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Los meses pasaron, erosionando lentamente la victoria de Burhmund.

Tácito habría de escribir cómo ocurrió: las confusiones y los errores, las disensiones y traiciones mientras el peso de los refuerzos romanos aumentaba inexorablemente. Ya entonces, la memoria hubiese confundido o perdido mucho, y un individuo que mira la herida por la que se le escapaba la vida tendría poca memoria. Los detalles que sobrevivieron son los de interés, pero en su mayoría innecesarios para comprender el resultado final. Un boceto basta.

Al principio, Burhmund continuó disfrutando del éxito. Ocupó el país de los sunucos y reclutó a muchos de ellos. En el río Mosela derrotó a una banda de germanos imperialistas, tomó a algunos para su grupo y persiguió al resto y a su líder hacia el sur.

Eso fue un terrible error. Mientras luchaba en los bosques belgas, Clásico no hacía riada y Tutor ocupaba con lentitud fatal las defensas del Rin y los Alpes. La vigésima primera legión tomó ventaja, cruzando hacia la Galia. Allí se unió con sus auxiliares, incluida una tropa de caballería comandada por Julio Brigántico, sobrino y enemigo implacable de Civilis. Tutor fue derrotado, sus tréveros aplastados. Antes de eso, un intento rebelde entre secuanos había terminado en desastre, y las tropas romanas habían empezado a llegar de Italia, España y Bretaña.

Petilio Cerial estaba ahora al mando de los esfuerzos imperiales. Aunque derrotado nueve años antes por Boadicea en Bretaña, ese pariente de Vespasiano se había conseguido redimir tomando parte en la captura de Roma de manos de los vitelistas. En Maguncia, la que se convertiría en Mainz, envió a los reclutas galos a casa, declarando que su legión sería suficiente. Ese gesto prácticamente completó la pacificación de los galos.

Acto seguido entró en Augusta Treverorum, que se convertiría en Tréveris, ciudad de Clásico y Tutor, lugar de nacimiento de la rebelión gala. Concedió una amnistía general y aceptó nuevamente en su ejército aquellas unidades que habían desertado. Dirigiéndose a una asamblea de tréveros y lingones con un estilo desoladamente razonable, los convenció de que no tenían nada que ganar y sí mucho que perder con posteriores levantamientos.

Burhmund y Clásico habían reagrupado sus fuerzas dispersas, menos un sustancial contingente que Cerial había capturado. Le enviaron un heraldo, ofreciéndole el Imperio galo si se unía a ellos. Él se limitó a pasar la carta a Roma.

Ocupado con el aspecto político de la guerra, no estaba bien preparado para la matanza que vino a continuación. En una batalla dura, los rebeldes capturaron el puente sobre el Mosela. Cerial en persona dirigió el asalto para recuperarlo. Lanzando sus tropas mientras los bárbaros se encontraban en su propio campamento, los cogió desprevenidos, los derrotó y los puso en fuga.

Al norte por el Fin, los agripinenses —los antiguos ubios— habían establecido a su pesar un tratado con Burhmund. Ahora sorprendieron y masacraron a las guarniciones germanas que se encontraban entre ellos y pidieron ayuda a Cerial. Él avanzó para ayudar a la ciudad.

A pesar de algunos reveses menores, consiguió la capitulación de los nervios y los tungros. Cuando nuevas legiones hubieron redoblado sus fuerzas, se preparó para un encuentro con Burhmund. En una batalla de dos días cerca del Campamento Viejo, ayudado por un desertor bátavo que los guió en una maniobra envolvente, derrotó a los germanos. La guerra podría haber terminado allí si los romanos hubiesen tenido naves disponibles para bloquear la huida por el Pin.

Al enterarse, el resto de los líderes rebeldes tréveros también se batieron en retirada por el río. Burhmund se retiró a la isla bátava, donde los hombres que le quedaban se dedicaron a la guerra de guerrillas. Entre los que mataron se encontraba Brigántico. Pero no podían mantener posiciones. La lucha más feroz vio a Burhmund y a Cerial enfrentados el uno contra el otro. El germano, intentado reunir sus tropas mientras retrocedían, fue reconocido; los proyectiles llovieron sobre él; apenas pudo escapar saltando del caballo y nadando en la corriente. Sus barcos llevaron a Clásico y Tutor, que desde entonces no fueron más que desconsolados parásitos.

Cerial tuvo un contratiempo. Después de ir a inspeccionar los alojamientos de invierno que se construían para las legiones en Neuss y Bonn, regresaba por el Rin con su flota. Desde sus escondrijos, los vigilantes germanos vieron el descuido nacido de la excesiva confianza. Reunieron a un par de bandas fuertes y, en una noche nublada, atacaron. Los que invadieron el campamento romano cortaron las cuerdas de las tiendas y asesinaron a los que estaban dentro. Sus compañeros arrojaron rezones a los barcos y los hundieron. El gran premio fue el trirreme petroriano donde Cerial debería de haber estado durmiendo. Por casualidad, se encontraba en otra parte —con una mujer ubia, según los rumores— y salió medio dormido y casi desnudo para tomar el mando.

Sólo fue una acción sorpresa. Sin duda su principal resultado fue que los romanos se volvieron inmediatamente más precavidos. Los germanos llevaron el trirreme capturado por el río Lippe y se lo ofrecieron a Veleda.

Por pequeño que fuese, ese revés para la causa imperial podría haberse considerado un presagio. Cerial se internó más en la tierra de las tribus. Ninguna podía oponérsele. Pero tampoco conseguía él enfrentarse definitivamente con sus enemigos. Roma no podía darle más tropas. Los suministros eran escasos e irregulares. Mientras tanto, sobre él se cernía el invierno del norte.

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