13

El hijo de Hlavagast Unvod era rey de los alvaringos. Su esposa era Godhahild. Vivían en Laikian, el mayor asentamiento de su tribu, más de una veintena de casas tras un muro de piedra. A su alrededor no había mas que brezo, allí sólo podían vivir las ovejas. Tampoco nadie podía atacar sin ser visto desde lejos. El camino oriental a la playa era corto, no mucho más largo al oeste, y allí crecía el monte. Al sur no tardaba en haber buena tierra de pasto y cultivo, que seguía durante una buena distancia hasta llegar a su propia playa.

Una vez los alvaringos habían poseído todo Eyn, hasta que los getas llegaron desde la península y, durante muchas generaciones, invadieron la parte norte más rica. Al final los alvaringos pudieron luchar para detenerlos. Muchos entre los getas decían que no valía la pena ocupar el sur; muchos entre los alvaringos decían que el temor de Niaerdh los había detenido. Los alvaringos todavía la adoraban a ella tanto como a los Anses, o más, mientras que los getas sólo le daban a la diosa una vaca en primavera. Pero fuera como fuese, desde entonces ambas tribus habían comerciado más que guerreado.

Las dos tenían hombres que llevaban cargas por el mar para intercambiar, tan lejos como los rugios al sur y los anglos al oeste. Los getas de Eyn también celebraban un mercado anual en el refugio de Kaupavik, que atraía visitantes desde muy lejos. A él, los alvaringos llevaban lana, pescado salado, pieles de foca, grasa de ballena, plumas y plumón, ámbar cuando una tormenta había dejado una reserva en su costa. De vez en cuando, un joven de los suyos se unía a la tripulación de una nave; si vivía, podía regresar a casa con historias de extraños países.

Hlavagast y Godhahild perdieron tres hijos muy pronto. Luego él juró que si Niaerdh salvaba a los que viniesen después, cuando el primero de ellos hubiese cambiado todos sus dientes de leche él le entregaría a un hombre… no a los dos esclavos, normalmente viejos y enfermos, que recibía cuando había bendecido los campos, sino un joven robusto. Nació una niña. Él le puso Edh, Juramento, para recordárselo a la diosa. Los hijos que esperaba la siguieron.

Cuando llegó el momento, llevó una nave y guerreros al otro lado del canal, no para atacar a los getas de la península. Navegó más allá de ellos y cayó sobre el campamento de los skridhfennios. De los cautivos que trajo de vuelta, sacrificó el mejor en la arboleda de Niaerdh. El resto los vendió en Kaupavik. Hlavagast realizó aquella expedición guerrera como excepción, porque era un hombre pacífico y reflexivo.

Quizá por sus comienzos, quizá porque sólo tenía hermanos, Edh creció como una niña callada y retraída. Tenía amigos en el asentamiento, pero ninguno íntimo, y cuando jugaban juntos ella siempre se mantenía apartada. Aprendía sus tareas con rapidez y las ejecutaba con fidelidad, pero era mejor en las que podía realizar sola, como tejer. Rara vez hablaba o reía.

Pero cuando se expresaba con libertad, las chicas la escuchaban. Al cabo de un tiempo, los chicos también lo hicieron, y a veces los adultos: porque sabía inventar historias. Esas historias se hicieron más maravillosas con el paso de los años, y empezó a añadirles versos, casi como un skald. Trataban sobre hombres lejanos, encantadoras doncellas, hechiceros, brujas, animales parlantes, gente del mar, tierras más allá del océano donde cualquier cosa podía suceder. A menudo Niaerdh iba a ellos, como consejera y para rescatarlos. Al principio Hlavagast temió que la diosa pudiese tomárselo a mal; pero no pasó nada malo, así que no se lo prohibió. Después de todo, su hija tenía cierto lazo con ella.

En el asentamiento Edh nunca estaba sola. Nadie lo estaba nunca. Las casas se apretaban contra la muralla. En cada una había establos para las vacas y los caballos que algunos hombres poseían a un lado, camastros al otro. Un telar con contrapeso de piedra se encontraba cerca de la puerta, por la luz, para poder tejer y coser, un banco y una mesa al extremo opuesto, un hogar de barro en el centro. La comida y los utensilios de cocina colgaban de las vigas del techo o se encontraban encima de ellas. Los edificios se abrían a un patio donde cerdos, ovejas, aves de corral y perros demacrados corrían con libertad. La vida se juntaba, hablando, riendo, cantando, llorando, mugiendo, relinchando, gruñendo, balando, cacareando, ladrando. Los cascos resonaban, las ruedas de los carros gemían, el martillo golpeaba el yunque. Tendido en la oscuridad entre paja y piel de oveja, entre los cálidos olores a animales, estiércol, heno, ascuas, se podía oír a un bebé llorar hasta que su madre le daba de mamar, o ella y el padre se buscaban a tientas gruñendo y tomando aire, o del exterior llegaba un ulular a la luna, el sonido de la lluvia cayendo, el soplo del viento, su gemir, su rugir… y ese otro ruido, en alguna parte, ¿un cuervo nocturno, un troll, un muerto salido de su tumba?

Había mucho que una niña podía ver cuando estaba libre; ¡das y venidas, concepción y nacimiento, trabajo duro y feliz diversión, manos habilidosas dando forma a la madera, al hueso, al cuero, al metal, a la piedra, los días sagrados cuando la gente hacía ofrendas a los dioses y lo festejaba… Cuando crecías te llevaban con ellos y te enseñaban el carro que usaba Niaerdh, cubierto para que nadie la viese; llevabas una guirnalda de hojas perennes y arrojabas las flores del año anterior a su paso y le cantabas con tu voz aguda; era alegría y renovación, pero también adoración y un silencioso terror subterráneo…

Edh creció. Poco a poco le asignaron nuevas tareas que la llevaron más y más lejos. Recogía ramitas secas para el fuego, hierbas y rubia para tintes, bayas y flores de temporada. Más tarde iba con un grupo al bosque a recolectar frutos secos y a la playa en busca de conchas. Más tarde aun, primero con un cesto y un año o dos después con una hoz, ayudó a cosechar los campos del sur. Los muchachos pastoreaban el ganado, pero a menudo las chicas les llevaban comida y podían pasar juntos la mayor parte de un largo, largo día de verano. Aparte de esos breves pero agitados momentos del año, la gente rara vez tenía razón para apresurarse. Tampoco temían otra cosa que a la enfermedad, la magia venenosa, los seres nocturnos y la furia de los dioses. No había ni osos ni lobos en Eyn, y ningún enemigo había llegado desde que se tenía memoria hasta aquella pobre región.

Por tanto, cada vez con mayor frecuencia a medida que pasaba de niña a doncella, Edh podía alejarse a solas más allá del brezal, hasta que su estado de ánimo cambiaba. Normalmente acababa cerca del mar, y allí podía sentarse, perdida en el paisaje, hasta que las sombras y la brisa le tiraban de las mangas para indicarle que era hora de volver a casa. Desde las cumbres de piedra caliza de la costa occidental miraba hacia el continente oscurecido por la distancia; desde el este arenoso sólo veía agua. Era suficiente. En cualquier clima era suficiente. Las olas danzaban más azules que el cielo, con blancas manchas de espuma en los hombros, sobrevoladas por una tormenta de nieve en forma de gaviotas. Se abatían con fuerza, grises y verdes, sus crines al viento, y el ritmo de su galope atravesaba la tierra para meterse en los huesos. Se elevaban, golpeaban, bramaban, llenaban el aire de espuma. Construían un camino fundido desde ella hasta el sol bajo, marcaban la lluvia que caía y le devolvían su sonido, se escondían en la niebla y susurraban invisibles sobre cosas que nadie veía. Niaerdh estaba en ellas con temor y bendición. Suyos eran las algas y el ámbar que miraba al cielo, de ella los peces, las aves, las focas, las grandes ballenas y los barcos. Suyo era el despertar del mundo cuando venía a tierra con su Frae, porque su mar lo abrazaba, lo protegía, lloraba su muerte en invierno y le devolvía la vida en primavera. Muy pequeña entre esas cosas, suya era la niña que había conservado en este mundo.

Así se acercó Edh a la vida adulta, una niña alta, tímida y ligeramente torpe con el don de la palabra cuando decidía hablar de cosas diferentes a la vida ordinaria. Pensaba mucho en ellas, y pasaba mucho tiempo soñando despierta, y cuando estaba sola podía echarse a llorar sin saber exactamente por qué. Nadie la rechazaba pero tampoco nadie la buscaba, porque había dejado de compartir las historias que inventaba y bahía algo ligeramente extraño en la hija de Hlavagast. Eso fue aún más cierto cuando tras morir su madre él tomó una nueva esposa. Las dos no se llevaban bien. La gente murmuraba que Edh se sentaba a menudo junto a la tumba de Godhabíld.

Entonces, un día, un joven de la aldea la vio pasar a su lado. El viento soplaba fuerte y su pelo suelto se agitaba lleno de luz de sol. Él, que nunca había temido a nada, sintió que se le helaba la garganta y el corazón se le agitaba en el pecho. Pasó mucho tiempo antes de que pudiese dirigirle la palabra. Ella bajó los ojos y el muchacho apenas oyó su respuesta. Pero al cabo de cierto tiempo aprendieron a sentirse más cómodos.

Aquél era Heidhin, hijo de Viduhada. Era un muchacho esbelto, de pelo oscuro, falto de alegría pero agudo de ingenio, duro y flexible, bueno con las armas, un líder entre sus compañeros aunque algunos lo odiaban por los aires que se daba. Nadie se metió con él por lo de Edh.

Cuando vieron cómo iban las cosas, Hlavagast y Viduhada se apartaron para hablar. Estuvieron de acuerdo en que tal unión de sus familias sería bien recibida, pero los esponsales debían esperar. El flujo de Edh apenas había comenzado el año anterior; los jóvenes podrían pelearse y un matrimonio infeliz significaba problemas para todos; esperar y ver, y mientras tanto beber una jarra de cerveza con la esperanza de que todo saliese bien.

Pasó el invierno, la lluvia, la nieve, la oscuridad cavernosa, la noche de terror antes del regreso del sol y el día de fiesta siguiente, cielos iluminados, el deshielo, corderos recién nacidos, ramas con brotes. La primavera trajo hojas y alas en dirección al norte; Niaerdh recorría la tierra; hombres y mujeres se emparejaban en los campos donde labrarían y sembrarían. El Carro del Sol corría más alto y más despacio, el verde crecía, las grandes tormentas resplandecían sobre el brezal, los arco iris relucían en el mar.

Llegó la época de] mercado en Kaupavik. Los alvaringos reunieron sus mercancías y se prepararon. La noticia fue de casa en casa: ese año había llegado una nave desde más allá de anglos y cimbrios, de la tierra de los mismísimos romanos.

Nadie sabía mucho de Romaburh. Se encontraba en algún remoto lugar del sur. Pero sus guerreros eran como langostas, que habían comido tierra tras tierra, y cosas preciosas venían de esas regiones: recipientes de vidrio y plata, discos de metal con rostros, diminutas figuras que parecían increíblemente vivas. El tráfico debía de estar reforzándose, porque cada vez llegaban más de esas cosas hasta Eyn. ¡Ahora, por fin, los comerciantes romanos habían llegado al país de los getas! Los que se quedaron en Laikian miraron con envidia a los que se fueron.

Como tenían poco trabajo que hacer, se consolaron con la inactividad. Ningún signo de maldad marcaba el día una semana después, cuando Edh y Heidbin se dirigieron al oeste, hacia la orilla.

El brezal era alto. No se veía una alma cuando hubieron dejado atrás la aldea en el terreno llano y sin árboles, así que la mayor parte del mundo era cielo. Las nubes se alzaban vertiginosamente altas, asombrosamente blancas sobre un azul sin límites. Del cielo caían luz y calor como lluvia. Las amapolas relucían rojas, las aulagas amarillas en medio del brezo oscuro. Cuando se sentaron un rato percibieron el olor de hierba quemada; las abejas zumbaban en un silencio por el que se deslizaban a la tierra las canciones de las alondras; luego las alas se agitaron, un urogallo pasó bajo, se miraron el uno al otro a los o¡ os y se rieron de su asombro. Caminando, iban de la mano, sólo eso, porque el suyo era un pueblo casto y él se sentía guardián de una santidad sagrada.

En su camino esquivaron los acantilados que se extendían al norte de las granjas y anduvieron por el bosque hasta la playa. Salpicada de florecillas, la hierba crecía casi hasta el borde del agua. Las olas acariciaban las piedras que hacía tiempo se habían vuelto suaves. Más lejos relucían y lanzaban reflejos. Al otro lado del canal, el continente se veía en el horizonte. Más cerca, los cormoranes, sobre una roca, se secaban las alas con la brisa. Pasó volando una cigüeña, portadora blanca de la suerte y la fertilidad.

Heidhin contuvo el aliento. Su dedo saltó para señalar.

—¡Mira! —gritó.

Edh entrecerró los ojos para mirar al norte contra el resplandor. Le falló la voz:

—¿Qué es?

—Un barco —dijo él—, que viene hacia aquí. Un gran, gran barco.

—No, no puede ser. Esa cosa que tiene encima…

—He oído hablar de eso. Los hombres que han estado fuera en ocasiones las han visto. Atrapan el viento y empujan el casco. ¡Ésa es la nave romana, Edh, tiene que serlo, que viene de Kaupavik, y hemos llegado justo a tiempo para verla!

Hipnotizados, miraron, olvidando todo lo demás. El barco se movía rápido. Ciertamente era una maravilla. Negro, ribeteado de oro, no era mayor que la mayor de las naves del norte, pero mucho más ancha, de fondo redondeado para contener cargas increíbles de tesoros. Tenía cubierta, con los hombres situados sobre la bodega. Parecían un enjambre, suficientes para luchar contra los piratas. La proa se curvaba grandiosa y se alzaba, mientras que la talla del un gigantesco cuello de cisne se levantaba a popa. Entre ambos extremos descansaba una casa de madera. Ningún remo impulsaba la nave. En un poste con un travesaño se hinchaba un trapo tan ancho como la viga que lo sostenía. Se movía en silencio, una onda al frente y una estela detrás.

—Seguro que Niaerdh los ama —dijo Edh.

—Ahora puedo comprender por qué dominan medio mundo —dijo Heidhin estremeciéndose—. ¿Quién podría oponerse a ellos?

La nave cambió de rumbo, acercándose a la isla. El joven y la doncella vieron cómo los marineros los miraban. Un saludo llegó débilmente a sus oídos.

—Vaya, creo que nos miran a nosotros —dijo Edh entrecortadamente—. ¿Qué querrán?

—Quizá… quieran que me una a ellos —dijo Heidhin—. He oído de los viajeros de las partes orientales que los romanos aceptan a los miembros de las tribus en sus ejércitos. Si les faltan hombres por enfermedad o algo así.

Edh lo miró dolida.

—¿Te irías con ellos?

—¡No, nunca! —Ella cerró los dedos con fuerza alrededor de los del joven. Él le devolvió el apretón—. Pero escuchemos lo que tienen que decir, si llegan a tierra. Podrían querer otra cosa y pagarnos bien por nuestra ayuda. —Sentía el pulso en la garganta.

La maroma restalló. Aquello que bajó por su extremo debía de ser un ancla, porque no era una piedra sino un garfio. Un bote seguía la nave tirado por otra maroma. Los marineros tiraron de ella y desplegaron una escala, descendieron y se sentaron en los bancos. Sus compañeros les pasaron los remos. Uno se puso en pie y agitó una tela bonita que llevaba.

—Sonríe y nos hace señas —dijo Heidhin—. Sí, tienen un deseo que esperan que podamos cumplir.

—Qué tela más hermosa —murmuró Edh—. Creo que Niaerdh la viste cuando visita a los otros dioses.

—Quizá sea nuestra antes de la puesta de sol.

—Oh, no me atrevería a pedirla.

—¡Eh, allá! —gritó un hombre desde el bote. Era el mayor y de pelo más claro, sin duda un intérprete nacido en Germania. Los demás pertenecían a diversas razas, algunos de piel blanca, otros más morenos que Heidhin. Pero, por supuesto, los romanos podían elegir entre muchos tipos distintos de gente. Todos llevaban túnicas hasta las rodillas sobre las piernas desnudas. Edh enrojeció y apartó la vista de la nave, donde la mayoría iban desnudos.

—No temáis —gritó el germano—. Nos gustaría negociar con vosotros.

Heidhin también se puso rojo.

—Un alvaringo no conoce el miedo —gritó. Al fallarle la voz se puso aún más rojo.

Los romanos se acercaron remando. Los dos de la costa esperaron, con la sangre agolpada en la cabeza. El bote llegó a tierra. El de la capa los llevó a la playa. Sonreía y sonreía.

Heidhin agarró con fuerza su lanza.

—Edh —dijo—. No me gusta su aspecto. Creo que será mejor que nos mantengamos alejados…

Era demasiado tarde. El líder gritó una orden. Sus seguidores corrieron. Antes de que Heidhin pudiese levantar su arma, otras manos la agarraron. Un hombre se adelantó detrás de él y le agarró los brazos en una llave de lucha. Se resistió, chillando. Un palo corto, al que no había prestado atención —la banda iba desarmada a no ser por los cuchillos— le dio en el cogote. Fue un golpe certero, para aturdirlo sin hacerle daño. Dejó de resistirse y lo ataron.

Edh se había dado la vuelta para correr. Un marinero la agarró por el pelo. Dos más se acercaron. La tiraron sobre la hierba. Ella gritaba y daba patadas. Otro par le agarró los tobillos. El líder se arrodilló entre las piernas abiertas. Sonrió. Le caía la baba por la comisura de la boca. Le levantó la falda.

—Trolls, mierdas de perro, os mataré —gritaba Heidhin con debilidad, por entre el dolor que le martilleaba el cráneo—. Juro por todos los dioses de la guerra, que vuestra raza jamás tendrá paz conmigo. Vuestra Romaburh arderá…

Nadie lo escuchaba. Donde Edh yacía atrapada, el acto seguía y seguía.

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