Castra Vetera, el Campamento Viejo, se encontraba cerca del Rin, más arriba de donde se encontraba Xanten en Alemania cuando Everard y Floris habían nacido. Pero toda aquella tierra en esa época era Germania: atravesaba Europa desde el mar del Norte hasta el Báltico, desde el río Scheldt hasta el Vístula, y por el sur el Danubio. Suecia, Dinamarca, Noruega, Austria, Suiza, Holanda, los estados germanos que nacerían en el curso de casi dos mil años, eran hoy una tierra salvaje rota aquí y allá por zonas cultivadas, pastos, villas, ocupada por tribus que guerreaban, emigraban y se mantenían en una eterna turbulencia.
Al oeste, en lo que serían Francia, Bélgica, Luxemburgo, la mayor parte del Renania, los habitantes eran galos, de lengua celta y costumbres celtas. Con una cultura desarrollada y capacidad militar, habían dominado a los germanos con los que tenían contacto —aunque la distinción nunca había sido absoluta, y se hacía imprecisa en la zona fronteriza— hasta que César los conquistó a ellos. Eso se había producido recientemente, y la asimilación no había progresado lo suficiente como para que el recuerdo de los viejos días se hubiese desvanecido.
Había parecido que lo mismo sucedería a sus rivales del este; pero cuando Augusto perdió tres legiones en el bosque de Teutoburgo, decidió fijar la frontera del Imperio en el Rin más que en el Elba, y sólo unas pocas tribus germanas permanecieron bajo dominio romano. Para las más periféricas, como los bátavos y los frisios, no se trataba de una ocupación real. Como a los estados nativos de la India del rajá británico, se les exigía pagar tributo y, en general, comportarse como dictara el procónsul más cercano. Aportaban muchas tropas auxiliares, originalmente voluntarios, más tarde reclutados. Fueron los primeros en rebelarse; después consiguieron aliados entre sus parientes del este, mientras que en el suroeste los galos se rebelaban.
—Fuego… he oído hablar de una sibila que profetiza que la misma Roma arderá —dijo julio Clásico—. Háblame de ella.
El cuerpo de Burhmund se movió incómodo sobre la silla.
—Con palabras como ésas unió a nuestra causa a los brúcteros, los téncteros y a los charriavos —reconoció él, con menos entusiasmo del esperado—. Su fama ha saltado sobre los ríos para llegar a nosotros. —Miró a Everard—. Debes de haber oído hablar de ella en tu viaje. Tu camino debe de haberse cruzado con el suyo, y aquellas tribus no han olvidado. Sus guerreros han seguido viniendo porque supieron que ella estaba con nosotros, invocando la guerra.
—Ciertamente oí hablar de ella —mintió el patrullero—, pero no sabía cómo tomarme esas historias. Cuéntame más.
Los tres montaban bajo un cielo gris, bajo una brisa fría, cerca de la vía que salía del Campamento Viejo. Era una carretera militar, pavimentada y recta como una flecha, siguiendo el sur junto al Rin hasta Colonia Agripina. Las legiones romanas habían estado allí durante muchos años. Ahora los restos de aquellos que habían defendido la fortaleza durante el otoño y el invierno se dirigían bajo vigilancia hacia Novesium, que había caído con mayor prontitud.
Formaban un grupo triste: andrajosos, sucios, esqueléticos. La mayoría caminaba con ojos vacuos, sin ni siquiera intentar mantener la fila, En su mayoría eran galos, tanto soldados regulares como auxiliares, y era al Imperio gato al que se habían rendido y jurado lealtad, según las exigencias y promesas del representante de Clásico. No es que hubiesen podido soportar un ataque directo, como habían hecho una y otra vez al comienzo del asedio. El bloqueo los había obligado a comer hierba y las cucarachas que un hombre pudiese atrapar.
La escolta era nominal: un puñado de compañeros galos, bien alimentados y vestidos, soldados ellos mismos antes de convertirse en seguidores de Clásico y sus colegas. Otros hombres vigilaban los carros tirados por bueyes que iban más atrás, cargados con despojos. Ésos eran germanos, algunos veteranos de la legión que mandaban a montañeses armados con lanzas, hachas y espadas largas. Era evidente que Claudio Civilis —Burhmund el Bátavo— tenía una fe muy limitada en sus asociados celtas.
Frunció el ceño. Era una hombre grande, de rasgos toscos, el ojo izquierdo ciego y lechoso por una infección del pasado, el derecho de un azul frío. Después de renegar de Roma se había dejado crecer la barba, mechones castaños con canas, como su pelo, también sin cortar, teñido de rojo al estilo bárbaro. Pero sobre el cuerpo llevaba una cota, un casco romano en la cabeza, y colgada de la cadera una espada de legionario diseñada para clavar, no para cortar.
—Me llevaría todo el día hablar de Wael-Edh… Veleda —dijo—. Tampoco estoy seguro que fuese muy afortunado. Sirve a una extraña diosa.
—¡Wael-Edh! —susurró una voz en el oído de Everard—. Su nombre real. Los hablantes latinos naturalmente lo alterarán un poco… —Los tres hombres empleaban la lengua de Roma, la que tenían en común.
Sorprendido por la tensión, Everard involuntariamente levantó la vista. Sólo vio una cubierta de nubes. Por encima, Janne Floris flotaba en el cronociclo, Una mujer no podría haber entrado cabalgando en el campamento rebelde. Aunque él hubiese podido explicar su presencia, era una idiotez asumir tal riesgo en una misión ya de por sí delicada. Además, era más útil donde estaba. Sus instrumentos vigilaban la zona de forma extensa, ampliando lo que deseaba. Por medio de dispositivos electrónicos en la banda ornamental que llevaba en la cabeza, podía ver y oír lo que él veía y oía, mientras que la conducción ósea le traía las palabras de ella. Si tenía dificultades serias, Floris intentaría rescatarle. Eso si podía hacerlo sin crear demasiada sensación. No había forma de saber cómo reaccionaría aquella gente —incluso el más sofisticado de los romanos creía al menos en los presagios— y el sentido de toda aquella operación era preservar la historia. Si era preciso, dejabas morir a tu compañero.
—En todo caso —siguió diciendo Burhniund, evidentemente deseoso de dar por zanjado el tema—, su ferocidad disminuye. Quizá la diosa misma quiera el final de la guerra. ¿Qué hay que ganar después de haber ganado aquello por lo que la empezamos? —Su suspiro se perdió en el viento—. Yo también he tenido ni¡ ración de batallas.
Clásico se mordió el labio. Era un hombre bajo, lo que podía haber alimentado la ambición que ardía en él, aunque un rostro aquilino apoyaba la ascendencia real que decía tener. Al servicio de Roma había mandado la caballería de térreos, y fue en la ciudad de esa tribu gala, la que se convertiría en Tréveris, donde él y otros conspiraron por primera vez para sacar partido del levantamiento germano.
—Nos queda por ganar el dominio —respondió—, la grandeza, la riqueza, la gloria.
—Bien, yo soy un hombre de paz —dijo Everard por un impulso. Si no podía detener lo que iba a suceder ese día, podría al menos, de forma débil y fútil, protestar.
Notó que lo miraban con escepticismo. Sería mejor que lo desmintiera. ¿Él, un pacifista? Fingía ser un godo, venido de las tierras que algún día serían Polonia, donde todavía habitaba su tribu. El hijo de Everard Arnalaric se encontraba entre la numerosa progenie del rey, su jefe guerrero, y por tanto tenía una posición social que le daba derecho a hablar con libertad frente a Burhmund. Nacido demasiado tarde para recibir una herencia que valiese la pena mencionar, se había dedicado al comercio de ámbar, realizando personalmente el costoso viaje hacia el Adriático, que es donde adquirió su latín tan acentuado. Finalmente lo dejó y se dirigió al oeste porque sentía deseos de aventura y había oído rumores de que en esas partes podían ganarse fortunas. Además, dio a entender, algunos problemas en casa precisaban de algunos años para enfriarse.
Era una historia inusual pero no increíble. Un hombre grande y formidable, que llevaba poco que valiese la pena robar, podía viajar solo sin ser asaltado, En realidad, se le recibiría bien en la mayoría de los sitios, un paréntesis en la monotonía, como portador de noticias, historias y canciones. Claudio Civilis se había sentido feliz de recibir a Everard cuando llegó. Tuviese o no Everard algo útil que decir, al menos le ofrecía algo de distracción en la larga campaña.
Pero no era creíble que no hubiese luchado nunca, o que hubiese perdido el sueño después de haber despedazado a un ser humano. Antes de que sospechasen que era un espía, el patrullero se apresuró a añadir:
—Oh, he tenido mis batallas y combates individuales. Cualquiera que me llame cobarde estará dando de comer a los cuervos antes de anochecer. —Hizo una pausa. Tengo la impresión de que puedo apelar a algo en Burbmund, hacer que se abra un poco conmigo. Tengo que saber cómo piensa el hombre clave en todo esto si hemos de descubrir cómo se desvía la línea temporal… y cuál es el curso correcto, cuál el erróneo para nosotros y nuestro mundo—. Pero soy razonable. Cuando es posible, el comercio es mejor que la guerra.
—Encontrarás rico comercio entre nosotros en el futuro —declaró Clásico—. El Imperio galo… —Pensativo—: ¿Por qué no? Traer el ámbar directamente al oeste por tierra así como por mar. Pensaré en ello cuando tenga tiempo.
—Alto —interrumpió Burhmund—. Tengo algo que hacer. —Dio con el talón al caballo y se alejó al trote.
La mirada de Clásico le siguió con cautela. El bátavo cabalgó hasta la línea de tropas rendidas. La cola de la triste procesión estaba pasando. Se acercó a un hombre, casi el único que caminada recto y con orgullo. Sin tener en cuenta lo práctico, el hombre se había envuelto en una toga, limpia y de color barro, el cuerpo desnutrido. Burhmund se inclinó y le habló:
—¿Qué se le ha metido en la cabeza? —murmuró Clásico. Inmediatamente se dio la vuelta y sonrió a Everard. Debía de haber recordado que el recién llegado le oiría. Las fricciones entre aliados no debían mostrarse a los extraños.
Tengo que distraerle, o podría ordenarme que me aleje, pensó el patrullero. En voz alta dijo:
—¿El Imperio galo? ¿Te refieres a esa parte del Imperio romano?
Ya conocía la respuesta.
—Es la nación independiente de todos los galos. La he proclamado. Soy el emperador.
Everard fingió estar impresionado.
—¡Os pido perdón, señor! No lo había oído, puesto que he llegado recientemente.
Clásico sonrió sardónico. Había algo más en él que vanagloria.
—El Imperio en sí es de reciente fundación. Pasará un tiempo hasta que reine desde un trono y no desde una montura.
Everard le sonsacó. Fue fácil. Rústico y sin influencias, aquel godo seguía siendo alguien con quien hablar y, después de todo, un hombre impresionante, que había visto mucho, y por tanto su interés era una forma sutil de halago.
El sueño de Clásico era fascinante en sus detalles, y estaba lejos de ser una locura. Separaría la Galia de Roma. Eso cerraría Bretaña. Con pocas guarniciones y con los nativos inquietos y resentidos, la isla acabaría en sus manos. Everard sabía que Clásico subestimada en demasía la fuerza y la determinación de Roma. Era un error natural. No podía decirle que las guerras civiles habían terminado y que Vespasiano gobernaría desde entonces de forma competente y sin disputas.
—Pero preciso aliados —admitió—. Civilis muestra señales de vacilación… —Cerró la boca, comprendiendo una vez más que había dicho demasiado—. ¿Cuáles son tus intenciones, Everard? —exigió saber.
—Sólo vagabundeo, señor —le aseguró el patrullero. Usa el tono justo, ni humilde ni arrogante—. Me hace un honor compartiendo conmigo sus planes. Las perspectivas comerciales…
Clásico hizo un gesto de desdén y apartó la vista. Su rostro se endureció. Está pensando, está tomando una decisión que estaba meditando, Puedo imaginar cuál es. Un escalofrío recorrió la espalda de Everard.
Burhmund había terminado su breve discusión con el romano. Le dio una orden a un guardia, que acompaño al prisionero desde la fila hasta los toscos refugios improvisados que los germanos habían dispuesto durante el asedio. Mientras tanto, Burhmund cabalgó hacia una veintena de hombres que se iban a caballo, a unos doce metros de distancia: sus tropas domésticas. Se dirigió al más pequeño y delgado. El muchacho asintió en obediencia y corrió hacia el campamento abandonado, alcanzando al romano y su escolta. Allí todavía quedaban algunos germanos para vigilar a los civiles que permanecían en la fortaleza. Tenían caballos de refuerzo, provisiones y equipo que podía reclamar.
Burhmund regresó con sus compañeros.
—¿De qué se trataba? —preguntó directamente Clásico.
—Un legado, como pensé que era —dijo Burhmund—. Había decidido enviarle uno a Veleda. Guthlaf se adelanta, mi jinete más rápido, para dar la noticia.
—¿Por qué?
—He oído quejas entre mis hombres. Sé que en casa creen lo mismo. Hemos tenido nuestras victorias, pero también hemos sufrido derrotas y la guerra se alarga. En Ascibergium, sé sincero, perdimos lo mejor de nuestro ejército, y yo sufrí heridas que me dejaron postrado durante días. Al enemigo han estado llegándole soldados nuevos. Los hombres dicen que es hora que hagamos a los dioses una ofrenda de sangre, y aquí tenemos este rebaño de enemigos en nuestras manos. Deberíamos matarlos, romper sus cosas, ofrecérselo todo a los dioses. Entonces ganaremos.
Everard oyó un jadeo desde lo alto.
—Si eso tiene que satisfacer a tus seguidores, puedes hacerlo.
—Clásico parecía más ansioso que frío, aunque los romanos habían apartado a los galos de los sacrificios humanos.
Burhmund le dedicó una acerada mirada con un solo ojo.
—¿Qué? Esos defensores se rindieron a ti, te dieron su juramento. —Estaba claro que le disgustaba la idea y la había seguido porque debía hacerlo.
Clásico se encogió de hombros.
—Son inútiles hasta que los alimentemos, y después no serán de fiar. Mátalos si quieres.
Burhmund se envaró.
—No quiero. Eso provocaría aún más a los romanos. No es prudente —vaciló—. Sin embargo, es mejor hacer un gesto. Voy a enviarle a Veleda el dignatario. Ella puede decidir qué hacer con él y convencer a la gente de que es lo correcto.
—Como desees. Ahora, por mi parte, tengo asuntos propios. Adiós.
Clásico azuzó el caballo y se alejó hacia el sur a medio galope. Rápidamente adelantó los carros y a los prisioneros, haciéndose más pequeño para desaparecer cuando la carretera entró en una gruesa arboleda. Más allá, Everard sabía que acampaban la mayoría de los germanos. Algunos se habían unido hacía poco al tren de Burhmund, algunos habían permanecido fuera de Castra Vetera durante meses y estaban cansados de las chozas sucias. Aunque todavía tenían pocas horas, los bosques ofrecían protección contra el viento; estaban vivos y limpios, como los bosques del hogar; el viento en las copas hablaba con las voces de los dioses oscuros. Everard reprimió un estremecimiento.
Burhmund vio cómo se alejaba su confederado.
—Me preguntó cuál es —dijo en su lengua nativa.
No pudo ser una idea consciente, sino simplemente una corazonada, lo que lo llevó a dar la vuelta, cabalgar tras el hombre de la toga y su guardián y hacer un gesto a los guardaespaldas. Éstos corrieron a su encuentro. Everard se aventuró a unirse a ellos.
Guthiaf, el mensajero, salió de entre las chozas, cabalgando un pony descansado y llevando tres monturas. Fue al trote hasta el río y subió a un transbordador que esperaba. Se alejó.
Al aproximarse al legado, Everard le echó un buen vistazo. Por su apariencia, belleza morena a pesar de lo macilento, había nacido en Italia. Se había detenido al oír la orden y esperaba su destino con antigua impasibilidad.
—Quiero ocuparme de esto inmediatamente, para que nada salga mal —dijo Burhmund. Al galo, en latín—: Vuelve a tu puesto. —A un par de sus guerreros—: Tú, Saeferth, Hnaef, quiero que llevéis a este hombre con Wael-Edh entre los brúcteros. Guthlaf acaba de partir, llevando la noticia, pero está bien. Tendréis que ir a un paso mucho más lento para no matar al romano, dado el estado en que se encuentra. —Con cierta amabilidad, le dijo en latín al cautivo—: Vas a ir con una mujer santa. Creo que te tratará bien si te comportas.
Sobrecogidos, los guerreros designados llevaron las monturas hacia el antiguo campamento para preparar el viaje. La voz de Floris tembló en la cabeza de Everard.
—Ach, nie, de arme… ése debe de ser Munio Luperco. Sabes lo que va a pasarle.
El patrullero subvocalizó la respuesta.
—Sé lo que les va a pasar a todos.
—¿Hay algo que podamos hacer?
—Ni una maldita cosa. Está escrito. Contrólate, Janne.
—Pareces triste, Everard —dijo Burhrnund en su lengua germánica.
—Me siento… cansado —contestó Everard. El conocimiento de la lengua te había sido instalado antes de dejar el siglo XX (así como el godo, por si acaso). Era similar a la que había usado en Bretaña cuatro siglos después, cuando los descendientes de los miembros de las tribus del mar del Norte estaban invadiéndola.
—Yo también —murmuró Burhmund. Durante un momento pareció extraña y atractivamente vulnerable—. Los dos llevamos mucho en el camino, ¿no? Descansemos mientras podamos.
—Creo que tu sendero ha sido más duro que el mío —dijo Everard.
—Bien, un hombre viaja mejor solo. Y la tierra se pega a las botas cuando la sangre la ha convertido en barro.
La emoción trajo su presentimiento a Everard. Eso era lo que había estado esperando, por lo que había estado trabajando desde su llegada dos días antes. En muchos aspectos, los gerinanos eran infantiles, sin reserva, carentes de cualquier concepto de intimidad. Al contrario que julio Clásico, que se limitaba a alardear de su ambición, Claudio Civilis —Burhmund— deseaba hablar a un oído que le entendiese, desahogarse con alguien que no le pidiese nada.
—Escucha atentamente, Janne —le transmitió a Floris—. Dime cualquier pregunta que se te ocurra. —En el corto pero intenso periodo de preparación, había descubierto que Janne era rápida comprendiendo a la gente, Entre los dos podrían aprender algo, una idea de lo que sucedía y adónde podía llevar.
—Lo haré —le respondió entrecortadamente—, pero será mejor que también vigile a Clásico.
—Luchaste por Roma desde que eras joven, ¿no? —le preguntó Everard a Burhmund en germánico.
La risa del hombre fue como un ladrido.
—Cierto, y marché, me entrené, construí carreteras, dormí en barracones, me peleé, jugué a los dados, fui de putas, me emborraché, enfermé, bostecé en los largos periodos de aburrimiento… la vida del soldado.
—Pero he oído que tienes mujer, hijos, tierras.
Burhmund asintió.
—No fue todo hacer el equipaje e irse. Para mí y mis parientes menos que para la gente normal. Pertenecíamos a la casa del rey. Roma nos quería tanto para mantener a nuestra gente tranquila como para sus soldados. Así que nos convertimos rápido en oficiales, y a menudo tuvimos largos permisos cuando nuestras unidades estaban estacionadas en la Germania inferior. Y allí era donde estaban por lo general, hasta que comenzaron los problemas. Íbamos a casa de permiso, participábamos en las ceremonias, hablábamos bien de Roma además de ver a nuestras familias. —Escupió—. ¡Qué agradecimiento obtuvimos por nuestros servicios!
Los recuerdos empezaron a llegar. La presión de los ministros de Nerón había alimentado la furia de los tributarios; se produjeron motines; los recaudadores de impuestos y otros perros de plaga fueron asesinados. Civilis y un hermano suyo fueron arrestados acusados de conspiración. A Everard, Burhniund le dijo que se habían limitado a protestar, pero con palabras fuertes. El hermano fue decapitado, Civilis fue llevado encadenado hasta Roma para ser interrogado, sin duda bajo tortura, probablemente seguida de la crucifixión. La caída de Nerón retrasó los trámites. Galba perdonó a Civilis, entre otros gestos de buena voluntad, y le devolvió a sus deberes.
Muy pronto, Otón derrocó a su vez a Galba mientras los ejércitos en Germania proclamaban a Vitelio emperador y los ejércitos en Egipto elevaban a Vespasiano. La deuda de Civilis con Galba casi le valió ser condenado de nuevo, pero eso se olvidó cuando la decimocuarta legión fue retirada del territorio lingonio, llevándose también a los auxiliares que él mandaba.
Buscando asegurar la Galia, Vitelio entró en territorio de los tréveros. Sus soldados saquearon y asesinaron en Divodurum, la que sería Metz (eso ayudaba a explicar el apoyo instantáneo que recibió Clásico al rebelarse). Una lucha entre los bátavos y los regulares podría haber sido catastrófica, pero se evitó a tiempo. Civilis tomó el mando para poner las cosas bajo control. Con Fabio Valente como general, las tropas marcharon al sur en ayuda de Vitelio contra Otón. Por el camino, recogió grandes sobornos de las comunidades por evitar que su ejército las arrasase.
Cuando ordenó que los bátavos fuesen a Narbonensis, el sur de la Galia, para aliviar a las fuerzas asediadas, sus legionarios se amotinaron. Dijeron que eso los privaría de los hombres más valientes, El desacuerdo se solucionó y los bátavos siguieron con ellos. Después de cruzar los Alpes y llegar noticias de otra derrota de su bando, en Placentia, los soldados volvieron a amotinarse, en esta ocasión por su falta de acción. Querían ir a ayudar.
Burhmund rió desde el fondo de la garganta.
—Él nos hizo el favor de aceptar.
Los dos guerreros salieron de las chozas. El romano iba entre ambos, vestido para viajar. Detrás los seguían las monturas de refresco cargadas con comida y equipo. Fueron hacia el Rin. El transbordador había vuelto. Subieron a él.
—Los partidarios de Otón intentaron detenernos en el Po —dijo Burhmund—. Fue entonces cuando Valente descubrió que los legionarios habían tenido razón en conservarnos a nosotros, los germanos. Lo atravesamos a nado y creamos una posición segura, que mantuvimos hasta que el resto pudo seguirnos. Una vez que forzamos el río, el enemigo se deshizo y huyó. Grande fue la masacre en Bedriacum. Poco después, Otón se suicidó. —Hizo una mueca—. Pero Vitelio no tenía mejor dominio de sus tropas. Atravesaron alocadas Italia. Vi algo de eso. Fue desagradable. No era territorio enemigo que hubiesen conquistado, era la tierra que se suponía que debían defender, ¿no?
Ésa podría ser parte de la razón por la que la decimocuarta legión se volvió inquieta y gruñona. Una pelea entre regulares y auxiliares casi se convirtió en una batalla. Civilis se encontraba entre los oficiales que calmaron las cosas. El nuevo emperador Vitelio ordenó que los legionarios fuesen a Bretaña y asignó a los bátavos a sus tropas de palacio.
—Pero eso tampoco estuvo bien. No tenía ni idea de cómo manejar a los hombres. Los míos se volvieron descuidados, bebían durante el servicio y peleaban en los barracones. Al final nos devolvió a Germania. No podía hacer otra cosa, a menos que quisiese que se derramase sangre, entre la que podría haberse encontrado la suya. Estábamos hartos de él.
El transbordador, una chalana ancha con remos, había atravesado la corriente. Los viajeros desembarcaron y se perdieron en el bosque.
—Vespasiano controlaba África y Asia —siguió diciendo Burhmund—. Su general Primo llegó a Italia y me escribió. Sí, para entonces ya era muy conocido.
Burhmund envió mensajes a sus múltiples contactos. Un incompetente legado romano estuvo de acuerdo. Los hombres fueron a defender los pasos de los Alpes; ningún vitelista, galo o germano cruzaría hacia el norte mientras los italianos e iberos tuvieran tanto para mantenerse ocupados allí donde estaban. Burhmund convocó una reunión de las tribus. El reclutamiento de Vitelio era el último ultraje que soportarían. Golpearon las espadas contra los escudos y gritaron.
Para entonces, los vecinos canninefates y frisios sabían lo que pasaba. Sus asambleas jaleaban a los hombres para que se uniesen a la causa. Una cohorte de tungros abandonó su base y se unió a ellos. Los auxiliares germanos, enviados al sur por Vitelio, se enteraron de la noticia y desertaron.
Dos legiones avanzaron contra Burhmund, que las derrotó y llevó los restos hasta Castra Ventera. Cruzado el Rin, ganó una batalla cerca de Bonna. Sus mensajeros animaban a los defensores del Viejo Campamento a que se rindiesen en nombre de Vespasiano. Se negaron. Fue entonces cuando proclamó la secesión, guerra abierta por la libertad.
Los brúcteros, los tencteros y los camavos se unieron a la liga. Envió mensajeros por toda Germania. Los aventureros llegaban en oleadas para unirse a su estandarte. Wael-Edh predijo la caída de Roma.
—Y luego los galos —dijo Burhmund—, aquellos que Clásico y sus amigos pudieron hacer que se rebelaran. Sólo tres tribus por ahora… ¿Qué pasa?
Everard se había sobresaltado por un grito que sólo él había oído.
—Nada —dijo—. He creído ver un movimiento, pero no es nada. Ya sabes que el cansancio produce estos efectos.
—Los están matando en el bosque —dijo la voz entrecortada de Floris—. Es terrible. Oh, ¿por qué hemos tenido que venir en este día?
—Tú sabes por qué —le dijo él—. No mires.
Era imposible invertir años en descubrir toda la verdad. La Patrulla no podía permitirse derrochar tanta vida de sus agentes. Más aún, ese segmento del espacio-tiempo era inestable; cuantas menos personas del futuro entrasen en él, mejor. Everard había decidido empezar con una visita a Civilis varios meses antes de la divergencia de los acontecimientos. Las investigaciones preliminares sugerían que el bátavo sería más accesible después de aceptar la rendición de Castra Vetera; y la ocasión ofrecía la oportunidad de conocer a Clásico. Everard y Floris habían tenido la esperanza de obtener suficiente información y partir antes de que sucediese lo que Tácito contaba.
—¿Ha sido por orden de Clásico? —preguntó.
—No estoy segura —dijo Floris entre sollozos. No se lo reprochaba. Él mismo hubiese odiado presenciar la matanza, y ya estaba endurecido—. Está entre los germanos, sí, pero los árboles me impiden ver bien y el viento interfiere en la recepción de sonido. ¿Habla su lengua?
—Poco en todo caso, por lo que yo sé, pero algunos de ellos hablan latín…
—Tu alma está en otra parte, Everard —dijo Burhmund.
—Tengo un… presentimiento —contestó el patrullero. Bien podría darle a entender que tengo algo de profeta, un toque de magia. Más tarde podría serme útil.
El rostro de Burhrnund estaba desolado.
—Yo también, aunque por razones más terrenales. Será mejor que reúna a mis hombres, Hazte a un lado, Everard. Tu espada está llena de entusiasmo, pero no has marchado con la legión y creo que me será necesaria esa disciplina. —La última palabra fue en latín.
La verdad le llegó, traída por un jinete salido al galope del bosque. En una multitud rugiente, los germanos habían caído sobre los prisioneros. Los pocos guardias galos se apartaron como pudieron. Los germanos estaban masacrando a todos los hombres desarmados y destrozaban los tesoros. Les darían a los dioses su hecatombe.
Everard sospechaba que Clásico los había instigado. Hubiese sido muy fácil. Clásico quería que estuviesen dispuestos a luchar más allá del punto en que pudiesen negociar una paz por separado. Sin duda Burhmund compartía esa sospecha, por lo furioso que se veía al bátavo. Pero ¿qué podría hacer?
Ni siquiera había podido detener a sus bárbaros cuando surgieron del bosque deseosos de sangre para atacar el Campamento Viejo. El fuego ardía tras las murallas. Los gritos se mezclaban con el olor de la carne humana quemada.
Burhmund no se sentía horrorizado. Ese tipo de cosas eran habituales en su mundo. Lo que le enfurecía era la desobediencia y el secreto con que se había producido.
—Los convocaré a una reunión de guerreros —gruñó—. Los despellejaré con vergüenza. Para que sepan que hablo en serio, frente a ellos me cortaré el pelo al estilo romano y me lavaré el tinte. Y en cuanto a jurar lealtad a Clásico y su Imperio… si le disgusta lo que tengo que decir a propósito, que se atreva a tomar las armas contra mí.
—Creo que es mejor que me vaya —dijo Everard—. Aquí sólo estorbaría. Quizá nos volvamos a ver.
¿Cuándo, en los días tristes que se abren ante nosotros?