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Vista desde las murallas del Campamento Viejo, la naturaleza era terrorífica. Al este, en aquel año de sequía, el Rin relucía encogido. Los germanos lo atravesaban con facilidad, "entras que las naves de suministros con destino a los campamentos en su ribera izquierda a menudo encallaban y, antes de poder escapar, caían en manos enemigas. Era como si los mismos ríos, las antiguas defensas del Imperio, desertasen de Roma. Allí al otro lado, donde el bosque se elevaba de la planicie, las hojas resecas se teñían de ocre y caían. Las granjas habían estado marchitas hasta que la guerra las había convertido no en barro, sino en polvo para el cielo cegador, para teñir de gris las cenizas y restos de las casas.

Ahora esa tierra traía una nueva cosecha nacida de dientes de dragón: una horda bárbara. Grandes hombres rubios agitaban emblemas sacados de arboledas sagradas y ritos sangrientos, postes o palos con cráneos o burdos dibujos de osos, verracos, bisontes, toros, alces, venados, gatos monteses, lobos. La luz de la puesta de sol se reflejaba en la punta de las lanzas, los escudos reforzados, algún casco ocasional, rara vez una cota o una coraza tomada de un legionario muerto. Casi ninguno llevaba armadura, vestían túnicas y pantalones ajustados o iban desnudos hasta la cintura, quizá con una vieja piel de bestia por encima. Gruñían, ladraban, gritaban, rugían, daban patadas, un sonido similar a un trueno lejano.

Ciertamente lejano. Mirando más allá de la sombra que se extendía hacia ellos, Munio Luperco distinguió un largo pelo atado a la sien o en lo alto de la cabeza. Ése era el estilo de las tribus suevas en el corazón de Germania. No era común, debía de ser un grupo pequeño que había seguido hasta allí a un capitán aventurero, pero demostraba cuán lejos había llegado la palabra de Civilis.

Casi todos se trenzaban el pelo; algunos se lo teñían de rojo o se lo ponían de punta al estilo galo. Había bátavos, canninefates, tungros, frisios, brúcteros, otros nativos de aquellas partes… y muchos temibles no tanto por su número como por su conocimiento de los usos romanos. Vaya, por allí iba un escuadrón de téncteros, galopando sobre los ponis con la gracia de los centauros, lanzas y pendones en alto, las hachas en las sillas, ¡la caballería de los rebeldes!

—Tendremos una noche agitada —dijo Luperco.

—¿Cómo lo sabes, señor? —La voz del ordenanza no era del todo firme. Apenas era un muchacho, elegido apresuradamente para el puesto después de la caída del experimentado Rutilio. Cuando cinco mil soldados habían sido expulsados del campo de batalla hasta el siguiente fuerte, seguidos por dos o tres veces su número, cogías lo que podías.

Luperco se encogió de hombros.

—Uno acaba sintonizando con sus humores.

No todas las señales eran sutiles. Más allá del río y más allá del tu —multo masculino de la orilla, el humo se elevaba alejándose de hervidores y asados. Las mujeres y los niños de la región habían venido para incitar a sus hombre a la batalla. Nuevamente entre ellos había comenzado el lamento. Se extendió y se hizo más fuerte mientras escuchaba, como una sierra, con un ritmo subterráneo, ha-ba-da-ha-ba, ha-ba-da-da. Más y más oídos se pusieron a escuchar; el caos se acercaba.

—No creo que Civilis quiera acción —dijo Aleto. Luperco había separado al veterano centurión de los fragmentos que habían sobrevivido a su mando para que fuese su oficial y consejero. Aleto hizo un gesto hacia la empalizada de lo alto del terraplén—. Los últimos ataques le han costado mucho.

Los cuerpos tirados, hinchados, sin color, entre entrañas y sangre coagulada, armas rotas, ruinas cubiertas bajo las cuales los bárbaros habían intentado atacar la entrada. En su lugar llenaron la zanja. Las bocas se abrían alrededor de lenguas que las hormigas y los escarabajos se comían. Los cuervos habían sacado la mayoría de los ojos. Varios pájaros seguían picoteando, tomando la cena antes de la noche. Las narices se habían acostumbrado al olor, excepto cuando la brisa lo traía directamente y el frío de la tarde lo había humedecido.

—Tiene suficiente —dijo Luperco.

—Aun así, señor, no es tonto, ni ignorante, ¿no? —persistió el centurión—. He oído que marchó con nosotros veinte años o más, hasta la misma Italia, y recibió el máximo rango que puede recibir un auxiliar. Debe de saber que andamos escasos de comida y todo lo demás. Dejarnos morir de hambre tiene mucho más sentido que cargar contra soldados regulares y sus máquinas.

—Cierto —admitió Luperco—. Me atrevería a decir que ésa ha sido su intención desde que no pudo entrar. Pero sabes que no tiene un control romano sobre esos hombres. —Con ironía—. Aunque no es que nuestras legiones no se hayan salido de los límites últimamente, ¿eh?

Su vista buscó un centro de calma alrededor del cual se moviese el enemigo. El metal relucía en orden donde los hombres descansaban bajo los estandartes de sus unidades; los caballos, atados, comían tranquilamente la avena que les habían traído; recién construida, con madera nueva pero de sólida carpintería, una torre de asalto de dos pisos esperaba sobre sus ruedas. Más allá se encontraba Claudio Civilis, que antes había servido a Roma, y los hombres con los que había hecho campaña y que habían aprendido de él.

—Algo ha vuelto a sublevar a los germanos —dijo el legado—. Alguna noticia, inspiración, deseo o… lo que sea. Me gustaría saber qué ha sido. Pero repito, tenemos una noche difícil por delante. Preparémonos.

Abrió la marcha desde la torre de vigilancia. Casi era un descenso a la paz. En las décadas posteriores a su establecimiento, el Campamento Viejo había crecido, convirtiéndose casi en un asentamiento; no todos llevaban vestiduras militares. En aquel momento, estaba lleno de fugitivos, así como de los restos de la fuerza expedicionaria. Pero había conseguido imponer el orden: los soldados correctamente acuartelados y asignados, los civiles ocupados en trabajos útiles o al menos alejados para que no molestasen.

La tranquilidad se ocultaba en las sombras; durante un momento pudo cerrar los oídos al canto salvaje. Su mente vagó libre a lo largo de millas y años, sobre los Alpes y el sur hacia el mar azul a la bahía y las montañas majestuosas, una ciudad escondida, una casa y un patio de rosas, Julia, los niños… Publio debía de estar acercándose a la madurez, Lupercila sería una joven dama, y ¿habría superado Marco esos problemas con la lectura?… Las cartas llegaban tan irregularmente, eran tan infrecuentes. ¿Cómo les iba? ¿Cómo iban las cosas en Pompeya?

Olvídate de ellos. Tengo mis propios asuntos que tratar. Siguió, inspeccionando, planeando, dando instrucciones.

Cayó la noche. Los fuegos saltaban enormes alrededor del fuerte, donde los guerreros comían y bebían. Habían saqueado incontables ánforas de vino. Con el tiempo empezaron sus roncas canciones de guerra. Al fondo, sus mujeres aullaban como halcones.

Uno a uno, grupo a grupo, se pusieron en pie, cogieron las armas y se arrojaron contra la muralla. En la oscuridad, sus lanzas, flechas y hachas sólo hendían el aire. Los romanos los veían con claridad bajo la luz de sus fuegos. Jabalinas, hondas, catapultas se encargaban de ellos, primero de los más valientes y chillones.

—¡Una cacería egipcia de pájaros, por Hércules! —Aleto estaba exultante.

—Civilis también lo comprende —contestó Luperco.

De hecho, después de un par de horas las chispas se elevaron en lo alto y desaparecieron, los rastrillos separaron el carbón de la madera, botas y mantas apagaron las llamas. La precaución pareció enloquecer más a los germanos. Era una noche sin luna y una neblina había cubierto las estrellas. La lucha era a ciegas, mano a mano, golpeando donde oías un ruido y apreciabas una oscuridad aún mayor que venía hacia ti. Aun así, los legionarios conservaron su disciplina. Desde las murallas arrojaban piedras y estacas cubiertas de hierro todo lo bien que podían apuntar. Donde el sonido les indicaba una escalera alzada, empujaban con los escudos y las jabalinas iban detrás. Y ensartaban las espadas en aquellos hombres que llegaban a lo alto.

En algún momento pasada la medianoche, el combate se apagó. Durante un momento hubo casi completo silencio, ni siquiera el sonido que producen los moribundos. Los germanos habían encontrado y reclamado a sus heridos, sin que importase el peligro, y los romanos yacían bajo las lámparas al cuidado de los cirujanos. Pronto oyeron una voz arengando, luego gritos, después una vez más el canto de muerte.

—Vuelven —suspiró.

La primera luz le mostró la torre de asalto acercándose hacia la puerta pretoriana. Iba despacio, empujada por una veintena o dos de guerreros mientras el resto se agitaba impaciente detrás y la elite de Civilis esperaba a un lado. Luperco tuvo tiempo suficiente para examinar la situación, tomar una decisión, situar a sus hombres y distribuir su maquinaria militar. Había hecho que soldados y artesanos refugiados las construyesen.

La torre se acercó a la puerta. Los guerreros treparon por ella, agitando armas, lanzando misiles, colocándose para saltar desde abajo. El legado habló. Los romanos de las murallas llevaron estacas y vigas al punto de entrada. A cubierto por los escudos y los lanzadores empujaron, golpearon y cortaron. Obligaron a la torre a detenerse y empezaron a destrozarla. Mientras tanto sus compañeros salieron por ambos flancos y atacaron al enemigo.

Civilis guió a sus veteranos. Los ingenieros romanos extendieron un brazo de grúa sobre la muralla. Mandíbulas de hierro al final de una cadena se agitaron en un arco, se cerraron sobre un hombre, y lo elevaron en el aire. Felices, los ingenieros movieron los contrapesos. El brazo dio un giro, la mandíbula se abrió y el cautivo cayó a tierra en el interior del campamento. Un pelotón lo aguardaba.

—¡Prisioneros! —gritó Luperco—. ¡Quiero prisioneros!

La grúa volvió a salir, y a salir. Era un dispositivo lento y torpe, pero también nuevo y extraño, temible. Luperco nunca supo lo que contribuyó a desmoralizar las tropas enemigas. Era probable que nadie lo supiese. La destrucción de la torre y el asalto por parte de la infantería bien entrenada y coordinada ya eran muy malos.

Unas buenas tropas hubiesen conservado su territorio rodeando a los pocos hombres en la salida y haciéndolos pedazos. En las bandas bárbaras nadie tenía el mando más allá que sobre su seguidor inmediato, ni forma de saber qué pasaba en otra parte. Los que se encontraban con muchas bajas no recibían refuerzos. Estaban cansados después de su larga noche, muchos habían perdido sangre, ni camaradas ni dioses habían venido en su ayuda. Su valor se escapaba mientras corrían. Como una avalancha, el resto de la horda los siguió.

—¿Deberíamos perseguirlos, señor? —preguntó el ordenanza.

—Eso sería fatal —Una parte de Luperco se preguntó por qué lo explicaba, por qué no le ordenaba al chico que se callase—. No sienten verdadero pánico. Mira, están deteniéndose junto al río. Sus jefes los reunirán y Civilis les hará recuperar más o menos el sentido. Sin embargo, no creo que permita otro intento como éste. Se limitará a bloquearnos.

E intentará seducir a sus compatriotas entre nosotros —añadió la mente del legado—. Pero al menos ahora puedo dormir. Qué cansado estaba. Sentía el cráneo lleno de arena y la lengua como una tira de cuero.

Primero tenía obligaciones. Bajó las escaleras y recorrió el camino principal hasta el punto donde la grúa había arrojado a su presa. Un par yacían muertos, ya fuese porque se habían resistido demasiado o porque el pelotón se había emocionado en exceso. Uno gemía y se retorcía sobre el polvo. No movía las piernas, debía de tener la espalda rota, mejor sería cortarle la garganta. Tres caminaban atados bajo la mirada de sus guardias. El séptimo, también con las muñecas atadas y los talones trabados, permanecía de pie. El traje de un auxiliar bátavo cubría su cuerpo fornido.

Luperco se detuvo frente a él.

—Bien, soldado, ¿qué tienes que decir? —preguntó con calma.

La barba le crecía alrededor de los labios y habló en latín con acento gutural.

—Nos tienes. Pero eso es todo lo que tienes.

Un legionario levantó a medias su espada. Luperco agitó la mano para que la guardase.

—Vigila tus modales —le aconsejó—. Tengo algunas preguntas para tus compañeros. Coopera, y no sufrirás lo peor que puede sucederle a un traidor.

—No traicionaré a mi señor, hagas lo que hagas —dijo el bátavo. Su agotamiento hacía que el desafío fuese monótono—. Woen, Donar, Tiw sed testigos.

Mercurio, Hércules, Marte. Sus dioses principales, o al menos así los identificamos los romanos. No importa. Creo que lo dice en serio, y la tortura no servirá. Tendré que intentarlo, por supuesto. Quizá sus camaradas tengan menos decisión. Aunque no es que crea que alguno de ellos sepa algo útil. Qué pérdida.

Humm, una cosa… —Un ligero presentimiento erizó la piel del legado—. Podría estar dispuesto a decírmelo.

—Dime en todo caso, ¿qué os poseyó? Era una locura atacarnos. Civilis debe de estar tirándose de los pelos.

—Quería detenerlo —admitió el prisionero—. Pero los guerreros se desbocaron, y él… nosotros… sólo pudimos intentar que fuesen efectivos. —Una sonrisa canina—. Ahora quizá hayan aprendido la lección y hagan las cosas bien.

—Pero ¿qué desencadenó el ataque?

De pronto la voz vibró, los ojos se encendieron.

—Estaban equivocados en la táctica, sí, pero la palabra era cierta. Es cierto. Vino por los brúcteros que se han unido a nosotros. Veleda ha hablado.

—Eh, ¿Veleda?

—La sibila. Ha ordenado que todas las tribus se alcen. Roma está condenada, le ha dicho la diosa, y la victoria será nuestra. —El bátavo se cuadró de hombros—. Haz lo que quieras conmigo, romano. Eres hombre muerto, lo sois tú y todo tu apestoso Imperio.

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