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49 D.C.

Al oeste del Elba, al sur de donde algún día se alzará Hamburgo, se extendía el reino de los longobardos. Siglos en el futuro, sus descendientes terminaron varias generaciones de emigración conquistando el norte de Italia y fundando lo que se conocería como el reino de Lombardía. Por el momento, sólo eran otra tribu germana, aunque una poderosa, que había asestado muchos de los golpes más dolorosos que los romanos hubiesen recibido en el bosque de Teutoburgo. Recientemente, sus hachas habían tomado la decisión de quien debería ser rey de sus vecinos cheruscios. Ricos y arrogantes, comerciaban y llevaban noticias desde el Rin hasta el Vístula, desde los cimbros en Jutlandia hasta los quadios a lo largo del Danubio. Floris había decidido que ella y Everard no podían limitarse a acercarse cabalgando, diciendo ser viajeros con problemas venidos de alguna otra parte. Eso era posible en los años setenta y sesenta, entre gente de la frontera occidental enfrentada a Roma —ya fuese hostil, servil o pacíficamente— más que con los orientales. Allí el riesgo de cometer un error sería demasiado grande.

Pero aquí y ahora se encontraba Edh, durante una estancia de dos años. Allí era donde podría encontrarse la siguiente clave de su origen, así como una oportunidad de observar con mayor profundidad su efecto sobre la gente con la que se cruzaba.

Por suerte, aunque con lógica, había un etnógrafo residente, como fuera Floris entre los frisios. La Patrulla también quería una muestra de la Europa central durante el siglo I, y aquél era mejor sitio que muchos.

Jens Ulstrup se había establecido una docena de años antes. Contó que se llamaba Domar, de lo que se convertiría en la zona noruega de Bergen, virtualmente tierra incógnita para los longobardos atados a la tierra. Un problema familiar lo llevó al exilio. Tomó pasaje a Jutlandia; los escandinavos del sur ya habían desarrollado naves muy grandes. Desde allí había vagado como podía, siempre bien recibido por sus canciones y poesías. Como era costumbre, el rey recompensó algunos versos halagadores con oro y una invitación a quedarse. Domar invirtió en bienes de comercio, amasó fortuna con rapidez y, a su debido tiempo, había adquirido una hacienda propia. Tanto sus intereses mercantiles como su curiosidad por el mundo, natural en un poeta, explicaban sus frecuentes y largas ausencias. Muchos de sus viajes eran realmente en el territorio contemporáneo, aunque podía acelerarlos con su cronociclo.

Tras caminar hasta un punto donde sabía que no sería observado, llamó a la máquina desde su escondite. Un momento más tarde, pero días antes, se encontraba en el campamento de Everard y Floris. Se habían establecido más al norte, en la franja deshabitada —en americano, la zona desmilitarizada— entre longobardos y chaucianos.

Desde un acantilado oculto por árboles, miraban al río. Fluía ancho por entre orillas profundamente verdes; las cañas se agitaban, las ranas croaban, los peces saltaban plateados, las aves acuáticas volaban en millares tumultuosos; de vez en cuando los hombres llevaban un bote a los largo de la orilla opuesta, suarinianos.

—Seremos poco en la vida del país —dijo Floris—, no exactamente como espíritus sin cuerpo pasando de largo.

Se pusieron en pie al aparecer Ulstrup. Era una hombre esbelto de pelo rubio, de aspecto tan bárbaro como ellos. Eso no significaba que llevara faldas de piel de oso. Su camisa, abrigo y pantalones eran de una tela bien tejida, de exquisito diseño y buen corte. El joyero que había fabricado su broche no se atenía a los cánones helénicos, pero era un artista. Llevaba el pelo peinado y atado al lado derecho. El bigote estaba recortado y, si no iba del todo bien afeitado, era porque las hojas no tenían la calidad de una Gillette.

—¿Qué has descubierto? exclamó Floris.

La sonrisa de Ulstrup demostró lo cansado que estaba.

—Llevará un rato contarlo —contestó.

—Dale un respiro —dijo Everard—. Toma, siéntate. —Le señaló un tronco mohoso—. ¿Quieres un poco de café? Puedes oler que es recién hecho.

—Café —canturreó Ulstrup—. A menudo lo bebo en sueños.

Es extraño —pensó Everard momentáneamente—, que los tres estemos usando inglés del siglo XX. Pero no. Él también viene de allí, ¿no? Durante un tiempo, el inglés realizará el mismo papel que el latín hoy. No por mucho tiempo.

Hablaron un poco antes de que Ulstrup pasase a lo serio. Su mirada se fijó en los otros dos como un animal podría mirar desde una trampa. Habló con cuidado.

—Sí, creo que tenéis razón. Es algo único. Confieso que las posibilidades me dan miedo; no tengo experiencia ni soy experto en realidades variables.

»Como os dije antes, había oído historias de una sibila itinerante, o bruja, o lo que fuese, pero no presté especial atención— Esas cosas son… oh, no comunes en su cultura, pero tampoco extraordinarias. Estaba preocupado por la lucha civil entre los cheruscios y, francamente, me resistía a vuestra petición de que investigase a una extraña. Mis disculpas, agente Floris, agente No asignado Everard. Ahora la he conocido. La he escuchado. He hablado largamente sobre ella con muchos hombres. Mi mujer longobarda me ha contado lo que las mujeres se dicen unas a otras.

»Me contasteis el tremendo impacto que Edh tendrá en las tribus occidentales. Sospecho que no anticipasteis lo poderosa que ya era aquí, o con qué rapidez aumenta su poder. Llegó en un carro primitivo. He oído que los lemovios se lo entregaron después de que llegase hasta ellos a pie. Nos dejará en un carruaje magnífico cuya construcción ha ordenado el rey, tirado por los mejores bueyes. Llegó con cuatro hombres. Se irá con una docena. Podría haber tenido muchos más que ésos (y también mujeres) pero ella los escogió y fijó el límite con inteligencia práctica. Creo que eso fue por consejo del Heidhin que describisteis… No importa. He visto a orgullosos jóvenes guerreros rogar abandonarlo todo y seguirla como sirvientes. He visto cómo sus labios temblaban y sus ojos parpadeaban con fuerza cuando ella les dijo que no.

—¿Cómo lo hace? —susurró Everard.

—Construye un mito —dijo Floris—. ¿Es cierto?

Sorprendido, Ulstrup asintió.

—¿Cómo lo supisteis?

—La oí en el futuro, y sé bien lo que podría influir en los frisios. No pueden ser muy diferentes a estos orientales.

—No. Quizá una diferencia comparable a la que hay entre holandeses y alemanes de nuestra época. Claro está, Edh no está predicando el evangelio de una religión completamente nueva. Eso queda fuera de la mentalidad pagana. De hecho, imagino que sus ideas evolucionan sobre la marcha. Ni siquiera está añadiendo una nueva deidad. Su diosa es conocida en la mayoría del territorio germano. Su nombre local es Naerdha. Ese ser más o menos idéntico a la Nertho cuyo culto describió Tácito. ¿Lo recuerdan?

Everard asintió. En Germania hablaba de un carro de bueyes cubierto que cada año llevaba una imagen en procesión por la tierra. Era una época en que se dejaba de lado la guerra, tiempo de regocijo y ritos de fertilidad. Después de que la diosa regresase a su arboleda, el ídolo era llevado a un lago oculto y lavado por esclavos, que inmediatamente después se ahogaban. Nadie preguntaba: «¿Qué imagen es esa que sólo pueden ver los ojos de los que van a morir?»

—Bastante sombrío —dijo Everard. Los neopaganos de su entorno de origen no la incluían en sus cuentos de hadas de un matriarcado prehistórico en el que todo el mundo era amable.

—Llevan una vida bastante sombría —señaló Floris.

El estudioso en Ulstrup tomó el control.

—Claramente es una figura de un panteón telúrico aborigen, los Wanes o Vanir —dijo—. Se originó antes de que los indoeuropeos llegasen a estas tierras. Ellos trajeron a sus característicos, belicosos y masculinos dioses del cielo, los Anses o Aesir. Lejanos recuerdos del conflicto entre las culturas sobreviven en los mitos de una guerra entre dos razas divinas, que finalmente se resolvió por medio de negociaciones y matrimonios mixtos. Nertho, Naerdha, es todavía mujer. Siglos después se convertirá en hombre, el dios Njordh de las Eddas, el padre de Freyja y Frey, que todavía es su esposo. Njordh será dios del mar, al igual que Nertho está asociada con el mar, aunque es también una deidad agrícola.

Floris tocó el brazo de Everard.

—De pronto pareces desolado —murmuró.

Se agitó.

—Lo siento. Divagaba. Recordaba un episodio que no ha sucedido aún, entre los godos. Implica a sus dioses. Pero eso no fue más que un remolino menor en la corriente temporal, fácil de corregir exceptuando a la persona implicada. Esto es diferente. No sé cómo lo es, pero lo siento en el fondo del corazón.

Floris se volvió hacia Ulstrup.

—¿Qué predica Edh? —le preguntó.

Él se estremeció.

—«Predicar.» Qué palabra tan horripilante. Los paganos no predican, al menos los germanos paganos no lo hacen, y en estos momentos el cristianismo no es más que una herejía judía perseguida. No, Edh no niega a Wotan ni al resto. Simplemente cuenta nuevas historias sobre Naerdha y los poderes de Naerdha. Pero no hay nada simple en lo que implican. Y… por su intensidad y elocuencia, sí, es justo decir que da sermones. Estas tribus nunca han conocido nada así. No están… inmunizadas. Es por eso que tantos de ellos se convertirán con facilidad al cristianismo cuando los misioneros lleguen aquí. —Como a la defensiva, el tono se hizo más seco—. Eso sí, también habrá razones políticas y económicas para la conversión, lo que sin duda decide la situación en la mayoría de los casos. Edh no ofrece nada así, a menos que tengas en cuenta el odio a Roma y las profecías de su caída.

Everard se rozó la barbilla.

—Entonces ha inventado el sermón y el fervor religioso de forma independiente —dijo—. ¿Cómo? ¿Por qué?

—Debemos descubrirlo —respondió Floris.

—¿Cuáles son esos nuevos mitos? —preguntó Everard.

Ulstrup frunció el ceño.

—Me llevaría mucho tiempo contaros todo lo que he descubierto. Y es rudimentario, no un perfecto sistema teológico, comprended. Y dudo haberlo oído todo, escuchándola a ella o de segunda mano. Ciertamente no he descubierto lo que desarrollará con el paso del tiempo.

»Pero… bien, no lo dice directamente, quizá ni ella sea consciente, pero está convirtiendo a su diosa en un ser al menos tan poderoso, tan… cósmico… como cualquier otro dios. Naerdha no está exactamente usurpando la autoridad de Wotan sobre los muertos, pero ella también los recibe en su casa, ella también los dirige en cacerías por el cielo. Se está convirtiendo en una deidad de la guerra tan importante como Tiwaz, y la destructora profética de Roma. Como Thonar, tiene control sobre las fuerzas elementales, el clima, la tormenta, junto con los mares, los ríos, lagos, toda el agua. Suya es la luna…

—Hécate —murmuró Everard.

—Pero conserva su antigua precedencia sobre la concepción y el nacimiento. —Ulstrup concluyó—: Las mujeres que mueren de parto van directamente a ella, como los guerreros caídos al Odín de las Eddas.

—Eso debe de atraer a las mujeres —dijo Floris.

—Así es, así es —admitió Ulstrup—. No es que tengan una fe separada. Los cultos mistéricos y las sectas son desconocidos para los germanos, pero aquí hay una devoción especial para ellos.

Everard paseaba de un lado a otro en la cañada. Se golpeaba la palma con el puño.

—Sí —dijo—. Eso fue importante para el éxito del cristianismo, tanto en el sur como en el norte. Tenía más que ofrecer a las mujeres que el paganismo, incluso la Magna Mater. Podrían no convertir a sus maridos, pero seguro que influirían en sus hijos.


—Los hombres también pueden tener visiones. —Ulstrup miró a Floris—. ¿Ves las mismas posibilidades que yo?

—Sí —contestó ella, no del todo firme—. Podría pasar. Tácito… En la segunda versión Veleda regresó a la Germania libre, después del aplastamiento de Civilis, llevando su mensaje, y una nueva religión se extendió entre los bárbaros… podría crecer y desarrollarse después de su muerte. No tendría competencia. Oh, no se volvería monoteísta ni nada parecido. Pero su diosa sería una figura suprema, alrededor de la cual todos se reunirían. Ella le daría al pueblo tanta espiritualidad como podría darle el Cristo. Muy pocos se unirían a la Iglesia.

—Menos aún si careciesen de razones políticas —añadió Everard—. Observé el proceso en la Escandinavia vikinga. El bautismo era el billete de admisión a la civilización, con todas su ventajas culturales y comerciales. Pero un Imperio romano occidental en ruina no será tan atractivo y Bizancio está demasiado lejos.

—Cierto —dijo Ulstrup—. Es concebible que la fe de Nertho se pudiese convertir en la semilla y el núcleo de una civilización germánica, no barbarismo, sino una civilización, no importa cuán turbulenta, con la riqueza interior para resistir al cristianismo, como hará la Persia de Zaratustra. Aquí ya no son habitantes de los bosques. Saben que el mundo exterior existe y se relacionan con él. Cuando los longobardos intervinieron en las luchas dinásticas de los cheruscios, fue para restaurar a un rey que había sido depuesto por haber crecido en Roma y haber sido enviado a petición de Roma. No es que los longobardos estén domesticados; fue una maniobra maquiavélica. El comercio con el sur aumenta año a año. Las naves romanas o galorromanas en ocasiones llegan incluso a Escandinavia. Los arqueólogos de nuestra época hablarán de una Edad del Hierro romana, seguida de una Edad de Hierro germana. Sí, estos bárbaros están aprendiendo. Han asimilado lo que les resulta útil. No se sigue que ellos mismos deban ser asimilados.

Bajó la voz.

—Claro está, si no son asimilados, el futuro será diferente. Nuestro siglo xx no habrá existido nunca.

—Eso es lo que intentamos evitar —dijo Everard con dureza.

Se hizo el silencio. El viento ululaba, las hojas se agitaban, la luz del sol saltaba en la corriente alborotada. La paz hacía que el paisaje pareciese irreal.

—Pero debemos descubrir cómo empezó esta desviación, antes de poder hacer nada —siguió diciendo Everard—. ¿Descubriste de dónde vino Veleda?

—Me temo que no —confesó Ulstrup—. Pobres comunicaciones, grandes extensiones deshabitadas… y Edh no habla sobre su pasado, ni tampoco su socio Heidhin. Puede que se sienta más cómodo contigo dentro de veintiún años, cuando te mencione a los alvaringos, sean quiénes sean. Incluso entonces, creo, será peligroso preguntar por los detalles. En este momento, tanto él como ella son totalmente reticentes a hablar.

»Sin embargo, oí que apareció por primera vez entre los rugios en el litoral báltico, hace cinco o seis años, por lo que puedo determinar de las vagas informaciones. Dicen que vino por barco, como es propio de la profetisa de una deidad marina. Eso y su acento me sugieren un origen escandinavo. Siento no poder hacerlo mejor.

—Servirá —contestó Everard—. Lo has hecho bien, compañero. Con paciencia e instrumentos, quizá preguntando en tierra de vez en cuando, descubriremos el lugar y el momento de su llegada.

—Y entonces… —Floris dejó de hablar. Miró más allá del río y del bosque, al noreste, hacia una costa invisible.

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