una tregua, intercambiaron rehenes y celebraron un consejo.
En la paz que pactaron, se repartieron el mundo. Celebraron bodas, Anse con Wane —padre con madre, hechicero con esposa— y Wane con Anse —cazadora con artesano, bruja con guerrero—. Por él a quien colgaron, por ella a quien ahogaron, y por su propia sangre entremezclada juraron fe, que duraría hasta el día del fin del mundo.
Luego elevaron murallas para su defensa —una empalizada de madera al norte, piedras apiladas hasta lo alto en el sur— y se dispusieron a dominar sobre esas cosas que están bajo la ley.
Pero uno entre los Anses, Leokaz el Ladrón, medio eotan, estaba incómodo. Sentía nostalgia de los viejos tiempos salvajes y consideraba que se le daba poco valor. Finalmente se fue sin decírselo a nadie. Por el sur llegó hasta la pared de piedra. En la puerta lanzó un hechizo de sueño sobre el guardián, cogió la llave de su escondite y pasó a la Tierra de Hierro. Allí negoció con sus señores. Cuando le dieron la lanza de La Perdición del Verano, él les entregó la llave.
De esta forma consiguieron los Señores de Hierro entrar en el Mundo. Sus tropas llegaron trayendo esclavitud y matanzas. Fue el oeste quien los conoció primero y a menudo el sol se oculta en un mar de sangre.
Pero el gigante Hoadh se dirigió al norte, pensando en llegar hasta la Tierra Helada y establecer una alianza con los eotan. Allí donde iba cogía lo que quería. Arrancaba las vacas de los prados. Destrozaba casas para robar su pan. Sembraba fuego y mataba hombres por diversión. Trazó un sendero de destrucción.
Llegó a la costa. Desde lejos espió a Naerdha. Ella estaba sentada en un arrecife, espillándose el pelo. Sus rizos relucían como el oro y sus pechos como la nieve allí donde las sombras yacen azules. La lujuria se desató. En silencio, a pesar de su tamaño, Hoadh se acercó a su lado y la atrapó. Cuando se resistió, él le golpeó la cabeza contra una piedra y la aturdió. Allí mismo, entre la espuma, la violó.
Las aguas se habían elevado sobre aquel arrecife, para ocultar la vergüenza incluso durante la marea baja. Por esa razón, muchos barcos se habían estrellado y los cachones se habían llevado a sus tripulaciones. Eso no sació la furia y la pena de Naerdha.
Se despertó con el rugido de un gato montés para encontrarse nuevamente sola. Sobre las alas de la tormenta, corrió a su casa más allá del amanecer.
—¿Dónde ha ido? —gritó.
—No lo sabemos —gimieron sus hijas—, sólo que se alejó del mar.
—La venganza lo seguirá —dijo Naerdha. Volvió tierra adentro y buscó la morada que compartía con Froh para pedirle que la ayudase. Pero era primavera y él había ido a agitar la vida, como ella también debería haber hecho. Por tanto no podía reclamar el toro Agitador, como era su derecho.
En lugar de eso, invocó a su hijo mayor y lo convirtió en un gran semental negro. Montada sobre él, cabalgó hasta Ansaheim. Wotan le cedió su lanza que nunca falla. Tiwaz su Casco del Terror. A continuación se apresuró en seguir a Hoadh. Ése fue un año siniestro, tras abandonar a Froh y a su mar.
Hoadh la oyó ir tras él. Escaló una montaña y levantó su maza para la batalla. Cayó la noche. Se alzó la luna. Bajo su luz él vio, desde muchas millas, la lanza, el casco y el sombrío semental. El corazón le falló y huyó al oeste. Corría tan rápido que ella apenas podía mantenerlo en su mirada.
Hoadh llegó hasta sus compañeros los Señores de Hierro y les rogó ayuda. Escudo contra escudo se plantaron frente a él. Naerdha lanzó la flecha sobre sus cabezas y atravesó a su enemigo. Su sangre inundó las tierras bajas.
Ella se dirigió a casa, furiosa con Froh por su promesa rota.
—Cogeré el toro cuando quiera —dijo—, y mucho lo echarás de menos el día del fin del mundo.
Él también estaba enfadado, por lo que había hecho con su hijo. Se separaron.
En víspera del solsticio Naerdha dio a luz a la prole de Hoadh, nueve hijos. Los convirtió en perros tan negros como su caballo.
Thonar del Trueno llegó hasta su casa.
—Frob dejó a su hermana y tú dejaste a tu hermano para que los dos estuvieseis juntos —dijo—. Si ya no lo estáis, la vida morirá de la tierra y del mar. Después, ¿qué alimentará a los dioses? —Por tanto, en primavera, Naerdha regresó con su esposo, pero sin alegría. Lo dejó una vez más en otoño. Así ha sido desde entonces.
—Leokaz rompió la promesa que hicimos —le dijo Wotan—. A partir de ahora, el mundo no conocerá la paz. Tenemos mucha necesidad de mi lanza.
—La recuperaré para ti —contestó Naerdha—, si me la prestas de nuevo, y Tiwaz su casco, cuando vaya de caza.
La inundación la había llevado hasta el mar. Larga fue la búsqueda de Naerdha. Muchos fueron las historias de una extraña mujer que llegó a esta tierra o a aquella. Ella pagó a aquellos que la acogieron sanando sus heridas, enderezando sus males y prediciendo su mañana. Todavía sigue enviando mujeres por el mundo para hacer lo que ella hizo, en su nombre y por su orden. Al final encontró la lanza flotando bajo el lucero de la mañana.
La venganza no podía morir en su interior. Durante el cambio de año, y en cualquier momento en que su corazón se congele por el recuerdo, ella parte. Con caballo y perros, casco y lanza, cabalga en el viento nocturno, para atacar a los Señores de Hierro, hostigar los fantasmas de los malvados y traer enfermedad a los enemigos de aquellos que la adoran. Terrible es oír ese ímpetu y ese clamor en el cielo: cuernos, cascos, aullido, la Caza Salvaje. Por tanto, los hombres que alcen sus armas contra aquellos que ella odia obtendrán su adusta bendición.