6

Everard le permitió a Floris quedarse dos días en casa para descansar y recuperarse. No era débil, pero era una persona civilizada con conciencia, que había presenciado horrores. Por suerte, no conocía a ninguna de las víctimas; no habría culpa del superviviente que superar.

—Pide ayuda a los psicoténicos si no desaparecen las pesadillas —le sugirió—. Por supuesto, tendremos que meditar nuevamente a la luz de lo que ahora hemos observado directamente y trazar un plan.

Duro como era, él también agradecía un descanso para asimilar las imágenes, olores y sonidos del Campamento Viejo. Recorrió las calles de Ámsterdam durante horas, empapándose de la decencia de la Holanda del siglo XX. El resto del tiempo lo pasaba en la oficina de la Patrulla, recogiendo archivos de datos —historia, antropología, geografía física y política, todo lo disponible— e imprimiendo los elementos que le parecían más esenciales.

Su preparación preliminar había sido superficial. No es que ahora tuviese conocimientos enciclopédicos. No estaban disponibles. La prehistoria germánica atraía a pocos investigadores; se repartían por grandes extensiones de kilómetros y siglos. Tantas otras cosas habían parecido mucho más interesantes e importantes. Era escasa la información fiable. Nadie excepto él y Floris habían investigado en persona a Civilis. La rebelión no había parecido compensar los múltiples Peligros del trabajo de campo, cuando de ella no salió nada más que un cambio para mejor en el tratamiento que daba Roma a algunas personas sin importancia.

Y quizá eso es todo —pensó Everard—. Quizá esas variaciones en el texto tengan un origen seguro que los detectives de la Patrulla pasaron por alto, y estamos persiguiendo sombras. Ciertamente no tenemos pruebas de que nadie intente alterar los acontecimientos. Bien, sea cual sea la respuesta, tengo que descubrirla.

Al tercer día telefoneó a Floris desde el hotel y le propuso ir a cenar, como habían hecho en su primer encuentro.

—Nos relajaremos, hablaremos de cosas intrascendentes, en todo caso tocaremos la misión de pasada. Mañana estableceremos el plan. ¿Vale?

A petición de él, ella eligió el restaurante y se reunieron allí.

El Ambrosía se dedicaba a la comida de Surinam y caribeña. Situado en Stadthouderskade, en una vecindario tranquilo cerca del Museumplein, era íntimo, justo en el canal. Además de tener camareras bonitas, el cocinero negro vino a discutir la comida con ellos en un inglés fluido. El vino también estaba bien. Quizá la sensación de evanescencia, ese calor, luz y sabor no más que un momento en una oscuridad sin límites, algo que podría resultar no haber sucedido nunca, añadía profundidad al placer.

—Volveré andando —dijo Floris al final—. La noche es preciosa. —Su casa estaba a dos o tres kilómetros.

—Te acompañaré hasta la puerta, si me dejas —le respondió Everard con alegría.

Ella sonrió. Su pelo relucía contra la oscuridad de las ventanas como el recuerdo de la luz del sol.

—Gracias. Eso esperaba.

Salieron al aire apacible. Olía a primavera, porque la lluvia lo había limpiado con antelación y había poco tráfico, en su mayoría un pulso de fondo. Pasó un bote por el canal, dejando una estela.

—Gracias —repitió ella—. Ha sido encantador. Exactamente lo que me alegra.

—Bien. —Él se sacó el tabaco del bolsillo y empezó a cargar la pipa—. Aunque estoy seguro de que en todo caso te habrías recuperado con rapidez.

Se alejaron del agua y pasaron entre viejas fachadas.


—Sí, he visto cosas terribles —admitió. El ambiente de la cena, que los dos habían mantenido cuidadosamente alegre, estaba alejándose, aunque su tono era firme y su expresión de calma—. No violencia a esa escala, eso no, pero sí hombres muertos y heridos después de una lucha, o una enfermedad mortal, y… muchos destinos crueles.

Everard asintió.

—Sí, esta época nuestra ha visto el infierno desatado, pero no más que las otras. La principal diferencia es que hoy en día imaginan que podría ser mejor.

Floris suspiró.

—Al principio era romántico, vivir en el pasado, pero luego…

—Bien, elegiste un entorno muy duro. Y sin embargo, el verdadero guiñol estaba en Roma.

Ella lo miró de cerca.

—No puedo creer que tengas ilusiones de que los bárbaros sean nobles por naturaleza. Yo pronto perdí las mías. Eran igualmente crueles. Simplemente resultaban menos eficientes.

Everard acercó la cerilla a la cazoleta.

—¿Por qué los elegiste como especialidad?, si puedo preguntar. Claro, alguien tiene que hacer el trabajo, pero por tus capacidades podrías haber elegido muchas sociedades.

Ella sonrió.

—Intentaron convencerme de eso, después de graduarme en la Academia. Un agente pasó horas diciéndome lo mucho que me gustaría su ducado de Brabante. Fue amable. Pero yo era testaruda.

—¿Por?

—Cuanto más lo pienso menos claros me parecen mis motivos. Me pareció en su momento que… Sí, si no te importa, me gustaría contártelo.

Él le ofreció el brazo. Ella lo aceptó. El paso de la mujer se ajustaba con facilidad al suyo y era más ágil. Con la mano libre, Everard acunaba la pipa.

—Hazlo, por favor —le dijo—. No he leído tu informe más allá de lo mínimo imprescindible, pero no puedo evitar sentir curiosidad. Y en todo caso, no creo que contenga la verdadera explicación.

—Supongo que se remonta a mis padres. —Miraba al frente, con una arruga diminuta en la frente. Su voz surgía soñadora—. Soy hija única, nacida en 1950. —Y ahora mucho mayor, en tu línea de mundo, de lo que dice el calendario, pensó él—. Mi padre creció en lo que eran Las Indias Orientales Holandesas. ¿Recuerdas que los holandeses fundamos Yakarta y que la llamábamos Batavia? Era joven cuando los nazis invadieron Holanda, luego los japoneses conquistaron el Sureste Asiático. Luchó contra ellos como marino en lo que quedaba de nuestra Marina. Mi madre, en casa, una escolar, estuvo implicada en la resistencia, la prensa clandestina.

—Gente orgullosa —murmuró Everard.

—Mis padres se conocieron y se casaron después de la guerra, y se establecieron en Ámsterdam. Todavía viven, retirados, él de su negocio, ella de enseñar historia, historia holandesa. —Sí, pensó él, vuelves de tus expediciones el día que partiste porque no quieres perderte oportunidades de verlos antes de que mueran, sin que sepan lo que haces realmente. Ya es malo que se sientan decepcionados por los nietos—. No presumen de su participación en la guerra. Pero yo estaba… ¿estaba destinada?… sí, destinada a vivir siempre sabiéndolo, y con todo el pasado de mi país. ¿Patriotismo? Llámalo como quieras. Son mi gente. ¿Qué los convirtió en lo que son? ¿Qué semilla? ¿Qué raíz? Los orígenes me fascinaban, y en la universidad estudié para convertirme en arqueóloga.

Everard ya sabía eso, así como que había sido una atleta cercana a los niveles de campeona y que había recorrido lejos de las rutas turísticas un par de lugares difíciles y peligrosos. Llamó la atención de un reclutador de la Patrulla, que le hizo pasar las pruebas y le reveló luego su sentido. Su reclutamiento había sido similar.

—Es igual —dijo él—, elegiste una cultura en la que la mujer tenía muchos obstáculos.

Ella respondió algo cortante.

—Al menos debes de haber visto un resumen que demuestra que lo conseguí. Debes de conocer los disfraces de la Patrulla.

—Lo siento. No pretendía ofenderte. Están bien para visitas cortas.

—En menos de un año cosas como las patillas y los registros vocales podían imitarse casi a la perfección. Telas bastas y holgadas, con rellenos adecuados, ocultaban las curvas. Las manos podían ser un problema, pero las suyas eran grandes para una mujer y si decía ser joven la falta de pelo y la forma podrían no llamar la atención—. Pero… —Con facilidad se daban situaciones en las que la ropa desaparecía entre compañeros, como en el baño. O algo como una pelea podía iniciarse por una cara que permanecía inconfundiblemente afeminada… pensaría un bárbaro. Por bien entrenada que estuviese, una mujer, en una situación donde las armas de alta tecnología estaban prohibidas, carecía de la musculatura superior y la potencia de arranque de un hombre.

—Usos limitados —admitió ella—. A menudo era frustrante. Incluso consideré… —Dejó de hablar.

—¿Cambiar de sexo? —preguntó él con amabilidad después de medio minuto.

El asentimiento fue rígido.

—Ya sabes que no tiene por qué ser permanente. —Las operaciones del futuro no requerían cirugía o inyecciones de hormonas; se realizaban a nivel molecular, reconstruyendo el organismo partiendo del ADN—. Claro está, es un cambio muy importante. Sólo podrías hacerlo para misiones de varios años, como mínimo.

Ella lo miró con desafío.

—¿Lo harías tú?

—¡Diablos, no! —exclamó. Inmediatamente pensó: ¿Ha sido una reacción demasiado rápida? ¿Intolerante?—. Pero recuerda, nací en el Medio Oeste, en 1924.

Floris rió y le apretó el brazo.

—Dudaba de que mi mente, mi personalidad básica, pudiese cambiar. Como hombre, sería homosexual. En esa sociedad habría sido peor que ser mujer, que, además, me gusta ser.

Él sonrió.

—Eso es evidente.

Calma, chico. Nada de relaciones personales en el trabajo. Podría resultar letal. Intelectualmente, me gustaría que fuese un hombre.

Los sentimientos de ella debían de ser equivalentes, porque también se acobardó y caminaron un rato sin hablar. Pero era un silencio de compañerismo. Atravesaban el parque, rodeados de verde, con la luz de las farolas atravesando el follaje para marcar el camino, cuando él habló:

—A pesar de eso, has llevado a cabo un gran proyecto. No consulté el archivo. Esperaba que me lo contases, lo que es mejor.

Lo había dejado caer un par de veces, pero ella había eludido, o evitado, el tema. No era difícil entenderlo, cuando tenla tanto que contar.

Oyó y vio que ella tomaba aliento.

—Sí, debo hacerlo —admitió—. Necesitas saber qué experiencia tengo. Es una larga historia, pero podría empezar ahora —vaciló—. He llegado a sentirme más cómoda contigo. Al principio estaba aterrorizada. ¿Yo, trabajar con un agente No asignado?

—Lo ocultaste bien. —Arrastró las palabras en medio del humo de la pipa.

—En el trabajo de campo se aprende a ocultar las emociones, ¿no? Pero esta noche puedo hablar con libertad. Eres un hombre muy agradable.

Él no supo qué decir.

—Viví quince años con los frisios —comenzó.

Everard agarró la pipa antes de que chocase contra el pavimento.

—¿Cómo?

—Desde el 22 hasta el 37 a.C. —siguió diciendo ella con decisión—. La Patrulla quería conocimiento, más que una aproximación, de la vida en el oeste de la zona germánica, en el periodo en que la influencia romana reemplazaba la celta. Específicamente, estaban preocupados por los trastornos entre las tribus después del asesinato de Arminio. Las consecuencias eran potencialmente importantes.

—Pero no surgió nada alarmante, ¿no? Mientras que Civilis, que la Patrulla creía que podía menospreciar con toda tranquilidad… Bien, está formada por humanos falibles. Y, claro está, un informe detallado sobre una sociedad típica es valioso en muchos contextos diferentes. Sigue, por favor.

—Los colegas me ayudaron a establecerme. Mi disfraz era el de una mujer joven de los casuarios, viuda después del ataque de los cerusci. Huyó a territorio frisio con algunas posesiones y un par de hombres que habían servido a su esposo y seguían siéndole fieles. El jefe de la tribu que encontramos nos recibió con generosidad. Traía oro así como noticias; y para ellos la hospitalidad era sagrada.

No resultó un inconveniente que fueras, seas, tan atractiva.

—No mucho después, me casé con un joven hijo suyo —dijo Floris, resueltamente objetiva—. Mis «sirvientes» se excusaron para ir a una «aventura» y nunca más se supo nada de ellos. Todos supusieron que tuvieron mal fin. ¡Cuántas formas había de morir!

—¿Y? —Everard contempló su perfil. Vermeer podría haberlo evocado en el crepúsculo que lo envolvía bajo su cubierta dorada.

—Fueron años difíciles. A menudo sentía nostalgia, en ocasiones desesperación. Pero entonces pensaba que estaba investigando, descubriendo, explorando todo un universo de formas y creencias, conocimientos, habilidades, gente. Me encariñé mucho con la gente. Tenían buen corazón de una forma tosca, dentro de la tribu, y mi Garulf y yo… nos hicimos íntimos. Le di dos hijos, y en secreto me aseguré de que vivirían. Él esperaba más, naturalmente, pero eso fue otra cosa de la que me ocupé, y era común que una mujer perdiera la fertilidad.

—Su boca se dobló hacia arriba con aflicción—. Tuvo otros hijos con una chica de la granja. Nos llevábamos bien, ella me trataba con deferencia y … No importa. Era algo aceptado y normal, no una mancha para mí, y … sabía que algún día me iría.

—¿Cómo sucedió? —preguntó Everard en voz baja.

Su voz se volvió plana.

—Garulf murió. Cazaba toros, y uno de ellos lo corneó. Llore, pero simplificó las cosas. Debía haberme ido mucho antes, desaparecer como mis asistentes, pero él y nuestros hijos… de poco más de diez años, lo que significa que eran casi hombres. El hermano de Garulf se ocuparía de ellos.

Everard asintió. Sus estudios le habían enseñado que los antiguos germanos veneraban la relación entre tío y sobrino. Una de las tragedias que Burhmund, Civilis, había soportado, era la ruptura con el hijo de su hermana, que luchó y murió en el ejército romano.

—Aun así fue doloroso dejarlos —terminó diciendo Floris—. Dije que me iba por un tiempo, a llorar a solas, y dejé que se preguntasen después qué había sido de mí.

Y tú te preguntas qué fue de ellos, y sin duda siempre lo harás —pensó Everard—. A menos que, vigilando desde lejos, hayas seguido sus vidas hasta el final. Pero espero que seas más inteligente. Ahí tienes la aventura y el encanto de servir en la Patrulla del Tiempo.

Floris tragó… ¿algunas lágrimas? Después comentó con triste alegría:

—¡No puedes ni imaginar el rejuvenecimiento cosmético que necesité al regresar! ¡Y baños calientes, luces eléctricas, libros, espectáculos, aviones, todo!

—Y no digamos volver a ser una igual —añadió Everard.

—Sí, sí. Las mujeres disfrutaban de una alta posición, eran más libres de lo que volverían a ser hasta el siglo XIX, pero aun así… O, sí.

—Parece que Veleda era empedernidamente dominante.

—Eso era diferente. Ella hablaba por los dioses, creo.

Tenemos que estar seguros.

—La misión terminó hace varios años en mi línea de mundo personal —dijo Floris—. Mis posteriores esfuerzos fueron menos ambiciosos. Hasta ahora.

Everard mordió con fuerza la pipa.

—Tenemos el problema del sexo. No quiero jugar con disfraces, excepto por poco tiempo. Demasiadas limitaciones.

Ella se detuvo. Por tanto él también. Estaban cerca de una farola que daba a sus ojos un brillo gatuno. Levantó la voz.

—No me limitaré a quedarme en el cielo vigilándole, agente Everard. No lo haré.

Un ciclista pasó silbando, lo miró y siguió su camino.

—Sería útil tenerte conmigo en el suelo —le concedió Everard—. No de forma constante. Debes admitir que a menudo es mejor si uno de los compañeros permanece en reserva. Pero cuando nos dediquemos al verdadero trabajo de Sherlock Holmes, entonces tú, con tu experiencia… La pregunta es ¿cómo podremos hacerlo?

Cambiando de furiosa a deseosa, ella aprovechó la ventaja.

—Seré tu esposa. O tu concubina, o tu criada, o lo que mejor se ajuste a las circunstancias. No es extraño entre los germanos que una mujer acompañe a un hombre cuando viaja.

¡Maldición! ¡Realmente siento calor en las orejas!

—Podría complicarnos las cosas.

Su mirada se fijó en la de él.

—Eso no me preocupa, señor. Sois un profesional y un caballero.

—Bien, gracias —dijo, aliviado—. Supongo que puedo controlar mis modales.

¡Si tú controlas los tuyos!

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