7

De pronto la primavera recorrió la tierra. Calor y días más largos atrajeron las hojas. La hierba relucía. El cielo se llenó de alas y clamor. Corderos, becerros y potros jugueteaban en los prados. La gente salía de la oscuridad de las casas, del humo y el olor del invierno; parpadeaban por la luz, aspiraban la dulzura y se ponían a trabajar preparándose para el verano.

Pero tenían hambre después de las escasas cosechas del año anterior. Muchos hombres estaban en guerra más allá del Rin, y pocos de ellos regresarían con vida.


Edh y Heidhin todavía guardaban hielo en sus corazones. luz o la Caminaban por las tierras de ella sin prestar atención a la brisa. Los peones de sus campos la vieron y no se atrevieron a vitorearla ni a hacerle ninguna pregunta. Aunque los bosques del oeste relucían bajo el sol, el bosquecillo sagrado del este parecía tenebroso en la lontananza, como si su torre hubiese proyectado una sombra hasta tan lejos.

—Estoy furiosa contigo —le dijo a Heidhin—. Oh, debería apartarte de mí para siempre.

—Edh… —Su voz era severa. Tenía los nudillos blancos sobre el mango de la lanza—. Hice lo que había que hacer. Estaba claro que hubieses perdonado la vida a ese romano. Los Anses ya estaban suficientemente enfadados con nosotros.

—Eso murmuraban los imbéciles.

—Entonces la mayor parte de la tribu está formada por imbéciles. Edh, yo voy entre ellos como tú no puedes, porque soy un hombre, y sólo un hombre, y no el elegido de la diosa. La gente me dice lo que evitaría decirte a ti directamente. —Heidhin siguió caminando mientras buscaba las palabras—. Nerha ha estado tomando demasiado de lo que solía ir a los dioses del cielo. Conozco bien lo que tú y yo le debemos, pero para los brúcteros es diferente, e incluso nosotros dos debemos demasiado a los Anses. Si no hacemos las paces con ellos, nos negarán la victoria. Lo he leído en las estrellas, el tiempo, el vuelo de los cuervos, los huesos. ¿Y qué si me equivoco? El miedo en sí es real en el corazón de los hombres. Empezarían a fallar en la batalla y el enemigo ganaría.

»Ahora yo, en tu nombre, he dado un hombre a los Anses, no un mero esclavo sino un jefe guerrero. Que la noticia llegue lejos, ¡veremos la esperanza renacer entre los guerreros!

La mirada de Edh lo golpeó como una espada.

—Ja, ¿crees que tu pequeña matanza significará algo para ellos? Mientras estabas fuera, otro mensajero de Burhmund llegó hasta mí. Sus hombres mataron a todos los hombres y destrozaron todo lo que había en Castra Vetera. Saciaron a sus dioses.

La lanza tembló en la mano de Heidhin antes de que pudiese controlarse. Pasó un momento. Al final dijo, despacio:

—¿Cómo podría haber previsto eso? Está bien.

—No lo está. Burhmund estaba furioso. Sabe que endurecerá la voluntad de Roma. Y ahora tú, tú me has robado un cautivo que podría habernos servido de intermediario.

Heidhin apretó la mandíbula.

—No podía saberlo —murmuró—. Y, en todo caso, ¿de qué nos iba a servir un solo hombre?

—Parece que también me has privado de ti mismo. —Edh adoptó una expresión sombría—. Había pensado que ¡rías a Colonia por mí.

Sorprendido, él dobló el cuello para mirarla. Las altas mejillas, la larga nariz recta, la boca llena permanecieron alejadas de él.

—¿Colonia?

—Eso también estaba en el mensaje de Burhmund. Desde Castra Vetera va a Colonia Agripina. Cree que podrían rendirse. Pero una vez que tengan noticias de la matanza, y las recibirán antes de que él llegue, ¿por qué iban a hacerlo? ¿Por qué no seguir luchando con la esperanza de una liberación cuando no tienes nada que perder? Burhmund quiere que maldiga, con la ira fulminante de Nerha, a todo el que rompa los términos de la rendición.

Su astucia habitual regresó y lo calmó.

—Humm, sí. —Con la mano libre se rozó la barba—. Sí, eso podría convencerlos en Colonia. Deben conocerte. Los ubios son germanos, por mucho que se consideren romanos. Si tu mensaje se dijese en alto a las tropas de Burhmund, cerca de las murallas, para que los defensores pudieran oírlo y verlo…

—¿Pero quién iba a decirlo?

—¿Tú?

—Imposible.

Él asintió.

—No, es cierto. Mejor mantenerte alejada. Pocos aparte de los brúcteros te han visto. Eres más impresionante en los relatos que en carne y hueso.

La risa de ella era lobuna.

—Carne y huesos que deben comer, beber, dormir, eliminar desechos, quizá pillar un resfriado, casarse ciertamente. —Bajó la voz. Agachó la cabeza—. Realmente estoy cansada —susurró—. Me gustaría estar sola.

—Una decisión sabia —dijo Heidhin—. Sí. Recluirte por un tiempo en tu torre, dejar claro que estás pensando, preparando brujerías, llamando a la diosa. Yo llevaré tu palabra al mundo.

Ella se enderezó.

—Eso pensaba —respondió—. Pero, después de lo que has hecho, ¿cómo voy a confiar en ti?

—Puedes. Te lo juro, —La voz de Heidhin vaciló un poco—. Si nuestros años juntos no son suficientes… —Una vez más cambió al orgullo—. Sabes que no tienes mejor representante. Soy más que el primero entre tus seguidores, soy un líder por propio derecho. Los hombres me obedecen.

Ella permaneció mucho tiempo en silencio. Pasaron cerca de un potrero donde había un toro, la bestia de Tiw, con sus poderosos cuernos al sol. Al final preguntó:

—¿Repetirás mis palabras sin alterarlas y trabajarás de buena fe para que se entienda su sentido?

Él expreso su respuesta con habilidad.

—Me duele que desconfíes de mí, Edh.

Entonces ella lo miró enternecida.

—Todos estos años… viejo amigo…

Se detuvieron donde estaban, en un camino embarrado en medio de la hierba.

—Para ti hubiese sido más que un amigo si me hubieses dejado —dijo él.

—Sabes que nunca podría. Y tú lo aceptaste. ¿Cómo no voy a perdonarte? Sí, ve a Colonia por mí.

La severidad cayó sobre él.

—Lo haré, e iré a cualquier otro sitio adonde me envíes, sirviéndote lo mejor que sepa, siempre que no me pidas romper el juramento que hice en la costa de Eyn.

—Eso… —su rostro empalideció—, fue hace mucho tiempo.

—Para mí es como si hubiese sido ayer. Nada de paz con los romanos. Guerra mientras viva, y cuando esté muerto los hostigaré en su camino al infierno.

—Niaerdh podría liberarte de esa promesa.

—Yo nunca me liberaría a mí mismo. —Como un martillo que golpease con fuerza, Heidhin declaró—: O me apartas de ti en este día, para siempre, o juras que jamás me pedirás que haga la paz con los romanos.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo hacer eso. Si nos ofrecen, a nuestro pueblo, a todos, la libertad…

Él lo meditó antes de decir de mala gana.

—Bien, si lo hacen, acepta. Me atrevería a decir que tendrías que hacerlo.

—La propia Niaerdh querría. No es una Anse sedienta de sangre. —Vaya, antes dijiste lo contrario. —Heidhin sonrió—. No esperes que los romanos permitan alegremente que las tribus del oeste y sus tributos se vayan. Pero si lo hiciesen, yo me iré, con los hombres que quieran seguirme, y los atacaré en sus tierras hasta que caiga bajo sus espadas.

—¡Que eso no suceda nunca! —gritó ella.

Él le puso las manos sobre los hombros.

—Júrame, que Niaerdh sea testigo, que declararás la guerra sin cuartel hasta que los romanos hayan abandonado estas tierras o… o al menos, hasta que yo haya muerto. Si lo haces, entonces te concederé cualquier otra cosa que me pidas, sí, incluso dejar con vida a los romanos que capturemos.

—Si así lo deseas. —Edh suspiró. Se apartó de él. Dio una orden—: Vamos, busquemos el lugar sagrado, mezclemos nuestra sangre sobre la tierra y nuestras palabras en el aire para asegurar esta unión. Quiero que vayas con Burhmund mañana. El tiempo apremia.

Загрузка...